Capítulo 3.

Todos los hombres salían a cazar a diario presas pequeñas como pichones o conejos del bosque; cada uno aportaba lo que podía consiguiendo sobrevivir de forma sencilla y sin recursos.

Cuando Lajos apareció en el claro, los niños se abalanzaron sobre él abrazándole. Siempre les traía humildes obsequios: arándanos, moras silvestres... Pero nunca olvidaba oculto en su cintura un hermoso ramillete de flores para su madre. Las edelwaiss eran sus preferidas.

Nadia había estado muy enferma de pulmonía.

En Breslau los campesinos destrozaron su carro teniendo que huir con el resto de las mujeres bajo una intensa nevada.

Al abrigo de la noche, mientras preparaban un poco de sopa caliente a la espera del regreso de los hombres, vieron el reflejo de una hilera de antorchas en la oscuridad. Una veintena de campesinos bajaba por el camino que conducía a la ciudad como un batallón de soldados armados con hoces y palos. El ruido ensordecedor de los gritos de «fuera zigany»las envolvió en un coro infernal cuando llegaron al campamento.

Abrazando a los niños, unidas en un temeroso grupo, las mujeres se enfrentaron a ellos.

—¿Por qué nos gritan de esa manera? ¿Qué vienen a hacer aquí? —preguntó Nadia al capataz situado el primero de la fila.

—Venimos a hacer justicia —contestó el hombre obeso con redondas gafas metálicas.

—No hemos hecho nada para que nos ataquen —repuso la húngara de puntillas frente a él.

—Vuestros hombres no debieron poner sus manos en nuestra tierra —la abofeteó tirándola al suelo. —¡Coged a vuestros bastardos o los quemaremos con las carretas!

Los intrusos aferraron a las cinco mujeres por los cabellos, abalanzándose sobre ellas y arrebatándoles a los asustados críos de sus brazos.

Los gritos de las húngaras no hicieron mella en ellos cuando apuntaron con las antorchas a los chiquillos, mientras los que montaban a caballo prendían fuego a las carretas sin darles tiempo a coger sus cosas. Las persiguieron entre alaridos como animales cazados, hasta que desaparecieron con sus hijos bajo la intensa nevada que empezó a caer.

Tiritando de frío, con los dientes rechinando y abrazadas a sus pequeños que lloraban empapados, anduvieron sin descanso hasta que ya no escucharon los gritos de sus perseguidores.

Pasaron toda la noche a la intemperie hasta que los hombres las encontraron escondidas en el bosque, medio congeladas a la mañana siguiente; cuando salieron de la cárcel donde habían sido encerrados por un nefasto altercado con el patrón del lugar donde trabajaban.

Anémica por falta de alimentos, la salud de Nadia fue empeorando al ritmo que dos bebes morían esa misma semana por falta de cobijo adecuado.

La caravana se había refugiado en unas cuevas que Lajos encontró en la montaña limítrofe con el bosque, continuamente permanecían heladas a pesar del fuego que encendían. Cuando las mujeres se recobraron un poco huyeron de aquella tierra con lo poco que habían logrado salvar.

Dos años después de la tragedia y gracias a los cuidados de Lajos y de Ferenc había mejorado. Pero los hombres temían una recaída.

Al ver llegar a su hijo los ojos de Nadia se iluminaron, tan penetrantes como los suyos y del mismo color dorado. Su rostro moreno y dulce con leves regueros de arrugas en sus mejillas reflejaba la vida y las penalidades que había sufrido.

Era una mujer fuerte y se conservaba grácil a pesar de sus 50 años.

Menuda y flexible como un junco se había adaptado a la dura existencia de errante sin emitir queja alguna, a pesar de su elevada posición social siendo hija de un conde rumano.

Sólo las hebras de plata de sus negros cabellos recogidos en una gruesa trenza sobre la espalda, habían tomado terreno a los reflejos azules de la juventud.

Lajos se acercó levantándola en volandas y comiéndosela a besos.

—Anya, szeretlek

[3]. —le susurró en su lengua.

- Életem.

[4]-respondió besando su mejilla.

Cuando la bajaba al suelo vio la mancha de sangre de Lajos y le increpó asustada: —¿Te han atacado? ¡Estás herido!

—Es solo un arañazo con una rama —mintió.

Pasearon hasta su carromato y el gitano se sentó en las escaleras con una taza de té que le preparó.

—Anya, una persona va a ayudarnos a salir de esta miseria, al menos lo intentará. La conocí hace unos días.

—No sueñes Lajos, nadie se preocupa por los vagabundos —repuso con amargura.

—Ella lo hará. —afirmó convencido—. Se llama Olenka.

—¿Por qué te brillan los ojos al pronunciar su nombre? —le interrogó su madre con las cejas alzadas.

—¿Qué insinúas? —respondió riendo a carcajadas.

Nadia le miró divertida riendo también. Lajos la sentó en sus rodillas susurrándole al oído:

—Me cazaste. Cuando estoy a su lado me quema la sangre, madre. Es indómita, valiente y quiero perderme en sus ojos de cielo.

—Ten cuidado no nos pierdas a todos. Su gente te desollará si te acercas a ella. —le advirtió.

—Me moriré si no lo hago de nuevo. —insistió el muchacho con una mirada soñadora.

—¿Cómo nos ayudaría? —la mujer empezaba a sentir curiosidad.

—Pedirá a su padre que nos deje cosechar sus tierras. Conseguiríamos suficiente dinero para mantenernos y cuidar que los niños no enfermen con el frio, con buenas medicinas para todos.

—Tienes más cerebro que tu padre. Lo duro será que acepte vuestra propuesta, pero yo te suavizaré el terreno, mi Ferenc está muy desanimado últimamente. De todas formas ya me he preparado para partir el próximo invierno.

—No nos iremos de aquí. Ya es hora de echar raíces. —repuso Lajos decidido.

—Le habrás agradecido a esa muchacha su intención.

—Por supuesto. Con un espléndido beso por sorpresa.

—¿Y ella cómo reaccionó? —le fulminó enfadada.

—Me hizo esto cuando lo intenté de nuevo —respondió descubriéndose el pecho.

—Parece la punta de un cuchillo... —comentó su madre rozando con cautela la herida.

—Lo es ¡Esa bruja por poco me lo clava hasta el corazón!

—Mal hecho, yo te lo hubiera clavado en la entrepierna —le reprochó con una sonora bofetada.

—¿De qué parte estás Anya? —se tocó la mejilla dolorida.

—De la educación y los buenos modales que te enseñé, muchacho ¿No la habrás ofendido?

—No creas que es tan inocente. Me robó la ropa cuando me bañaba y la escondió.

—¡Dejaste que te viera desnudo! ¡Serás grosero!

—Todavía estaría en el lago si no hubiera salido a buscarla. —se defendió.

—Eres un sinvergüenza como tu padre. —exclamó ella aguantando la risa.

—Más bien un espabilado como mi madre. —respondió Lajos haciéndole cosquillas en el vientre.

Los dos se abrazaron felices mientras Ferenc llegaba de cazar.

Más bajo que su hijo, eran parecidos físicamente, pero Lajos tenía el carácter alegre y el ímpetu de su madre.

Los profundos ojos negros del hombre aún conservaban el sufrimiento de tantos años de penurias. Amaba a su esposa con locura sintiéndose culpable por haber perdido la comodidad de su anterior vida. Ella jamás le reprochó nada, siguiéndole en todas sus decisiones como su fiel compañera desde los 17 años.

Contemplándola arrobado mientras regresaba por el camino le gritó: —¡Mira lo que te traigo! estos conejos nos ofrecerán un suculento banquete ésta noche.

—Sigues siendo buen cazador a pesar de lo mayor que eres. —bromeó besándole en los labios.

—Sólo tengo cuatro años más que tú querida. Te recuerdo que para incursiones nocturnas no soy tan viejo...

En la tienda su esposa le comentó la idea de Lajos. Escuchándola en silencio su mente vagó dos años atrás a una helada mañana de invierno...

Delante del capataz de la granja de Breslau Ferenc defendió su postura con honestidad. Quería estafarles después de haber trabajado como animales de carga 12 horas diarias durante casi tres meses, sin ni siquiera derecho a una comida decente.

—No puede pagarnos la cuarta parte del salario que habíamos acordado —declaró enojado.

—Eso es lo que hay, no pienso daros más ¿Lo tomas o lo dejas zygany

[5]? —le echó las sucias monedas sobre la mesa.

—No pienso suplicarte por lo que nos pertenece. —contestó el húngaro escupiendo a los pies del capataz.

—¿Qué se puede esperar de un mugriento ladrón? —le provocó el polaco.

Al oír aquel insulto el orgullo de Ferenc bramó por justicia, lanzando un puñetazo a la cara del hombre que le derribó en la silla.

Aquello sólo le valió para que arrestaran a todo su grupo, dos noches en el calabozo y una lluvia de golpes fueron su única paga.

Ferenc lamentaría aquel suceso de por vida. Fue durante su cautiverio cuando atacaron a sus mujeres.

El aristócrata deseaba comprar su propia hacienda algún día con el dinero ganado en el exilio y recuperar el glorioso pasado de su familia.

Estaba harto de pedir limosna en pago al duro trabajo de su gente; de agachar la cabeza por un atisbo de caridad de los hacendados de cada lugar donde viajaban.

Negando con el semblante mientras besaba la mano de su esposa salió del carromato. Lajos le esperaba con un par de vasos de vino.

—Tu madre me ha contado tu propuesta. Mi respuesta es no.

—Padre tú eres el jefe. Si aceptas los demás te seguirían. Es nuestra última oportunidad.

—¡Estoy cansado de servir a ésta gentuza como un esclavo! A campesinos avariciosos cuando fui dueño de propiedades que ellos ni siquiera llegarían a imaginar...

Dispuesto a marcharse Lajos le retuvo del brazo. —Es mi última palabra —contestó severo.

—¡Estúpido egoísta! ¿No te das cuenta de que éste invierno será nuestro final? Ya no podemos seguirte en ésta locura.

—¿Te eriges ahora en amo y señor? —preguntó colérico zarandeando al muchacho por la camisa.

—Ya no estás en Hungría para continuar dando órdenes. No me hables como si fueras mi amo —declaró el joven altivo.

—Éste amo como tú me llamas, te ha dado la libertad de buscar un futuro mejor —respondió el aristócrata.

—¡Libertad! ¿Sufriendo hambre y humillaciones? Nos has condenado a la miseria por tu terquedad de continuar hasta que eligieras lo contrario. Por no ceder un ápice al negociar nuestros trabajos. —los gritos de Lajos alertaron al resto del campamento.

—Recuerda que soy tu padre ¡Respétame! —le empujó bruscamente como advertencia.

—Ahora podríamos disfrutar de una salida a nuestros problemas, pero tienes que hacer tu santa voluntad ¿Verdad padre?

—Me estás provocando Lajos. Te voy a partir esa bocaza si vuelves a gritarme.

—Si hubieras aceptado lo que proponían en Breslau ¡No nos habrían incendiado las carretas!

Un brutal puñetazo en la boca, casi derribó al joven al suelo pero no cejó en su empeño. Las mujeres temieron la reacción de Ferenc, era un volcán cuando se enfadaba y su hijo le estaba llevando al límite.

—Eres el culpable de todas nuestras penalidades... de convertirnos en mendigos harapientos... ¡De la enfermedad de mamá! —Otro potente puñetazo en el pómulo acabó derrotándole.

Los hombres agarraron al padre dispuesto a seguir con la paliza.

—¡Aunque tengas 23 años te abriré la cabeza, malnacido!

Lajos se levantó lentamente. Mirando con dolor a su padre contestó: —Acabas de perder mi último resquicio de respeto.

Corriendo hacia el bosque dejó atrás los gritos de su madre llamándole.