Capítulo 10.
La indiferencia y serenidad que Lajos mostraba frente a sus padres era sólo una fachada. No dejaba de pensar en la traición de Olenka, pero tampoco podía olvidarla.
Aunque sus labios pregonaran que ya no la quería, la mentira que reflejaban sus ojos era muy distinta. Seguía amándola a su pesar y las noches se convertían en un infierno recordándola. ¿Cómo podía despreciar el profundo amor que le había entregado a cambio de una buena posición?
Comprendía que el fantasma de la pobreza y los desastres que una guerra inminente asustaran a Olenka, pero nunca hubiera esperado que le humillara con tanto desdén, por otro hombre con dinero. Lajos jamás hubiera dejado que pasara hambre, la hubiera protegido, cuidado y luchado por ella hasta su último aliento.
La rabia y el dolor de perderla llenaban el corazón del hombre cada día que pasaba sin ella, hundiendo la añoranza de Olenka en un mar de odio.
Pero su pobre enemiga no lo tenía fácil: llevaba semanas sin comer, apenas un bocado obligada por su nodriza; convertida en un triste fantasma que ayudaba en las labores a Anna con una sombra oscura bajo sus ojos y la cabeza baja.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas en cada instante de soledad, ahogándola en una angustia terrible y Stephan temía que aquella melancolía atrapara en sus garras a la joven para siempre.
El alemán se dio cuenta de que Lajos no había sido un capricho de juventud para la muchacha. Estaba perdidamente enamorada del húngaro y la fuerza de su espíritu, antes alegre, se iba apagando y escapando de su alma por la herida que ella misma se había inflingido.
El 1 de Agosto se levantaron temprano para terminar de preparar los carromatos. Sólo Gustav y Miroslav, con sus respectivas familias, acompañarían a los Tisza de vuelta.
El pelirrojo Sandor venía de la ciudad como una estampida.
—¡Alemania ha declarado la guerra a Rusia!
—Empieza el caos. —sentenció Ferenc.
—Cielo, no podemos marcharnos ahora. Es muy peligroso. —Nadia miró a su marido con una muda súplica en sus ojos.
—Esperaremos una semana a ver cómo transcurre éste jaleo. —exclamó preocupado.
Desempaquetaron sus pertenencias metiéndolas en los carromatos de nuevo. Ferenc quería dejarle a Janos una daga como recuerdo de su familia.
Envolviéndola en un paño de terciopelo negro se la dio a Lajos para que la dejara en su carromato.
El joven tropezó con la mesita de la entrada, tirando al suelo el cajón que contenía. Lo recogió todo cuidadosamente, hasta que el tintineo de algo brillante llamó su atención. Había rodado bajo el jergón.
Se arrodilló, arrastrándolo con la mano. Cuando lo alzo para comprobar que era... la sangre se heló en sus venas al recordar donde lo había visto antes.
Instintivamente se tocó la pequeña cicatriz del pómulo y un escalofrío de rabia le sobresaltó.
¡No podía ser Janos! era un error.
Seguro habría una explicación para aquel anillo en forma de águila. Pero el ala rota no daba lugar a ninguna duda. Era la misma que Stephan le extrajo del rostro.
Su dueño apareció en la puerta del carromato. La expresión de sorpresa al descubrir lo que Lajos tenía en la mano, le rebeló al agresor del bosque.
Con un potente puñetazo, el joven gitano le lanzó por los escalones, haciéndole caer a los pies de Ferenc.
El robusto cuerpo de Janos Talos recuperó el equilibrio, sacando su cuchillo del cinturón. Su cráneo rasurado brillaba perlado de sudor y su bigote negro con las puntas hacia arriba, a la húngara, estaba salpicado de gotas de saliva.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Ferenc confundido.
—Pregúntale a tu querido amigo por qué escondía éste anillo. —repuso Lajos lanzándolo a sus pies.
Janos lo recogió con cuidado poniéndoselo en el índice de la mano derecha.
—Quita tus sucias manos de él, bastardo. —masculló entre dientes.
—¿Cómo se siente un cobarde cuando le desenmascaran Talos?
¿Disfrutaste viéndome acosado como un animal?
—Tus gritos fueron dulce música para mis oídos. Servirte durante años ha sido una tortura más cruda que la que hice sufrir a tu asqueroso vástago.
—repuso dirigiendo su mirada al jefe de los Tisza. —Si mi familia no hubiera perdido el ducado durante la guerra, no me habría convertido en tu maldito esclavo Ferenc... sino en tu amo y señor. —le informó con los ojos inyectados en sangre.
—¿Esclavo? Siempre te he tratado como mi fiel amigo, mi hermano. —contestó Ferenc sin poder creerlo todavía— Janos júrame por Dios que mi hijo se equivoca.
—No, estúpido. Yo fui quien le clavó el cuchillo hasta la empuñadura; quien introdujo su pierna en el cepo; quien desgarro esa cara bonita con mi águila. Manfred Kinard me dejó gustoso a sus hombres cuando le demostré que no soy una alimaña como vosotros. Tu sucia sangre gitana no tenía derecho al poder, la mía es aria de origen alemán como mi padre, limpia de tu miseria. Por eso espero que cuando estalle la guerra mis compatriotas os cuelguen como cerdos y muráis sufriendo como tu padre cuando prendí fuego a la granja... —confesó satisfecho de sus fechorías.
—¡Tú no disfrutarás esa victoria! —respondió Lajos montando en cólera, adelantándose a Ferenc.
Sacando su propio cuchillo, hizo una finta, que desgarró la camisa de Janos con un corte en el vientre.
El resto del campamento estaba asustado. Las madres taparon los ojos de los niños, escondiéndolos tras sus faldas y acercándose a resguardarse en los carromatos. Las peleas entre los hombres tenían su propia ley.
Nadia se retorcía las manos ahogando sus gemidos, mientras Sandor y los hombres contemplaban el combate, dejando que la antigua justicia gitana se impusiera.
Janos lanzaba cuchilladas al pecho de Lajos con precisión, pero la juventud del muchacho le hacía más rápido y las esquivaba sin problema.
Ferenc observaba en silencio. Mientras todos contemplaban el espectáculo, se retiró sigiloso en busca de su mejor caballo. Montándolo sin hacer ruido, lo puso al trote, dando un rodeo al campamento.
Janos más cansado por momentos, propinaba estocadas sin pensar, cegado por el odio. Lanzándose sobre su oponente por la espalda, intentó agarrarle por el cuello para apuñalarle en el costado; con tan mala fortuna que Lajos se volvió, sorprendiéndole, cuando ya le había hundido su cuchillo en el corazón.
El hombre cayó agonizando a sus pies. Con las ropas desechas el muchacho recuperó el aliento, buscando la aprobación de los hombres.
¿Pero dónde estaba Ferenc? Se percató al no verle entre ellos.
La certeza de la decisión tomada por su padre se impuso al cansancio.
Sin tiempo para consolar a la asustada Nadia, Lajos corrió hacia su caballo, cabalgando como alma que lleva el diablo en dirección a Kalisz.
Una hora más tarde, una sombra furtiva se deslizaba silenciosa bajo los arcos del ayuntamiento. Acechaba a la presa que estaba esperando, la misma que entraba en el portal del edificio y dejaba su chaqueta en el perchero del recibidor.
Cuando el hombre percibió el frio metal en su garganta era demasiado tarde para pedir auxilio. La voz enfurecida a su espalda le hizo sentir escalofríos:
—Así es cómo te gusta sorprender a tus víctimas ¿Verdad, cerdo engreído?
—¿Quién es usted? Hay dinero en el bolsillo derecho de mi chaqueta. ¡Cójalo y lárguese!
—No busco tu dinero, malnacido. Quiero venganza.
Ferenc rodeó por detrás el cuello de Kinard con su brazo, poniéndole la punta del arma en la garganta; dejando que contemplara su rostro.
—Tú y el traidor que acompañaba a mi familia, queríais asesinar a mi hijo y estuvisteis a punto de conseguirlo. Acabará con la vida de Janos.
Ahora es el turno de cobrarme la tuya.
—Inténtalo y la policía terminará contigo en un suspiro.
—Sé que moriré, Kinard. Pero no me importa si te llevo a ti por delante.
—Sabía que traeríais problemas a mi ciudad. Vengarme de ese maldito Stephan iba a salirme caro después de todo.
Manfred sentía un odio exacerbado hacia el campesino por haberle robado a la mujer que amaba desde joven. Ewa se prendó del alemán, desde el primer momento en que le vio en la consulta de su padre curándose un tobillo torcido.
Ya no hubo en el mundo otro hombre para ella que no fuera su Stephan.
Los costosos regalos que el polaco le enviaba a casa para cortejarla, ni sus reiteradas proposiciones de matrimonio hicieron mella en la muchacha, que acabó renunciando a todo por el extranjero, sin dar una sola oportunidad al futuro alcalde.
Y Manfred no olvidaba jamás.
Cuando Janos le pidió ayuda para dar una lección al gitano que Olenka amaba, vengándose de su padre de aquella vil manera, no lo pensó dos veces.
Si podía hacer daño a Stephan con el sufrimiento de su hija, al menos cesaría el fuego que le destrozaba las entrañas desde hacía treinta años.
Ferenc arrastró al hombre al exterior, clavando el cuchillo más profundo.
Un hilo de sangre se deslizó desde el cuello hasta la camisa púrpura, dejando un rastro a sus pies.
Abriendo la puerta con la mano que no rodeaba el cuello de su presa, salió fuera.
El gentío que se afanaba en sus quehaceres matutinos, se colapsó en la plaza del ayuntamiento ante el ataque al alcalde.
Un ciudadano salió corriendo hacia el mercado junto al que se levantaba el edificio de la policía polaca.
—¡Quiero justicia para éste asesino de inocentes! —gritó el húngaro exasperado.
—Tú eres el criminal, maldito gitano. —respondió un campesino colérico.
La turba animó al hombre que había hablado, con un clamor ensordecedor, ya exaltada por el comienzo de la guerra.
Minutos después, un grupo de policías armados con porras y carabinas acorralaron a Ferenc.
—¡Suelta a Manfred o no saldrás vivo de aquí! —bramó el jefe de seguridad en Kalisz.
—Éste hijo de perra mandó apalear a mi único hijo, dejándole al borde de la muerte. Debe pagar su delito.
—Serás acusado de homicidio, si sigues con tu juego, gitano. —le reprendió el policía.
—No me importa. —contestó el húngaro.
Marzin dio orden de apuntar. Los hombres amartillaron sus armas dirigiéndolas a la cabeza y el pecho de Ferenc.
—¡Es mi último aviso! —le gritó el jefe de la guardia, intentando disuadirle; sabiendo que acabarían con él en un abrir y cerrar de ojos.
El aristócrata rezó mentalmente una plegaria. Rogó a Dios que protegiera a su familia, haciendo que el arma se introdujera con fuerza en la yugular del asustado Manfred.
El tiempo se detuvo en un instante eterno, al momento que Lajos se lanzaba de su caballo intentando detener las balas con un rugido.
Una se hundió, destrozando el hombro de Ferenc y desarmándolo. Las otras dos se incrustaron en el vientre y la cadera.
Cayendo al suelo, la policía apartó a Kinard de su lado, abalanzándose sobre el húngaro. Lajos se interpuso entre las porras evitando los golpes que iban dirigidos a su padre.
Llevaron a rastras al hombre hasta la comisaría donde le esposaron, metiéndole en una celda sin prestar atención a sus heridas.
Lajos forcejeó con los policías que no dejaban que hablara con el detenido.
—¡Dejadme, necesita un médico! —les pidió forcejeando con los dos que le retenían por los brazos.
—Lo único que conseguirá este cabrón es una soga bien apretada. —respondió el alcalde.
Manfred Kinard apareció con un pañuelo en el cuello, acompañado del juez Tomasz Bialy, un hombre grueso, de ralos cabellos y ojos marrones implacables.
El jefe de policía clavó sus ojos verdes en Lajos al firmar en el acta que le tendía el juez. Un mechón cobrizo calló sobre su rostro al agacharse sobre la mesa para leer el pasaporte del detenido, que le habían sacado del bolsillo interior de la chaqueta donde nunca se desprendía de él, impidiendo que el joven viera su expresión sombría.
—¿Lees polaco? —le preguntó ofreciéndole el acta y haciendo un gesto a sus hombres para que le soltaran.
—Sí. —murmuró Lajos apenas sin aliento. Tenía el rostro desencajado y sudaba copiosamente. Sus manos temblaron levemente al repasar el texto.
—Tiene derecho a un juicio. Mi padre sólo me ha defendido. El alcalde es un manipulador sin escrúpulos. —respondió el muchacho decidido.
—Vayamos fuera ¡Le daremos al pueblo lo que pide! —exclamó Kinard con el juez y varios policías, ya camino de la plaza donde montarían el artilugio.
Marzin se acercó a Lajos ofreciéndole un poco de agua para el herido.
Abriendo la puerta de la celda, el policía incorporó despacio a Ferenc, obligándole a beber un sorbo. Le dejó medio inconsciente echado en el suelo.
—Escucha hijo, has leído la sentencia. Es una salvajada en la que no pienso participar, pero no puedes hacer nada para evitarlo. Tu padre ha intentado matar a un funcionario público, el motivo es lo de menos.
—Quieren apalearle antes de la horca. —musitó sin poder creer lo que le estaba ocurriendo.
—Se lo dejaran a la plebe para que disfrute y luego le rematarán. ¿Eres bueno con una pistola? —preguntó Marzin señalando el arma que sobresalía de la funda sobre su cintura.
El muchacho asintió confuso.
—Cuando le amarren para dejarle a merced de la gente, dispárale al corazón. No falles o tendrá una muerte horrible.
—¿Por qué quiere ayudarnos? —preguntó sin fiarse del todo del policía.
—Porque lamento que tu padre no acabara con Kinard antes de que yo llegara. Es una bestia con piel de cordero. La gente se enfurecerá sin la salvaje recompensa que esperan. Dejaré que le ahorquen una vez muerto.
Tú huirás a esconderte ¿Me oyes?
—¿Cómo puedo confiar en usted?
—Mi hijo murió en un accidente en la hacienda de Kinard hace 5 años.
Cayó de lo alto del tejado, porque ese hijo de puta no dejó que se amarrará a las ventanas nuevas de la planta superior, cuando las arreglaba para él.
Era carpintero y tendría la misma edad que tú. El dinero de ese cabrón le salvó de un acto de negligencia —la voz le tembló al recordar.
—Nunca olvidaré esto. —le ofreció su mano estrechándola.
—Sube al último piso por esa puerta y ve al tejado ¡Apresúrate!
Cómo despedida, Lajos introdujo la mano entre las rejas de la celda, sacando el anillo de Ferenc del dedo y colocándolo en el suyo.
Iba a pedirle a Marzin que abriera para darle un último beso, pero el ruido de voces al otro lado de la puerta le hizo desistir, corriendo por la escalera.
El cuerpo de seguridad trasladó en volandas al desmadejado Ferenc hasta el centro de la plaza frente al edificio policial.
Ataron sus muñecas en cruz a una soga, unida a cada lado de dos columnas de madera sobre la plataforma de la horca, izando al hombre únicamente sostenido de los brazos.
Los ciudadanos de Kalisz esperaban ansiosos la orden de actuar, provistos de palos y piedras.
El juez leyó el acta ante la multitud: —Ferenc Tisza, por intento de asesinato a un funcionario del Estado, te condenó al linchamiento público y a morir en la horca tras éste ¡Qué se cumpla la sentencia!
Cuando los primeros violentos comenzaban a subir al estrado, Ferenc abrió los ojos. El instinto le hizo mirar hacia el tejado donde descubrió a Lajos escondido y apuntándole con el arma.
Había escuchado la conversación con el policía y prefirió fingir que estaba inconsciente para no ver el dolor en los ojos de su hijo.
Con todo el amor que podía expresar su rostro en la distancia, en un leve movimiento de cabeza, Ferenc le dio la señal de que actuara. Como despedida sus labios susurraron:
—Cuida... de tu... madre. Te quiero hijo...
Un brutal golpe con una estaca de madera, iba a estrellarse sobre su rostro, pero el silbido del arma y el chasquido al atravesar el corazón, detuvieron al agresor.
Ferenc cayó inerme con una sonrisa en sus pálidos labios. Ni la muerte detuvo a la multitud, subieron en tropel, apaleando el cuerpo como animales hambrientos de venganza.
El aristócrata, convertido en una masa sanguinolenta de la que ya no se distinguían sus rasgos, fue colgado y su cuerpo expuesto a la vista de la multitud que gritaba de júbilo.
Lajos, tras bajar del tejado por la parte de atrás de la comisaría, cabalgaba hacia el campamento tan muerto como su padre.
Al llegar, Nadia se aferró a las riendas de su caballo, nerviosa: —¿Y tu padre? ¿Qué ha pasado, Lajos?
—Recoge tus cosas, madre. Voy a llevarte a casa de Stephan. —repuso como un autómata bajando de su montura. La mujer agarró a su hijo entre temblores.
—¿Dónde está mi marido? —gritó, zarandeándole por la camisa aun manchada de sangre. Lajos no se atrevía a decirle la verdad.
—Está detenido. Ha intentado matar al alcalde.
—¡Llévame con él! —le exigió histérica.
—No puedes. —se libró de sus manos exigentes.
En el carromato recogió algo de ropa y el dinero que habían ahorrado.
Gustav entró obligándole a mirarle; sus grandes ojos negros le recordaban a Ferenc.
—Vamos contigo Lajos. —se ofreció solícito, acariciándole la cara con ternura.
—Será mejor que regreses a Budapest con Miroslav.
—Nos quedaremos hasta el juicio. —se mantuvo en su postura.
—Ya se ha ejecutado la sentencia. —murmuró con tristeza contemplando aturdido al amigo de su padre. La cabeza le iba a estallar y su corazón estaba hecho añicos.
—Ferenc... está... —Gustav no se atrevía a pronunciar la temida palabra.
Lajos asintió. No podía mirar a su madre, ni a sus amigos y decirles que él mismo le había matado. Aquel castigo le acompañaría por el resto de su vida. Abrazando con cariño al hombre, salió. Ensilló el otro caballo con sus pertenencias y tomó de la mano a su madre ayudándola a montar, haciendo caso omiso del reguero de lágrimas que cubrían su rostro. Con un hilo de voz habló al resto de su gente:
—Ya es hora de que sigáis vuestro propio camino. Cuidaos, nos veremos en Hungría cuando las cosas se calmen.
Durante el trayecto a la hacienda del alemán, Lajos no contestó a las insistentes preguntas de Nadia. Pensaba en su reacción cuando se enterara de la verdad.
Stephan estaba en el granero y salió al escucharles.
—Nadia ¿Dónde está su marido? —preguntó extrañado al verles llegar sin él.
—En la cárcel. Ha intentado matar al alcalde y mi hijo no quiere llevarme con él. —respondió angustiada. —No sé dónde buscar un abogado que le defienda...
—Ya no lo necesita, madre. —contestó severo.
—¿Qué insinúas Lajos? —le interrogó la gitana.
—Le han colgado en la plaza. —dijo al fin.
—¡No, mi Ferenc, no! —chilló desmoronándose en el suelo presa del dolor.
Los gritos desesperados de Nadia hicieron que Anna y Olenka salieran de la casa. Su hijo se arrodilló frente a ella para calmarla.
—¿Por qué no lo impediste Lajos? —le abofeteó una y otra vez clavándole las manos en el pecho. Sabía que ocurriría una desgracia...
—Evité que sufriera, madre. Cuando le ahorcaron ya estaba muerto.
Olenka sintió una inmensa ternura al ver la pena que reflejaba el rostro del hombre que amaba. Le conocía también que sabía que no le contaba toda la verdad.
—Quiero ir con él... quiero verle por última vez hijo... —le suplicó destrozada.
—No volverás a verle ¡acéptalo! —su voz sonó dura al reprenderla.
—No le enterrarán aquí, llevaremos sus cenizas a Budapest. —planeó decidida.
—Dejarán su cuerpo pudrirse a la vista de todos como escarmiento. Te quedarás aquí hasta que yo regrese. —sentenció el muchacho sin fuerzas para consolarla.
Dejándola con Anna se levantó cansado de tanta locura.
—¿A dónde vas, Lajos? —le interrogó Stephan.
—Los trabajadores decían que hoy llegaría un destacamento del ejército ruso para defender la frontera de Kalisz. Voy a alistarme con ellos.
—¿También te perderé a ti? —Nadia se aferró al brazo de Olenka, sollozando.
—Madre, te prometo que volveré de una pieza en cuanto consiga un permiso. Espérame. —se despidió sintiendo un vacío de desolación.
Olenka hubiera dado media vida porque esas palabras fueran dirigidas a ella. Lajos ni siquiera se dignó mirarla.
Abrazó a su madre conteniendo las ganas de llorar y besándola en la frente. Anna la condujo al interior de la casa en compañía de la muchacha.
Stephan, cogiéndole por el brazo hizo que Lajos se sentara en una bala de paja, estaba a punto de desplomarse contra el suelo.
—Vamos, cuéntamelo todo. —le instó.
El joven respiraba con dificultad ahogado por sus gemidos. Al final, el recuerdo de la última imagen de su padre, desató la tempestad que llevaba dentro.
—Ésta mañana descubrí que su mejor amigo me dio la paliza. Confesó que nos odiaba hacía años y que sólo esperaba vengarse de él, por haber perdido sus privilegios de nobleza frente a una familia de gitanos.
—¿Qué hiciste hijo?
—Me enfrenté a Janos cuerpo a cuerpo y acabé con él. Antes de morir, dijo que Manfred le había cedido a sus hombres para sus planes. Cuando me di cuenta mi padre ya estaba camino de Kalisz. Cuando llegué la policía le había disparado. Le apalearían antes de ahorcarle. —tragó saliva...— El jefe de policía me permitió acabar con su sufrimiento: le apunté al corazón desde el tejado antes de que el primer palo le golpeara... y me miró con tanto amor...
—cubriéndose el rostro con un lastimero sollozo dejó que Stephan le abrazara.
—Por favor, no deje que mi madre le vea... está destrozado...
—Tranquilo, no te preocupes. Cuidaremos de ella. —le consoló apretándole contra su pecho como si fuera su propio hijo. Ahora se arrepentía de haber sido tan duro con él al principio.
—Gracias, siempre ha sido un buen hombre. —se limpió las lágrimas levantándose.
—¿No te despedirás de Olenka?
—Nunca me ha querido. Ella misma me lo dijo.
—Te mintió Lajos. No ha habido ninguna proposición de matrimonio; era falsa.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó esperanzado.
—Olenka se inventó esa carta, escribiéndola ella misma para que no sufrieras por dejar a tu familia. Creía que no era merecedora de tu sacrificio.
No me dejo arreglarlo entre vosotros porque se sentía culpable del enfado con tu padre.
—Usted no vio su desprecio al reírse de mí. —se obstinó.
—Ni tú las lágrimas que ha derramado desde entonces. Habla con ella Lajos, no cometas un error por orgullo.
Las palabras del alemán le trajeron el recuerdo de Ferenc.
—Muchacho, entra en la casa y come algo. Anna lo preparará, yo te alistaré ésta tarde en la ciudad. No quiero que te reconozcan.
Lajos se resistía, todavía tenía la camisa manchada de la sangre de Ferenc, pero Stephan le obligó a quedarse y descansar.
Olenka había acostado a Nadia después de hacerla beber una tisana caliente. Bajaba la escalera cuando vio entrar a Lajos.
El hombre la miró por primera vez con infinito pesar, mientras Stephan subía por ropa para que pudiera cambiarse.
La joven preparó en la cocina un balde con agua limpia y le invitó con un gesto a lavarse. Lajos se desnudó dejando ver las cicatrices que Stephan había curado y un corte en el costado derecho donde Janos le había herido.
Olenka tomó un paño, mojándolo y lo pasó por la zona con delicadeza.
Cuando el húngaro iba a quitárselo de las manos para hacerlo él mismo, se abrazó a su espalda llorando.
—Conocerme sólo te ha traído desgracias. Quise evitar que os hicieran daño, conseguir que me odiaras al punto de no desear volver conmigo y así regresarías sano y salvo con tu familia. —le rebeló.
Las lágrimas del joven caían por su rostro llenas de amargura, deseando que le consolara y olvidar las horribles imágenes de su padre entre sus brazos. Olenka le hizo volverse hacia ella.
—No he sabido proteger a mi familia. —musitó avergonzado. —¿Es cierto que escribiste tu misma esa odiosa carta?
Ella asintió con los ojos también cegados por el llanto.
—¿No vas a casarte con Klaus?
—Jamás le he querido.
—¿Ni su dinero? —preguntó el hombre expectante.
—Aún menos que a su dueño. —sonrió decidida.
—Jamás pensé que sentirías tanto odio hacia mí... me rompiste el corazón con tus palabras de desprecio.
—También rompí el mío. Ya no me importa nada que no seas tú, Lajos.
No puedo vivir sin ti; iré donde tú vayas.
—¿Todavía me amas? —preguntó con un hilo de voz temblando como un niño.
—Nunca he dejado de quererte. —respondió besando sus manos con ternura.
—Están manchadas de sangre, Olenka. —le mostró con tristeza. —Hoy he matado a dos hombres: me he defendido de uno y me apiadé del otro para que no le despedazaran como a un perro. ¿No aborreces en lo que me he convertido, Olenka? ¿Amarías a un asesino? —Lajos se sentó agotado en el suelo, dejando que ella le consolara apretándole contra su pecho.
—Hubiese tomado la misma decisión que tú. —le susurró comprensiva.
No soportaría que te hubiera matado.
—Sólo veo el rostro desfigurado de mi padre, si hubiera llegado unos minutos antes seguiría vivo. —se estremeció angustiado.
—No te atormentes, cariño mío. Él estará orgulloso de ti.
Su corazón agitado encontró por fin algo de sosiego con las palabras de la joven.
—Te quiero más que a nada en el mundo —dijo levantándose— Prométeme que me esperarás hasta que regrese del frente.
—Te lo prometo Lajos.
—En cuanto tenga permiso vendré a casarme contigo. Te lo juro. —la besó por fin dulcemente, estrechándola entre sus brazos donde ella se acurrucó feliz.
—No vas a dejar a mi hija esperando esa proposición. —replicó Stephan al bajar. Había escuchado toda la conversación emocionado.
—¿Aún se opone a nuestra boda? —le interrogó el muchacho temeroso.
—No me importa si no estás de acuerdo, papá. Voy a ser su esposa. —se rebeló su hija.
—Por supuesto que lo serás. Ésta misma tarde traeré un sacerdote. Mi hija esperara el regreso de un marido, no el de un novio eterno ¿Entendido Lajos? —le reprendió severo.
—Estoy deseando ver a ese sacerdote, Stephan. —sonrió con un suspiro de alivio.
Una hora después llegaba a la pequeña iglesia de la ciudad. Cuando habló con el anciano cura se dirigió a la plaza. El cuerpo de Ferenc empezaba a descomponerse.
—Descansa en paz, amigo. Yo velaré por tu familia. —musitó como una plegaria.
Los jóvenes se alistaban entusiasmados en las mesas dispuestas junto al mercado. El ejército ruso necesitaba hombres para defender la frontera del inminente ataque alemán y así ayudar a los polacos.
Stephan se acercó al oficial de reclutamiento para alistar a Lajos, como éste le había pedido.
—Mi hijo quiere unirse a la lucha, teniente.
—¿Su nombre?
—Lajos Tisza ¿Cuándo parte el ejército a la frontera?
—A las 9 de ésta noche.
—¿Tan pronto?
—Su ciudad está muy cerca de la línea con Prusia y los alemanes entrarán en Polonia a través de las poblaciones limítrofes. Viajaremos en tren y camiones hasta Lodz desplegando hombres por toda la frontera. Se planea un gran ataque de nuestro ejército que no esperan.
—Mi hijo está almacenando la cosecha ¿Podría proporcionarme sus armas y el uniforme?
—¿Es tan alto como usted?
—Sí.
—Coja un par de ellos de esa caja a su izquierda. Mi compañero le dará un M1915. Procure que sea puntual.
—Si señor.
Volvió a la iglesia, rogando al clérigo que le acompañara a la hacienda.
—Pero hijo, otros muchachos necesitan también mis servicios; debo bendecir a la tropa antes de partir y consolar a sus madres. —respondió el anciano apurado.
Su rostro surcado de profundas arrugas entre las que destacaban un par de brillantes ojos celestes, le miró apesadumbrado.
—Ese chico ha perdido hoy a su padre, ni siquiera podrá disfrutar de su noche de bodas. Deje que marche al frente con la dicha de una esposa que le espera.
—Será una boda rápida ¿De acuerdo? —le advirtió sonriendo.
Nadia tenía oscuras ojeras y una expresión de desolación infinita cuando bajaba ayudada por Olenka.
Lajos la tomó en sus brazos besándole la frente. Acariciando la cara de su hijo, se sentó a su lado en la cocina.
Anna le ofreció un poco de caldo que rehusó tomar. Práctica hasta en los peores momentos comentó:
—No puedes llevar uniforme con el cabello tan largo. Tu padre no... —un nudo en la garganta le impidió terminar la frase.
Olenka le dio unas tijeras del costurero del salón: —Guárdame uno de sus rizos. —le pidió rozando la cabeza de su futuro marido.
—Vamos pequeña, debes arreglarte. —la apresuró su nodriza.
Lajos disfrutó de las manos de su madre, que peinaban sus mechones antes de cortarlos por encima de las orejas, dejando un oscuro flequillo.
Cuando terminó recogió algunos y los envolvió en dos bolsitas de terciopelo rojo que usaba para sus hierbas anudadas a la falda.
—Pareces mayor, tesoro. Stephan llegará enseguida. —le dijo muy orgullosa de su aspecto.
—Madre, necesito pedirte algo antes de irme.
—Adelante hijo mío —Lajos se echó sobre su regazo como cuando era un niño.
—Perdóname por no haber protegido a tiempo a papá. —gimió ocultando su rostro sobre las rodillas de la mujer.
—Era su destino, hijo. Hasta el último momento veló por ti, siempre te amó más que a su propia vida. —le acarició las mejillas con ternura, consciente del peligro que pronto iba a arrebatárselo.
—Te llevaré a Hungría cuando ésta estúpida guerra acabe.
—Sin Ferenc ya no quiero volver, mi hogar está a tu lado. Si me marcho no podré conocer a mis nietos y espero que me deis muchos. Por eso debes tener mucho cuidado en el frente Lajos.
—Te lo aseguro, mi sol. —sonrió ilusionado.
—Ya puedes volver entero porque tu primer hijo va a llevar mi nombre.
Me lo debes —replicó Stephan, entrando acompañado del anciano sacerdote.
Depositando el uniforme marrón sobre la mesa, le apremió a vestirse.
Olenka se miró al espejo, nerviosa. Anna lloraba emocionada a su lado, arreglando el vestido blanco de brocado que había pertenecido a Ewa.
Sus jóvenes pechos se mostraban erguidos, enmarcados por los botones de perla desde el escote al cuello de cisne, el talle esbelto y el suave algodón hasta los tobillos acariciaba sus largas piernas.
Con el cabello recogido en una trenza con margaritas enlazadas en el cabello estaba preciosa.
- Por fin seremos uno. —pensó alegre.
Lajos la esperaba en el salón. Estaba impresionante con la casaca verde oscura unida en el lado derecho por tres botones, ciñéndole el pecho robusto y los galones sobre los hombros. Los pantalones ajustados en las piernas y las botas negras por debajo de las rodillas le hacían parecer aún más alto.
La gorra de plato de alta visera, con el escudo imperial ruso en el frontal, le daba un aspecto muy varonil. Se la quitó, para que la muchacha diera el visto bueno a su nuevo aspecto.
—Echaré de menos tu pelo —respondió divertida enredando los dedos en su flequillo despuntado.
—Cada día sin verte va a ser una tortura, hermosa mía. —susurró besándole los nudillos.
Stephan aguantó las lágrimas ante su hija, el recuerdo de Ewa frente al altar le apresaba el corazón.
La ceremonia fue breve y sencilla. En polaco, el anciano les hizo jurar sus votos. Los dos jóvenes no dejaban de mirarse a los ojos, enamorados y felices.
Al unir sus manos, se estremecieron, sabiendo que aquel era el momento más solemne de sus vidas. Lajos le colocó el sello de los Tisza sobre el dedo; Stephan le regaló su propia alianza de oro que Olenka le puso temblando de emoción.
Escuchando como dulce música ante Dios os declaro esposos, unieron sus labios en un beso que contenía todo el alcance de sus sentimientos: la profunda entrega, el amor dulce y bendito de su juventud, y el miedo a la idea de perderse en aquella guerra despiadada que les separaría.
Abrazados por sus padres recibieron la noticia de la pronta partida de Lajos con nerviosismo.
—En una hora debes estar en el mercado. El ejército parte a las 9.
Anna y Nadia hicieron los preparativos mientras Stephan preparaba el carro, dejando a la joven pareja un poco de intimidad.
—Ni siquiera puedo regalarte tu noche de bodas, amor mío. Lo siento. —Lajos la abrazó, portándola sobre sus rodillas, sentado en el sillón de cuero.
—Será un aliciente para que vuelvas pronto a mi lado. —contestó risueña, acurrucándose entre sus brazos. No quería demostrarle el miedo que se apoderaba de su cuerpo con el paso de los minutos.
—El día de mi regreso te haré gemir de placer de la mañana a la noche —murmuró en su oído excitándola.
—Te esperaré contando cada minuto. Cuídate mucho y no hagas locuras. Los héroes nunca regresan. —le reprendió muy seria.
—Tranquila, no me pasará nada. Soy buen jinete y aprendo rápido.
El tiempo voló entre dulces arrumacos y promesas.
Nadia se quedó en la hacienda con Anna, donde las dos mujeres pudieron desahogar su llanto sin que el joven las viera.
Su esposa le acompañó con Stephan llevando el carro y ella a la grupa del caballo de Lajos, abrazada por su marido como el día que cabalgaron juntos.
Kalisz rebosaba de jóvenes dispuestos para la lucha. El mercado era un hervidero de familias despidiéndose de sus muchachos.
El ejército apremiaba a la gente, tenían que llegar a las afueras de la ciudad para coger el tren.
Un oficial de rostro curtido observó el caballo negro de Lajos y se acercó a él.
—¿Es tuyo éste animal, muchacho?
—Sí señor, Attila es mío.
—¿Sabes galopar a gran velocidad sin caerte?
—Desde los 4 años.
—Estupendo, si disparas igual de bien, me serás de gran utilidad ¿Cómo te llamas?
—Lajos Tisza, teniente.
—¿Un húngaro luchando a nuestro lado? —se extrañó.
—Todo lo que quiero está en Kalisz. —sonrió mirando a Olenka embobado.
—Ya veo ¿Es tu esposa?
—Sí. La más bonita de todas. —afirmó complacido.
—Tienes que despedirte Tisza, salimos en 10 minutos. —le recomendó saludando a la joven con los dedos sobre su gorra.
Stephan le dio mil y una recomendaciones:
—No busques pelea y templa tu carácter Lajos. Por favor, vuelve de una pieza para hacer feliz a mi hija... y discutir conmigo... —le pidió aguantando la emoción mientras su yerno le daba un fuerte abrazo.
Colocando la bolsa de las provisiones con ungüentos y medicinas sobre el caballo, se retiró a un rincón esperando a Olenka.
Los esposos permanecieron con la frente unida, los ojos cerrados, apretados en un estrecho abrazo durante unos segundos preciosos.
Habían conseguido el regalo de un destino juntos, que apenas saboreaban y pronto tocaba a su fin.
—Te llevaré en mis sueños, cariño —dijo embriagado del aroma de su trenza dorada.
—No te la quites nunca. Te protegerá junto con mis oraciones. —Olenka le colgó del cuello su cruz de plata labrada.
—Si estáis en peligro, escríbeme. Mi regimiento es el segundo. Volaré aunque reviente al caballo para llegar a ti.
—No soy tan frágil ¿No recuerdas mi ataque? —sugirió la joven rozándole con los dedos el lugar donde le cortó aquella vez.
—Me hechizaste desde entonces y ya no tengo cura.
Enlazando sus labios por última vez, Lajos grabó la imagen de su mujer en la memoria. Su recuerdo le ayudaría a mantener la cordura entre las ruinas de la destrucción.
Ninguno imaginaba que tardarían una eternidad en volver a encontrarse.