Capítulo 5.

En el transcurso de los meses siguientes la recuperación de Olenka fue lenta y progresiva.

El intenso dolor de sus ojos se apaciguaba despacio cada jornada, hasta convertirse en un leve latido, como el sonido del corazón de un animalillo asustado. Así se sentía la propia joven siendo llevada de una trinchera a otra, cuando las lluvias continuaron inundándolas y los hombres luchaban contra el fango que amenazaba convertirlos en estatuas eternamente fundidas en el barro.

Lajos no se separaba de ella, dividiéndose entre ayudar a sus compañeros cargando enseres y armas como una mula; y el deber hacia su esposa.

Cuando tenía descansos deletreaba pacientemente el informe alemán, escribiendo en su rudimentario inglés, la traducción de Olenka que uno de sus compañeros mejoraría para el alto mando.

Finalmente, O´Hara tuvo ante su mesa el origen y la composición

[21] efectiva del gas, que enviaron por telegrafía a todos los puestos británicos para fabricarlo y oponerlo a los alemanes.

Pero también llegaron malas noticias a finales de Julio desde Passchendale. La artillería alemana barrió durante días los regimientos de Lancaster y York, que se enfrentaron a la ira de sus metralletas sin conseguir avanzar, cayendo en una trampa de muerte.

La navidad de 1917 envolvió las trincheras de apatía y profundo cansancio. Casi 4 años luchando en una guerra interminable dejaba huella en los hombres, hastiados y agitados de tanta muerte y sufrimiento.

Habían visto morir a sus compañeros y hermanos de sangre destrozados por la metralla, abrasados por el gas y aniquilados como las ratas que sobrevivían cebadas con la carne de los cadáveres en las trincheras.

El único soplo de aire fresco lo había traído aquella chica disfrazada de hombre, que a pesar de su ceguera, siempre intentaba consolar al regimiento.

Olenka era tratada como un ángel enviado del cielo. Sus inestimables conocimientos de medicina eran la salvación para todos.

Les ayudó a tratar el pie de trinchera; aquella odiosa enfermedad que helaba sus pies ante la humedad eterna del suelo y que hacía gangrenarse los miembros. Tanteando con cuidado, con la venda aún en los ojos y guiada por su propio instinto, envolvía los pies en paños hervidos en agua de lluvia, manteniéndolos calientes antes de que la congelación los pudriera.

Como una madre solícita, consolaba a los chicos más jóvenes cuando tenían que saltar la trinchera acongojados por el pánico. Ella les infundía valor recordándoles que luchaban por sus madres, sus novias, sus hermanas... para que vivieran en paz sin la opresión germana que quería abatir Europa.

La noche de Navidad, los hombres le prepararon una cena especial con pudin que guardaban de sus últimos envíos y té caliente.

Lajos consentía aquella adoración a regañadientes, a ratos celoso de no tenerla para él sólo. Pero jamás sería tan mezquino para reprochárselo a sus compañeros aunque en ello le fuera la vida.

Cuando la joven ayudada por su marido, se acercaba a la mesa hecha de cajas al otro lado de la trinchera, una enorme rata se abalanzó sobre la bandeja del pudin sin que los soldados se percataran de nada a sus espaldas, distraídos en su propio aseo para la cena.

Un disparo retumbó en toda la trinchera, sobresaltándolos.

La rata saltó en pedazos sin probar la comida, ante la atónita cara de Lajos, al volverse y descubrir quien lo había hecho.

En cuestión de segundos, Olenka había apuntado al animal cercenando su vida, con los ojos abiertos y un leve rastro de cicatrices a su alrededor Hacía 2 días que no llevaba las vendas mientras Lajos no pudo estar con ella por una misión de reconocimiento, y volvía a portar su pistola al cinto.

Quería dar una sorpresa a su marido, pues una semana antes, el doctor le permitió abrir los ojos unos minutos al día para recuperar la elasticidad de sus párpados y agudizar la visión con algunos ejercicios.

Contemplando a Lajos embargada por la emoción, con aquellos brillantes ojos de cielo, le susurró:

—Feliz navidad cariño.

El húngaro la abrazó, manteniéndola apretada contra él, propinándole un intenso beso en los labios que los soldados corearon entre vítores.

Lajos había ocultado a sus compañeros, incluida la propia Olenka, el miedo que sentía de que quedara ciega definitivamente.

Estaba dispuesto a ser sus manos y sus ojos el resto de la vida, sin importarle lo más mínimo que no pudiera volver a verle. Pero le aterraba sobremanera el sentimiento de impotencia de su esposa, tan independiente y decidida, que convertida en una inválida acabaría con ella embargándola de una profunda pena durante el resto de sus días.

La vida en el frente siendo pareja se tornaba difícil. Lajos y Olenka no podían comportarse como el matrimonio que eran, sino como dos soldados más del regimiento.

La intimidad entre los dos era un bien escaso, tanto, que sólo se permitían algún beso furtivo en la oscuridad de la noche apenas rozando sus labios.

Aunque deseaba fundirse con su marido en abrazos constantes y lenguas enlazadas con pasión, la joven comprendía que no sería junto para el resto de la tropa.

Expresar la felicidad de estar juntos frente a los hombres, era una manera egoísta de recordarles que ellos no tenían a sus esposas y novias a su lado.

Lajos se comprometía a la norma de guardar las formas que Olenka le había impuesto, con todo el dolor de su corazón... y de su entrepierna.

Mientras ella hacía su turno de vigilancia rifle en mano, observando con cuidado por la pequeña abertura cubierta con una manta, el terreno enemigo; Lajos procuraba olvidar los sueños eróticos que turbaban sus pocas horas de descanso.

Con sólo pensar en ella, su cuerpo se encendía y su mente imaginaba que la tendía en un rincón de la trinchera, poseyéndola desnuda entre jadeos.

Pero aquellas imágenes repletas de sensualidad, se convertían a veces en pesadillas, cuando contemplaba la visión de Olenka acribillada a balazos; cayendo de nuevo ante el fuego alemán o saltando hecha pedazos con una granada.

Se despertaba terriblemente asustado, corriendo para comprobar que la joven seguía viva y respirando aliviado al encontrarla sonriente.

Velando por sus vidas y las de sus compañeros, la joven pareja casi no notó el paso del tiempo hasta mediados de 1918 al llegar la primavera.

El clima se hizo más cálido y los ánimos se enaltecieron con la retirada de las frías temperaturas.

Los alemanes querían tomar Amiens que era el centro de los trenes que surtían a los aliados.

El teniente O´Hara reclutó a varios de sus mejores hombres para defenderlo, entre los que se encontraba Lajos.

De madrugada, el húngaro no pudo despedirse de su mujer. Había salido con otro destacamento para una segunda misión en Cambrai. Los dos seguían enfadados. A la chica aún le duraba el cabreo durante el viaje con la otra parte del regimiento.

Olenka sintió fuerzas renovadas como antaño junto a María y sus compañeras.

Los meses de confinamiento con los ojos vendados se habían acabado por fin. Ahora tenía más ganas de luchar que nunca, pues los rumores contaban que aquella odiosa guerra pronto vería su fin.

Había una poderosa razón por la que deseaba también escapar de la atención de su marido: el exceso de protección que Lajos ejercía sobre ella comenzaba a asfixiarla. Estaba pendiente de cada uno de sus movimientos y sólo veía frente a él a su esposa, no a un soldado más como ella deseaba.

Días atrás tenía turno de guardia en el mirador de la trinchera, un orificio con el tamaño justo para acercar la cabeza y el arma. Lajos se ofreció a relevarla con cortesía.

Olenka se negó, apuntando con el rifle hacia el enemigo a través de la abertura, mientras Lajos le daba insistentes indicaciones de cómo apuntar mejor.

—Baja un poco el rifle y sube el hombro. —comentó tras ella. —Agacha la cabeza, así no apuntarás correctamente...

—¡Cállate Lajos! se disparar. —le interrumpió con sequedad.

—Si sigues mis instrucciones darás antes en el blanco si aparece la sesera de un alemán en tu punto de mira... —insistió de nuevo.

—Gracias, pero no necesito tu guía. —repuso molesta, moviendo nerviosa el rifle.

Él iba a responderle volviendo la cara, cuando una detonación irrumpió por el hueco y la bala rozó el hombro de la chica, clavándose en la pared a escasos centímetros de la cabeza del hombre.

Haciendo caso omiso del grito del húngaro, Olenka disparó una ráfaga que iluminó la noche y la cabeza del enemigo, horadando su casco.

Al escuchar el disparo, los hombres que dormían se despertaron sobresaltados.

Lajos se acercó a ella preocupado, quien con un brusco empujón le apartó de su lado. La bala había desgarrado la hombrera de la chaqueta de la joven, haciéndole un surco profundo que lavó con un chorro de brandy de la petaca que guardaba en su petate.

Su marido, pálido como la muerte que arrastraba sobre sus hombros el alma del alemán, caminó hacia ella decidido.

O´Hara apareció saliendo del jergón de su oficina, profiriendo voces.

—¿Qué coño ha pasado? —preguntó con ojos legañosos de sueño.

—Nada señor. Ahora hay un alemán menos en el campo contrario. —respondió sonriendo satisfecha.

—¡Volved a vuestro puesto! —les ordenó regresando a su cubículo.

—Déjame ver la herida. —se ofreció Lajos cogiéndola con cuidado del brazo.

—Eres tan estúpido que conseguirás que nos maten. —masculló con desprecio, apartándole la mano.

—No puedes evitar que me preocupe por ti. —repuso el húngaro con gesto enojado. —No quiero que te hagan daño.

—Y yo quiero que te mantengas lejos de mí y con los cinco sentidos puestos en el combate... no en mi trasero.

—Eres mi mujer y no pienso dejar que te ocurra algo. —respondió perdiendo la paciencia por momentos.

—Métete en esa cabezota tan dura que tienes, que aquí soy un soldado ¡no tu damisela! —contestó insolente apuntándole con el dedo. —Esa bala podría haberte matado a ti también, imbécil.

Dejándole sin réplica volvió a su puesto.

—¡Esto no quedará así maldita terca! —gritó Lajos saliendo a grandes zancadas hasta la otra punta de la trinchera.

Las risas contenidas de los soldados en un murmullo acompañaron su huida.

Ni siquiera se despidieron con un beso... y lo lamentarían.

El convoy a caballo llegó cerca de la estación, desplegándose en los alrededores junto al 5º ejército.

Lajos continuaba con el ceño fruncido por sus diferencias maritales.

Sus compañeros no osaron dirigirle la palabra en todo el trayecto, sabían que reaccionaba como un toro embistiendo a quien se interpusiera en su camino, cuando estaba de mal humor. Los rumores de la destreza del húngaro en la lucha corrían a la par de su mal genio.

Desde el instante en que afianzaron su posición en el terreno, formando barreras con sacos para defenderse, no tuvo más opción que olvidar sus problemas con Olenka.

Ese 21 de marzo, los alemanes arrasaron durante toda la jornada la línea aliada, haciendo de los británicos una masacre.

A lo largo de 5 horas, cayeron sobre Lajos y sus compañeros 1 millón de proyectiles.

Los soldados a su alrededor volaban en pedazos, sin darse apenas cuenta de que la muerte los arrastraba entre sus brazos.

En minutos, el húngaro se vio corriendo entre miembros desgarrados, barro y sangre, que le cubría de pies a cabeza bajo una lluvia metálica infernal y cráteres por doquier.

Muchos oficiales no pudieron organizar al ejército, huyendo despavoridos a guarecerse tras los árboles donde buenamente estuvieran a salvo.

Lajos ayudó a O´Hara a reunir a los pocos hombres que como él seguían con vida, recogiendo a los heridos que tenían posibilidad de cura.

El hombre suspiró aliviado de que su esposa no estuviera entre ellos, pues difícilmente hubiera esquivado los proyectiles sin estar pendiente de ella.

La vergonzosa retirada ante el avance de 70 kilómetros de los alemanes y tener que cederles el Somme, fue una dura prueba para el ejército británico.

Pero Olenka no lo tenía más fácil.

Al oeste de Cambrai había una brecha por no haberse terminado a tiempo las trincheras. Los alemanes utilizaron esa brecha para seguir su avance.

Mary y Bobby, como bautizaron a los enormes tanques Mark, recorrían la línea intentando socorrer y tapar aquella enorme brecha con su artillería.

Atacaban en grupos de 3: uno de avanzaba, que aplastaba las alambradas y sin cruzar la trinchera, barría con las ametralladoras al enemigo. Los otros dos, en retaguardia, tendían las pasarelas metálicas que llevaba dobladas sobre el morro y disparaban hacia los lados con el ejército de artillería, escudándose tras ellos.

Las impresionantes bestias desplegaron las rampas por debajo de sus ruedas. La comunicación entre los tanques, tenía que llevarse a cabo con hombres que corrieran de una máquina a otra, para llevar las órdenes a los 8 soldados apostados dentro.

Si Lajos hubiera visto que uno de esos correos era Olenka, habría puesto el grito en el cielo.

Ligera como el viento, atravesaba la distancia entre los dos colosos entrando a trompicones por la escotilla lateral, entregando las coordenadas necesarias para el avance.

Saltando entre bombas y la tierra que la cegaba, parecía una hermosa valquiria que dejaba boquiabiertos a los hombres al recibirla. Su pelo había crecido en media melena hasta las orejas y debía volver a cortarlo, pues ahora sí que parecía una mujer.

Cuando entregaba el último documento, el soldado de ojos azules que la recibió, le soltó entre gritos:

—Dile al comandante que los nuestros han caído en Amiens.

El primer pensamiento de Olenka fue para su esposo. Como alma que lleva el diablo, corrió de un salto hasta la plataforma, lanzándose como una loca por el terraplén de la trinchera que había subido tantas veces ese día.

El recorrido se le hizo interminable hasta la garita del Capitán Pearson que esperaba para darle nuevas órdenes.

El oficial, más bajo que ella y calvo, estaba dando instrucciones al telegrafista sentado en una esquina.

—Señor, tengo noticias de Amiens. —le dijo con la voz entrecortada.

—Lo sé soldado. Han caído 21000 de los nuestros. —repuso el oficial con pesar.

—Debo volver con mi regimiento. Mi marido... está allí. —contestó angustiada.

—No puedes. Tenemos que movernos hasta Paris. Se espera una gran ofensiva del enemigo.

—Yo no voy, señor. Vuelvo atrás con los míos. —repuso decidida dando media vuelta.

—¡Es una orden soldado! salimos en media hora y te juro que nadie te prestará un caballo para marcharte. —Olenka oyó un pequeño clik— te pegaré un tiro aquí mismo por desertora. Tu marido se las arreglará Olenka ¿No es el valiente húngaro?

La joven asintió sin rechistar al ponerse de nuevo frente a él, comprobando como el oficial volvía a meter su pistola en la culata del cinto.

Ya había comprobado que los ingleses eran capaces de matar a sus propios soldados por la ridícula idea del honor.

Había visto como apuntaban a la cabeza a los chavales jóvenes, casi unos niños que venían por primera vez al frente y que se morían de miedo al tener que saltar la trinchera. Algunos oficiales les daban a elegir entre saltar fuera o pegarles un tiro y que su cadáver volviera a casa como un cobarde.

Olenka sabía que no bromeaban a la hora de acabar con sus vidas si no obedecían las órdenes.

Lajos se sintió como una fiera enjaulada al escuchar las palabras de O´Hara con noticias del regimiento de Olenka.

—He recibido nuevas instrucciones. Tu esposa parte a Paris junto a los franceses para contener el próximo ataque alemán.

El grito de furia del húngaro resonó como un vendaval en toda la trinchera.

—¡Me voy con ella! —repuso andando hasta su jergón para recoger el petate con sus cosas.

—¿Vas a ir andando sólo? Serás un blanco fantástico para esos perros alemanes.

—Estuvimos separados casi 4 años. Ya estoy harto de encontrar mil trabas en nuestra vida juntos. Atravesaré el infierno si hace falta para llegar a hasta ella.

—Para, Lajos. —le advirtió el oficial cogiéndole de los hombros— Sobrevivirá mejor sin tenerte a su lado. —le aconsejó obligándole a mirarle.

El joven iba a interrumpirle pero el inglés cortó en seco su perorata.

—Cuando discutió contigo, llevaba toda la razón. Junto a ella pierdes la calma y el sentido común.

El hombre comprendió que la reprimenda era bien merecida, recordando el peligro que acaba de pasar en Amiens.

—Piensa que tienes suerte de haber compartido unos meses con ella. Yo hace 4 años que no acaricio los rojos cabellos de mi esposa... —repuso apesadumbrado.

—¿Cree que estará bien allí? —preguntó terriblemente preocupado por Olenka.

—Debéis luchar para volver vivos, cada uno por vuestro lado. —una carcajada le invadió de improviso. —Además húngaro, esa tigresa es la horma de tu zapato ¡Te meterá en vereda en cuanto compartáis el mismo techo!

Lajos no pudo evitar reír ante el comentario, con un nudo de aprensión en el estómago, pensando en ella.