Capítulo 38
Envuelta en la raída toalla que su doncella le había dejado preparada, Gwenn contempló un instante el agua jabonosa en el fondo de la bañera. Se había bañado tantas veces en ella y nunca habría averiguado lo desportillada y vieja que estaba si Britannia hubiese seguido funcionando. Pero Britannia ya no existía, y todos los objetos se habían visto devueltos a su antigua miseria.
Estaba muy cansada. Se había pasado media tarde sentada junto al lecho de Arturo, aguardando alguna señal de vida en su plácido rostro inconsciente. A veces, mientras hacía guardia a su lado para reemplazar a sir Héctor o a sus criados, se preguntaba si no estaba siendo egoísta al desear tanto que Arturo despertara. Después de todo, probablemente la existencia que llevaba en sus sueños fuese mejor que la que le aguardaba en la vida real. Un mundo sumido en la fealdad, hostil, triste… Un mundo donde costaba trabajo encontrar razones para seguir adelante.
Sin ninguna esperanza, vertió agua en un vaso de peltre y cogió una gema del platillo que había en su tocador. Como todas las noches, se tomó la gema y pronunció la letanía del velo, cumpliendo con el ritual de la última libación. Sabía que no tendría ningún efecto, pero, aun así, no quería perder la costumbre. Si algún azar o algún milagro restablecían la conexión, quería ser de las primeras en enterarse. Y quería anunciar a los cuatro vientos que el desastre había quedado atrás, que el daño que había hecho se había podido reparar, y que todo volvería a ser como antes.
Por un momento tuvo la sensación de que la gema funcionaba. Le pareció ver la gruesa cortina de terciopelo rojo delante de su ventana, atada con un cordón de oro, como antaño. Enseguida, la tela recuperó su verdadera textura, su color pardo y descolorido. Quizá había sido solo un recuerdo; pero tan vívido…
Se puso la camisa de dormir y apartó las sábanas para acostarse. Apoyó la mejilla en el áspero almohadón y cerró los ojos. Quería pensar que lo de la cortina no era una casualidad. ¿Y si de verdad la gema había logrado conectar con Britannia por unos segundos? Podía ser, ¿por qué no? Quería creer que era posible.
Notó la humedad de una lágrima resbalándole por la cara. Necesitaba descansar, no pensar en nada. Poco a poco, fue quedándose dormida.
Cuando abrió los ojos, se encontró en un bosque que reverberaba con el zumbido de los insectos estivales.
Sonrió. ¡Hacía tanto tiempo que no salía de palacio! Aunque sabía que era un sueño, aspiró el aire con fruición, y captó el olor tenue de las rosas silvestres. Solo en sus sueños quedaba algo de la intensidad de Britannia. Eran más reales que la realidad misma. Se habían convertido en su refugio.
Había aprendido a dejarse llevar por las imágenes que se le presentaban en los sueños sin oponer resistencia. Era su mente la que le brindaba aquellos fragmentos de recuerdos combinados de un modo nuevo y único para atraer su atención sobre ellos. Y se fiaba, había aprendido a fiarse. Después de todo, ni siquiera en los momentos de mayor viveza de aquellas visiones llegaba a olvidar lo que eran: jirones del velo que permanecían atrapados en su cabeza, restos del espléndido universo que había colapsado por su culpa.
Avanzó unos pasos sobre la gruesa capa de hojas secas que alfombraba el bosque. Podía sentir el sol en su rostro. Era tan agradable…
Cerró los ojos, respiró hondo y los abrió de nuevo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Oyó la súplica quejumbrosa y chillona de un hombre a su derecha, detrás de un grupo de robles. Y la respuesta serena de una mujer cuya voz reconoció de inmediato. Se trataba de Nimúe.
Rodeó los árboles para comprobar que no se había equivocado. En efecto, allí estaba la dama de Ávalon, tan fría y hermosa como la noche de su partida de Londres.
A Gwenn se le hizo un nudo en la garganta. Se recordó a sí misma que Nimúe había intentado matarla. ¿Por qué, a pesar de todo, se alegraba tanto de verla con vida?
Se dijo que no estaba preparada para enfrentarse a su antigua mentora. Intentó despertar. Otras veces, en circunstancias similares, había conseguido interrumpir el sueño. Pero algo en esta ocasión era diferente. No tenía ningún control sobre su presencia en aquella escena, no podía salirse de ella por mucho que se empeñase. No podía escapar porque no era su mente la que la había generado. Venía de otro sitio.
Recordó el momento después de la última libación, cuando la cortina de su cuarto recuperó su apariencia de otros tiempos durante unos instantes. No era una casualidad. Aquella gema había funcionado, aunque de un modo diferente al que ella esperaba. No había restablecido la conexión al velo, pero la había conectado con algo, o con alguien. Alguien que le estaba enviando aquel recuerdo en el que se encontraba sumida.
El hombre que se hallaba sentado al pie de un roble, justo enfrente de Nimúe, emitió un nuevo gemido. Las greñas grises de su cabello le cubrían el rostro. Tenía los tobillos sujetos por grilletes, y las manos, encadenadas.
—No puedes hacerle esto a un amigo —dijo con voz ronca—. ¿Se te ha olvidado todo lo que hice por ti? Te convertí en lo que eres; te enseñé todo lo que sabes.
Gwenn sintió un escalofrío. El hombre acababa de levantar el rostro hacia su captora, y la luz del sol le dio de lleno en los ojos, obligándole a cerrarlos. Era Merlín, aunque costaba trabajo reconocerlo. Había envejecido mucho, y tenía aspecto de no haberse lavado ni cambiado de ropa en unas cuantas semanas.
—Nunca te lo agradeceré lo suficiente —contestó Nimúe con su sonrisa serena de siempre—. Pero no cambia nada. Te has convertido en un peligro para todos, Merlín, incluso para ti mismo.
La expresión del mago cambió al oír aquellas palabras. Un relámpago de inteligencia avivó su mirada, y pareció rejuvenecer a ojos vistas.
—Todavía tengo mucho que ofrecerte —dijo, repentinamente tranquilo—. Tantas cosas que yo sé y que tú no sabes. Puedo enseñarte. Me queda mucho que enseñarte. Libérame y te enseñaré. Sabes que no miento.
—Al contrario, sé que mientes —contestó Nimúe, dando un paso hacia él—. Tú no eres él; tú no eres el Merlín con el que ahora mismo estaba hablando. ¿Creías que no nos daríamos cuenta? A nosotras no puedes engañarnos. Te aprovechaste de su debilidad para hacerte con el control, para convertirlo en tu marioneta.
—¿Y qué diferencia hay? —El mago sonrió desafiante—. Él me creó. Soy lo mejor de Merlín. Su quintaesencia, como él diría.
Nimúe sonrió con desprecio.
—No eres más que una sombra, no te engañes. Un avatar, un ente sin existencia más allá del velo.
—¿Te parece que no existo en este momento? No me confundas con un avatar corriente, querida. Merlín ocultó en mí la base de datos más completa de Britannia. Tan completa, que puede hacer predicciones con un margen de error mínimo en muchos campos: desde los cambios de opinión del vulgo en relación con la reina Igraine, hasta el resultado de una batalla. Me convirtió en un profeta, Nimúe. En la práctica, es como si viese el futuro. ¿Por qué no aceptar que soy la versión mejorada de Merlín, lo que a él le habría gustado ser?
—Porque Merlín no está muerto —respondió la dama—. Porque, a pesar de las diferencias que ha habido entre nosotros, yo lo respeto, y no quiero verlo convertido en una marioneta al servicio de un monstruo inhumano.
—Te equivocas al hablar así, querida. Soy tan humano como tú o como él. Más, si me apuras. Piénsalo: un banco de datos de emociones y sentimientos. Mi repertorio es casi infinito. Y al mismo tiempo, tengo la información. Sé lo que es mejor para Britannia. Y quiero lo mejor. Por eso he hecho todo lo que he hecho.
—No confundas tus modelos y tus simulaciones con la realidad. Tú no ves el futuro. Nadie puede verlo, porque no hay un solo futuro, sombra, sino muchos futuros posibles.
—No tantos, quizá, como vosotras creéis. Afinad la simulación, mejorad la calidad de los datos y veréis cómo el abanico de posibilidades se cierra. ¿Por qué no hacéis la prueba? Dejadme actuar. Os demostraré, a ti y a tus compañeras, que la inteligencia liberada de las debilidades de un cuerpo no es algo tan malo.
Nimúe se echó a reír.
—Sin duda, tiene muchas ventajas —admitió—. Pero a nosotras no nos interesa la inteligencia, sino la sabiduría. Merlín es un sabio, tú no. Te falta la compasión, la capacidad para ponerte en el lugar de los demás.
—Hablas como si Merlín fuese un santo. Si supieras cómo es en realidad… Todas las cosas que ha hecho.
—Lo sé. Sus errores han sido su principal fuente de conocimiento. Tú, en cambio, no te has equivocado nunca. No has vivido nunca. Jamás me fiaría de ti.
Antes de que el mago pudiera responder, Nimúe extendió ambos brazos hacia él. Sostenía en las manos un pergamino de agua, que se iluminó con un resplandor blanco.
Entonces ocurrió algo muy extraño: una versión semitransparente de Merlín se desprendió del cuerpo del mago y flotó hacia el pergamino como si este la estuviese aspirando.
El pergamino quedó cubierto de una apretada escritura negra. Nimúe lo enrolló con cuidado, mientras Merlín, con la mirada perdida, balbuceaba algo incomprensible.
A continuación, la dama se arrodilló ante él con una sonrisa de tristeza.
—Viejo loco; si no hubieras jugado a ser un dios, no estarías en esta situación. Tengo que protegerte de él, Merlín. Tengo que impedir que vuelva a utilizarte; por nosotras y también por ti.
Merlín parpadeó, deslumbrado por el sol. Parecía desorientado.
—Llévame a casa, Nimúe —pidió—. Llévame a mi casa, a Tintagel. Estoy cansado. Llevo demasiado tiempo andando por los caminos.
—Lo sé, maestro. Te llevaré a casa algún día. Así lo espero, al menos. Pero, de momento, vas a tener que quedarte aquí. Lo siento mucho.
Con gesto pesaroso, Nimúe se quitó la capa de terciopelo que llevaba y la arrojó sobre Merlín. Al rozar el cuerpo del mago, el terciopelo se transformó en un grueso cristal de caras perfectamente talladas. Parecía un diamante de tamaño imposible. Y Merlín quedó atrapado dentro. Gwenn podía ver sus muecas de desesperación, pero sus gritos no se oían. El cristal lo mantenía aislado.
Nimúe lo contempló unos instantes en silencio, la tristeza pintada en su rostro. Luego se giró para irse.
Fue entonces cuando, por un momento, sus ojos se encontraron con los de Gwenn, y esta tuvo la impresión de que realmente podía verla.
—Nimúe —llamó, sin pensar en lo que hacía—. Nimúe, soy yo, Gwenn. ¿Puedes oírme?
En el momento en que Nimúe iba a contestar, la imagen se disolvió en una densa oscuridad, y Gwenn comprendió que había despertado.