Capítulo 7

Esperaron al amanecer para internarse en la penumbra verde del bosque. Broceliande, el robledal inmenso de las leyendas, se extendía como un cielo infinito de ramas y hojas oscuras sobre sus cabezas, y la princesa avanzaba junto a su escolta maravillada, con una huella de sonrisa en los labios, escuchando el silencio.

Lance no podía evitar mirarla de reojo cada cierto tiempo. Se movía como un hada entre los troncos de los árboles, como si no le costase ningún esfuerzo; sus pisadas no hacían ruido sobre la alfombra de hojas rojizas.

—La primavera en las copas, el otoño en las raíces —dijo, para atraer su atención—. A lo mejor es verdad que el bosque está encantado.

—El hechizo de Britannia. Aquí sí nos encontramos bajo su velo protector —contestó Gwenn en voz baja, quizá para no asustar a los pájaros—. Pero con o sin hechizo, los árboles son reales. Tan viejos, tan fuertes… ¡Las cosas que habrán visto! ¿No te parecen hermosos?

Lance asintió. Claro que se lo parecían. Eran más que hermosos: eran criaturas vivas, extrañas, que crecían con lentitud, ignorando los tiempos de los hombres, construyendo el suyo propio. Sentía algo cálido al mirarlos, algo que rara vez le inspiraban los seres humanos: un vínculo antiguo, poderoso como los lazos de sangre entre los miembros de una misma familia.

Orientarse en aquel bosque infinito no habría resultado fácil de no haber sido por la ayuda del velo. En las encrucijadas, Lance veía sobre un tosco pilar de piedra una cruz metálica cuyos brazos, uno de oro y otro de plata, señalaban el sur y el norte respectivamente. Sabía que la princesa no percibía la cruz como él, pero no tenía forma alguna de saber cómo la veía. Quizá no fuera para ella más que una vieja cruz herrumbrosa, quizá un vestigio indescifrable de los tiempos antiguos. No iba a preguntárselo, desde luego.

Cada vez que Lance se decidía por uno de los senderos en aquellos cruces de caminos, Gwenn lo miraba con cierta desconfianza. Después de pasar la tercera encrucijada se decidió a preguntar.

—¿Cómo sabéis que es por aquí? —preguntó—. Se supone que no conocéis este bosque.

—Sé qué dirección debemos seguir para acercarnos lo más posible a Witancester, y la estamos siguiendo.

Gwenn no preguntó más, pero se la veía descontenta. Aunque habían dormido algo al abrigo de las murallas de Caleva, el cansancio empezaba a hacer mella en su aspecto. En dos días no habían comido más que un pedazo de queso y algunas frambuesas que habían encontrado en la linde del bosque, poco después de ponerse en camino. No podrían continuar de ese modo mucho más tiempo. Lance se mantenía alerta, por si algún corzo o alguna liebre se ponían a su alcance. Pero en toda la mañana no habían llegado a ver ni tan siquiera una ardilla. Era evidente que los animales de Broceliande sabían cómo protegerse de los hombres.

El sol debía de hallarse ya en lo más alto del cielo cuando se detuvieron a descansar en un lugar donde los robles se encontraban algo más dispersos que en el resto del bosque. Gwenn se dejó caer sobre la hierba, cerró los ojos y pareció quedarse dormida instantáneamente.

Lance también se tumbó. Con los brazos cruzados bajo la cabeza, contempló la claridad que se filtraba a través de las hojas del árbol que lo cobijaba. Sí, debía de ser ya mediodía. Pensó que también él podría descansar. Le vendría bien. Después de todo, no tenía ni idea de cuánto tiempo más tendrían que seguir caminando. ¡Quizá varios días!

Se estaba hundiendo en una placentera somnolencia cuando se dio cuenta de que, más allá del rumor del viento entre las hojas, se oía un murmullo de agua.

Se puso en pie como movido por un resorte.

Donde había agua podía haber animales sedientos. Y si los había, tenía que intentar abatir alguno. Necesitaban comer.

Se dejó guiar por el susurro cristalino del agua, tan débil al principio que apenas se distinguía del sonido de la brisa. Debía de haber un arroyo por allí cerca. Cada vez se oía con más nitidez. Se aproximaría con cautela y, si no encontraba corzos ni venados bebiendo, buscaría una roca o un tronco tras el que esconderse y acechar. Antes o después, algún animal bajaría a beber. Lo cazaría y se lo llevaría a la princesa. Encendería un buen fuego mientras ella seguía dormida y esperaría a que la despertase el olor de la carne tostada. Ya estaba viendo su sonrisa soñolienta mientras se desperezaba y miraba en todas direcciones, buscándolo.

Le daría las gracias.

Estaba tan abstraído imaginándose la escena que al principio, al ver la fuente, no se dio cuenta de que había llegado a su destino.

Allí no había ningún arroyo. El sonido del agua procedía de un manantial en una pared de roca. Una lámina de agua transparente caía desde lo más alto, llenando una poza oscura y burbujeante bajo la sombra de un pino que se alzaba hasta una altura imposible.

Lance se quedó mirando el agua y el árbol, embobado. ¿Por qué había un pino en medio de aquella selva de robles? ¿Cómo podía ser tan alto?

Captó un destello oscilante entre las ramas. Un objeto se mecía adelante y atrás, reflejando el sol. Lentamente, procurando no hacer ruido, rodeó el pino para tratar de verlo mejor.

Era un plato. Un plato de oro. Colgaba de una de las ramas bajas del árbol y se balanceaba con la brisa.

Alargó un brazo para cogerlo.

—Quieto —dijo una voz femenina a su espalda—. Si lo tocas, tendrás que someterte a la prueba. Y quizá no sea eso lo que quieres.

Se volvió. La advertencia le había llegado demasiado tarde. Ya había tocado el plato.

La mujer que le había hablado parecía muy joven. Sus cabellos, recogidos en una complicada trenza, eran tan oscuros como sus ojos. En cambio tenía la piel muy blanca. Iba armada con una espada corta que sujetaba con firmeza en su mano izquierda.

Llevaba una coraza metálica sobre una túnica de un gris sucio y descolorido.

—¿En qué consiste la prueba? —le preguntó Lance.

—En morir —contestó ella.

Tenía una voz grave, serena, que contrastaba con la amenaza de su respuesta.

—Morir no es una prueba —dijo Lance—. Puede ser, como mucho, el castigo por no haber superado una.

—Morir a todo lo que conoces y dejarte en este bosque la memoria, o arriesgarte a morir de verdad por mi espada.

—¿En un combate?

—Quizá. Quizá en un sacrificio. O quizá no mueras. Eso lo decidiré más tarde, cuando hagas lo que debes hacer.

—¿Y qué es lo que debo hacer?

Con un gesto de la cabeza, la mujer le indicó el plato de oro.

—Debes llenarlo con el agua del manantial. Y debes verter el agua en el escalón de luz dormida que se oculta al otro lado de la poza.

Lance pensó en negarse. Al fin y al cabo, no tenía por qué hacer caso de lo que le dijese aquella desconocida. Su espada no le impresionaba, y sus crípticas palabras tampoco. Bien sabía él que, en Britannia, el misterio solía ser el disfraz de los débiles que querían pasar por poderosos.

Además, Gwenn podía despertarse en cualquier momento, y a pesar del coraje que había demostrado, sabía que se asustaría si no lo encontraba junto a ella. Pensaría probablemente que la había abandonado y no podía soportar la idea.

Sin embargo, no fue capaz de ignorar a la mujer.

—¿Cómo os llamáis? —le preguntó.

—Te lo diré cuando pases la prueba. Si la pasas. Qué ocurre, ¿no te atreves a intentarlo?

La provocación surtió efecto. Con gesto de fastidio, Lance estiró el brazo derecho y descolgó el plato dorado.

En el mismo momento deseó no haberlo hecho. Pesaba, pesaba horriblemente. No podría sostenerlo sin un esfuerzo insoportable. Se le caería en cualquier momento.

No podría llevarlo hasta el manantial. No quería. Solo deseaba soltar aquella cosa que le repugnaba como las telas de araña, como las alas de un murciélago. Era imposible que fuera de oro, no podía serlo. Sin duda se trataba de un material inmundo que jamás había tocado. Todo en él se resistía a llevarlo entre las manos.

No obstante, lo hizo. A pesar del peso y del rechazo que le inspiraba, consiguió llegar hasta el manantial y poner el plato bajo la lámina de agua.

Todavía fue peor cuando estuvo lleno. Necesitaba tirarlo, dejar que el agua lo arrastrase. No podía pensar en otra cosa. La mujer había hablado de morir. Casi lo deseaba. Intentó mirarla, leer en su expresión algo que le desvelara la clave, pero no fue capaz de fijar la vista en ningún lado.

Aun así, sostuvo el plato lleno. Sujetándolo con las dos manos, empezó a rodear la poza. Observaba aquel círculo de agua sombría, tan profunda que no se adivinaba el fondo. La joven había hablado de un escalón de luz.

Era cierto. Justo por debajo del nivel del agua, pudo ver un peldaño toscamente tallado en la pared de la poza, justo donde la roca dejaba de ser piedra áspera para convertirse en cristal. Se trataba de un cristal verde, una esmeralda de un tamaño inconcebible. Luz dormida. La luz de Broceliande petrificada, congelada en una gema purísima.

Inclinó el plato de oro para que el agua cayese sobre el escalón. Sintió un profundo dolor en la palma de las manos, como si el metal hubiese sido calentado al fuego y le estuviese quemando. Quizá podía soltarlo ya.

No lo hizo. Era un guerrero, lo habían entrenado para sufrir. Y quería saber. Más que nada, quería saber qué le esperaba una vez terminada la prueba, y qué le tenía reservado la mujer de la espada.

Lo malo del dolor cuando se vuelve demasiado intenso es que te nubla los sentidos. Lance iba a desmayarse, lo presentía. Las piernas le temblaban, cederían en cualquier momento, se doblarían y le harían caer de bruces en el agua de la poza.

Quizá ya había caído. Flotaba. Y se ahogaba, el aire no le llegaba a los pulmones. Pero no sentía el agua. No sentía más que la falta de aliento.

Debió de ocurrir todo en un instante. Terminó cuando notó el filo de una piedra contra la frente. Respiró. Ahora le dolía la piel rasgada, sentía la humedad de la sangre en la raíz del cabello. Al menos aquel era un dolor que podía comprender. Y respiraba de nuevo.

Abrió los ojos: algunas ramas de pino se recortaban a contraluz sobre el fondo gris del cielo. El árbol, ahora, no le parecía tan grande. ¿Por qué?

Consiguió sentarse en el musgo, y solo en ese momento advirtió que estaba rodeado de gente. No eran guerreros, sino gente del pueblo, hombres, mujeres y niños vestidos con ropas descoloridas y mugrientas; entre doscientas y trescientas personas que lo miraban como si estuviesen contemplando un espectáculo de feria.

Pero no podía ser. Debía de tratarse de un engaño, de una ilusión de los sentidos.

Reconoció a la mujer de la espada, que se arrodilló junto a él y, sin miramientos, le palpó la brecha que se le había abierto en la frente.

—Sanará —dijo—. Has tenido suerte, extranjero. Si llegas a caer con peor fortuna, podrías haberte golpeado en la sien. Te habrías matado.

Sonreía. Pero él no tenía ganas de devolverle la sonrisa.

—Sácame de este hechizo, mujer mágica —murmuró con las escasas fuerzas que pudo reunir—. No sé qué has hecho conmigo, pero quiero volver al mundo real. Todos esos fantasmas… Apártalos de mí.

La mujer ensanchó su sonrisa.

—No entiendes nada. El mundo real es este, joven Lancelot. Me llamo Laudine, y estas gentes son algunos de los habitantes de Caleva. Si puedes verlos, es porque has pasado la prueba. Has atravesado el velo de Britannia y estás al otro lado. Estás viendo el mundo como realmente es.