Capítulo 39

Al principio, Arturo solo fue consciente del dolor. Era una quemazón insoportable, que se ramificaba desde el muslo de su pierna derecha hasta el resto de su cuerpo. Medio en sueños, se imaginó que la pierna se le estaba quemando, hundida hasta la ingle en una de las hogueras de Beltain, y que él tiraba de ella sin poder sacarla.

Tardó un rato en recordar el origen de la herida. Dyenu. Él le había clavado la espada. Le había herido con Excalibur. Él era el hijo de Uther.

Volvió a sumirse en una inconsciencia intermitente, de la que le despertó una aguda sensación de sed.

Abrió los ojos. Se encontraba en una habitación lúgubre, de paredes altas y sucias. ¿Una prisión?

Su mirada resbaló hasta el costado de la cama, y vio a sir Héctor.

El anciano no se dio cuenta de inmediato de que había despertado. Parecía muy concentrado leyendo un libro de páginas amarillentas. Arturo lo observó en silencio durante un rato. Aunque hubiese querido hablar, probablemente no le habría salido la voz.

Hacía calor. Un calor húmedo, que no recordaba haber experimentado desde su primera infancia, cuando todavía no existía Britannia.

En un momento dado, los ojos de sir Héctor se levantaron de la página que estaba leyendo y se encontraron con los de su hijo. Su rostro se iluminó instantáneamente.

—Arturo —dijo—. ¡Por fin! ¿Cómo te sientes, muchacho? ¿Puedes hablar?

—La pierna —contestó él, apuntando al muslo—. Me duele muchísimo. Necesito agua.

Sir Héctor tomó una jarra de la mesilla que había junto a su sillón y llenó de agua un cuenco de cerámica. Después, pasó el brazo por detrás del cuello de Arturo para ayudarle a alzar la cabeza, mientras con la otra mano le acercaba el agua a los labios.

Arturo bebió con avidez mientras su padre lo observaba preocupado.

—Has sobrevivido de milagro —dijo—. La herida era muy profunda. ¿Quién lo hizo, Arturo? ¿Quién te atacó con tu propia espada?

Arturo cerró los ojos. Se sentía demasiado débil para contestar, pero tenía que hacerlo.

—Excalibur no es mi espada —murmuró—. Es suya.

Se quedó adormilado, agotado por el esfuerzo de hablar. Al menos, eso le pareció.

Cuando volvió a despegar los párpados, su padre lo estaba observando con fijeza.

—¿Recuerdas lo que me has dicho? —le preguntó—. Sobre la espada.

Arturo asintió.

—Excalibur. Pertenece a Dyenu. Fue él quien me atacó. Él es el hijo de Uther, no yo.

Si la revelación sorprendió a sir Héctor, no lo demostró.

—¿Por qué lo sabes? —preguntó simplemente—. ¿Te lo dijo él?

—Él sacó la espada de la piedra, padre. Yo lo intenté, pero no pude. El Elegido es él.

Sir Héctor sonrió escéptico.

—Eso no tiene ningún sentido —dijo—. Es un mercenario sin escrúpulos, un aliado de los sajones. ¿Por qué iba la espada a elegirlo a él?

—Porque Uther lo dispuso así —replicó Arturo con cansancio—. Solo alguien de su sangre podría arrancarla del mármol. Yo vi con mis propios ojos cómo lo hacía.

—¿Había alguien más? —preguntó sir Héctor con viveza—. ¿Alguien más lo vio?

—No. No había nadie más. ¿Por qué?

—Entonces, es como si no hubiese sucedido. Ya tenemos suficientes problemas para crear otro. Te has dado cuenta, supongo. Britannia ha desaparecido. Hemos perdido la protección del velo. El pueblo está furioso, en cualquier momento podría estallar una rebelión. Quieren la cabeza de Gwenn. Y no me extrañaría que la reina terminase por dársela.

Arturo trató de incorporarse, angustiado.

—¿Por qué quieren su cabeza? ¿Ella está bien? ¿Está fuera de peligro?

—Está bien, sí, aquí en palacio. Algunos nobles se han empeñado en que la reina la encarcele y la someta a juicio, pero hasta ahora no han conseguido salirse con la suya. Después de todo, es su hija. Es comprensible que quiera protegerla.

—Pero un juicio, ¿por qué? No lo entiendo.

Sir Héctor lo miró con expresión grave.

—Claro, tú no lo sabes. Fue ella; fue la princesa la que provocó este desastre. Lanzó un hechizo en pleno juicio de armas para impedir la derrota de Gawain, y al hacerlo desgarró el velo. Nadie ha podido restablecerlo. Es como si hubiese desaparecido.

Arturo hizo un nuevo intento de incorporarse, pero el dolor del muslo le obligó a desistir.

—Tienes que decirles a todos la verdad, padre —exigió, muy agitado—. No fue Gwenn, no fue ella la que hizo que se cayera la simulación. Fue Dyenu. No pude impedir que rompiera la espada. Cuando quebró Excalibur en dos pedazos, todo se desmoronó.

Sir Héctor lo miró de hito en hito.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó.

—Yo vi cómo sucedía. Y Merlín ya me lo había advertido. Excalibur es la llave para cambiar Britannia, y también, según parece, para destruirla. Es lo que Dyenu quería: destruir la simulación.

—Entiendo. —Sir Héctor asintió, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios—. Claro, ahora todo encaja.

—¿A qué te refieres?

En lugar de responder, su padre se levantó del asiento y se dirigió a la cámara contigua. Regresó al cabo de un momento con dos fragmentos metálicos en las manos. Arturo reconoció en uno de ellos la empuñadura de Excalibur.

—Ni siquiera se la llevó —dijo en voz baja—. No quiere el poder. Solo quería lo que ya ha conseguido.

—Tanto mejor. Eso nos da una oportunidad.

Arturo buscó, desde la almohada, la mirada de su padre.

—¿Una oportunidad de qué? —quiso saber.

—De utilizar todo esto a nuestro favor —aclaró sir Héctor—. A fin de cuentas, sigues teniendo la espada. Y tal y como están las cosas… El momento es más que favorable para recordarle a la gente tus derechos dinásticos.

—¿Qué derechos, padre? —Arturo habría gritado si hubiese tenido fuerzas para hacerlo—. Te lo he explicado, no tengo ningún derecho. No soy hijo de Uther. El heredero es Dyenu. Hay que decirle a la gente la verdad.

—Dyenu ha formado un ejército de mercenarios y está arrasando Cornualles, aprovechando la debilidad política de la reina. ¿Crees que tu verdad ayudaría algo en esta situación? El pueblo está pidiendo a gritos un rey capaz de liderar a sus tropas, saben que Igraine no es la persona adecuada para hacerlo. Ha liberado a su sobrino para enviarlo a combatir al frente con sus hombres, pero Gawain, a pesar de todas sus cualidades, no es rival para Dyenu. Tú, sí.

—Estoy herido. No soy nadie.

—Eso ellos no lo saben. Tienes a Excalibur.

—Sí. Una espada rota.

Sir Héctor meneó la cabeza con gesto de impaciencia.

—Una espada rota se puede volver a forjar. También se habla de eso en algunas profecías. Sumergiéndola en las aguas del lago. Las damas de Ávalon podrían devolvértela intacta.

Arturo lo miró con incredulidad.

—Eso no son más que leyendas. ¿De verdad te las crees?

Su padre se encogió de hombros.

—Las leyendas de los Antiguos suelen contener fragmentos de verdad en lo que se refiere a la magia. No olvides que ellos fueron los primeros alquimistas. Sabían más sobre todo esto que nosotros. Quién sabe.

Se interrumpió al oír dos golpes tímidos en la puerta. Cuando dio permiso para abrir, apareció en el umbral Aldreith, uno de los criados de sir Héctor.

—Disculpad, señor. La princesa está aquí. Pregunta si puede entrar.

Sir Héctor sonrió complacido.

—Por supuesto. Decidle tan solo que aguarde un momento a que me despida de mi hijo. Y decidle también que Arturo ha despertado.

Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Aldreith.

—Se lo diré. ¡Se va a poner muy contenta! —dijo.

Sir Héctor miró a Arturo.

—Ha venido cada día desde que te trajeron a palacio. Se ha pasado horas aquí sentada, esperando a que despertases. Espero que entiendas lo conveniente que es para nosotros su «interés». Una alianza entre la heredera de Igraine y el heredero de Uther, sin enfrentamientos, sin derramamiento de sangre. El pueblo y la corte lo verían con buenos ojos. Aunque habrá que hacerles olvidar sus aficiones de hechicera.

Demasiado cansado para protestar, Arturo cerró los ojos una vez más. No soportaba el dolor de la herida. Tenía la sensación de que iba a desmayarse de un momento a otro.

Sin embargo, al ver entrar a Gwenn se olvidó del dolor.

La encontró más delgada, y con grandes lunas moradas bajo los ojos, como si no hubiese dormido bien en muchos días. Por lo demás, le pareció más hermosa que nunca. Sin los artificios del velo, su delicado rostro había ganado intensidad. Resultaba conmovedor.

Venía sonriendo, porque ya sabía que lo iba a encontrar despierto. Al verlo, no obstante, se emocionó, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Por fin —dijo—. Has vuelto. No sabes cuánto te necesitaba.

Arturo sonrió a su vez.

—Entonces, por eso he vuelto —dijo—. No podía dejarte sola.

—No. No podías. Sobre todo ahora. ¿Te ha contado tu padre?

—Algo —contestó Arturo con cautela—. La gente es miedosa, Gwenn. Cuando ocurre una catástrofe, necesitan culpables. Pero se les pasará en cuanto superen el miedo que sienten.

—No superarán el miedo fácilmente, Arturo. No mientras Britannia no vuelva. Y nadie sabe cómo hacer que vuelva.

Él asintió. El dolor de la pierna, en ese instante, le asaltó con una punzada brutal, reclamando toda su atención.

Gwenn captó el espasmo de sufrimiento de su rostro.

—¿Te duele mucho? —Quiso saber.

Él intentó no asustarla.

—Pasará —contestó, forzando una sonrisa—. Me alegro tanto de verte. Sé que has estado pendiente. Gracias.

Gwenn enrojeció ligeramente. Bajo el influjo de Britannia, Arturo jamás habría notado su reacción. Quizá no era tan malo, en algunos aspectos, ver las cosas sin la protección del velo.

—Arturo, tengo que contarte algo —dijo ella, sentándose en el borde de la cama y mirándole con rostro serio—. Hace un par de noches tuve un sueño muy extraño. En realidad, estoy casi segura de que fue algo más que un sueño. Fue un mensaje. Un mensaje de Merlín.

Conmocionado, Arturo logró sentarse a medias en la cama.

—¿Está en Tintagel? ¿Dónde? Si alguien puede reiniciar Britannia, es él.

—Justamente. Nadie sabía nada sobre su paradero desde el sitio de Londres. Pero en el sueño, lo vi, y vi dónde se encuentra. Está prisionero. Prisionero de las damas de Ávalon. Supuestamente, lo han hecho para protegerlo de su propio avatar, que había comenzado a manipularlo.

Arturo recordó la extraña conversación en el campamento de los feriantes, cuando Merlín le entregó la espada. Había tenido varias reacciones inexplicables; incluso una especie de ataque epiléptico. Quizá lo que acababa de contarle Gwenn fuese la explicación.

—Si lo tienen en Ávalon, iremos a buscarlo allí —dijo con decisión—. Lo necesitamos.

Mientras hablaba, le vino a la mente lo que sir Héctor le había dicho acerca de Excalibur y de la posibilidad de repararla. Si había una mínima posibilidad de que las damas de Ávalon forjasen de nuevo la espada y, con ella, devolviesen la vida a Britannia, tenía que intentarlo, con o sin la ayuda de Merlín.

—Yo no puedo ir a Ávalon —dijo Gwenn—. Tengo prohibido salir del palacio. Mi madre teme que la gente me ataque.

Arturo sonrió.

—No tienes que preocuparte por eso. Nos iremos por la noche. Nadie lo sabrá.

Gwenn asintió, pensativa.

—Las damas de Ávalon son célebres por sus dones curativos —dijo—. Te cerrarán la herida. Pero hasta entonces necesitamos a alguien más con nosotros, Arturo. Quiero que nos acompañe Lance. Es el único que conserva su prestigio intacto después del desastre, y ha conseguido reunir bajo sus órdenes a una docena de caballeros leales. Nos vendrá bien su protección. Él fue quien te encontró herido junto a la tumba de Uther, ¿sabes? Te trajo él solo hasta Tintagel.

Lance. Siempre él. A Arturo no le agradó saber que ahora, además de ser el héroe de la batalla del monte Badón, se había convertido en su salvador. No se le escapaba que entre él y la princesa había habido algo.

En todo caso, no podía negarse a que los acompañara. Gwenn tenía razón: él no estaba en condiciones de garantizar su seguridad, y para abandonar Tintagel necesitarían toda la protección posible.

—Dile a Lance, entonces, que lo disponga todo para el viaje. Pero que no se entere la reina. Ni mi padre…

—Tranquilo —dijo la princesa, y una sonrisa de confianza llenó de luz su rostro—. Te aseguro que no se enterarán.