Capítulo 25

El sol se había puesto, pero su resplandor aún teñía de violeta el horizonte por el lado de occidente. Hacía horas que la nave de Tristán había abandonado la tranquila corriente del estuario, saliendo a las aguas abiertas del mar de Dana.

Arturo, todavía despierto, permanecía acodado en la cubierta de babor contemplando, a lo lejos, la costa de Cornualles, cada vez más desdibujada en la oscuridad. Había sido una jornada larga e intensa, llena de momentos que no quería olvidar.

Pensativo, acarició con levedad la barandilla de madera de la cubierta. Allí mismo, unas horas antes, se había apoyado Gwenn mientras charlaban. Habían contemplado juntos las torres transparentes de Brycgstow, y él había sentido su entusiasmo, sus ganas de saber, de entender mejor.

Después, Gawain había quebrado la magia, y cuando trató de hablar con la princesa durante la comida, ella se mostró más fría y reservada de lo que esperaba. Le hizo preguntarse si había cometido algún error, si había dicho o hecho algo que la hubiese incomodado. Era como si, de pronto, ella ya no confiase en él. O al menos, así se lo pareció hasta que, por la tarde, la propia Gwenn se le acercó para reanudar la conversación.

—Creía que estabais enfadada conmigo —le confesó—. Antes, mientras comíamos.

Ella sonrió.

—Os estaba estudiando. Alguien me dijo que debía hacerlo.

Arturo comprendió que debía de haber sido Gawain.

—No os creáis todo lo que os cuenten de mí —murmuró.

—No lo hago. Por eso quería sacar mis propias conclusiones.

—¿Y ya las habéis sacado?

La princesa le clavó sus profundos ojos claros.

—Solo una: que debo seguir hablando con vos para conoceros mejor.

De modo que hablaron, como ella quería. Hablaron sobre las posibilidades de cambiar Britannia y de repartir el poder de una forma más justa y equitativa. Le sorprendió la atención con la que ella le escuchaba, y también que coincidieran en muchas de sus opiniones. Era una muchacha extraña, la princesa. A pesar de haber sido educada como una dama de la corte, ajena a los verdaderos problemas de la gente común, estaba empeñada en llenar aquellas lagunas. Se notaba que hacía todos los esfuerzos posibles por comprender lo que sucedía a su alrededor, y que no tenía miedo de aprender. Arturo había conocido a muchos hombres y mujeres poderosos, y en casi todos ellos había detectado un profundo temor a que se cuestionase su posición y su autoridad, así como una necesidad constante de recordarse a sí mismos por qué ocupaban el lugar que ocupaban. Gwenn, en cambio, no era así. En ningún momento intentaba demostrar nada ni imponer su criterio a los demás, pese a su precaria situación como heredera. Pero eso no significaba que no supiese lo que quería. Y cuando lo sabía, imponía su visión con la naturalidad de una verdadera reina.

Una vez que llegasen a Tintagel, y lo harían pronto, sería difícil que aquellas largas conversaciones con la princesa se repitiesen. La corte imponía sus usos y sus ritmos, y en ella no había espacio para que un caballero cualquiera pudiese hablar libremente con la heredera del trono. Y menos tratándose de alguien como él: el bastardo de Uther, el único, tal vez, que podía disputarle la corona. Igraine jamás le permitiría acercarse. Le temía. Ni siquiera comprendía por qué, después de tantos años, le había permitido regresar. Las presiones de algunos de sus nobles habían tenido mucho que ver, claro. Y, por supuesto, estaba Merlín. Su mediación había sido decisiva para acabar con el destierro. Pero que la reina le permitiese regresar no implicaba que fuese a recibirlo bien. Ni siquiera después del servicio que le estaba prestando, al proteger a su hija en aquella travesía.

Arturo cerró los ojos y aspiró el aire cargado de salitre hasta llenarse los pulmones. Quería retener aquel día en su memoria. Tal vez no tendría otro junto a ella. Y ahora sabía que eso iba a dolerle; que iba a dejar un vacío en su existencia que le iba a costar mucho volver a llenar.

El viento le trajo un grito de alarma que le sacó bruscamente de sus reflexiones. Uno de los vigías había visto algo a popa. Los marineros corrieron a asomarse por la borda. Él también se giró para mirar en aquella dirección, y enseguida los vio.

Dos barcos sajones desdibujados por el crepúsculo se aproximaban a ellos velozmente. Sus velas negras parecían alas, de lo rápido que se movían.

—¡Todos a los remos! —oyó que ordenaba Tristán—. Tenemos que dejarlos atrás cuanto antes.

Sin embargo, era más fácil decirlo que hacerlo. Las elegantes líneas de los barcos dragón se distinguían cada vez más cercanas contra el azul profundo del anochecer. ¿Por qué ellos no tenían barcos semejantes? Sin una flota, Britannia nunca dejaría de estar expuesta al peligro de una invasión. Arturo no comprendía la ceguera de Igraine y de todos sus nobles en aquel asunto. Si llegaba a reinar…

Intentó apartar aquella idea de su mente. No era el momento.

Tristán había dado órdenes para que los guerreros de la escolta de la princesa se despojasen de sus escudos y de sus armaduras y las arrojasen al mar. Para ganar velocidad necesitaban aligerar peso. Pero los hombres no le obedecían, y aguardaban las instrucciones de Gawain, que se mantenía sumido en un hosco silencio, de espaldas a la popa. Gwenn, mientras tanto, apareció con su doncella en el umbral de las bodegas.

Arturo se acercó a Gawain.

—Tenéis que decirles que obedezcan al capitán —dijo—. Es nuestra única oportunidad de escapar.

—No voy a ordenarles que se despojen de lo más valioso para ellos —gruñó Gawain evitando su mirada—. No me lo perdonarían nunca.

—En ese caso, se lo ordenaré yo —dijo Gwenn a su espalda.

Arturo la observó dirigirse al más maduro de los soldados, un hombre canoso con una larga cicatriz en la frente y barba descuidada. No oyó lo que le dijo la princesa, pero le vio hablar con los otros, y unos instantes después todos comenzaron a despojarse de sus lorigas.

Muy pronto los escudos y las armaduras empezaron a caer al agua, y una sinfonía de breves chapoteos resonó en el aire.

—¿Servirá de algo? —preguntó Gwenn acercándose.

—Espero que sí —contestó Arturo.

Tuvo que esforzarse por no sonreírle. No habría sido apropiado, dadas las circunstancias. Pero es que no esperaba verla más aquella noche, y aunque se debiese a la persecución de los sajones, la tenía a su lado. Otra vez a su lado.

A su alrededor, solo se oían los jadeos rítmicos de los hombres al empujar los remos y las voces de Tristán dando instrucciones a sus oficiales. Gawain, taciturno, había ido a refugiarse en la bodega con sus guerreros.

—Necesitamos más brazos —dijo Tristán en un momento dado—. Vuestra gente, que suban de inmediato y se pongan a remar —añadió mirando a Gwenn.

—Yo iré a decírselo —se ofreció Arturo.

—No, iré yo —murmuró la princesa—. Me sirven a mí.

Arturo la habría acompañado de buen grado, pero temió que ella lo interpretase como un gesto condescendiente, como si él no creyese en su capacidad para llevar a cabo la tarea que se había impuesto. Por eso, prefirió esperarla en la cubierta. Y como no le gustaba la sensación de no estar contribuyendo en nada a la salvación del barco, no tardó en abordar a Tristán.

—Yo también puedo remar, si hace falta —le dijo—. Puedo hacerlo como cualquier otro.

Tristán lo miró con aire divertido.

—No, prefiero que entretengáis a nuestra pasajera y que os ocupéis de ella si llegan a abordarnos. Parece que le caéis bien.

Fuesen cuales fuesen los argumentos de Gwenn con los hombres de su escolta, debieron de resultar convincentes, porque en un momento comenzaron a subir y a ponerse a las órdenes del contramaestre, que los fue situando a ambos lados de la embarcación para unirse a los remeros.

Enseguida se notó que el barco ganaba velocidad. Cuando Gwenn apareció de nuevo en cubierta, el optimismo reinaba a bordo.

—¡Los estamos dejando atrás, princesa! —le gritó Tristán, alegre—. Vamos, muchachos. ¡Un esfuerzo más y podremos dejar de preocuparnos de esos malditos sajones!

Fue un esfuerzo, en realidad, de horas, porque tan pronto como bajaban un poco la velocidad, las proas en forma de dragón de sus perseguidores aparecían de nuevo sobre las olas, más negras que el cielo estrellado. Llegó un momento en que todos los brazos eran pocos, y Arturo y Gawain se unieron a los remeros.

Casi suponía un alivio concentrarse en tirar de los remos con toda la fuerza posible. Arturo se entregó a la tarea con la energía que le quedaba. Muy pronto, la sensación de frío húmedo que se le había metido en los huesos desde que zarparon dio paso a un calor sofocante, y empezó a sudar profusamente. El sudor le caía por la frente y le mojaba los labios, mezclado con el salitre del mar.

Poco a poco, el cuerpo se le fue habituando al ritmo del movimiento de los remos y ya no era necesario darle órdenes para que continuase con su labor. Pero los músculos le ardían como si se le estuviesen desgarrando. Gwenn se había retirado a su camarote hacía mucho rato. Se lo había ordenado el capitán, y ella no se había atrevido a desobedecer. Aunque, por la expresión de su cara, Arturo adivinó que de buena gana se habría unido a los hombres para contribuir, en la medida de sus fuerzas, a la salvación del barco.

Extraña princesa, Gwenn.

Eran ya las primeras horas de la madrugada cuando el capitán les permitió hacer un descanso.

—Los hemos dejado atrás —afirmó—. Por una vez, hemos sido más rápidos que los sajones. Pongamos rumbo a la costa, y que el viento trabaje por nosotros, al menos durante un rato.

Los hombres comenzaron a relajarse y a intercambiar bromas entre ellos. La huida de los sajones en plena noche había instalado una curiosa camaradería entre los marineros del barco contrabandista y los guardias reales. A pesar del agotamiento, nadie tenía prisa por irse a dormir. Se abrieron un par de barriles de licor de caña de las islas, y los hombres sacaron de sus petates sus cuencos de barro para llenarlos.

Fue entonces cuando alguien divisó de nuevo el mascarón en forma de dragón de uno de los barcos sajones recortándose contra el cielo. Se encontraba lejos todavía, pero los bárbaros habían colgado un candil encendido de las fauces del monstruo, y habían adornado sus cuernos con antorchas. Los hombres comenzaron a murmurar, intranquilos.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Gawain.

Tristán meneó la cabeza, contrariado.

—No lo sé; por alguna razón, quieren que sepamos que están ahí. Está claro que tienen un buen piloto, probablemente de Cornualles. Si no, no habrían podido localizarnos.

—Han tenido suerte, eso es todo. —El tono de Gawain no transmitía excesiva convicción.

—No, no es suerte. Está claro que van a por todas. Esos dos barcos son los mejores de su flota. Son enormes, anormalmente rápidos. Yo diría que son las embarcaciones de un rey. Y no creo que las envíen a navegar por ahí sin un propósito.

—Vienen a por nosotros —dijo Arturo en voz baja.

Tristán lo miró un momento antes de contestar.

—Sí, vienen a por nosotros, está claro.

—¿Y qué vamos a hacer? Ya no nos queda nada que tirar por la borda, como no sea el vino y a algunos hombres —gruñó Gawain, mirando a su alrededor en busca de objetos que arrojar al mar.

Una sonrisa más parecida a una mueca irónica que a un gesto de alegría transformó el rostro áspero de Tristán.

—No vamos a poder ganarles por velocidad, es evidente. Así que tendremos que superarlos en astucia. De momento, mantendremos el rumbo y dejaremos que el viento nos impulse.

—¿Y así pensáis escapar de ellos? —Gawain escupió su irritación sobre las tablas de la cubierta—. Estáis loco.

—Fijaos en la línea de la costa. Si aguzáis la vista, ya puede distinguirse desde aquí. ¿Veis esa roca que sobresale? Es el promontorio de Hércules. En las noches sin luna, los aldeanos apagan el faro del acantilado con la esperanza de saquear algún incauto mercante que se acerque demasiado a la costa y embarranque en los bajíos. Conozco la zona, y las naves sajonas tienen más calado que la nuestra. Con un poco de suerte podremos hacerlos encallar en las rocas.