Capítulo 4.

Lajos no podía apartar sus ojos de ella. Llevaba el cabello muy corto, como la mayoría de los soldados y parecía un muchacho con el uniforme, pero sus preciosos ojos claros seguían mirándole con la misma pasión.

Su corazón se aceleró de pura alegría, con ganas de gritar de gozo por tenerla de nuevo aunque ambos estuvieran en peligro.

—Llevad a éste malnacido a la garita del túnel oeste, con las cuerdas bien apretadas. Enviaré un comunicado a Bismarck para fijar el día de su fusilamiento... o de la horca, lo que guste al general. —apremió el teniente a dos de los soldados que le vigilaban.

Arrastrando a Lajos por los brazos atados a la espalda, le condujeron por el ancho pasillo de la trinchera, golpeándole bruscamente contra los travesaños de madera que sostenían los muros hasta llegar a su prisión.

Olenka hacía un notable esfuerzo de contención para que nadie descubriera el amor y el miedo en sus ojos. Tenía que idear un plan para sacar a su marido de allí, pero se sentía como una rata en medio de un barco a la deriva... sin escapatoria, sin salida... atrapada con el enemigo.

—¡Müller, venga conmigo! —le llamó su superior sobresaltándola.

Le acompañó a su despacho, improvisado con unas mantas colgadas a modo de puerta, preservando un hueco horadado en el muro en un rincón de la trinchera.

—A pesar de tu juventud has demostrado gran valentía respecto a esa escoria húngara. Serás recompensado dándole muerte en el pelotón de fusilamiento. Pero ahora debemos darte una ocupación.

—Estoy a sus órdenes, señor. —repuso la chica haciendo más grave su fina voz.

—Necesitamos todas las manos que sean posibles y te ofrezco dos opciones: convertirte en zapador o portar las bombas con gas. Puedes elegir la que mejor prefieras. —la apremió.

Olenka pensó que la idea de llevar las bombas de la muerte era una pésima opción. Correr entre el fuego enemigo y lanzarlas en las trincheras contrarias no le permitiría llevar a Lajos con ella —Disculpe señor, ¿En qué consiste el trabajo de zapador? Es la primera vez que oigo ese nombre...

—Soldado, ellos son los improvisados gusanos que colocarán minas de explosión en el interior de toda esta meseta. Es un proyecto nuevo y que el káiser espera que sea muy eficaz contra el enemigo cuando sean conectadas, para que exploten al ser pisadas por encima de la tierra que las oculta.

Olenka escuchó estupefacta el horrible destino que aguardaba a los aliados, pero pensó que también podría ser su única opción de salir de la trampa en la que se había metido. Si se enrolaba con los zapadores podría entrar en los túneles que alojarían los proyectiles y escapar con Lajos antes de que las activaran.

—Elijo las minas, señor. Así llegaré más cerca de esos asquerosos aliados y acabaré con cientos de ellos de un plumazo.

—Estupendo, Müller. Sabia respuesta.

Zur Linde pidió al jefe de los zapadores que instruyera a su nuevo ayudante.

En un descuido del teniente, la chica se apropió de un lápiz de carboncillo olvidado en la esquina de la mesa del oficial; le sería de gran ayuda para dibujar un mapa improvisado del recorrido.

Olenka se mantuvo atenta a las directrices del capitán Keller grabando en su memoria las órdenes del oficial.

—Estamos cavando dos túneles que discurrirán desde esta meseta hasta llegar por debajo de las trincheras de los ingleses, uno por cada lado. Iremos colocando las minas desactivadas separadas unos metros de la siguiente y cuando llegue la noche anterior al ataque, dos de los zapadores recorreremos el camino en sentido contrario, activando la pestaña para que exploten al paso de los aliados, el día después. —le explicó con gesto serio.

—¿Llegan hasta la trinchera aliada? ¿No notan los movimientos de los zapadores cuando les escuchan cavar? —preguntó interesada.

—No saben dónde estamos, utilizamos una radio con música inglesa para que crean que son sus compañeros, si llegan a oír algo.

—¿Cuándo será el ataque?

—Dentro de dos días. —repuso el capitán señalando el segundo túnel.

Ofreciéndole una mascarilla con un tubo de respiración y una luz de gas para colgarla en la frente como los mineros, la invitó a entrar con él.

Arrastrándose como una serpiente, Olenka penetró en un estrecho túnel de tierra y barro hasta la luz que se veía muy lejos al fondo, excavado con las manos y una pequeña pala por otros dos soldados.

La sensación de claustrofóbica asfixia, con el calor humeante de las ropas sudadas por el ritmo frenético de trabajo, con los músculos en tensión por el esfuerzo y el temor constante a quedar sepultados en un derrumbe, era insoportable.

La joven aguantó las ganas de huir desesperadamente de aquel maloliente agujero, pensando que esa extraña tumba podía ser su única opción de libertad.

Con férrea determinación, excavó con el mismo ímpetu que sus compañeros, aliviada de que no descubrieran su femineidad.

Dos horas después, ya anocheciendo, se estiró agotada a la salida del túnel junto con el resto de su grupo.

Al menos el rancho de gachas era doble para que no se desplomaran por la malnutrición y la joven agradeció el alimento, porque apenas era un escuálido saco de huesos.

Sentada en un rincón devoró parte de sus gachas, tapando su escudilla con el paño que guardaba para cubrirse la boca del gas. Escondiéndolo tras el petate que le habían cedido, lo guardó para llevárselo a su marido.

Cerró los ojos un momento para echar una cabezadita y se quedó profundamente dormida. Unas manos la zarandearon bruscamente despertándola.

—Müller, te toca guardia con el prisionero. —repuso un muchacho de pocos años más que ella.

Acompañándola hasta el recodo donde estaba el húngaro la dejó con él.

Descolgándose del hombro el rifle que le habían dado se acercó muy despacio al hombre amarrado de pies y manos.

Comprobando que nadie podía verles desde el túnel a su izquierda, se arrodilló a su lado. Rozando con los dedos el flequillo del hombre que dormitaba con la cabeza baja, casi perdió el equilibrio cayendo hacia atrás, cuando Lajos se despertó forcejeando bruscamente.

Sus ojos centraron la atención en el rostro de la joven, aún aturdido por el cansancio y el sopor del agotamiento... y no pudo reprimir las lágrimas que empañaron su mirada.

—Amor mío... mi corazón me decía que no podías estar muerta... —susurró dejándolas escapar libremente.

Ella lo acercó a su pecho un breve instante, besándole con ternura los cabellos y rodeándolo por los hombros, pero contuvo sus propias ganas de llorar sabiendo que si lo hacía no podría detener todo el dolor que guardaba.

Aunque se moría por estrecharle contra ella y beber de sus labios, debía evitar cometer el error de que la tropa descubriera su verdadera identidad.

Los años de guerra habían dejado profundos surcos en la frente de Lajos, su rostro había envejecido casi una década por tanto sufrimiento, pero seguía siendo de una belleza magnética.

Olenka en cambio, se veía espléndida en su juventud. Sólo la extrema delgadez de su cuerpo había mantenido en el olvido las sugerentes curvas que enamoraron a su marido, pero que también le ayudaban a parecer un muchacho.

—Voy a sacarte de aquí Lajos, aunque me deje la vida en ello. —repuso decidida.

—Estamos rodeados de alemanes, cielo. Creo que éste será mi final. —contestó sincero.

—Vamos a salir por los túneles de las minas. Así que debes reponer fuerzas para arrastrarte por ellos dentro de dos días. —le informó destapando su rancho guardado y metiéndole su cuchara en la boca.

—¿Minas? —preguntó extrañado.

—Han excavado túneles bajo esta meseta y las están colocando para que exploten al paso de los ingleses, llegando hasta sus trincheras.

—¿Cómo lo sabes?

—Me he convertido en zapador, ayudo en la excavación y mañana me enseñarán como colocarlas. Estoy haciendo un mapa del recorrido con un carboncillo que robé de la oficina del oficial, para que sepamos el camino correcto.

—Olenka debes salvarte tú sola. No puedes enfrentarte al pelotón de fusilamiento. —la reprendió preocupado.

—Escucha Tisza ¡No volveré a perderte en esta asquerosa guerra! Así que vendrás conmigo aunque sea lo último que haga. —contestó muy bajito.

Lajos sonrió feliz al contemplar de nuevo a su brava esposa.

El resto de la guardia ambos disimularon a la perfección que eran dos enemigos.

Olenka mantenía el ritmo de trabajo en los túneles hasta la extenuación desde hacía dos días.

Llevaba toda la noche ayudando a colocar sobre el techo del agujero las minas ovaladas. Con el extremo explosivo hacia arriba, dispuestas en pequeños hoyos orados bajo el terreno de la meseta, eran cubiertos con una capa de tierra por los soldados en el exterior. Para activarlas los zapadores sólo tenían que unir los dos cables que llevaban debajo desde los túneles.

Cuando amaneciera se cumpliría la orden de ejecución de Lajos. Desde la noche de su guardia no había vuelto a hablar con él y necesitaba darle instrucciones de su plan.

Tomando un merecido descanso al ser relevada del trabajo, se acercó a la garita donde estaba el teniente para recibir órdenes.

La madrugada envuelta con los reflejos iridiscentes de la luna llena y la bruma, le hizo tiritar a pesar de que ya estaban en Junio. El clima de Francia era muy húmedo al contrario del frio extremo y seco de Polonia al que estaba acostumbrada.

Golpeando el muro suavemente para despertar al oficial, descorrió la manta y entró. No había nadie, pero los documentos que se amontonaban en la vieja mesa de madera despertaron su curiosidad.

Cuando tradujo mentalmente el que contenía hileras de fórmulas, su corazón dio un vuelco al saber lo que contenían. Sin pensarlo cogió el papel, lo dobló cuidadosamente y lo escondió en la cintura trasera de su ropa interior.

Segundos después el teniente Zur Linde apareció en la puerta.

—¿Que quiere Müller?

—Señor ¿Necesita que alguien releve en la garita del prisionero? Acabo de terminar mi turno en la excavación.

—Vaya a descansar, desde que está aquí sólo le he visto dar alguna cabezada. Admiro su espíritu de sacrificio, soldado. —le apremió el alemán.

—La espera antes de un buen combate me roba el sueño, señor. No puedo dormir si estoy en tensión.

—Entonces, releve a su compañero si quiere. —cuando ya recorría el camino hacia Lajos escuchó —Es usted un buen alemán, Stephan.

—Gracias señor —contestó con una sonrisa.

Cogiendo de su petate el cuchillo, cortó un trozo del impermeable de campaña que había en su interior y lo guardó en un bolsillo.

Con un toque en el hombro del soldado que guardaba al húngaro le indicó que le tocaba su turno.

Lajos permanecía despierto y sentado en un rincón en un estado lamentable. Había recibido patadas y puñetazos durante los días que Olenka no le había visto.

Tenía un ojo morado, la nariz sangrando y contusiones por todo el cuerpo. Los soldados cebaban sus ganas de lucha con él.

Comprobando que nadie les veía, Olenka se tomó la libertad de darle un suave beso en la mejilla, rozando sus muñecas amoratadas por las cuerdas.

—Hoy pienso sacarte de aquí. —le susurró con ternura.

—Hoy será nuestra despedida definitiva Olenka. —mirándola a los ojos con todo el amor que sentía le pidió una prueba muy dura— Y quiero que seas tú quien me dispare.

Su esposa le contempló horrorizada al escuchar sus palabras, negando con la cabeza, obstinada.

—Vivirás por los dos, eso me consuela. Estamos rodeados de enemigos, es imposible que salgamos vivos de esta locura. Pero tú sí lo harás.

—Saldremos juntos de éste maldito lugar... o ninguno. —sentenció dejando al fin salir las lágrimas. Aunque intentara hacerse la fuerte estaba muerta de miedo.

Los primeros rayos del sol cayeron sobre sus ojos, haciendo que brillaran más celestes e iluminados que nunca.

—Recordaré tu mirada cuando la vida se me escape. No apartaré mis ojos de los tuyos mientras me quede aliento... —le prometió besando la frente de la joven aferrada a sus hombros.

La algarabía que empezaba a surgir del otro lado de la trinchera la asustó, sabía que el tiempo se acababa. Con rapidez, envolvió en el trozo de tela el preciado documento que había escondido guardándolo en el interior de la pechera de su uniforme.

Lajos la miraba con curiosidad por saber que era.

—Lo sabrás más tarde. —repuso decidida.

En el recodo frente a ellos aparecieron tres soldados.

—Müller, levanta a ese bastardo. Ha llegado la hora. —le apremió el más alto y fornido.

Ayudada por los otros dos, le izaron, empujándole hasta que cayó de bruces contra el suelo al tener los pies atados también.

Le arrastraron todo el trayecto poniéndole en pie frente al teniente que observaba satisfecho.

—Por desgracia, Bismarck no podrá disfrutar del placer de matarte, tiene asuntos que le mantienen muy ocupado para venir. Así que no demoraremos más tu castigo, morirás antes de que activen las minas y salgamos de aquí. —le informó con una macabra sonrisa.

Con un gesto de su barbilla, ordenó a Olenka que le pusiera sobre la pared de la trinchera, le habían soltado las cuerdas de los pies para que pudiera mantenerse erguido. Cuando le empujaba agarrado por las muñecas, deslizó su cuchillo por la manga de su uniforme, dejándolo caer sobre las manos de su esposo y volviendo a su puesto.

—¿Quieres que te tapen los ojos? —preguntó Linde con impaciencia por acabar.

—Quiero mirar a la muerte a la cara, yo no me escondo de ella —respondió el húngaro escupiendo en el suelo.

Los cinco soldados entre los que se encontraba Olenka, amartillaron sus metralletas preparados para la orden de fuego.

Olenka rezó a su padre para que le enviara un poco de suerte y se lanzó a la acción.

Mientras el teniente levantaba el brazo en alto para que dispararan a la voz de ya, la joven segundos antes de la detonación, se volvió en un brusco giro apuntando al oficial.

El gesto de sorpresa del hombre se congeló en su rostro ante la oleada de disparos que cayó sobre él y sus hombres.

Las balas, a una velocidad increíble barrieron aquel lado de la trinchera, destrozando piernas, pechos y el vientre del oficial que cayó entre alaridos contra el suelo.

Lajos ya había cortado las cuerdas que amarraban sus muñecas, lanzándose sobre los dos jóvenes soldados del pelotón que aun quedaban en pie, tan sobrecogidos que no tuvieron tiempo de actuar y los degolló sin piedad.

Olenka salió como una exhalación agarrándolo de la mano mientras le conducía hacia el segundo túnel de las trincheras.

El recorrido entre el laberinto de caminos fue una jadeante huida hasta llegar a la boca del túnel. Apremiándole para que entrara, Olenka le empujó quedándose un instante fuera para comprobar cuántos soldados le seguían.

El grupo de hombres que corría hacia ellos entre los que se encontraban varios de los zapadores, tronaron con sus gritos y disparos la trinchera.

Olenka disparó una larga ráfaga contra los primeros que aparecieron frente a ella. En respuesta una hilera de metralla cayó en todas direcciones sobre los dos.

Lajos la agarró por la cintura tirándola al suelo justo al principio de la boca del túnel. Una jugarreta del destino hizo que restos de metralla de sus enemigos, impactaran sobre las cajas metálicas vacías situadas cerca del túnel que habían contenido las minas y les servían de escudo.

Al rebotar sobre una de las tapas cayeron como blanco sobre los ojos de Olenka, clavándose dolorosamente y cegándola al instante.

El alarido de la joven con gotas de sangre corriendo por su cara se unió al grito de Lajos. Antes de que los alemanes la atraparan, agarró a su esposa tirando de ella hacia la boca del túnel.

Tenía que reaccionar, los segundos pasaban tan rápidos como los granos dorados en un reloj de arena. Debía sellar la boca del túnel y no sabía cómo.

Los soldados le habían despojado de todas sus armas.

El susurro de Olenka le dio la solución, tanteando su rostro que no podía ver.

—Lajos, coge la granada que llevo escondida en el bolsillo derecho de la chaqueta... —le apremió entre gemidos.

El hombre rebuscó desesperado, sintiendo las pisadas y los gritos de los soldados cercándoles con rapidez.

Sus dedos la rozaron en la penumbra, levemente iluminada por el amanecer que iniciaba su apogeo.

Estrechando a la joven y tapándole el rostro contra su pecho, quitó la anilla de seguridad y la lanzó al exterior con todas sus fuerzas, rezando para que estallara sin matarles a ellos.

Contuvo el aliento contando los segundos, hasta que la detonación derrumbó el inicio del túnel llevándose a un nutrido grupo de soldados al infierno y sepultándoles en un amasijo de piedras, polvo y sangre de los caídos frente a ellos.

Arrastrándola hacia la profundidad de su escondite intentaron respirar en un ataque incontrolado de tos. Cuando se calmaron un poco, con Olenka aún en sus brazos, desató las dos lamparillas que colgaban de su cinturón.

Girando el interruptor, el húngaro encendió la primera, comprobando el estado de su esposa.

Las heridas que cruzaban sus párpados cerrados le impedían abrirlos por completo; regueros de sangre coagulada cubrían sus pálidas mejillas, sucias de polvo.

Tanteó la pequeña cantimplora sujeta de su cinturón. Desgarrando un trozo de su vieja camisa la mojó, limpiando con mucho cuidado las heridas.

Olenka se estremeció de dolor con cada roce, mordiendo sus labios resecos para no gritar. Lajos la intentaba tranquilizar con suaves susurros y palabras de aliento.

La muchacha rebuscó un pliegue de su camisa interior y tiró a tientas hasta que escuchó el crujido de la tela al romperse, ofreciéndosela a su marido. —Seguro que está más limpia que la tuya —comentó sonriendo a duras penas.

—Ya no recuerdo cuando fue la última vez que tomé un baño. —contestó divertido.

Con ternura usó el paño limpio para vendar sus ojos, rogando mentalmente que no quedara ciega de por vida; la metralla parecía profundamente incrustada en ellos. Y esa ternura se desbordó en su pecho cuando comprendió que ahora sí podría besarla sin temor a que los descubrieran.

Cobijándola en su regazo como si fuera el diamante más preciado, acarició su mejilla con las lágrimas resbalando por su cara.

—Amor mío te debo miles de besos ¿verdad? —preguntó rozando dulcemente sus labios.

—Siempre supe que seguías vivo en alguna parte, que no quería convertirme en una viuda más. —le devolvió sus besos con ímpetu. —Por eso me fui al frente, para gastar hasta mi último aliento buscándote... pero nunca nos encontramos...

—Olenka cuando vi la pila de cuerpos quemados en la plaza de la ciudad, me negué a creer que estabas entre ellos, aunque todo el mundo dijera lo contrario. Preguntaba por ti en cada lugar, en cada regimiento al saber que había mujeres soldado y nadie me dio nunca noticias de ti. —le acarició los cortos y dorados cabellos.

—Usé el apellido de mi madre para que no supieran que mi padre era alemán y me enrolé con los polacos como una más. No conocías mi segundo nombre...

—Les enterré a todos al llegar a casa... y juré que nunca te enterraría a ti. —sentenció el hombre recordando los cadáveres de su familia— Siento la muerte de Stephan.

—Murió viendo cómo me violaban, Lajos... Cómo me robaban la inocencia que quería entregarte sólo a ti... —ella no pudo contener más el llanto acurrucándose contra su pecho.

Sosteniendo su rostro entre las manos, la miró enardecido de orgullo y entre besos y caricias contestó: —Sigues siendo tan pura como el día que naciste Olenka, no te han robado nada porque siempre has sido mía. Y cuando esta maldita guerra acabe, borraré con mi cuerpo las huellas de esos cerdos que mancillaron el tuyo.

Olenka estalló en amargos sollozos recordando la angustia y la impotencia en los ojos de su padre; el asco que se apoderó de ella al sentir las odiosas manos de aquellos bárbaros.

Para Lajos ya no importaba el sufrimiento de tantos años porque todo lo que amaba en la vida estaba entre sus brazos al fin; Ni siquiera le importaba estar atrapados en un túnel con minas que aterraban, aunque no las hubieran activado, si no necesitaba más luz que ella.

—Cariño ¿Cómo vamos a salir de éste agujero? —preguntó preocupado volviendo a la realidad de su situación.

Olenka colocó en su mano el paquete envuelto en el impermeable que sacó de la pechera de la chaqueta.

Lajos lo desenvolvió y descubrió maravillado su contenido: el plano del recorrido de los túneles, tanto interior como exterior, a lo largo de la meseta hasta las trincheras inglesas dibujado con el carboncillo que había robado.

Lo había ido copiando pacientemente en los cambios de turno de sus descansos mientras los demás dormían. Pero el segundo papel lo dejo asombrado, guardándolo en la tela y devolviéndolo a Olenka con sumo cuidado.

—Querido, vamos ayudar a nuestros aliados a ganar la guerra un poco más. Y para conseguirlo, debemos llegar a las trincheras aliadas antes de que los enemigos ataquen y puedan activar el otro túnel.

Decididos a completar su camino con la esperanza de salvar la vida, Lajos pidió a la joven que se arrodillara junto a él.

Soltando la cinta de la segunda lamparilla, la anudó en un extremo de su tobillo derecho, envolviendo la punta del cabo sobrante a la mano de su esposa.

—No lo sueltes cielo, así podrás seguirme sin tropezar.

—Lajos, si no conseguimos recorrer el camino deprisa se acabará el oxígeno...

—Te sacaré de este infierno aunque sea lo último que haga.

Besándola con pasión, se colocó a gatas en la misma postura y echó a andar. Al ser tan alto tenía que acurrucarse casi echado sobre los codos para no chocar contra las minas sujetas en el techo. El esfuerzo era titánico. Su espalda y su pecho se empaparon de sudor en aquella atmósfera asfixiante, arrastrándose como una enorme rata por el angosto pasadizo, iluminado por el leve reflejo de la luz que portaba sobre la frente.

Cada pocos metros, volvía el rostro para comprobar que su esposa seguía el ritmo. La joven le acompañaba penosamente, con la respiración entrecortada, jadeando indecisa mientras pisaba con las manos y las rodillas a ciegas.

Pronto perdieron la noción del tiempo. No sabían si había pasado 1 o varias horas; si la noche se alzaba sobre sus cabezas o el calor del sol.

Lajos la obligó a sentarse unos minutos al notar que el aire empezaba a enrarecerse.

Comprobó el mapa. Sus esperanzas se estrellaron contra el suelo al ver que habían recorrido muy poco espacio al iluminar el camino a su espalda.

Avanzaban demasiado despacio y el ánimo de Lajos iba decayendo al saber que en la superficie estaban esperándoles las trincheras de sus ejércitos.

Para no perderse en la oscuridad si la lamparilla se apagaba, había colocado hileras de su camisa deshilachada, hundiendo un extremo en las paredes, con la ayuda de las piedrecitas que encontraba a su paso.

Aún les quedaban 300 metros de recorrido y la falta de aire puro les pasaba factura, pero siguieron sin cesar.

Olenka sentía una dolorosa presión en el pecho, pues su cuerpo ya acusaba el trabajo de días anteriores; la misma presión que hacía gemir profusamente al húngaro.

—¿Queda mucho Lajos? —preguntó agotada.

—No cielo, ya falta poco. —mintió, suspirando porque ocurriera un milagro.

Apurando las últimas gotas de agua de la cantimplora, la animó a continuar. Los metros se fueron haciendo un auténtico suplicio a cada paso.

Los alemanes que habían excavado los túneles, colocando las minas, llevaban bombas de oxígeno acopladas a sus máscaras y no estaban encerrados con ambos lados de la galería tapados.

En cambio, ellos se envenenaban más y más cada segundo, sintiendo que la sangre se detenía lentamente en sus miembros.

Llevaban sepultados casi 6 horas recorriendo la que podría convertirse en su tumba y Lajos sabía que la falta de aire y el cansancio, les impediría llegar a su destino a tiempo de evitar una masacre.

Olenka le seguía a duras penas, ocultándole la asfixia que empezaba a embargarla y el sudor frio y los temblores que cubrieron su cuerpo de pronto.

Unos metros más... —pensó horrorizada de comprobar hasta que punto le fallaban las fuerzas.

Una sensación de vacío se instaló en su pecho mientras seguía reptando penosamente hasta la extenuación; hasta que sus pulmones fueron disminuyendo el ritmo y el aire se detuvo con un lastimero aliento consciente.

Concentrado en tirar de su esposa, Lajos no se dio cuenta de que arrastraba su cuerpo desmayado, puesto que él también luchaba contra el agudo dolor que aprisionaba su torso, cuando notó un golpe sobre su espalda.

Olenka no quiso alertarle de su fatiga, peleando con el cansancio, para no convertirse en una carga para el hombre.

—¡Olenka! —gritó tomándola entre sus brazos, desvanecida sobre sus rodillas.

La palidez de su rostro lo alarmó y plantándole cara a la muerte que había intentado acorralarle varias veces en su vida, se rebeló contra ella en un esfuerzo rabioso.

Leyendo el plano se obligó a continuar tozudo.

Envolviendo la cintura de la joven con su chaqueta, anudó la correa fuertemente al pliegue de la ropa y tiró como un perro de las nieves el trineo de su amo, en dirección al último recodo del túnel.

Miles de dolorosos pinchazos torturaron sus piernas y brazos, mientras recorría su camino a cierta distancia de Olenka para no golpear su cabeza con los pies.

Jadeando pesadamente, se obligó a andar a gatas rápidamente, a riesgo de que su corazón estallara por la presión que ejercía sobre él.

Apretando los dientes siguió y siguió al límite de su aguante, quedándose lentamente sin fuerzas ni aliento.

Lágrimas de rabia mancharon sus mejillas al comprobar que su vista se nublaba; que sus extremidades se negaban a dar un paso más y que sus pulmones inhalaban la última bocanada de oxígeno.

La imagen de sus manos arañando la tierra en el vano intento de impulsarse, se fue cerrando a la luz de la lámpara, desplomándose sin conocimiento a escasos metros del final de la galería.

Algo humedecía su mejilla en la oscuridad que envolvía su mente. Sintió el rostro frío por algo que caía sobre él. Lajos dudaba de cuanto tiempo había permanecido inconsciente pero pudo abrir muy despacio los ojos.

Gotas de agua le empaparon el rostro, convirtiéndose en una suave lluvia que impregnaba las paredes del túnel y el techo.

Parpadeando se tocó la cara y miró en derredor. A duras penas consiguió enderezarse y palpar la pared a su derecha.

—Agua... —murmuró lamiendo sus dedos con la boca reseca como el desierto.

Se volvió hacia Olenka, echada a su lado con la cabeza sobre su hombro, y roció su boca con las manos intentando despertarla.

Entonces escuchó los gritos y las voces sobre sus cabezas... y entendió el idioma.

Sus ojos se abrieron como platos al darse cuenta de que eran ingleses.

Tirando de Olenka de nuevo, volvió a arrastrarse hasta el final del túnel que se mostraba delante.

La lluvia se convirtió en regueros de agua que cayendo como cascadas por las paredes, amenazaban con inundar el agujero.

Ya en su destino, Lajos descubrió horrorizado que el agua subía muy deprisa al sentir helarse sus muslos y que cubrían la cintura de Olenka sentada sobre la pared, una vez la había desatado.

Echando a la muchacha sobre su espalda y atándole los brazos con la cinta sobre su cuello, golpeó con los puños el muro de tierra que les cortaba el paso a la libertad.

Arrancando a grandes pedazos el fango en el que se estaba convirtiendo la tierra, Lajos recibió un torrente de agua que a punto estuvo de derribarle hacia atrás.

Empujó con las pocas energías que le quedaban el resto de pared. El impulso le hizo caer al fondo de una trinchera inundaba que se había convertido en un improvisado lago.

El peso de Olenka le hacía hundirse. Impulsando sus agotados miembros hacia arriba, cerró los ojos al salir a la superficie, cegado por la claridad del sol que se abría paso en el cielo nublado tras la lluvia torrencial.

Abrazando a la chica por la cintura, la hizo flotar, mientras contemplaba los cadáveres de varios hombres ahogados a su alrededor con el agua llenando la mitad de la trinchera.

Cuando pudo parpadear, divisó a su derecha a unos soldados que sacaban a otros compañeros de la galería a su espalda, subidos sobre el muro.

Gritando con el último aliento que le quedaba, pidió auxilio al borde del desmayo. Sus lamentos fueron escuchados por los ingleses que corrieron hacia él, arrodillándose y lanzándose al agua para socorrerles.

Impulsando a Olenka hacia el borde para que la sacaran primero, aún inconsciente, flotó el tiempo justo de ver como los hombres la izaban con cuidado. Luego su propio cuerpo se rindió hundiéndose en el abismo.

Segundos después una mano tiró fuertemente de sus cabellos, sacándole la cabeza del agua. Los rizos pelirrojos del teniente escocés y su divertida sonrisa le dieron la bienvenida al mundo de los vivos, jalando de sus brazos con la presión de una tenaza hacia la seguridad del terreno seco.

—¡Tisza eres invencible como el demonio! —le gritó con una sonora palmada en la espalda que le hizo escupir el agua alojada en sus pulmones, echado sobre las rodillas del teniente.

Buscando desesperado a su alrededor entre las cajas de madera y los sacos, las tos que oyó tras de sí y la anhelante respiración que vino con ella, le descubrió el cuerpo de Olenka despertando a la vida; buscándole a ciegas con las manos.

Acercándose a ella, la envolvió entre sus brazos, frotándole la espalda para hacerla entrar en calor.

—Estoy aquí... se acabó... —le tomó las manos heladas.

El teniente O´Hara reprendió su actitud extremadamente cariñosa con repugnancia.

—¿Qué pasa Lajos? ¿La guerra te ha vuelto marica? No tienes que comerte a besos a tu compañero; sobrevivirá.

—¿Acaso no harías lo mismo si volvieras a tener en los brazos a tu esposa? —contestó señalándola con la cabeza, olvidando el trato de respeto que debía a su superior.

—¿Es una mujer? —preguntó asombrado. Acercándose a ella le tocó el rostro para mirar detenidamente la suavidad de sus rasgos. Los montículos que oprimían su camisa mojada no dejaban lugar a la duda; no lo había advertido entre el ajetreo de los hombres, hasta que no se fijó en su torso detenidamente.

—Me llamo Olenka, señor. Soy soldado... del bando... francés. —respondió con un leve susurro aterida de frío.

—¡Soldado Tisza! ¿Qué demonios haces ahí sentado? Vas a dejar que tu esposa se muera de pulmonía ¡Llévala con tus compañeros a un lugar seco! —ordenó impaciente.

Lajos se levantó como impulsado por un resorte, ayudándola a andar.

Se dirigió a otra de las trincheras en buenas condiciones que le señalaba el teniente acompañándoles.

Bajándola con sumo cuidado, Lajos dejó que uno de los enfermeros que conocía la llevara al cubículo improvisado con mantas, convertido en botiquín.

A medio camino, cuando la joven reconoció la voz del oficial se volvió casi corriendo hacia él. El gigante se adelantó caballeroso para que no tropezara y en un par de zancadas la tomó de la mano.

—Señor, tome. Esto es muy importante. —le pidió sacando del interior de su chaqueta el documento envuelto. —Espero que no se estropeara...

El hombre lo cogió desenvolviéndolo con cuidado.

—¿Qué es? —preguntó aún sin comprender, pues no entendía una palabra de alemán.

—La fórmula del gas mostaza. La robé al comandante alemán.

—¿Tú sola? ¿Y qué hacías con el enemigo? —respondió desconfiado.

—Salvarme de que me fusilaran. Me hicieron prisionero, señor. —la defendió Lajos llegando a su lado.

—Tenéis que contarme muchas cosas Tisza. Pero primero deben curarte esos ojos muchacha, para que puedas leer y traducirme esto.

—Muy bien señor. —contestó la joven dejándose llevar dócilmente a la enfermería mientras ellos la seguían.

—Tu mujer es admirable Lajos. Tienes mucha suerte. Ahora debo preparar el ataque a la meseta.

—Teniente, sabemos qué contiene esa meseta y cómo destruir su ataque —El escocés le miró con un gesto de incomprensión.

—Habla.

—Los alemanes han fabricado túneles con minas subterráneas alojadas en su interior en toda la sierra de Messines. Por la galería que nos sirvió de huida, no les dio tiempo a activarlas; no sé si lo hicieron en la segunda que construyeron. Cuando nuestro ejército pise la tierra volarán en pedazos.

—Tengo desplegado un par de contingentes listos para atacar a mis órdenes. —respondió preocupado. —¿Cómo sabremos donde están colocadas?

—Con el mapa que hizo Olenka.

Tanteando el borde de su bota derecha, Lajos sacó el papel envuelto en varios trozos de su camisa, escondido al fondo de la bota para que no se perdiera antes de caer desvanecido en el túnel. Al ser de buen material impermeable el agua no lo había destrozado. Dio gracias a Stephan por haber incluido sus propias botas en la mochila.

El oficial lo abrió, descubriendo la localización exacta de los proyectiles, señalados con flechas que indicaban los metros que separaban unos de otros.

—Tengo que dar las gracias a esa chica ahora mismo. Y recuérdame que os proponga para una medalla. —se acercó el pelirrojo con Lajos a su lado ya en la entrada de la tienda.

Permanecieron respetuosamente callados, mientras el doctor Lawrence, un londinense alto y extremadamente delgado hacía su trabajo.

Los ojos de Olenka estaban descubiertos. Con ayuda de una pinzas desinfectadas en un poco de agua hirviendo y unas gotas de bourbon, retiraba los restos de metralla en los párpados ante los estremecimientos de la chica.

Los labios blancos de la joven revelaban que padecía un daño atroz, manteniéndose inmóvil, con las uñas clavadas en el borde del jergón.

Lajos sufría al verla, impotente ante su dolor. Sentándose sobre una caja a su lado, le cogió la mano entre las suyas para animarla.

Las profundas heridas que cruzaban sus ojos se revelaron crudamente volviendo a sangrar. Con sumo cuidado el médico le abrió los párpados, haciendo caso omiso del grito que la enferma emitió.

Un zumbido atronó la mente de Olenka; el cansancio agotador de tantos días en tensión le dio descanso a su tortura y cayó desvanecida finalmente.

Agradecido al cielo por esos instantes de sopor, su marido se mantuvo atento a la exploración. La metralla no había caído al interior de las órbitas oculares. Un examen más exhaustivo de la córnea hizo sonreír al doctor, que miró al húngaro con un gesto negativo de la cabeza.

—Muchacho, afortunadamente la córnea parece intacta. Pudo cerrar los ojos a tiempo. Sólo un resto de metralla estaba clavado dentro del párpado inferior, pero el iris y el cristalino también están intactos.

—¿Va a quedarse ciega? —preguntó con un hilo de voz.

—Aún es pronto para saberlo. Tardará unos meses en curarse.

Cogiendo un bote de cristal alargado de su maletín, extrajo un poco de polvo pulverizado que echó en el recipiente a su espalda donde hervía agua y unas gotas de aceite. Unió a la mezcla unas onzas de cera blanca.

—¿Para qué es eso? —se interesó Lajos.

—Es polvo de albayalde. Cicatriza rápido y ayuda como sedante.

Limpiando las heridas con un paño también hervido, untó el emplasto con una pequeña espátula sobre los ojos. Una vez extendida, envolvió su cabeza con una venda limpia y la dejó descansar.

—Que repose tranquila unos días. —advirtió el médico al escocés saliendo con él de la tienda para que no la molestara. Estaba harto de que el oficial le apremiara para remendar a sus soldados y que volvieran rápido a la lucha.

Lajos la besó con ternura en los labios. El médico la había desnudado para que no se enfriara y la había cubierto pudorosamente con un par de mantas.

Se despojó de la chaqueta empapada, colgándola del gancho exterior fuera de la tienda. Se sentía mareado y somnoliento por el cansancio.

Cogiendo otra manta del montón que había dejado el médico, se envolvió en su calor acogedor después de la humedad que le había hecho tiritar, quedándose profundamente dormido echado en el jergón junto a su esposa.

Sumidos en aquel sueño reparador, la pareja ni siquiera oyó los atronadores sonidos de la artillería y los obuses ingleses que atacaron la meseta con todos sus efectivos.

Entre llamaradas que levantaban tierra, polvo y árboles a su alrededor, arrebataron y recuperaron la sierra a los alemanes.

Gracias al coraje de Lajos y Olenka, el 8 de Junio de 1917 los aliados dieron un golpe bajo a la moral germana.