PRÓLOGO

Sentado al fuego del hogar miro atrás en el tiempo para recordar la fuerza de la estirpe que corre por mis venas: la sangre del Gran Príncipe de los magiares Árpád, nuestro Fedelejem

[1] descendiente de Attila.

Dicen que Bela IV, el último soberano de los Árpades, murió sin herederos. No es cierto, la esclava romaní Ilona llevaba un hijo en sus entrañas cuando huyó a las montañas antes de fallecer su amado Rey.

Aquel niño era mi antepasado más remoto. Mezcla de sangre gitana y noble, los Tisza vivieron con esplendor en Pest hasta la guerra de la Independencia de 1849. En ella mi bisabuelo Sandor se arruinó perdiendo todas sus posesiones ante el poder de los Habsburgo, trabajando como vasallos de la nueva nobleza durante 40 años.

A la muerte de Sandor, su hijo Béla decidió probar fortuna en el resto de Europa cansado de rendir pleitesía a quien no era dueño de su tierra.

Viajaron por Austria y Alemania.

Lograron establecerse unos años en Berlín pero un nuevo revés de la fortuna, en forma de devastador incendio que destruyó su hacienda por completo, les obligó a seguir deambulando.

Finalmente sus descendientes llegaron a Polonia a finales de 1913.

De Lodz a Sieraz, pasando por Radom y otras ciudades sólo encontraron el rencor y la superstición de la gente.

Extranjeros y vagabundos era mala combinación. Su herencia aristócrata de nada les servía cuando les consideraban ladrones, juzgando con dureza su piel morena y su aspecto bohemio. Pensaban que arrastraban la mala suerte al ganado, a los campos e incluso que provocaban enfermedades a sus hijos.

Si encontraban buenas tierras para cultivar se quedaban en ellas un corto periodo de tiempo. Nunca demasiado porque solían aparecer numerosos instigadores que no deseaban gitanos cerca de sus aldeas.

Lajos, el joven heredero acompañaría a su familia en el penoso exilio.