Capítulo 23
Declinaba el día y el sol, muy cercano al horizonte, arrojaba una luz rojiza sobre la puerta oeste de Glevum, que a esas horas era la única que permanecía abierta. Desde lo alto de la yegua que montaba, Arturo observó con curiosidad al sargento de guardia que custodiaba la entrada, y que en ese momento estaba examinando el salvoconducto que Gawain le acababa de entregar. Por un momento se preguntó si tenía problemas para entender el contenido del documento, porque no terminaba de devolvérselo.
Cuando por fin levantó la vista del pergamino, la expresión de su rostro era hostil, como si previese problemas.
—Esta es una cédula real —gruñó, entregándole el documento a Gawain, que aguardaba con aire de impaciencia en su caballo negro, a la derecha de Arturo—. No tiene ninguna validez en la ciudad libre de Glevum.
—¡Ciudad libre! —exclamó el hijo del rey Lot revolviéndose furioso en su silla dorada—. ¿Desde cuándo?
Arturo le lanzó una mirada de advertencia.
—Perdonad a mi socio —dijo en un tono deliberadamente altivo, para impresionar al soldado—. Ha pasado demasiado tiempo en Lothian comerciando con los pictos y se ha vuelto algo salvaje.
Una sonrisa burlona se dibujó en los labios del sargento. Probablemente le divertía imaginarse al irritado mercader atrapado en el norte y enfundado en un sucio pellejo mientras les vendía baratijas a los bárbaros pintados de azul.
—Lo siento, pero no podéis pasar —contestó con sequedad.
—Somos ciudadanos de Corinium —explicó Arturo, pronunciando el nombre de la ciudad como si fuese salvoconducto suficiente—. ¿Vais a negarles el paso a dos patricios de una villa hermana de la vuestra?
Al tiempo que hablaba, Arturo tiró ligeramente de una de las bridas de su yegua, que, obediente, sacudió la cabeza y golpeó con brusquedad al guardia en el pecho. El soldado dio un paso atrás, tan aturdido como si le hubiesen abofeteado el rostro.
Arturo acarició las crines del animal.
—Tenemos un negocio urgente con el Senado de la ciudad —continuó—. El propio Caled ap Llywelyn nos recibirá en persona. Al parecer, le gustan las gemas de nuestras minas.
El sargento tragó saliva. Miró a los dos hombres vestidos de mercaderes con expresión perpleja.
—Tengo órdenes. —Fue todo lo que acertó a decir.
—Lo entiendo. —Arturo trató de dulcificar su tono—. Todos servimos a alguien, y la mayoría de las veces a ese alguien se le olvida darnos órdenes precisas. Sin duda, lo que necesitáis es una prueba de que no estoy mintiendo. Aquí la tenéis —añadió, alargando hacia el guardia la mano derecha con una perla negra y mate en el centro de la palma—. Esta es una de las gemas con las que comerciamos. Una conexión a Britannia perfecta, extraordinariamente pura. Ya lo comprobaréis cuando la uséis en una libación.
El sargento cogió la perla con gesto temeroso.
—Viendo esta mercancía, sin duda podréis comprender la urgencia de vuestros senadores por recibirnos —observó Arturo con una sonrisa—. En mi opinión, no se pondrán muy contentos cuando sepan que nos habéis tenido aquí esperando.
El hombre dudó todavía un momento, pero finalmente se encogió de hombros.
—Está bien —murmuró—. Podéis pasar.
La escultura de mármol de una diosa antigua presidía la entrada del palacio del senador Caled ap Llywelyn. Se trataba de una talla de exquisita factura situada sobre un pedestal de bronce dorado. Del mismo material estaban hechas las puertas, cuyos relieves representaban escenas de las fiestas de las cosechas y del solsticio de verano.
Al ver su aspecto de comerciantes ricos, los guardianes de la entrada se apresuraron a avisar a uno de los criados principales de la casa, y sin esperar órdenes se hicieron cargo de los caballos, llevándoselos a los establos.
Sin embargo, el criado que salió a recibirlos no se dejaba impresionar tan fácilmente como los soldados.
—¿Queréis ver a Su Señoría? —les preguntó—. Lo siento, pero no recibe a nadie a estas horas de la tarde. Podéis presentarle vuestras demandas mañana a partir del mediodía. Hoy ya es imposible.
—Te equivocas, amigo. Somos embajadores de la ciudad hermana de Corinium —replicó Arturo con una desenvoltura que dejó boquiabierto a Gawain—. Tu señor nos recibirá de buen grado. Llévanos hasta él.
El criado los miró indeciso durante unos instantes. Su rostro, inexpresivo y triste a la vez, recordaba las rígidas facciones de una máscara trágica.
Algo en la seguridad con la que había hablado Arturo debió de convencerle de la importancia de aquella visita, porque finalmente asintió, e incluso se curvó ante ellos en un amago de reverencia. Después, sin decir nada, los invitó con un gesto a que lo siguieran, y los condujo solemnemente a través de escaleras y corredores hasta un inmenso salón cuyas paredes estaban decoradas con frescos que representaban escenas relacionadas con el mar y los navegantes.
—Esperad aquí —dijo—. Voy a avisar a mi señor.
—¡Su Señoría! —murmuró Gawain mirando con asombro los excesos decorativos de la sala, en cuyas paredes no podía encontrarse ni un solo espacio vacío—. La última vez que vine aquí, esto era un almacén y apestaba a estiércol. ¿Quién demonios se habrá creído que es este mercader de tres al cuarto?
Arturo intentó sentarse en uno de los bancos de madera de roble que se encontraban alineados junto a las paredes del salón; pero después de probarlo decidió que estaría mejor de pie. Aquella gente, desde luego, sabía cómo hacer que un visitante se sintiese incómodo mientras esperaba a ser atendido. Probablemente se trataba de una estrategia comercial para minar su confianza, aumentar su irritación e impedirle afrontar una negociación con claridad.
—Lo que te fastidia, Gawain —observó mientras sus ojos vagaban sobre los detalles de un fresco que representaba a un grupo de nereidas— es que los republicanos tengan mejores criados que nosotros.
Gawain sonrió, y su rostro se distendió por un instante, justo hasta el momento en que Caled hizo su aparición en el umbral de la sala. Al verlo, las facciones del hijo de Lot se crisparon de nuevo.
Precedido por su mayordomo, el mercader entró en la sala con una amplia sonrisa, tan servil como si él fuese un criado y el otro su señor. Sin embargo, en cuanto vio a Gawain y lo reconoció, sus rasgos se transfiguraron. Una sombra de miedo atravesó su semblante, dejando paso enseguida a una mueca de contrariedad.
—Seguidme —dijo secamente.
Evitando la mirada de los recién llegados, los invitó a pasar por una puerta que conducía a un sobrio despacho en cuya chimenea brillaban los rescoldos de un fuego mortecino. Poco a poco, su rostro se fue relajando hasta recuperar la obsequiosa sonrisa del principio.
—Mi señor Gawain, ¡qué placer tan inesperado! —exclamó como si en verdad estuviese encantado con aquella visita—. Y acompañado del noble hijo de sir Héctor, si no me engaña la vista. ¿A qué debo el honor de tan grata compañía?
—Necesitamos un barco y lo necesitamos esta misma noche —contestó Gawain con una sonrisa que tenía algo de amenazante.
Caled abrió la boca; pero antes de que le diese tiempo a hablar, el hijo de Lot lo detuvo con un gesto.
—No se te ocurra preguntar para qué —añadió en tono de advertencia.
Caled se lo quedó mirando un momento con indecisión.
—Nada me gustaría más que complaceros, sir Gawain —dijo por fin en su habitual tono melifluo—. Pero supongo que no ignoráis que la situación de Glevum es sumamente inestable. Por mucho que lo desee, no puedo ofreceros nave alguna: ahora mismo el estuario del Sabrina se encuentra bloqueado por la flota sajona. Ningún barco puede entrar ni salir sin el permiso de esos bárbaros.
Arturo y Gawain intercambiaron una mirada de preocupación.
—Aun así, necesitaremos el barco —insistió Gawain con firmeza—. Entréganos el mejor que tengas junto con un buen capitán, que ya nos encargaremos nosotros de burlar el bloqueo sajón.
—No lo entendéis, mi señor. Las únicas naves de las que dispongo son embarcaciones mercantes. Demasiado lentas y pesadas. No tendríais ni la más mínima posibilidad de burlar el bloqueo. Y además, hay otro problema —añadió, y sus labios temblaron imperceptiblemente—: el puerto está vigilado por la guardia del canciller, que tiene espías en todas partes. Creedme, sea cual sea vuestro destino, haríais mejor en elegir una ruta terrestre para alcanzarlo.
Gawain dio un paso hacia el mercader.
—¿De qué canciller estás hablando? —preguntó, sin tratar de ocultar su irritación—. ¿Tiene algo que ver con lo que nos dijeron vuestros hombres al intentar cruzar la puerta de la muralla? Esa estupidez de que Glevum ahora es una ciudad libre. Vamos, ¿por qué me miras así? Habla claro.
Caled tragó saliva y trató de desplegar una sonrisa tranquilizadora en sus pálidos labios.
—Han pasado muchas cosas durante los últimos días —explicó, eligiendo con cuidado las palabras—. En realidad, todo se precipitó hará cosa de una semana, cuando recibimos un mensaje de la reina ordenándonos que hundiésemos la flota sajona que bloquea el puerto. Era una orden imposible de cumplir porque nosotros no tenemos ni hemos tenido nunca barcos de guerra. En fin, el Senado se reunió y todo el mundo estaba muy nervioso. Entonces fue cuando Rhys se levantó para hablar. ¿Recordáis a Rhys, sir Gawain? Su nombre debe de sonaros, es uno de los mercaderes de trigo más conocidos de por aquí. Bueno, el caso es que Rhys habló con mucha elocuencia. Dijo que ya estaba bien de que la Corona nos exigiese que nos lo jugásemos todo sin tenernos en cuenta después a la hora de tomar las grandes decisiones. Los senadores lo escuchaban escandalizados al principio, pero Rhys se expresaba con tanta seguridad que poco a poco se los fue ganando. Para abreviar, terminó convenciéndolos a todos de que lo que más le convenía a Glevum era convertirse en una ciudad libre. Se decidió que el Senado votase una moción para independizarnos de Britannia. Y la propuesta fue aprobada por unanimidad Por eso, ahora Rhys es el canciller de la ciudad libre de Glevum.
—Y Su Señoría votó a favor de la propuesta, claro. ¿A cambio de qué? —le espetó Gawain.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —contestó el mercader en tono quejumbroso—. Los sajones nos estaban arruinando, y la reina Igraine es incapaz de protegernos. Tomamos la única decisión que podía salvarnos en estas circunstancias.
Arturo sonrió al oír aquella respuesta. Como buen comerciante, Caled era capaz de lograr que cualquier explicación sonase convincente, pero en su argumentación había algo que fallaba.
—No es la primera vez que los sajones os bloquean el puerto —observó mientras estudiaba las reacciones del mercader—. Y por lo que yo sé, siempre habéis encontrado la manera de burlarlos. ¿Por qué iba a ser diferente en esta ocasión? El grueso de las fuerzas de Aellas no se encuentra aquí, y eso significa que no dispone de tantos barcos como para cerrar el estuario entero. Así que no es por temor a los sajones por lo que habéis declarado la independencia de Britannia. ¿Por qué es, entonces?
La expresión tensa y amedrentada de Caled casi contenía una respuesta.
—Es por Rhys, ¿verdad? —preguntó Arturo—. Algo había llegado a mis oídos acerca de sus ambiciones y su tendencia a buscarse aliados peligrosos. Ha sido él quien te ha obligado a votar esa moción. ¿Me equivoco?
Caled miró al muchacho con una sonrisa entre irónica y desconfiada. Sin embargo, la forma en que Arturo le sostuvo la mirada hizo que lentamente su sonrisa comenzase a desdibujarse, como si sintiese que, con él, la máscara no era necesaria.
—Rhys es un tirano —murmuró, y en su voz latía una desesperación que no tenía nada de fingida—. Ha logrado aterrorizar a toda la ciudad. ¿Os habéis fijado al pasar en todas esas hendiduras que hay a la derecha de las puertas? Las llama bocas de la verdad. Cualquiera puede coger un trozo de papel, llenarlo de mentiras y dejarlo en uno de esos buzones de piedra, ahora te calumnian y te acusan en tu propia casa. Nadie confía ya en nadie. El Senado se ha convertido en una pantomima. Vergonzoso. Ese piojoso vendedor de trigo nos ha robado el orgullo y la dignidad.
—Entiendo —dijo Arturo en tono sereno—. No es la primera vez que pasa ni será la última. Ese Rhys se ha valido de las pequeñas disputas y rencores que dividen a las familias en una vieja ciudad como esta para poner a todos contra todos y alzarse en medio del terror generalizado como la única autoridad indiscutible. Pero tú eres un hombre de mundo, Caled. Tú sabes que las triquiñuelas de Rhys no lo convierten en un hombre verdaderamente poderoso. Es absurdo temerlo, ¿no crees?
—¿Qué importa lo que yo crea? La gente lo cree. Lo temen. Esa es la fuente de su poder.
—No, Caled, piénsalo despacio. Lo que la gente teme es el hambre y las penurias de un futuro incierto. Se agarran a lo que sea para sentirse un poco menos inseguros, por eso han aceptado el yugo de Rhys. Pero si los sajones no estuvieran ahí, las cosas serían muy diferentes, ¿a que sí?
—Sin duda lo serían —afirmó el mercader, clavando una mirada ausente en la ventana emplomada que había en la pared opuesta a la de la chimenea—. Pero el hecho es que los sajones están ahí, bloqueando nuestro puerto y no parecen tener ninguna prisa por marcharse; más bien al contrario.
Arturo asintió con una leve sonrisa en los labios.
—Amigo, te voy a contar algo que te va a alegrar el día. La flota de los sajones está aquí por un solo motivo, y ese motivo somos nosotros. O más bien, algo que nosotros tenemos. En cuanto nos vayamos, la flota se irá.
Caled lo miró aturdido mientras trataba de digerir aquella revelación.
—Sí. —Arturo sonrió como si fuera capaz de leerle el pensamiento—. Ahora tienes una difícil elección ante ti: puedes denunciarnos a Rhys y a los sajones, con lo que probablemente ganarías unas cuantas monedas de plata, o puedes no denunciarnos y desembarazarte para siempre del canciller y de sus maniobras.
—¿Cómo? —preguntó Caled con desconfianza.
—Ayudándonos. Si nos prestas uno de tus barcos, el rey Lot, que como bien sabes es el padre de sir Gawain, sabrá agradecértelo cuando llegue el momento.
—¿Qué momento?
—El de castigar la rebeldía de Glevum y a sus responsables —afirmó Gawain, harto de tantos rodeos y explicaciones—. ¿O es que crees que esta sedición va a quedar impune?
Caled meneó la cabeza, poco convencido.
—Habláis como si Britannia fuese lo que era en tiempos del rey Uther. Pero esos tiempos pasaron, sir Gawain, y los tiempos de la reina Igraine también están a punto de tocar a su fin. Los sajones han ocupado el sur del país, ¿creéis que no lo sabemos? Estando así las cosas, tal vez entregar a los sajones eso que tanto quieren y que vosotros tenéis no sea mala idea. Es una hipótesis, naturalmente.
—Y tú, un insensato por atreverte a hablar de ella en voz alta —replicó Gawain furioso, al tiempo que se llevaba la mano derecha al puño de la espada—. Tu insolencia merece el castigo que sin duda vas a recibir, aunque no sé si voy a ser capaz de esperar a que la reina haga justicia.
—Estamos hablando —dijo Caled, que se había puesto muy pálido—. Solo eso, hablando. ¿Cómo queréis que lleguemos a un acuerdo si no me está permitido expresar mis dudas? Os recuerdo que sois vosotros los que habéis venido a mí a pedirme un barco, y no al contrario.
—Nadie va a hacerte daño ahora, no tienes por qué preocuparte —afirmó Arturo sin perder la calma—. Pero lo que dice Gawain es cierto, Caled, y debes saberlo. Mientras nosotros negociamos aquí, el ejército de Pelinor estará probablemente combatiendo ya con los sajones cerca de Aquae Sulis. Y van a derrotarlos. ¿Sabes por qué? Porque ellos son unos salvajes, y nosotros somos Britannia. No tienen ninguna posibilidad. Ninguna.
Caled asintió levemente, dejándose arrastrar por la absoluta convicción que transmitía el tono del muchacho.
—Bien —continuó Arturo—. Ahora, imagínate lo que hará con esta ciudad la reina Igraine una vez que su ejército derrote a los sajones. Pelinor vendrá aquí, tomará Glevum y hará que pasen a cuchillo a todos los rebeldes. Cuando eso ocurra, ¿no crees que te vendría bien tener un aliado en el rey de Lothian? ¿Alguien que pueda salvarte el pellejo?
Caled tardó un momento en contestar.
—Vuestro ofrecimiento es bueno, pero arriesgado. Porque si Aellas ganase…
Gawain no le dejó terminar.
—¿Estás bromeando? Nunca hemos perdido en un enfrentamiento en campo abierto contra los sajones.
—Tal vez, pero Aellas es distinto. Ha unido a los clanes del lejano este, a todos: jutos, anglos, sajones. Se habla de decenas de miles de hombres, y dicen que vienen con sus familias. Es una invasión, una invasión en toda regla.
—¡Maldita sea! —bufó Gawain—. Si de verdad crees eso, no sé a qué esperas para ir a arrodillarte ante ese canciller tuyo y contarle nuestra conversación. Seguramente te lo sabrá agradecer a su manera: la de un hombre sin palabra ni honor.
Arturo sonrió al notar que Gawain comenzaba a imitar su técnica para tratar con el comerciante, utilizando argumentos que él pudiese entender.
—La política, la guerra y los negocios siempre comportan un riesgo. ¿Has conseguido lo que tienes sin exponerte? —preguntó a su vez—. Lo que te ofrecemos no es más que otra transacción, una operación a largo plazo; pero muy beneficiosa. Cuando todo esto termine y la ciudad vuelva a pertenecer a Britannia, no solo se te recompensará con dinero. Obtendrás prestigio, además de dos poderosos aliados: el rey de Lothian y mi padre, el senescal. Creo que es más de lo que vas a conseguir quedándote sentado mientras el canciller se aprovecha de todos vosotros.
Por primera vez desde que el nombre de Rhys salió a relucir en la conversación, Caled sonrió.
—Sois hábil, Arturo. Como lo era vuestro padre, si lo que se dice por ahí es cierto. No me extraña que la reina Igraine os tema —dijo sin disimular su admiración—. De acuerdo entonces, os ayudaré. Como os he explicado, no podéis llevaros ninguno de mis barcos, porque son demasiado lentos y os descubrirían. Además, Rhys terminaría enterándose, y no quiero arriesgarme. Sin embargo, conozco a un contrabandista que trabaja de vez en cuando para mí. Su nombre es Tristán, y es el hombre que necesitáis.
—¿Tristán? —preguntó Gawain, extrañado—. El único caballero de ese nombre que conozco es el sobrino de Mark, el duque de Cornualles. ¿Os referís a él? Sé que, como todos los de su estirpe, es un hombre de mar, pero un contrabandista.
—Llamadlo como queráis; es él, sí.
—¿Mark es ahora duque de Cornualles? —preguntó Arturo—. Creí que esas tierras las había heredado Gwenn de su padre.
—La reina Igraine le obligó a cedérselas a ese viejo pirata —le explicó Gawain—. Mark puso a Su Majestad entre la espada y la pared: la amenazó con atacar a la flota real si no le concedía el título. Antes de ver interrumpidas sus rutas comerciales, la reina Igraine prefirió ceder.
—En cualquier caso, Tristán sabrá cómo sacaros de aquí —dijo Caled, sonriendo con la satisfacción de haber encontrado una salida a su dilema sin arriesgarse demasiado—. Seguramente lo encontraréis en la taberna de Lowri, un tugurio del puerto. Decidle, si queréis, que os envío yo; eso hará que os escuche. Espero haber solucionado vuestro problema, amigos míos. Solo os pido a cambio que no os olvidéis de mencionar mi nombre ante el rey de Lothian y el dux Pelinor cuando llegue el momento. Recordad lo que he hecho por vosotros, y lo que habéis prometido hacer por mí.