Capítulo 1.
La antigua ciudad de Kalisz, al norte de Polonia, recibió el paso de la variopinta caravana a finales de Mayo de 1914.
Los Tisza, junto con sus antiguos sirvientes que les acompañaban en su peregrinaje, atravesaron en silencio la ciudad durante la madrugada.
Espiaban cada rincón de las estrechas callejuelas del centro iluminadas por el pálido reflejo de la luna, con el miedo y la precaución arraigados en sus corazones. Tenían suficientes motivos para temer a la oscuridad... con ella venían los desalmados que les perseguían como proscritos. Habían sido cazados y humillados a lo largo de dos décadas de triste bagaje.
Sin patria, sin hogar, sin dignidad.
A una hora de la ciudad encontraron extensas tierras de aspecto fértil con abundante hierba para los caballos y el par de mulas que componían la caravana. Instalaron el campamento en las inmediaciones del rio Plonka.
El extraño séquito de viejos carromatos cubiertos de tela raída y amarillenta por el paso del tiempo acogió a las cinco familias en su nuevo hogar.
Las mujeres con faldas de vivos colores, blusas abullonadas con los hombros descubiertos y largos pañuelos en la cabeza; dispusieron los pocos enseres que poseían fuera de los carromatos para lavar su interior.
Los niños correteaban medio desnudos entre baúles y cacerolas abolladas, jugando a imaginar que iban montados en briosos corceles lujosamente engalanados.
Los hombres ataviados con camisas de sarga y pantalones oscuros de labranza, remendados cientos de veces en las perneras, salieron desde la primera mañana en busca de trabajo.
Llevaban diez días deambulando por los alrededores del pueblo solicitando algún puesto como jornaleros. Al anochecer regresaban exhaustos y decaídos con las manos vacías para alimentar a su grupo.
Lajos solía pescar peces pequeños que al menos servían de sustento a su gente.
Levantándose al amanecer tomaba una taza de té caliente y salía raudo hacia el río. A ojos vista de Ferenc, su padre, encontrar comida era un motivo generoso para las horas interminables que Lajos permanecía fuera del campamento. Pero el chico tenía uno más halagüeño aunque nunca traía las manos vacías.
Al día siguiente a su llegada había descubierto una agradable sorpresa donde pescaba. Dejando la caña asegurada y clavada en la tierra con ayuda de unas piedras, espiaba su objetivo sin pestañear, escondido tras un inmenso roble.
Se había prendado de una joven que lavaba ropa en la orilla. La melena dorada como el trigo maduro caía en cascada sobre su blanco cuello, los mechones más largos rozaban el agua que salpicaba su vestido rosado, resaltando su busto por debajo de la húmeda tela.
Contempló estremecido los melancólicos ojos de una tonalidad celeste brillante cuando ella levantó el rostro. Anonadado por la visión de aquella ninfa volvió cada jornada al mismo lugar sin encontrarla.
Pero esa misma mañana, sus ruegos fueron escuchados por los dioses de la fortuna que permitieron el regreso de la joven al rio.
El ansia de Lajos por conocerla pudo más que su cautela y salió del cobijo del árbol que le ocultaba.
La chica se asustó haciendo una montaña con la ropa mojada y echó a correr hacia el claro del bosque a su espalda.
En un instante, el gitano la atrapó por los brazos. Su voz grave la interrogó:
—¿Por qué huyes niña? ¿Temes que pueda comerte? —sus palabras sonaron como el lobo de Caperucita.
—Soy un manjar demasiado exquisito para tu boca ¿Los de tu calaña no os alimentáis de basura? —respondió altiva mirándole con desprecio de pies a cabeza.
El hombre la contemplaba con ojos dorados como la miel que parecían desnudarla. Era altísimo, de fuerte constitución. La muchacha le llegaba al pecho y no era pequeña, sino esbelta y espigada como una brizna de hierba al sol. La blanca sonrisa del joven, con el cabello negro de ensortijados rizos deslizándose hasta sus hombros, le confería la apostura de un antiguo pirata.
—¿Qué clase de estupideces te han contado los de la ciudad? —la soltó de sus manos.
—Los gitanos no traéis más que desgracias. Saqueáis y robáis a vuestro antojo, todo el mundo lo sabe. —aseguró la chica, alejándose unos pasos precavida.
—Quienes nos calumnian ni siquiera conocen la estirpe de mis antepasados. Somos gente pacífica con el mismo derecho a vivir que cualquiera. —contestó Lajos defendiéndose.
—Tu gran linaje te hace más honesto... pero sigues pareciendo un simple vagabundo. —respondió irónica dando un paso atrás con un brusco movimiento que tiró la ropa en la hierba.
Lajos se agachó para recogerla a la vez que ella, sus ojos se encontraron rozando los dedos con los suyos al tomar la misma sábana.
—He visto morir a mi gente de hambre, echarles de las aldeas y no poder cultivar la tierra. —le habló muy bajito con gesto conciliador—. Apalear a un anciano por el simple hecho de acercarse a unos niños para contarles una bonita historia. Dime ¿Quiénes son los salvajes? ¿Ellos o nosotros aunque nuestras ropas sean pobres?
La joven le miró muy seria sin soltar una sola palabra.
—Además, deberías estarme agradecida de ser cortés. Eres una mujer sola en el bosque —fanfarroneó divertido— Un canalla podría haberte forzado si lo hubiese querido y no tendrías suficiente fuerza para evitarlo.
La muchacha le empujó con rabia perdiendo el equilibrio y el peso de sus cuerpos les hizo rodar por el suelo. El hombre quedó debajo de la chica, contemplándola a placer, hasta que ella se apartó a un lado.
Levantándose bromeó:
—Cuidado jovencita. Puedo maldecirte ¿No tienes miedo? —estaba disfrutando de su furia.
La chica con los ojos relucientes, desafiante frente a él, contestó:
—¡Sólo eres un sucio bastardo! —le insultó furiosa, orgullosamente erguida como una bella estatua.
—Si no aceptas mi amabilidad... me comportaré como tal. —Irritado inclinó la cabeza dejando que su aliento le rozara los ojos y estrechándola contra el pecho la besó.
Sus labios se enfrentaron bruscamente, mientras que su lengua ardorosa se abrió paso hasta tocar la de la muchacha. Ella sintió una oleada desconocida que la inundó, tentándola a devolver el beso inexplicablemente y reuniendo toda su voluntad y sentido común, se zafó de sus labios.
Dispuesta a darle una bofetada, el hombre paró su mano incitándola: —No finjas que no te ha gustado —le sonrió pícaro, secretamente satisfecho de conseguir su preciosa boca.
—¡Maldito perro! —le gritó, corriendo hasta perderse en el bosque mientras Lajos reía a carcajadas.
Ferenc y su mano derecha Janos se encaminaron a la quinta granja de los alrededores. En todas las haciendas habían rechazado su solicitud de trabajo y la exigua bolsa de provisiones común, mermaba a pasos agigantados cada día.
El aristócrata empezaba a desesperar, cuando el enorme y obeso capataz les negó la entrada a la finca con malos modos.
Nadie escuchaba sus súplicas, ni se percataba del rugir de sus estómagos hambrientos al olor del desayuno de los trabajadores.
La noche anterior ningún adulto cenó, sólo los niños tomaron un bocado de duro queso y exiguos trozos de pescado ahumado.
El corazón de Ferenc se encogió ante la mirada de uno de los chiquillos al preguntar:
—¿Sólo comeremos esto? —. Necesitaban un milagro que no parecía llegar y empezaba a pensar en una solución drástica.
El sol radiante en el horizonte dio paso a un nuevo día envuelto en una suave y fresca brisa. El lago procedente del río mostraba un estanque de brillante agua clara.
Lajos disfrutaba de un delicioso baño embriagado por el penetrante aroma de los lirios en flor, sin importarle el frío del agua.
De espaldas al bosquecillo que lindaba con el lago y hundido en el agua hasta la cintura, sintió que alguien le observaba. La figura se descalzó metiendo los pies desnudos en la orilla. Al levantar la vista divisó al gitano.
El desasosiego se apoderó de ella, su corazón se desbocó anhelando marcharse, pero la imagen ante sus ojos la atraía demasiado.
El cabello del hombre caía por la espalda de músculos definidos. Gotas como perlas resbalaban por la piel dorada, moldeando los hombros y brazos de bíceps pronunciados.
La cintura estrecha acababa en unos glúteos firmes y redondos que dejaban adivinar bajo ellos, la sombra del vello genital, antes de que su dueño se zambullera.
Era el ejemplar más varonil que hubiera imaginado. No podía apartar la vista de aquel cuerpo que invitaba a acariciarlo.
Molesta por la forma en que él se permitió tratarla como si fuera de su propiedad, ideó la forma de hacerle pagar aquella humillación: sin hacer el más mínimo ruido se acercó al lugar donde estaban sus ropas y las escondió tras una piedra cerca de los árboles. Aún tenían impregnado su dulce aroma a hierba fresca.
Ese hombre la atraía peligrosamente a pesar de haberlo visto sólo una vez. Despertaba sensaciones inquietantes en ella. Y aquel beso prohibido le nubló la razón y la cordura en un delicioso instante... ningún otro la había quemado viva con el roce de su lengua; con el abrazo apretado de su cuerpo hasta fundirla.
Contemplar aquella piel, aquella belleza masculina, la sorprendía preguntándose por qué se sentía tan febril en su presencia.
Absorta en sus fantasías no se dio cuenta de que la había descubierto hasta que fue demasiado tarde. Cuando se dirigió al lago Lajos estaba mirándola.
Se sobresaltó gratamente ante la visión de su torso: suave vello oscuro le cubría, culminando en unos pezones morenos, pequeños y endurecidos. El vientre musculoso y firme del duro trabajo en el campo también estaba salpicado de un cordón insinuante hasta el pubis que casi dejaba entrever.
—Parece la reencarnación del Apolo que muestran mis libros de mitología griega. —murmuró apenas sin que él la oyera. Para acabar con la situación preguntó irascible:
—¿Qué miras tan descarado?
—Eso mismo me pregunto yo, sigues siendo tan impertinente como de costumbre. Para tu información me estoy bañando y me gusta hacerlo sólo.
—Entonces te agradeceré que te largues a otra parte. —le sugirió la chica.
—¿Acaso éste lago te pertenece? —contestó indignado.
—Si así fuera no consentiría que lo ensuciaras con tu persona.
—¡Oh, me asustas! ¿Y qué has ideado para echarme de él? —respondió cruzado de brazos.
—Tengo tus ropas y pienso quemarlas con éstas cerillas si no nadas hacia otro lugar. —repuso mostrando la caja sacada de su delantal blanco.
—Espero por tu bien que no sea verdad lo que dices. Mi paciencia es muy limitada y ésta vez no seré tan benevolente contigo. —contestó exasperado.
—¿Llamas benevolencia al abuso que cometiste? Debería castigarte. —se mostró ofendida la joven.
—¡Devuélvemela ahora o iré a buscarla yo mismo!
—¿No serás capaz de salir desnudo del agua estando una señorita frente a ti? —su instinto la puso sobre aviso de que tocaba terreno resbaladizo.
—Aún no sabes de lo que soy capaz... —sentenció saliendo del agua tan desnudo como había llegado al mundo.
La muchacha sintió que sus mejillas ardían de vergüenza y se maldijo por haber cometido el error de provocarle. Bajó la vista evitando contemplar su sexo, lo justo para averiguar que poseía un miembro considerable.
—Tu ropa está tras aquella roca. —murmuró con timidez.
Cuando iba a huir, Lajos retuvo delicado su mano:
—Quiero hablarte. Si prometes quedarte aquí hasta que me vista no haré nada que te incomode. —concluyo soltándola.
Había sinceridad en los bellos ojos del hombre y la muchacha creyó sin saber por qué en sus palabras.