Capítulo 6.

PARÍS

La ciudad de la luz pronto se convertiría en un dantesco espectáculo de sombras.

A finales de Mayo, después de una semana de viaje en la que los soldados tenían que llevar más peso del habitual, entraron en París.

Ya no quedaban reservas de comida ni para los hombres ni para los caballos. Los animales caían exhaustos de hambre y agotamiento.

Los mismos soldados debían tirar de los carros de combate rememorando a los esclavos del antiguo Egipto.

Por el camino, los campesinos les contaban cómo eran saqueados por los alemanes, quienes corrían cual lobos hambrientos ante el vino y las pocas viandas que los franceses podían esconder en sus bodegas.

Olenka se obligaba a mantener el ritmo igual que sus compañeros, obstinada en que no la trataran como una chica, pues era la última del regimiento femenino polaco que quedaba con vida.

Los hombres usaban modales elegantes ante ella, obviaban las palabras soeces y le ofrecían subir a los carros cuando el sudor de las largas caminatas le empapaba la frente.

Ella bromeaba diciéndoles que si hubieran estado en la compañía de Bochkareva, les hubiera tildado de maricas.

Ahora que se sentía tan sola añoraba a sus amigas más que nunca.

María le hubiera contado historias de su Polonia natal y de sus paseos en troika, para hacer que olvidara el temor por Lajos. Las demás hubieran suspirado melancólicas por su amor abandonado en la trinchera.

Los pensamientos de Olenka se esfumaron de golpe al llegar a su destino. Los campos elíseos estaban preparados para el combate, pero no ante lo que se avecinaría sobre ellos.

Cuando el ejército de la joven entró en la gran avenida se escuchó un enorme bramido.

El suelo tembló, los caballos piafaron encabritándose y los hombres pensaron que el cielo se desmoronaba sobre sus cabezas. «La gran Berta» había llegado a Paris como la tempestad del Apocalipsis.

Lanzando sus bombas a más de 100 kilómetros de distancia, el gran cañón alemán arrasó la ciudad en cuestión de horas.

El puente de las artes, aquella estructura de hierro colado que atravesaba el Sena, recibió varios impactos que hicieron importantes agujeros en él.

Los gritos de la gente que intentaba protegerse en los sótanos de las casas y de los hoteles como el Majestic, se fundió con el estruendo de las campanas de las iglesias que repicaban sin parar.

La compañía de Olenka se unió a los aliados franceses en una terrorífica pesadilla de gente que corría desesperada por las calles.

Con varios compañeros, se dirigieron a uno de los hospitales del centro de la ciudad que había sido derrumbado casi por completo.

Los disparos del cañón lanzados al azar, destruía cualquier edificio que se encontrara en la línea de tiro. No importaba si eran colegios, centros de ancianos o templos sagrados.

Tosiendo a causa del polvo y los cascotes que aún caían, desparramados sobre el suelo, los médicos y enfermeras habían sacado como podían a aquellos que aún seguían con vida.

Unos soldados franceses cargaban los cuerpos de unos ancianos con múltiples desgarros en el torso, a quien el médico delgado y con un cristal de las gafas roto, tomó el pulso en la carótida certificando su defunción.

Cuando todos se retiraban, constatando que ya no quedaba nadie a quien salvar, Olenka se detuvo frente al edificio derrumbado aguzando el oído.

Volvió a escuchar el sonido que había llamado su atención, pidiendo silencio con el índice sobre sus labios. Apenas audible, el corazón le dio un vuelco al reconocer un leve quejido.

Sin pensarlo, se acercó con cuidado al hueco de una pared que aun seguía en pie. Tuvo que arrodillarse, arrastrándose para llegar al fondo y entonces descubrió una cabecita rubia con largos mechones ensangrentados.

Despacio, fue quitando las grandes piedras que apresaban las piernas de la pequeña que no tendría más de 3 años.

Susurrando en francés palabras de consuelo, consiguió mantenerla quieta hasta liberarla de su prisión. Tomándola con cuidado en sus brazos salió de rodillas de nuevo hasta la luz del día.

El llanto de una mujer joven con una herida en la cabeza, la sobresaltó al acercarse cojeando hasta ella. La niña musitó mamá mirándola con los ojos llorosos y Olenka se la cedió con un nudo en la garganta.

- Merci, merci.

[22]-le agradeció la mujer mientras era acompañada por un soldado hasta la otra acera. La joven asintió sin poder hablar; había recordado a su padre con un velo de amargura que empañó su mirada.

—No te pongas triste señorita, ahora están juntas de nuevo gracias a ti... —repuso una voz familiar a su espalda.

Iba a darle las gracias por sus palabras y se llevó una grata sorpresa al darse la vuelta: los oscuros ojos de Laurent la miraban obsequiándola con una hermosa sonrisa. Estaba mucho más demacrado de lo que recordaba pero seguía siendo un hombre muy apuesto.

—Te perdimos, pero afortunadamente pudieron rescatarte, Olenka. —le tendió la mano respetuoso.

—Creo que mereces un abrazo después de tanto tiempo, francés. —repuso divertida dejando que la estrechara contra su pecho.

Azorado por la confianza que le mostraba y nunca antes se había permitido en su presencia, el hombre le habló con timidez.

—Hubo rumores de que habías caído prisionera del enemigo. La última vez que te vi corrías a esconderte en la trinchera de los ingleses y con todo el tumulto que se formó entre los ejércitos aliados, pensamos que habías muerto... —repuso con un hilo de voz, mientras la acompañaba tras las líneas de su compañía.

No tuvo tiempo de escuchar sus aventuras cuando un zumbido atronador y demasiado conocido surcó los cielos parisinos. Decenas de aviones alemanes invadieron el techo celestial dejando como regalo una lluvia de bombas mortífera a su paso.

La gente corrió aterrorizada a refugiarse en las ruinas que quedaban de sus pobres hogares, mientras los proyectiles se volatilizaban al contacto con el suelo.

El infierno bajó a la tierra en unos segundos; la oscuridad barrió la luz del día con un humo negro y espeso que cegaba a soldados, ciudadanos y bestias.

El lugar que habían habilitado como hospital para socorrer a los heridos al otro lado de la calle, voló en pedazos cuando una de las bombas cayó sobre él.

Cuerpos que antes eran humanos quedaron despedazados como muñecos rotos, sembrando el suelo de miembros, vísceras y sangre.

El líquido carmesí corrió por la calle empapando las botas de Olenka y de Laurent, que acudieron con la esperanza de salvar a alguien con vida.

El silbido que presagiaba la muerte se escuchó de nuevo. La pequeña bollería que aun seguía en pie, cuya pared les sirvió de parapeto guiándose a ciegas con las manos sobre ella, vibró de pronto y en una milésima de segundo el techo recibió otro proyectil por encima de sus cabezas.

La pareja fue lanzada de improviso por los aires entre esquirlas, piedras y llamaradas de fuego.

Olenka perdió la audición con el estallido de la bomba y lo último que recordó conscientemente fueron sus dedos soltando la mano de Laurent.

Sus ojos se abrieron al humo y la niebla del mediodía. Estaba tumbada en el suelo de un camión y la pestilencia a sangre putrefacta impregnó sus fosas nasales, invadiéndole una arcada.

Despacio, fue incorporándose lentamente hasta comprobar que no perdía la consciencia de nuevo. Recordó la explosión y la mano de Laurent unida a la suya que soltaba con la fuerza del impacto.

Volviendo la cabeza descubrió los cuerpos a su alrededor: cuatro hombres yacían destrozados junto a ella, pero no tenían apariencia de humanos.

Sus rostros habían sido despojados de partes visibles de la carne, mandíbulas arrancadas de cuajo, ojos inexistentes, narices invisibles con una porción de hueso ahuecada en medio de la cara...

El camión se detuvo con un frenazo haciendo gemir a aquellos despojos ensangrentados. El débil susurro de uno de ellos llamó la atención de la joven. No pudo acercarse puesto que en ese momento se abría la compuerta y varios enfermeros del ejército francés abrían el compartimento para sacar los cuerpos.

Un hombre rubio de unos 40 años con espesa barba, la ayudó a bajarse tras comprobar que podía oír; su cuello aún estaba manchado de sangre.

Ante Olenka apareció una enorme casa de campo de una sola planta al más puro estilo francés, un bonito château de madera blanca con grandes ventanales, tejado oscuro y rodeado de una verde campiña.

—¿Dónde estamos? —preguntó admirada al hombre.

—Aquí traemos a estos pobres desgraciados que ningún hospital de campaña quiere mantener. —respondió con un halo de compasión en sus negros ojos.

—En este lugar la guerra parece tan lejana como si estuviera inmerso en una burbuja aislada del dolor y la muerte.

- Mademoseille usted lo ve con los ojos de quien nunca ha entrado en esa casa. Créame, el sufrimiento se esconde tras cada ventana. —respondió dejándola para seguir su trabajo.

Un camillero pasó junto a ella transportando a un herido que gemía lastimeramente. Pronto varios de aquellos gemidos se convirtieron en alaridos que otros hombres acompañaron como un coro infernal.

Cuanto más se acercaba a la puerta del edificio más alto se escuchaban.

Con determinación, Olenka entró quedando sobrecogida ante el espectáculo: decenas de hombres reposaban en el suelo y en algunos desvencijados camastros, invadiendo el enorme salón.

Médicos y enfermeros del ejército se afanaban en suturar y restañar las heridas de sus rostros, ante los estremecimientos de sus pacientes que no dejaban de chillar.

Olenka tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no desfallecer. A pesar de estar acostumbrada a los improvisados quirófanos de las trincheras, aquella situación era lo peor que había visto hasta ese momento.

Tomando aire, preguntó al enfermero más cercano: —Disculpe señor, me han recogido en el último bombardeo de París, un hombre estaba conmigo. Se llama Laurent ¿Sabe si está vivo?

—Han traído a varios hombres hoy. Los nuevos están por aquella zona.

—contestó señalándole el rincón más alejado junto a una de las ventanas.

Preocupada, la joven se acercó a los últimos soldados mutilados, intentando acostumbrarse a los ensordecedores gritos de algunos de ellos.

Al pasar junto a una sucia camilla sintió que alguien le tiraba de la mano.

—Mamá... quiero ir... a casa... —sollozó un muchacho con la mitad de la cara hecha jirones.

Sin asomo de duda Olenka le acarició el pelo musitando en francés palabras que le tranquilizaran. La única pupila del soldado estaba muy dilatada, señal inequívoca de la morfina.

Al escuchar su voz, otro hombre llamó su atención alargando la mano y gimiendo. En aquella horrible máscara que era su cara reconoció los negros ojos de Laurent llenos de terror. Acababa de despertar a la peor de sus pesadillas.

Olenka se aproximó a él cogiéndole la mano. La otrora belleza del oficial se había evaporado para siempre dejándole sólo la parte superior del rostro.

De la nariz, sólo quedaba un colgajo sobre la maraña de huesos triturados en que se había convertido su mandíbula superior, de la que manaba abundante sangre que caía libremente por el cuello; donde tendría que estar su boca y su barbilla. Había perdido la mayoría de los dientes y la saliva brotaba entre la lengua ensangrentaba a un lado.

Ya no podría hablar con total normalidad. Un lastimero siseo fue el triste intento de pronunciar el nombre de la joven, mientras una solitaria lágrima de dolor bajaba por su mejilla.

—No te esfuerces Laurent, tranquilo. Estamos en un hospital a las afueras de París. —comentó la muchacha intentando que no advirtiera en su rostro el horror de contemplarle.

El francés sólo pudo asentir lentamente llevándose las manos a la cara.

Los nervios faciales que quedaban a la vista estaban sumiéndole en un atroz tormento, como si miles de agujas se clavaran en cada centímetro de su piel, abrasándole.

Un quejido profundo salió de su garganta uniéndose a los demás hombres a su alrededor. Olenka le acarició la frente, besándole la mano con dulzura. Sus arrullos de consuelo no lograban calmarle.

Cuando ya empezaba a desesperarse al ver que no conseguía mantenerle quieto entre las convulsiones que movían el catre donde estaba echado, apareció uno de los médicos a su lado.

Sin decir una palabra, palpó el destrozado rostro del hombre con una gasa impregnada en alcohol. Los alaridos de Laurent se hicieron insoportables hasta que se desmayó.

Olenka comprobaba la pericia del doctor, retirando con rapidez la suciedad y los trozos de metralla con unas pinzas alargadas que había cogido de un carro, junto a varias más, en un vaso lleno de alcohol.

Dejó al descubierto la piel ya limpia, suturando las heridas de la parte superior, para intentar construir una carcasa que uniera la mandíbula inferior del hombre al resto desaparecido.

Bajo los ojos sólo quedaba un agujero relleno de gasas, para sacar la supuración que pronto saldría de la herida, hasta que pudieran cerrarlo dejando una abertura más pequeña como recuerdo de la boca que antes estuvo en ese sitio.

Anudando sobre el pelo las vendas que comprimían la cara como si fuera un paciente recién salido del dentista, el médico se dirigió finalmente a la joven.

—¿Lo conoce? —ella asintió en silencio. —Probablemente no pase de esta noche.

—¿Puedo ayudarle con el resto de los enfermos? He trabajado en los quirófanos de campaña. Me ayudaría a acostumbrarme a esto... —mencionó consternada.

—Es bien recibida. Me llamo Pierre.

—Olenka.

Los conocimientos médicos de Olenka fueron un bálsamo para los atareados médicos de la casa.

Ayudó en las distintas operaciones que hicieron durante los siguientes tres días. El principio de la que sería conocida como cirugía estética comenzó allí.

En esa casa se intentaba reconstruir los rostros para conseguir darles la apariencia humana que antes tuvieron. Pero en 1918 la tecnología era rudimentaria.

Al lejano hospital sólo llegaban hombres desfigurados, que no tenían cura y a los que los ejércitos de campaña despachaban a veces sin miramientos, intuyendo que no les quedaba mucho de vida.

No les faltaba razón; la mayoría fallecía tras un intenso y agónico sufrimiento. Morían desangrados y por las continuas infecciones que padecían.

El escaso personal médico no podía dar más de sí, caían extenuados tras jornadas de más de 48 horas sin descansar. También ellos estaban malnutridos y hastiados de tanta guerra y sangre joven derramada.

Olenka se acostumbró pronto a ese ritmo frenético que le permitía no pensar constantemente en cómo se encontraría Lajos, pues tenía que concentrarse en la rutina de los hombres que había junto a ella.

Con dulzura, cuidaba de los heridos como el ángel de la guarda que había sido en las trincheras. Todos le agradecían con lágrimas sus desvelos al lavar sus maltrechos torsos; darles de beber un poco de agua o inyectarles los pocos calmantes que podía distribuir.

Todos menos Laurent.

Pero él no tenía la culpa. Se había convertido en una mera sombra que no podía hablar, con un halo inconmensurable de tristeza en los negros ojos.

No comía, ni siquiera hacía intento de sorber la sopa aguada que preparaba la joven en la cocina, con los someros ingredientes que aún no se habían podrido.

Olenka durante días le habló de su vuelta a casa, de qué pronto vería a su familia. Sólo con nombrarla, el hombre cerraba los ojos, arrinconándose contra la pared mientras negaba y escondía la cabeza entre los brazos.

Las noches eran un eterno cantar de gemidos y sollozos de dolor contenido, donde nada podía consolarle.

Una fría madrugada de luna llena, Olenka se obligó a no descansar pues la fiebre había hecho presa en su antiguo superior; las heridas de su rostro se habían cubierto de pus y pequeños gusanos malolientes.

Entre horribles escalofríos, Laurent se ayudó de la mano de Olenka para escribir con el dedo sobre su dorso.

Las palabras fueron cobrando cuerpo lentamente sobre la piel, con un leve roce del hombre, mientras las lágrimas empapaban los ojos de ambos amigos:

No me dejes vivir.

Olenka comprendió lo que le pedía y no pudo resistirse. En aquel infierno no había cabida para los escrúpulos de conciencia ni ella los tenía desde hacía semanas. Ese hombre necesitaba a gritos acabar con el dolor... y con su mísera vida desde el bombardeo.

Aprovechando que todos descansaban rendidos fue hasta el botiquín donde se guardaban los opiáceos.

Con una jeringa de cristal tomó el triple de la dosis sedante y se aproximó a Laurent. Antes de que introdujera el líquido en sus venas, el soldado escribió sus últimas palabras:

Sé feliz con él. Gracias por darme paz.

Mientras el opio penetraba en la sangre del herido, los ojos de Olenka no se apartaron de su rostro. Con ternura le acunó entre sus brazos hasta que la respiración del hombre se fue transformando en un leve susurro.

El profundo suspiro de Laurent, desató los sollozos de la joven, al ver la serenidad que le trajo la muerte.

Al día siguiente quemaron su cadáver junto a otros dos muchachos que también habían fallecido durante la mañana.

Con el paso del tiempo Olenka descubrió que las heridas que tenían les marcarían para el resto de sus vidas, y se alegró de que Laurent no tuviera que pagar por ello.

Antoine, el enfermero que la había ayudado a bajar del camión y que se convirtió en una amable compañía para ella, le enseñó la carta que había recibido de uno de los muchachos que volvió a casa. Sobrevivió a una grave herida que le había despezado la mitad derecha de la cara.

Estimado Antoine,

Por fin te escribo desde la ventana de mi habitación, al calor del fuego de la chimenea, uno de los pocos lujos que mi familia aún conserva.

Mi madre casi se desmayó cuando me tuvo en sus brazos, pero por mucho que me quiera, no pudo ocultar el gesto de asco y horror que cubrió su cara cuando yo le mostré la mía sin la venda que la recubre.

Ella no es la única, Antoine, la gente del pueblo que me conocen desde niño, me tratan como un apestado. No escatiman esfuerzos en señalarme al pasar junto a mí, bajando la cabeza y retirándome la mano cuando me acerco a saludarles.No he recibido una sola visita de más familiares o conocidos.

Ya no soy bienvenido en ningún sitio... ni siquiera en el corazón de Marianne.

Cuando se enteró de que regresaba, fue a ver a mis padres acompañada de los suyos, para romper nuestro compromiso de matrimonio.

Fui a verla para pedirle una explicación pero ni siquiera quiso hablar conmigo. Me escribió una carta en la que me decía que no podía amar al monstruo en quien me he convertido.

Estoy recluido hace una semana en mi habitación, sólo, hundido y con este desgarrador sufrimiento físico que me impone mi cara destrozada.

Mis padres quieren enviarme a un asilo para dementes cuando acabe la guerra, dicen que me he vuelto violento y peligroso porque no dejo de gritar de dolor por las noches en que la morfina ni siquiera me alivia.

¿Les hago daño por querer que me abracen alguna vez? ¿Ya ni siquiera merezco un beso de mi madre como antaño?

Querido Antoine, me despido de ti con un consejo: no curéis a esos desdichados que llegan al hospital. Quitadles la vida con misericordia, dejadles morir dulcemente entre los vapores de las drogas... la muerte es un alivio preferible a la vida de soledad y desprecio que les espera cuando vuelvan a su hogar.

Ya no tengo uno. Ya no tengo familia, ni amigos, ni amor.

Esta noche voy a pegarme un tiro. Mi suplicio habrá acabado de una vez.

Adiós amigo mío.

Gracias por haberlo sido.

Michel.

Olenka se estremeció al término de la carta. Contempló con pesadumbre la marea de cuerpos que reposaban en la habitación. Todos recibirían aquella odiosa bienvenida, lo sabía a ciencia cierta.

Si una madre era incapaz de aceptar la desfiguración del hijo que había parido, qué clemencia podían esperar del resto de la gente.

Pero ella tenía algo muy claro: jamás rechazaría a su marido por muy desecho que volviese. Le amaba más que nunca y sentía la culpabilidad de haberle tratado injustamente, como un hierro que se estaba clavando sin miramientos en su corazón.

Lajos, su querido Lajos, qué había pagado con otra dolorosa separación su maldito enfado. Pedía al cielo que regresara con ella, no le importaba en qué estado.

Y llegaron más cartas a lo largo de las semanas que se acumularon, guardadas como un tesoro por Antoine. Maridos que se veían rechazados por sus esposas; a quienes sus hijos nunca más volvían a abrazar; que perdían sus trabajos sobreviviendo como mendigos escondidos bajo los soportales...

Los hombres que regresaban contaban la angustia que suponía recibir la humillación de su propia gente, aunque fueran héroes de guerra.

Comenzaron a llamarles los babosos, los gueules cassées —los leprosos de la guerra— pues muchos de ellos no podían evitar que la saliva se escapara de las heridas en la boca, ocultando esa parte con pañuelos todo lo que podían.

A veces para el personal médico era muy difícil no darles una muerte tranquila, sabiendo lo que les esperaba en sus casas. Entre todos, incluida la propia Olenka, decidieron salvar sólo a los menos graves.

Inmersa en la vorágine del asilo, el tiempo corrió veloz para Olenka y un día las primeras nevadas de Octubre la sorprendieron mirando por la ventana.

Para Lajos la vida siguió en el frente con el mismo caos, pero los vientos de la victoria se cernían sobre los aliados.

Seguía sin noticias de Olenka, aunque la tranquilidad de saber que todos los ejércitos comían poco a poco terreno a los alemanes, aplacaba el miedo de que fuera herida.

Por las noches le pedía a Dios, aferrado aún a la cruz de su esposa, que la mantuviera a salvo de la muerte.

Su ejército había logrado arrebatar y detener a los germanos a lo largo del río Lys y así no pudieron apoderarse de los puertos franceses.

Durante la primavera y el verano, la partida de ajedrez en la que se había convertido la guerra, daba sus últimos coletazos.

Pronto los aliados provocarían el jaque mate. A pesar de la ofensiva de finales de Mayo, en la que el general Ludendorff y el príncipe Wilhem utilizaron el gas con 17 de sus divisiones para atravesar las trincheras y llegar al río Aisne.

Tomaron prisioneros a 50000 aliados y estuvieron muy cerca de París, bombardeándola con aquel famoso cañón que parecía traído del mismísimo infierno.

Afortunadamente, en Junio los americanos decidieron tomar partido al fin, evitando que los alemanes atravesaran el Marne por primera vez.

Los soldados enemigos también acusaban el cansancio. Entre los aliados se corrió la voz de la falta de disciplina del ejército germano que saquearon tiendas en los pueblos, llevando a Ludendorff a parar la ofensiva. No tenían alimentos y las continuas infecciones hicieron que contrajeran la gripe española 500000 soldados.

En Europa las cosas no iban mejor. Los austrohúngaros que apoyaban a Alemania se morían de hambre y en la bancarrota. El país que había declarado la guerra a medio mundo, también se quedaba sin material para las armas al bloquear los británicos sus puertos.

Pero los ingleses sufrían en sus casas una plaga que arrasaría con sus mujeres durante años.

Las que trabajan en las fábricas de armamento con explosivos, se impregnaban la piel y los cabellos de una substancia amarilla cobriza: el trinitrotolueno, que las volvería estériles y presas de tumores y cánceres con el paso de los años.

En la segunda batalla del Marne donde los alemanes intentaron otra ofensiva en Julio, los franceses se unieron a los americanos y los británicos ganando por segunda vez, mientras Ludendorff volvía a retirarse.

Aquella sería una gran derrota. Los aliados descubrieron que juntos podrían acabar con la furia alemana. Y se pusieron manos a la obra.

En Agosto toda la infantería aliada, aviones y tanques incluidos, logró controlar en Amiens la línea férrea que unía la ciudad con París. El 8 de Agosto llegaron a la línea Hindemburg.

Finalmente en Septiembre, el general Willie Michel apoyó a las tropas francesas con el mayor ataque aéreo de la guerra.

Lajos recordaría siempre la hermosa sensación de miles de aviones aliados surcar los cielos entre los vítores de los soldados, como enormes palomas que pronto llevarían la paz al viejo continente.

A finales de Septiembre los americanos llegaron hasta las Árdenas y el Rey de Bélgica atacaría a los últimos alemanes en Ypres, haciendo que por fin abandonaran la línea Hindemburg definitivamente.

Poco a poco llegaría Noviembre trayendo la derrota del kaiser. Los Austrohúngaros se rindieron y su emperador renunciaría a ser Jefe de Estado dejando Austria y Hungría separadas.

Los marinos alemanes se amotinaron para no enfrentarse a la armada británica y con ellos todo el pueblo alemán.

Por fin, después de 4 años de intenso horror... la guerra llegó a su fin.