Capítulo 8.
El aire húmedo ondeaba la hierba de la colina semejante a un océano esmeralda. El bosque se escondía tras una espesa niebla que ocultaría el rastro de los cómplices de una vileza.
En el cielo surcado por negras nubes como el destino de una persona inocente, parecía que las fuerzas de la naturaleza se confabulaban en honor del mal, que cubriría con su manto aquella funesta jornada.
Olenka asomada a la ventana se estremeció de frio cerrándola entre maldiciones.
Se encontraba extraña, una tristeza sin causa la invadía. Moviendo la cabeza para alejar tan funestos pensamientos empezó a despojarse del camisón.
Desnuda frente al espejo ovalado que reposaba junto a su cama se contempló en silencio: Recorrió con las manos sus pechos menudos, que se volvieron henchidos y suaves a su contacto. Los pezones se endurecieron de placer al calor de las yemas de los dedos. Acarició la curva del vientre, sonriendo ante la idea de que albergaría un hijo algún día. La hilera de vello dorado que culminaba en su sexo, se erizó al tocar el prohibido centro del placer.
Pensó en el hombre que le robaba la razón y gimió, imaginando que eran sus grandes manos las que arrancaban sus murmullos de deseo.
Alejando aquellos secretos deseos de su mente, se vistió perezosa y bajó a desayunar.
Stephan cepillaba a los caballos en el establo cuando la muchacha le sorprendió abrazándolo por la espalda. Una punzada de culpabilidad la sobrecogía de vez en cuando sabiendo que le engañaba.
—¿Cómo se encuentra hoy mi pequeño tesoro? —la besó en la frente.
—Un poco melancólica, será éste día tan triste. No puedes sembrar el trigo hasta que mejore el tiempo. Y el doctor Grimovich te aconsejó que no te expusieras a la humedad, no es recomendable para tus desgastados huesos.
—No saldré a los campos. Hoy me tomaré un descanso. —aprobó convencido.
En el bosque un bullicio increíble de voces infantiles envolvía los árboles.
—Niños, antes de volver a casa recogeremos musgo. Luego os contaré para qué sirve.
Los chiquillos correteaban incansables detrás de Lajos, que se escondía para asustarlos, mientras ellos le buscaban entre risas.
Exhausto por aquellos diablillos decidió ponerse en camino hacia el campamento. El cielo comenzaba a oscurecerse y no quería que la tormenta que se aproximaba les sorprendiera sin cobijo.
Cogidos de las manos; hicieron una hilera como soldados de un pequeño ejército hasta llegar a su destino. El musgo quedó olvidado encima de unos matorrales del claro.
Con los pequeños a cubierto y a salvo con sus padres, Lajos decidió volver a buscarlo al darse cuenta de que no lo traía.
—Te caerá la tormenta encima ¿voy contigo? —le rogó Ferenc.
—Eres demasiado viejo para mojarte, papá. Ya sabes que adoro la lluvia. Volveré enseguida.
Media hora después divisó la espesura de robles, pinos y alcornoques. El cielo tronó, inundando la tierra del inconfundible olor a hierba mojada.
Se internó en el bosque. La lluvia arreciaba con fuerza pero Lajos se sentía libre y salvaje, dejando que le empapara a placer.
Una vez en el claro vio su bolsa colgada del arbusto donde la dejó olvidada. Recogió un poco más al borde del profundo barranco que caía en su límite. Asomándose con cuidado, se estremeció al imaginar que sería una muerte segura para la persona que cayera al lecho de rocas y barro que descendía a sus pies. Retrocedió precavido.
Al volverse comprobó asombrado, que una docena de hombres le cerraban el paso; ni siquiera les había oído llegar. Ataviados con negras capuchas que les cubrían el rostro sobre sus capas oscuras, portaban cuchillos de afilada hoja.
Se maldijo al recordar que había dejado su daga en el carromato al regresar con los niños.
No podía enfrentarse a todos a la vez y ya los tenía prácticamente encima. La adrenalina comenzaba a saturar cada célula de su sangre; se defendería a puñetazos, abriendo una brecha en la hilera por donde escaparía corriendo.
Embistiendo al del centro con el impacto, saltó sobre el hombre caído y corrió como una exhalación por el sendero que conducía al final del bosque.
—Un poco más... un poco más. —suplicaba jadeando.
Si llegaba, el campamento no quedaría lejos. En su frenética huida oía las voces de sus perseguidores aullando como lobos hambrientos.
Clamando al cielo para alcanzar los pocos metros que le separaban de la salvación, tropezando con los matorrales e hiriéndose con las ramas, notó como unas manos le agarraban de la camisa derribándole contra el suelo.
Antes de que pudiera reaccionar le propinaron una patada en la cara.
Arrodillado con la mandíbula dolorida, dos tipos le izaron por los brazos mientras otro tiraba de sus cabellos con fuerza.
Una voz que sonaba conocida en el aturdimiento de su mente, le increpó: —Vamos a enseñarte nuestras reglas. Nadie osa desafiarlas. Y un miserable como tú no va a ser el primero. —Clavándole los dedos a ambos lados de la cara gritó a sus compañeros: —Empezaremos ahora mismo. ¡Desnudadle!
Rasgando su camisa que quedó hecha jirones y cortando con los cuchillos la parte inferior, mientras se debatía como un poseso contra sus agresores gritando feroces insultos, le despojaron de la ropa por completo y cada hombre se ensañó con el gitano disfrutando de la barbarie.
Recibía puñetazos y patadas por todo el cuerpo sin darle tiempo a defenderse. Incluso apostaban quien podía pegarle con más dureza.
Uno de ellos se burló del cabecilla con sorna: —¡Éste cabrón tiene una verga más grande que la tuya!
El aludido, enfurecido de cólera, atacó a Lajos con un brutal puñetazo en los genitales. Su respiración se paró de improviso, desvaneciéndose de bruces contra el suelo.
Arrastrándole por el barro llegaron al claro. Su rostro cubierto de lodo y sangre se había convertido en una máscara inhumana.
Los derrames y hematomas surgieron pronto desde el pecho a los testículos. Yacía tendido en el suelo sin moverse. La lluvia se desató furiosa aliada de aquella horrible escena.
Le reanimaron a bofetadas llevándole a unos árboles donde le sostuvieron entre dos de ellos. Atado por los brazos con gruesas cuerdas que traían en una bolsa de cuero y estirando sus miembros al límite, continuó la carnicería.
—La tierra sólo la cultivamos nosotros. —dijo uno de los hombres. Para afianzar sus palabras le rasgó el vientre con el cuchillo.
—¡Ahhh! —aulló presa del dolor.
—No queremos escoria en la ciudad. —le habló otro.
Un nuevo tajo en el pecho le partió en dos. Lajos gritó aterrorizado presintiendo que moriría allí. Pero el jefe le reservaba lo peor.
—Ningún gitano tendrá en sus brazos a una mujer aria —masculló recalcando las últimas palabras.
Se colocó por detrás del prisionero tapándole la boca con la mano. El cuchillo brilló amenazador, antes de hundirse de un golpe seco por la espalda. La punta apareció bajo las costillas.
Lajos sintió cómo ardían los tejidos al romperse y los nervios lacerados por el roce del metal, le enloquecieron de dolor. Un reguero de sangre descendió de sus labios uniéndose a la que teñía su cuerpo.
El agresor le miró triunfante bajo la capucha, deleitándose con la oleada de placer que provocaba su derrota.
El gitano al borde del desmayo, sacó fuerzas de flaqueza y al acercarse le escupió. El hombre retiró la saliva con asco sin dejar sus rasgos a la vista.
Lanzándose sobre Lajos apretó su cuello como una garra hasta la asfixia.
—¡Déjale ya! le vas a matar y no es eso lo que pretendemos. —le rogó uno de sus compañeros.
—Sí, todavía queda lo mejor... —contestó aflojando finalmente la presión.
Al soltarle, le propinó un bestial puñetazo con el anillo en forma de águila que llevaba en el índice. En el pómulo y el ojo hinchados, se abrió una profunda herida que dejaba ver el hueso y un trozo de ala rota clavado en él.
El cuerpo vencido del gitano cayó sobre la hierba cuando le desataron.
Tiritando, se hizo un ovillo intentando entrar en calor, mientras escuchaba las risas de aquellos hombres sin piedad.
—Te hemos convertido en un animal cazado. Pero te falta algo para ser una bestia completa. —le informó el jefe de aquella salvaje jauría.
Lajos levantó la cabeza a duras penas y a la vista del artilugio unido a una cadena que su enemigo tenía en las manos, se estremeció.
Lo conocía muy bien; eran utilizados en toda Europa para apresar lobos.
El tintineo metálico al abrirlo le heló la sangre.
—Agarradle una pierna. —ordenó el cabecilla.
El gitano forcejeó pidiendo clemencia pero sus asaltantes eran auténticos demonios.
Un rugido de dolor le hizo vomitar al sentir como los dientes del cepo le atravesaban la pierna derecha y alguien tiraba de la cadena, abriéndose la herida. Retorciéndose entre lágrimas, le arrastraron un trecho hasta que perdió el conocimiento.
Montando en sus caballos le abandonaron a su suerte.
Ferenc empezó a preocuparse, al comprobar en su reloj de bolsillo que habían pasado horas desde la salida de su hijo. Tardaba demasiado. Su celo de padre le hizo temer que algo grave le había sucedido.
—Nadia, voy a buscarle; tal vez se ha perdido.
—Llévate la casaca, estará empapado. —repuso con un mal presentimiento encogiéndole el corazón.
Montado a caballo se dirigió al bosque. Despertó mareado. Bajo su cuerpo había un enorme charco de sangre y le acuciaba la sed. Intentó levantarse, pero el más mínimo movimiento, le producía un dolor infernal.
—Olenka... —murmuró sin consuelo volviendo a la oscuridad.
La jarra de cristal se estrelló contra el suelo de la hacienda de improviso. El corazón le dio un vuelco.
—¿Qué ocurre Olenka? —preguntó Anna entrando en la cocina al oír el estruendo.
—Lajos está en peligro. —contestó la chica con un mal presentimiento.
—¿Cómo lo sabes?
—Me estaré convirtiendo en una gitana. Voy al bosque.
—¡No vayas sola!
—¡Ni Dios podría impedírmelo! —exclamó saliendo apresurada.
Sin pensarlo, se dirigió al establo para llevarse a Ares, el semental negro y más rápido de los caballos de su padre. Azuzando su montura salió al galope.
Ferenc llamó a su hijo sin hallar respuesta. Recorrió los alrededores del bosque, el lago y se internó en el camino de la izquierda que conducía al abismo.
Olenka llegó a la ermita sin rastro del hombre. Volviendo sobre sus pasos decidió adentrarse en el sendero del barranco.
Y entonces escucharon un lamento. Casi se tropezaron en su carrera hacia la voz.
Olenka interpuso su caballo frente al gitano.
—¡Muchacha, qué susto me has dado!
—Ferenc ¿Dónde está Lajos?
—Eso intento averiguar. Olvidó una bolsa con musgo en el bosque y vino a buscarla. Hace tres horas de su partida.
—Le ha ocurrido algo grave, estoy segura.
Otro lamento resonó cerca, provenía de un grupo de árboles a sólo unos metros de ellos.
Bajaron de sus monturas aguzando el oído y la vista.
El movimiento de unos matorrales llamó la atención de Ferenc. Al acercarse vio una mano ensangrentada que sobresalía de ellos.
—¡Lajos! —gritó desesperado.
Olenka se precipitó a los arbustos junto al hombre. Ninguno estaba preparado para lo que les esperaba en ellos.
—Hijo mío... —dijo con un sollozo incontenible.
El muchacho yacía desmayado. Ferenc iba a levantarlo cuando escuchó el grito a su espalda.
—¡No le mueva! el cepo le cortará la pierna. —Ni siquiera se había dado cuenta de que su hijo estaba atrapado.
Con manos expertas, la joven cogió una rama gruesa caída en el suelo y la introdujo cuidadosamente en el mecanismo que unía los dientes. Un golpe seco, abrió el artilugio, liberando la extremidad.
Rasgando tiras de su vestido, envolvió la herida de la pierna y las del torso de Lajos con ayuda del preocupado Ferenc.
—Llevémosle a mi casa. Papá sabrá que hacer.
—Necesita un médico.
—Mi abuelo lo era, enseñó a mi madre sus conocimientos y ella a su marido. El doctor más cercano está a 20 kilómetros de aquí. —le miró con seriedad. —Moriría desangrado antes de llegar.
Volviendo con los caballos, el padre le envolvió con la casaca y lo izó en sus brazos. Montando con él azuzó al animal galopando hacia la hacienda.
Olenka conservó la sangre fría hasta que el gitano desapareció de su vista y se derrumbó en amargos sollozos.
- ¿Quién te ha hecho esto? —pensó tremendamente asustada mientras las lágrimas volaban por sus mejillas camino a casa.
El caballo blanco de Ferenc entró como una exhalación por el sendero de Stephan sorprendiendo al campesino. El noble llevaba en sus brazos el cuerpo de su hijo empapado de sangre.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ayudándole a bajarle.
—Le han atacado en el bosque. —respondió el húngaro con un hilo de voz.
Stephan, palpando la vena de su cuello, notó el pulso muy débil.
—Entrémosle en casa. Si no actuamos rápido morirá en sus brazos —entre los dos hombres le subieron arriba seguidos por Anna.
Olenka casi se tiró de Ares al regresar minutos después.
Directa a la cocina se dispuso a calentar agua, cogiendo paños limpios y una botella de vodka de la alacena.
De un cajón de la cómoda del salón sacó el maletín que su madre le había regalado a Stephan años atrás, cuando le enseñó nociones de medicina. De la caja de metal en su interior, extrajo agujas que hirvió en un recipiente.
Subió a su propio dormitorio donde habían acostado al hombre. La anciana cubrió pudorosamente su pubis con una sábana, al verla aparecer en la puerta.
Haciendo caso omiso de lo que pudieran pensar sus respectivos padres, se acercó a Lajos cubriéndole el rostro de besos.
—Tranquilo amor mío, te pondrás bien. —susurró con dulzura.
El sonido de su voz devolvió la consciencia al muchacho; que abrió los amoratados ojos muy despacio.
—Creía que... nunca más... vería tus ojos.
—No dejaré que te mueras. Ni el cielo ni la tierra me separarán de ti.
Ferenc y el campesino se miraron en silencio. El aristócrata le dio una palmada en el hombro; sacándole de la habitación al notar su temblor.
—Traeré a mi esposa.
—Mi capataz irá por ella, tienes que mantener a Lajos quieto mientras le coso.
—Quiero justicia Stephan. Mañana pondré una denuncia en la policía.
—No servirá de nada. El alguacil ni se molestará en buscar a quien lo hizo.
—¿Entonces quedará impune ésta aberración? —preguntó disconforme.
—Los ánimos ya están bastante caldeados con el conflicto en Alemania.
Déjalo estar Ferenc. Yo le ayudaré.
—Si no actúa la justicia; lo haré yo por mi cuenta.
—Pondrás en peligro a tu gente.
—Mi hijo ya lo está. —sentenció mirándole con profundo dolor y aterrado por perderle.
En un granero situado al norte de la ciudad, dos hombres cerraban un deshonroso trato.
—Gracias por prestarme a tus hombres. —dijo despojándose de la capa.
—Te aseguro que ha sido un placer, la pena es no haber estado allí para contemplarlo. Pero tengo que salvaguardar mi nombre.
—El mío fue sepultado bajo la servidumbre a esa maldita familia. Cada día es un suplicio seguir fingiendo que me importan. No sabes las veces que he aguantado el impulso de cerrar mi mano sobre el cuchillo y clavárselo a Ferenc en la garganta.
—Al menos has limpiado tu acero en el cuerpo de su hijo.
—Sus gritos eran cánticos de gloria en mis oídos ¡Asqueroso gitano! —escupió al suelo.
—Lástima lo de tu anillo.
—Pertenecía a mi padre. Cuando llegamos a Berlín hice limpiar el águila imperial romana que tanto le gustaba. —lo acarició orgulloso.
—Vuelve al campamento y sigue como si nada hubiera ocurrido.
Recibirás noticias mías. —le ordenó el individuo poniendo una generosa bolsa de dinero en sus manos.
Mientras Andrey, el hombre de confianza del campesino, salía hacia el campamento se pusieron manos a la obra.
Olenka había colocado los utensilios en la mesita, limpios y ordenados.
Con las manos recién lavadas, Stephan retiró los trozos del vestido que habían taponado las heridas. Las hemorragias se abrieron de nuevo.
Cogió la botella de licor derramando gran cantidad sobre el torso. El escozor hizo que Lajos gritara retorciéndose de dolor.
Su padre le retuvo, agarrándole por los hombros y el vientre, mientras Stephan con la aguja en la mano observaba las heridas.
—Bebe todo lo que puedas. —le sugirió el campesino ofreciéndole la botella. Olenka con nervios de acero la acercó a sus labios en un largo trago.
Le hizo morder el mango de una cuchara de madera mientras le acariciaba la frente.
El campesino introdujo los dedos en las heridas del torso, comprobando su profundidad y si habían desgarrado algún órgano.
El joven gitano apretó los dientes entre sollozos; intentando que su cuerpo no convulsionara. Las náuseas le hicieron doblarse y vomitar en la escudilla que le ofrecía la muchacha.
Antes de que pudiera reaccionar, Stephan clavó la aguja una y otra vez, uniendo las heridas en amplias cicatrices que le acompañarían el resto de su vida.
La última laceración era más grave, al haberle atravesado de parte a parte, y seguía sangrando.
—Ahora vuelvo. —repuso el improvisado médico.
Dirigiéndose a los establos, calentó uno de los hierros de marcar a los caballos, desmontando la inicial de su apellido y dejando la punta afilada.
Nadia llegaba en ese mismo momento.
—¿Dónde está, señor Müller? —preguntó asustada sin dejar de quitar los ojos del artilugio.
—Arriba. En cuanto termine le prometo que subirá a verle. Quédese con Anna, lo que tengo que hacer no es agradable para una madre.
—Lo que sea necesario, pero sálvele... se lo ruego. —le suplicó entre lágrimas.
—Le juro por mi hija que saldrá de ésta, Nadia.
Acompañándola al salón subió con el hierro. Cuando Lajos le vio, respiró agitado.
—Olenka, quédate con las mujeres. Acompaña a su madre, cielo. —sugirió ante la palidez de la muchacha.
Los tres hombres se armaron de valor y siguieron adelante.
En la planta inferior conscientes de la situación de Lajos rezaron con las manos enlazadas. Nadia entonó una pequeña oración en su idioma:
Dios de los hombres, Tú que te elevas sobre mis amados Cárpatos, Tú que nos acompañaste en nuestro largo viaje, Tú que fuiste acosado y perseguido como nosotros los gitanos ¡Vuelve tus ojos hacia mi hijo y ten piedad de él, como la tuviste de nuestro Señor Jesucristo!
Comprende mi dolor de madre, que sufro por quien llevé en mi vientre como la más bendita entre las mujeres, lo hizo por el suyo.
En tus manos llenas de misericordia dejo su vida ¡Señor no lo recojas en tu seno!
¡Déjale conmigo y con la mujer que le ama!
Y toma mi mísera vida a cambio de la suya.
Lágrimas de pena y rabia corrían por el dulce rostro de la gitana vuelto hacia el cielo. Olenka conmovida, la abrazó besando su frente.
—Me odiarás por esto —aseguró Stephan.
—Ahora podrá... vengarse... de mí... —contestó Lajos con un leve murmullo.
—No te detesto hasta ese punto muchacho.
Sostenido sobre el costado sano, Ferenc le tapó la cara para que no pudiera mirar. El alemán introdujo el hierro candente en la abertura de la espalda; como lo había hecho el cuchillo de su agresor. El olor a carne quemada inundó la habitación, seguida del agónico chillido de Lajos, que se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, dejando caer la cuchara.
Cuando la punta del hierro penetró por la abertura de salida bajo las costillas, el hombre yacía conmocionado en brazos de su padre.
Stephan aprovechó que no era consciente del dolor para observar su pierna. Los dientes del cepo habían penetrado hasta casi rozar el hueso, pero afortunadamente no estaba roto.
Como un maestro, limpió el desgarro con agua y restos de vodka, sacando con las pinzas el barro y las piedras minúsculas alojadas entre los tejidos. Repitió la operación con el trozo de metal clavado en el pómulo.
Suturó delicado la laceración y la vendó. Ayudado por Ferenc hizo lo mismo con el torso.
Agotados, le cubrieron con una manta fina dejándole descansar en compañía de su madre.