Capítulo 4.
Nadia se llevó a su marido para tranquilizar su cólera. Una vez lejos de miradas indiscretas Ferenc se desahogó con la cabeza en el pecho de su esposa.
—Os he fallado a todos ¡Cuánto rencor tiene Lajos hacia mí! —prorrumpió en un amargo sollozo.
—No es rencor cielo, desde que nació no ha tenido un hogar estable. —respondió besando las lágrimas del hombre.
—Nunca quise esto para nosotros. Estoy tan cansado...
—Todos lo estamos. Nuestra gente forjó con mucho esfuerzo la riqueza que tuvimos mano a mano contigo. Nunca vi a un aristócrata tener las manos destrozadas como las tuyas. Otros permanecían sentados dando fiestas mientras tú te empapabas de lluvia y barro junto a tus jornaleros, para sacar la tierra adelante.
Han sido tus hermanos desde el principio, te siguieron por lealtad.No como su señor, sino como su amigo. Esa hazaña lo ha logrado tu honestidad, amor mío.
—Mi orgullo lo empaña todo ¿Verdad? Fue lo que nos buscó la ruina en Breslau. Pero no es justo que nos traten como escoria siendo honrados. —gimió con tristeza.
Nadia acarició sus negros cabellos.
—Lo sé cariño. Probemos lo que dice Lajos, dale una oportunidad de ayudarte a llevar ésta carga sobre los hombros. Tal vez tengamos un poco de suerte.
—Si sale mal será otra desilusión, es lo que no puedo aceptar. Ya no aguanto más ésta vida de perpetua humillación.
—Al menos lo habremos intentado ¿Qué dice la leyenda de tu blasón?
- Sin lucha no hay destino —respondió contemplando el anillo de su familia que llevaba en el índice. Era el único objeto de valor que no había empeñado. El sello de oro macizo con un fondo escarlata, en el que destacaban un arco en diagonal y una espada llameante al otro extremo, resplandeció con el último rayo de sol. —Y sin el perdón de mi hijo no tendré paz.
—Ve a buscarle, abrázale fuerte y dile cuánto le amas. —sugirió Nadia con cariño.
—Hace mucho que no lo oye de mis labios; sólo gritan órdenes. Ya es un hombre no necesita mis caricias.
—Pero sí una palabra de apoyo de su padre. El afecto no entiende de edad, Ferenc. Un abrazo de vez en cuando alivia su tristeza.
—Eres el aliento de mi vida —respondió suspirando con un sentimiento de auténtico fervor.
Besando apasionado a su esposa, tan menuda que se perdía entre sus brazos, la dejó para buscar al joven.
La granja era de dimensiones extraordinarias a juzgar por las extensas tierras que la circundaban. La cosecha sería recogida dentro de poco y se necesitaría un buen número de hombres para hacerlo.
El trigo y la cebada eran la principal riqueza agrícola de Polonia, pero siempre peligraba por las nevadas intensas que asolaban el país.
Stephan conocía los caprichos del clima muy bien, por ello prefería segar antes que nadie. Tenía especial intuición para adivinar la llegada del mal tiempo.
Recordó aquel crudo invierno 20 años atrás en el que las heladas arrasaron todos los cultivos y su familia estuvo a punto de morir de inanición.
El invierno que me la robaste, Señor. -pensó emocionado.
Su esposa Ewa falleció por una hemorragia tras un parto interminable, dejándole viudo con su pequeña.
Un hombre joven al cuidado de una niña era inusual en aquellos tiempos. Normalmente los viudos prematuros volvían a casarse para aliviar la carga de los hijos en manos de una nueva esposa.
Stephan jamás lo hizo. Ayudado por Anna, su vieja nodriza que le acompañó como ama de llaves, crió a Olenka ignorando las críticas de la gente.
Mientras sembraba los campos Anna se encargaba de ella. Pero cuando el hombre entraba por la puerta, padre e hija se sumían en su propio mundo de juegos y de risas hasta que la pequeña se dormía sobre su pecho.
El gigante y el hada como solía llamarles la dulce anciana. Con los años el hada se transformó en una grácil y esbelta mujer, vivo retrato de su madre y constante recuerdo para Stephan.
Inmerso en tiempos felices no se dio cuenta de la llegada de Olenka.
—Padre ¿Qué haces aquí fuera tan pensativo? —Stephan la sentó en sus rodillas como la niña que fue hacía siglos.
—Recordaba, tesoro. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.
—La echas de menos a menudo ¿verdad?
—Sólo necesito mirarte para sentir que nunca se ha ido de mi lado.
Olenka acarició las plateadas sienes de su padre propinándole un sonoro beso en las mejillas. Los claros ojos del hombre reflejaban toda la ternura que sentía por la muchacha, ella le hacía dar gracias a la vida cada mañana por tenerla.
Deseaba cobijarla en su regazo eternamente; protegiéndola de la desdicha y las desilusiones del mundo. En lo más profundo de su alma sabía que la perdería el día que encontrara al hombre de su vida.
Tranquilizó su espíritu agitado. A los 18 años, rechazaba cualquier propuesta amorosa que le ofrecían, burlándose de los intentos de conquista de los chicos del pueblo. Stephan nunca podría imaginar que el amor se la arrebataría mucho antes de lo esperado.
Es el momento ideal para hablarle de mi proyecto. -pensó Olenka— Quiero preguntarte algo importante padre.
—Te escucho.
—Sabes que tendremos que recoger la cosecha de un momento a otro y he pensado que ésta vez, siendo más abundante, necesitarás ayuda.
—Cierto. Éste año ha sido francamente provechoso para nosotros. Normalmente contrato a los muchachos del pueblo pero no van a ser suficientes. Muchos han marchado a la capital y no sé cómo vamos a hacerlo con tan pocas manos.
La joven sabía que su padre era tolerante y respetaba todas las opiniones; pero la mala fama de los gitanos y los rumores sobre ellos, le hacían dudar de la buena fe de Stephan.
—Me he enterado de la llegada de gitanos a las afueras de la ciudad. —comentó disimulando su impaciencia.
—Yo también lo he oído. La gente está alerta. Corren historias terribles sobre esa gente.
—¿Crees que son ciertas padre?
—A los que no tienen mucho que hacer les divierte crear bulos, es el pasatiempo preferido de los ciudadanos selectos de Kalisz ¿no?
—A ti te consideran una especie de raro ermitaño. —le empujó bromeando divertida.
—Claro como no logran cazarme las brujas solteronas... —rezongó con ironía.
Los dos rieron a carcajadas ante la ocurrencia del padre. Era un hombretón rubicundo y agradable que huía como alma que lleva el diablo de las mujeres libres de la ciudad. No soportaba a las chismosas señoritas de la alta sociedad. Su esposa había sido una mujer decidida como Olenka que había renunciado a las riquezas de su padre, médico de la capital, para unirse a un granjero pobre que la amaba con locura.
La figura de una muchacha culta y refinada en contraste con jóvenes que sabían poco más que labores domésticas; quien se había ganado el corazón del hombre por el que la mayoría suspiraba, aún enrabiaba a las matronas envidiosas.
—No sé qué pensar, tal vez los rumores tienen visos de verdad. Borodin, de la granja en el valle, me contó que unos gitanos venidos de no se sabe donde llegaron a uno de los pueblos del Norte y quisieron apoderarse de las cosechas. Por supuesto la gente se lo impidió congregándose a la entrada del pueblo con azadones y hoces. Los lincharon echándoles y destruyendo sus carros. —le contó con el semblante serio— Esa noche los gitanos quemaron todas las cosechas. Aquello se convirtió en una masacre; atraparon a los hombres, ahorcándoles. Las mujeres y los niños fueron entregados a las autoridades para que los desterraran.
Olenka escuchó apenada el relato compadeciéndose de lo que habrían sufrido. Comprendió el resentimiento de Lajos hacia los campesinos.
—¿Crees que los trataron con justicia Estoy segura de que no ocurrió como cuentan.
—No puedes saberlo a ciencia cierta. Pero matar sin dar la oportunidad de defenderse al culpable es una salvajada. A veces la gente se comporta como animales.
Stephan había llegado a Kalisz con 27 años después de vivir con su familia en Budapest y en su Berlín natal.
Calibrando a su hija preguntó: —¿Has sacado el tema de los gitanos por algo en concreto?
—He conocido a uno de ellos. —respondió mordiéndose el labio.
—¿No habrá intentado propasarse contigo?
—¡Claro que no! —si sabía la verdad le cortaría la cabeza y la pondría sobre la chimenea— Estaba pescando en el río cuando yo lavaba la ropa. Unos cuantos peces era lo único que tenían para comer los niños del campamento...
El punto débil de su padre eran los niños y la chica sabía que si le hablaba de las penalidades que soportaban se ablandaría.
—Allí los peces son minúsculos. —Asintió con un leve gesto de la cabeza.
—Seguro que los chiquillos están desnutridos y enfermos. —repuso la chica aparentando inocencia en sus ojos azules.
—¿Dónde acampan?
—En el claro del bosque junto al río.
—Podríamos llevarles provisiones —sugirió su padre.
—Les salvaría unos días.
—Al menos comerían caliente un tiempo. —ratificó.
—¿No es mejor hacerlo todo el año? —preguntó picando la curiosidad de su padre.
—¿A dónde quieres llegar diablillo? —le tiró de la larga trenza a su espalda.
—Tú necesitas ayuda y ellos saben trabajar la tierra.
—¿Te lo ha dicho él? los gitanos tienen fama de mentirosos, niña.
—No son simples gitanos —Su padre la miró extrañado —La familia de Lajos pertenece a la aristocracia húngara. Tenían grandes tierras en Budapest y hace años compraron una pequeña granja en Berlín que acabó quemada por un incendio.
—¿Cómo se llaman?
—Tisza.
Stephan reconoció el apellido. Sus padres eran comerciantes en Alemania y habían poseído una importante tienda de confección en la capital de Hungría durante la guerra antes de nacer él. Fritz su padre abasteció a las tropas húngaras en la batalla. Después regresaron a Berlín donde montaron otra tienda cuando Stephan era ya un muchacho.
—Conozco ese nombre. Recuerdo que a la tienda de la calle Weinstrasse venía un hombre joven de unos 25 años con grandes bigotes negros. Me llamó la atención. Sus ropas eran de terciopelo muy caro, de alguien que vivía en la abundancia.
—Tú reconocerías la calidad de la tela; el abuelo era un sastre estupendo.
—Pero fue extraño. Un hombre tan elegante con manos que no se correspondían con el porte de su dueño.
—¿Estaban desfiguradas? —preguntó curiosa.
—No, estaban como las mías ahora, llenas de callos y cortes. —las mostró a su hija.
—Lajos me contó que sus abuelos perdieron sus tierras después de la guerra y tras años de servidumbre abandonaron el país.
—¡Mala suerte!
—Tú puedes cambiarla. Ofréceles el trabajo. Ya conoces a su padre.
—Los del pueblo se pondrán furiosos, pero me importa un comino su opinión; nadie me impone con quien debo trabajar. El dinero de ese noble nos sacó de una mísera temporada aquel año.
—Entonces debes devolverle el favor —repuso besando la sien del hombre.
—No lo haré sólo por eso. Sus tierras fueron famosas por la excelente producción. Decían que trabajaba desde el alba hasta el anochecer junto a su gente. Yo vi sus manos y puedo corroborarlo. Ningún rico de tres al cuarto de aquí se comportaría como ese hombre. —sonrió entusiasmado— Merece mi admiración por ello.
—¿Le ayudarás entonces?
—Con una condición: el muchacho vendrá a verme con su padre ¿Está claro? Debo comprobar que son ellos, no me fiaría de otros.
—De acuerdo, se lo diré. Gracias papá.
—Anda melosa, ve a ayudar a Anna.
Sentado bajo la copa de un inmenso roble en la espesura tras el campamento, esperaba la llegada del ocaso tan lúgubre como sus reflexiones.
El enfrentamiento con Ferenc le había dejado profundas heridas que no se podían contemplar a simple vista. Jamás le había hablado con tanto odio, no imaginaba que su alma estuviera embargada por él. En la mirada colérica de su padre había descubierto un dolor infinito y él era el único culpable.
El crujido de ramas secas le alertó de un intruso. Sacando el cuchillo de caza que solía llevar oculto en el costado se levantó despacio.
Cuando la esbelta figura de Ferenc apareció, el arma cayó de su mano.
Bajó los ojos avergonzado sintiendo que las ganas de liberar su llanto le oprimían el pecho.
El padre recogió el cuchillo ofreciéndoselo. Lajos lo tomó sin osar mirarle pero Ferenc retuvo su mano fuertemente apretada entre la suya y levantó su rostro a la luz de la luna.
Un extenso hematoma recorría el pómulo derecho hasta casi rozar el ojo; un reguero de sangre seca en la nariz bajaba por el labio inferior partido en una grieta abierta.
Algo se quebró en el interior del otrora aristócrata ante aquel rostro tan amado: los años de dura huida y de peligros; haber convertido la infancia y juventud del muchacho en un vagar sin sentido; rechazar su propia ternura en forma de insultos; trastocar las palabras de cariño por gritos de exigencia para sacar adelante a la gente que dependía de él.
Dejar de ser su padre para convertirse en su líder... a un alto precio.
Ferenc se había vuelto un hombre hosco y amargado con el paso de los años. Había escondido en lo más profundo de su ser, al padre gentil y afable de su infancia, por un monstruo irascible que ocultaba sus sentimientos.
Darse cuenta de aquella verdad hizo que toda su entereza se viniera abajo.
Abrazando angustiado a su hijo le cubrió de besos y caricias que tanto tiempo había abandonado. Lajos anhelaba con desesperación aquel gesto de amor y se cobijó entre sus brazos. Los dos hombres dejaron correr las lágrimas entre palabras de consuelo.
—Perdóname hijo mío no mereces éste sufrimiento. Daría mi vida si pudiera devolverte una más digna... Pero no sé que más hacer... —gimió emocionado.
—No te atormentes; intentemos la propuesta de esa chica. Tal vez la suerte nos sea propicia ésta vez.
—Primero hazme una promesa.
—Te escucho. —contestó el joven con respeto.
—Júrame que no volverás a mirarme con el rencor de ésta tarde. Quise morirme al vislumbrarlo en tus ojos. —la voz se detuvo en su garganta cortándole la respiración.
Lajos se compadeció de los sentimientos del hombre, besándole en la cara con ternura. Tomándole el rostro entre sus manos le susurró: —No te odio. Sólo quiero que estés orgulloso de mí, ayudarte con lo que el destino nos depare. Llevas toda la responsabilidad de nuestra gente tú sólo. Ya soy un hombre, compártela conmigo. Estás cansado y triste desde hace años, desde aquella noche fatídica ¿En qué lugar se esconde la alegría que siempre te acompañaba?
—La perdí hace 2 años ante la barbarie y la destrucción. Creo que nunca volverá a embargarme la dicha. Pero tienes razón ya eres un hombre ¿cuándo tendrás la respuesta de esa joven?
—Mañana.
—Si es positiva, tú serás quien de la noticia a los hombres y les hable.
—Yo no soy el Barón. —replicó turbado.
Ferenc quitándose del dedo el sello con el emblema de su estirpe se lo puso en el índice. Visiblemente conmovido el joven no podía articular palabra.
—Lajos eres mi heredero y debes tomar el relevo ahora.
—No puedo. —respondió intentando devolvérselo.
—Acéptalo con orgullo. Nunca olvides que eres un Tisza descendiente de la casa de Árpád; recuerda siempre tus raíces. Es el único regalo que puedo hacerte hijo mío.
—Tu apoyo es el mejor obsequio. Ahogy szeretnéd, apám.
Tomándole por los hombros regresaron al campamento ante la orgullosa mirada de su gente.