Capítulo 29

Gwenn se removió inquieta en su lecho, incapaz de conciliar el sueño. La conversación con su madre la había dejado agotada, y había pensado que una siesta la ayudaría a recomponerse antes de la cena de bienvenida que Igraine había organizado para aquella misma noche. Sin embargo, la idea de que su primo se estuviese pudriendo en una celda bajo el castillo sin ser culpable de nada no cesaba de atormentarla.

Cuando se dio cuenta de que no iba a pegar ojo, decidió levantarse y tratar, al menos, de hacer algo.

Sin llamar a sus doncellas, eligió un vestido discreto de terciopelo negro y se recogió el cabello con una redecilla de perlas. Así ataviada, abandonó sus aposentos y se dirigió a las escaleras de servicio más cercanas para ir en busca de Valin, el jefe de la guardia real.

Lo encontró jugando a las cartas en el cuarto de relevos, situado en los bajos de la torre norte. Algunos de los soldados que se encontraban con él no reconocieron a la princesa y la miraron con descaro cuando apareció en el umbral de piedra de la húmeda estancia, pero los más veteranos se apresuraron a levantarse y a hacer una reverencia.

—Quiero hablaros a solas, Valin —dijo Gwenn—. Si tenéis la bondad de acompañarme…

Valin se levantó de la mesa y, despidiéndose con una mirada silenciosa de sus compañeros de juego, siguió a la princesa hasta el patio de armas.

Gwenn se cercioró de que no hubiese nadie cerca que pudiese escuchar su conversación antes de hablar.

—Valin, quiero que me lleves a ver a Gawain lo antes posible —exigió en voz baja—. Necesito hablar con él.

El capitán de la guardia, que aún conservaba sus brillantes cabellos negros a pesar de su edad, la miró contrariado.

—Me temo que no puedo acceder a vuestros deseos, Alteza. La reina ha prohibido que sir Gawain reciba visitas. Nadie puede verlo hasta la fiesta de Beltain, en que tendrá lugar el juicio por las armas.

Gwenn asintió, ocultando la sorpresa que aquella revelación le producía. Su madre le había mentido sobre sus planes para Gawain. En realidad, ya lo tenía todo orquestado. Un juicio por las armas. Significaba que no habría un juicio real. Gawain tendría que defender su inocencia en un torneo. Una buena noticia, teniendo en cuenta que su espada era, probablemente, la más temible del reino. Aunque, por otro lado, le negaba la posibilidad de defender su inocencia con argumentos y de limpiar su honor. Una maniobra muy típica de Igraine.

—Decís que nadie puede ver a Gawain. ¿Ni siquiera yo? —preguntó.

—Ni siquiera vos. La reina lo dejó bien claro. Siento tener que negaros esto, mi Señora. Entenderéis que no puedo desobedecer.

Gwenn asintió, esforzándose por ocultar su frustración. Esperaba que una conversación con su primo le diese argumentos para defender su causa delante de Igraine. Tenía que existir alguna forma de probar que él no había estado implicado en el complot de su padre. Y si alguien tenía esas pruebas, debía de ser el propio Gawain. Pero si no podía hablar con él, nada iba a poder averiguar por ese lado. Necesitaba encontrar otra forma.

Una idea repentina iluminó su rostro. Había otra forma, claro que la había: Dyenu, el prisionero. Era un mercenario de los sajones, un comandante de alto nivel que probablemente estaba al tanto de todos los planes del rey Aellas, a pesar de su juventud. Seguramente Dyenu conocía todos los detalles de la traición de Lot, y lo tenía en sus manos. Quizá él pudiese probar que Gawain no había tenido nada que ver en el complot de su padre. Tendría que preguntárselo.

Levantó los ojos hacia Valin, que aguardaba paciente a que la princesa le permitiese retirarse.

—¿Recuerdas al muchacho de la cicatriz, mi prisionero? —preguntó—. Llévame a verlo, por favor.

Una expresión de repugnancia distorsionó los rasgos de Valin.

—¿Queréis ver a ese monstruo? Alteza, no os lo recomiendo. Si es por piedad…

—No es por piedad —le interrumpió Gwenn—. Necesito que me dé cierta información. A esto no te vas a negar, ¿verdad? Es mi prisionero, no el de mi madre.

Valin se rascó la cabeza, pensativo.

—Tenéis razón —dijo por fin—. Pero os advierto que es más peligroso de lo que parece. Esta mañana, antes de meterlo en la celda, atacó a uno de mis hombres. ¿Sabéis lo que hizo? Le mordió en la mano. Como una alimaña. Casi se la arranca. No parece humano.

Gwenn mantuvo la expresión neutra de su cara. No quería que Valin percibiese su miedo.

—Vamos a verlo —insistió—. Ahora. Y tendréis que dejarme a solas con él cuando estemos abajo.

—En ese caso, lo encadenaré primero. No quiero correr riesgos.

Valin fue en busca de una antorcha y regresó para guiar a Gwenn hasta las mazmorras. Descendieron por una mohosa escalera de caracol hasta las entrañas de las rocas, donde se habían excavado las celdas para los prisioneros de Tintagel. La piedra oscura de los muros rezumaba humedad. Gwenn lamentó no haberse puesto una capa de lana, porque en aquel lugar el frío se te metía en los huesos.

La celda de Dyenu era una de las más pequeñas, al fondo de un corredor sin antorchas. La mayoría de los presos no reaccionaban al oír los pasos en el corredor, pero un par de ellos prorrumpieron en gemidos y súplicas.

Cuando la puerta de la mazmorra se abrió, Dyenu, que estaba acostado en el suelo, se incorporó con brusquedad. Acostumbrado a la ausencia de luz, tuvo que cerrar los ojos ante el resplandor de la antorcha.

Valin aprovechó aquel primer momento de desconcierto para aferrarlo por los hombros y arrastrarlo hacia el lugar del muro donde pendía una cadena. Después de ajustársela a un tobillo, se apartó de él como si estuviese apestado.

—No os acerquéis tanto como para que pueda tocaros —le susurró a la princesa—. Os dejo la antorcha y la llave de la celda. Al salir, diez pasos a la derecha, encontraréis una campana. Tocad cuando hayáis terminado.

La princesa asintió y se quedó mirando al viejo capitán mientras este se retiraba, dejando la verja de la celda entornada. Solo entonces hizo el esfuerzo de mirar a la cara a Dyenu.

Los golpes que había recibido en el barco habían dejado sus párpados hinchados, desfigurándolo aún más. Pero lo peor, sin duda, seguía siendo la cicatriz, que emborronaba sus rasgos hasta volverlos inhumanos.

Sus ojos, sin embargo, conservaban aquella luz que Gwenn ya había percibido en el camarote de Mark. Había tanta vida y fuerza en ellos que parecía imposible que perteneciesen a aquel cuerpo roto.

—¿Estás mejor? ¿Tienes menos dolores? —le preguntó.

El muchacho la miró largo rato en silencio con aquella sonrisa que realmente no lo era.

—Vuestro médico hizo un buen trabajo conmigo —dijo, mostrando uno de sus brazos vendados—. Yo diría que mis huesos se recompondrán. Justo a tiempo para que vuestros torturadores me los rompan de nuevo.

Tenía una voz serena, que transmitía seguridad, incluso confianza, a pesar de la ironía de su respuesta. ¿Cómo era posible que alguien en sus circunstancias fuese capaz de hablar así?

—Nadie va a romperte ningún hueso si me dices la verdad —contestó Gwenn—. Tienes mi palabra.

—No ofrezcáis lo que no está en vuestra mano cumplir. Si os cuento la verdad, querréis torturarme con vuestras propias manos, princesa.

Gwenn se estremeció sin poderlo evitar. La calma de aquella voz hacía que sus palabras sonasen aún más terribles.

Decidió ir al grano para no prolongar aquella visita más de lo imprescindible.

—Lo que quiero saber es si mi primo Gawain estaba al tanto o no de los planes de su padre para traicionarnos y unirse a los sajones. Tú estabas cerca de Aellas, seguramente puedes darme una respuesta.

Pensó que el muchacho iba a hacerse de rogar. Sin embargo, contestó con prontitud.

—Puedo —aseguró—. Gawain no podía conocer los planes de Lot, porque su padre decidió cambiar de bando cuando ya había comenzado la batalla. Fue Morgause, su esposa, quien le convenció. Ella estaba segura de que los sajones iban a ganar, incluso afirmó que había tenido una revelación. Su plan era aprovechar la victoria sajona para, acto seguido, marchar con su ejército sobre Tintagel y exigir a la reina que abdicase en vuestro favor.

Gwenn lo miró sin comprender.

—¿Quería hacerme reina a mí? ¿Mi tía Morgause?

—Sí. Quizá el mismo día de vuestra boda con Gawain. De esa manera su hijo se convertiría en rey. Lo que tuviese pensado para vos después de eso, lo desconozco.

—Entonces, Gawain formaba parte de su plan.

—Sí, pero sin saberlo —afirmó Dyenu con un brillo de diversión en la mirada—. Es completamente inocente. Sé lo que vais a decirme: que necesitaríais pruebas. Puedo ofrecéroslas.

—¿De verdad? Dyenu, si eso es así, te prometo que sabré ser generosa. Ayúdame a exculpar a Gawain y me encargaré de que nadie te haga daño. Soy la heredera del trono: mi protección puede resultar muy valiosa.

—No quiero vuestra protección. Quiero otra cosa.

Gwenn vio que el muchacho rebuscaba entre sus harapos hasta extraer algo que le tendió.

—Quiero que os toméis esto. Tomadlo y os daré las pruebas que necesitáis.

Olvidando las advertencias de Valin, Gwenn alargó la mano y cogió entre sus dedos el diminuto objeto que Dyenu le ofrecía.

Gwenn alzó la antorcha en la otra mano para ver mejor lo que el muchacho le había dado. Era, verdaderamente, muy pequeño, y por la forma de su talla parecía un diamante. Un diamante negro con un brillo extraño en sus múltiples caras.

—Es una gema para una libación —explicó Dyenu.

—Nunca había visto ninguna igual —dijo la princesa sin dejar de examinarla.

—Ni la veréis. No existe otra igual. Y yo la estoy poniendo en vuestras manos. Todo lo que os pido es que os la toméis.

Gwenn alzó los ojos hacia el muchacho.

—¿Para qué?

—Para saber la verdad. Conectaos a Britannia a través del diamante negro y descubriréis lo que jamás imaginasteis. ¿Qué ocurre, os da miedo? No parecéis muy convencida.

—¿Por qué iba a creerte? Esto podría ser un veneno. Podría matarme. ¿De verdad me crees tan ingenua como para confiar en ti?

Dyenu se encogió de hombros.

—Es vuestra elección, no la mía. Y la entiendo, no creáis que no. La verdad puede ser insoportable. Hace falta mucha fuerza para encararla.

—No temo la verdad. Temo tus mentiras. Es decir, las temería si me viese forzada a dejarme guiar por ellas, pero ese no es el caso. No intentes hacerme daño, Dyenu. Puedo ofrecerte algo mucho mejor que tragarme esta gema a cambio de tu colaboración. Incluso podría ayudarte a escapar.

—El diamante negro —insistió Dyenu sin perder la serenidad—. No quiero otra cosa. Tomáoslo y os ayudaré a salvar a Gawain. Tenéis mi palabra.

Gwenn sonrió con escepticismo.

—Tu palabra. La palabra de un mercenario sin escrúpulos. ¿Qué valor puede tener?

En la mirada de Dyenu algo se oscureció.

—Más del que podéis imaginar. No lo entendéis, por lo que veo. Claro, para alguien que se ha criado en la corrupción de la corte es imposible entenderlo. La verdad lo es todo para mí, Alteza. Es mi pasión, mi credo.

La sonrisa deforme de sus labios hacía que pareciese estar de broma, pero Gwenn se dio cuenta de que hablaba en serio.

Indecisa, miró la gema. ¿Qué ocurriría si se la tomaba? Si Dyenu no mentía, descubriría aspectos de Britannia que hasta entonces ignoraba. La verdad, como él decía.

Recordó todo lo que Arturo le había contado sobre el pasado de Britannia, sobre su antigüedad, mucho mayor de lo que la gente creía. Lo había admirado por eso. El saber y la información se traducían en poder, a fin de cuentas. Los sabios siempre pueden utilizar su superioridad sobre los ignorantes. Merlín lo sabía bien. El saber era la fuente de su prestigio, y el mago era consciente de ello.

Sus ojos volvieron a deslizarse hacia el rostro desfigurado de Dyenu. Se obligó a recordar las truculentas historias que se contaban sobre su crueldad. Quizá fuesen exageradas, pero detrás de tantos rumores debía de haber algo de cierto. Si era así, se encontraba ante un monstruo. No podía fiarse de él.

Le tendió el diamante negro, aunque él retiró las manos para no cogerlo.

—Haz lo que quieras, Dyenu —le dijo—. Si lo que me has dicho sobre Gawain es cierto, encontraré la forma de probarlo, aunque tú no me ayudes.

—No, no la encontraréis. Al menos, no a tiempo para evitar el juicio por las armas en la fiesta de Beltain.

—¿También sabes eso? —preguntó la princesa, sorprendida—. En ese caso, debes saber que Gawain tiene todas las de ganar. No sé a quién pensará elegir mi madre como su campeón, pero sea quien sea, apuesto a que Gawain lo supera con la espada. Ningún caballero en Britannia puede hacerle sombra.

—Os equivocáis. Hay uno que sí, y vos lo conocéis bien. En estos momentos se dirige hacia aquí para ser recompensado por su valor durante la batalla del monte Badón. No me miréis así: tengo mis fuentes. Sé de lo que hablo.

—Te refieres a Yvain, el hijo de Uriens…

—No, me refiero a Lance, el mercenario, el mentiroso, el traidor. Vuestro amigo y el mío.

Gwenn tragó saliva. No iba a preguntarle a Dyenu qué significaban aquellas palabras. No quería saberlo, no en ese momento.

En su mente se proyectó un duelo imaginario entre Lance y Gawain. Ya se habían enfrentado una vez en Aquae Sulis, y Lance había ganado.

Cerró los ojos y trató de borrar aquella visión de su mente. Tenía que evitar que aquel duelo se celebrase. Un juicio por las armas implicaba un combate a muerte. Y no quería que ninguno de los dos muriese: ni su primo ni Lance.

Cuando abrió los ojos de nuevo, se encontró con la mirada reflexiva y serena de Dyenu. Era un monstruo; ni siquiera trataba de negarlo. Pero lo que había dicho acerca de su pasión por la verdad sonaba sincero.

—Me llevo el diamante —dijo—. Pero eso no significa que vaya a tomarlo.

Dyenu asintió, y a Gwenn le pareció que, por un instante, su sonrisa deforme se volvía algo más humana.

—Confío en vos. —Fue su respuesta—. En cuanto os atreváis a dar el paso y probar la magia del diamante, yo os daré la prueba que necesitáis para salvar a Gawain.