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La política de exterminio

Quien aspira a acercarse al propio pasado sepultado ha de comportarse como el que exhuma un cadáver.

WALTER BENJAMÍN

LA OLA DE VIOLENCIA QUE asoló las regiones controladas por los sublevados desde un primer momento fue consecuencia de un plan previo de exterminio. Este plan, verdadera aportación del «18 de julio» a la tradición militarista, se puso en marcha desde el mismo momento en que los golpistas pisaron las calles proclamando sus ilegales bandos de guerra. Desde entonces la represión se constituye en el eje del Nuevo Orden que los sublevados dicen traer y en única forma de respuesta a todo tipo de situaciones. Este proceso represivo buscaba cortar de raíz el ciclo reformista abierto en España con la proclamación de la República en abril de 1931. Su objetivo era arrasar todo lo relacionado con la República procediendo a la vez al aniquilamiento de sus protagonistas. Desde los primeros días van cayendo alcaldes, concejales, líderes políticos y sindicales, simples militantes de partidos, maestros y sobre todo obreros de toda condición, cuyo único delito fue haber participado en ese proceso o, por extensión, pertenecer a los sectores sociales que lo apoyaban. Y con ellos caen también en muchas ocasiones familiares y amigos. Los excesos por parte de los asesinos patológicos que surgen por todas partes y las venganzas personales constituyen algunas de las claves con que se ha querido en ocasiones justificar la represión, sin caer en la cuenta que más que «consecuencias de toda guerra civil», excesos y venganzas fueron en realidad algunas de las formas de dominio elegidas por los golpistas para imponerse. Sabedores que la mayoría social no apoyaba el golpe, decidieron no sólo eliminar a los elementos relevantes sino efectuar severas purgas entre la masa obrera y la clase media progresista.

El terror fascista actuó al mismo tiempo de un modo lógico, eliminando a las personas más destacadas política y socialmente, y de un modo azaroso, quitando la vida a personas carentes de significación política alguna. El propio terror se encargaba de extender el efecto de aquellos asesinatos llevando a los aún sobrevivientes a preguntarse una y otra vez, sin obtener respuesta, las causas de la muerte de unos y otros mientras entre los vencedores circulaba el «algo habrá hecho». En zonas de base agraria con una fuerte militancia de izquierdas, esta depuración de carácter clasista fue dirigida con límites muy amplios e incluso difusos contra la población jornalera y la clase media progresista, llegándose a establecer un mínimo represivo a partir del cual todo dependía de las peculiaridades locales, especialmente de la tradición de lucha y del talante de la oligarquía local. A la muerte se sumó además el robo sobre los bienes de los vencidos, sobre sus partidos y sobre sus sociedades. Todo —viviendas, tierras, negocios, cuentas bancarias, etc.— fue incautado y pasó a otras manos. Este expolio, esta «desamortización de bienes marxistas», esta opresión total sobre los vencidos, se dio desde los primeros días del golpe y se prolongó hasta los inicios del proceso migratorio, verdadera válvula de escape para un experimento político ya agotado. Para entonces, con el final de la guerrilla en toda la zona sur y en casi todo el país, se alcanzó el grado máximo del terror, aquel en que este ya no encuentra oposición alguna.

La política de exterminio fue en todo momento ajena e independiente del curso de los acontecimientos bélicos y quienes la realizaron estaban convencidos que la oposición al golpe militar sería cosa de poco tiempo. No obstante, aunque no ocurrió así, lo hecho desde julio era ya terreno ganado para el franquismo, para ese Nuevo Orden mezcla de tradición y fascismo que inició su largo recorrido ya en 1936 allí donde los golpistas lograron imponerse. Los sublevados fueron conscientes en todo momento de lo que estaban haciendo y de las limitaciones y dificultades existentes para justificar y legitimar su plan. Aunque a la hora de reprimir tenían más en la cabeza los años republicanos que los «días rojos», aprovechaban la violencia contraria para justificar la propia, de ahí que exprimieran al máximo los pocos ejemplos de terror rojo que les dio el Suroeste; y de ahí que, tal como dejó escrito Antonio Bahamonde, llegaran incluso a recrear situaciones apropiadas de ese terror para los «Hermanos Burgos», los fotógrafos favoritos de Queipo.

No obstante, siempre supieron que no había comparación posible. Entre las ventajas que traería para los sublevados la definitiva transformación del golpe militar en guerra civil que se opera a medida que la República se rehace y, sobre todo, tras el fracaso ante Madrid, debe destacarse la de convertir convenientemente el plan de exterminio en algo así como un apartado del conflicto bélico. Todos serían ya los «muertos de la guerra». ¿Quién salvo los familiares de las víctimas, después de tres años de lucha, se iba a acordar de las pequeñas historias que sembraron de terror media España dos años y medio antes? Todo esto pertenecía al campo de la memoria prohibida. Golpe y represión quedaron absorbidos por la guerra. Fue así como el golpe se transformó en guerra, los golpistas en soldados y los homicidios en fusilamientos. La guerra todo lo transformaba. Según Siurot y Pemán, hasta los señoritos andaluces ascendían a señores al tomar fusil y caballo. Y fue así como el aniquilamiento de miles de inocentes quedó comprendido dentro de los inevitables «desastres de la guerra». Desde este punto de vista, al poder ocultarse tras ella, la guerra redimió a quienes durante varios meses participaron en el plan de exterminio, permitiéndoles volver con medallas y con un historial de campaña con fecha de inicio —de «incorporación al Movimiento»— de 18 de julio del 36. Los «servicios prestados» entre esa fecha y la incorporación al frente quedarán para siempre en la zona oscura y sólo saldrán a flote cuando sea necesaria la exhibición interna de méritos.

Aunque existen variaciones según la zona, en casi toda la España dominada se vivirá una era de terror que tendrá su apogeo en el verano y otoño del 36 e irá declinando lentamente hasta febrero o marzo del año siguiente. La gran purga de urgencia, con miles de muertos, se efectúa en los meses de agosto y septiembre. Esta fase venía ya orientada por los planes de los golpistas y tuvo su puesta a punto en las reuniones celebradas a comienzos de agosto en Sevilla entre Queipo, Franco y Mola. Por el contrario, la maquinaria que producirá el Decreto sobre Inscripción de Desaparecidos de noviembre, parche de urgencia a un grave problema, y el aparato judicial–militar que entrará en acción en los primeros meses de 1937, base de la segunda etapa represiva, se pondrá en marcha cuando el general Franco asuma el mando de la Junta Militar y del Nuevo Estado en octubre de ese año. Tanto una como otra, con la derrota ante Madrid en medio, son fases de un mismo proceso, el que de golpe militar devino en guerra. Pese al decreto, la desproporción de la represión aconsejó su parcial ocultación, lo que se consiguió poniendo todo tipo de trabas a las familias de las víctimas y falseando las que llegaban a inscribirse. A estas alturas hay que reconocer que el fascismo español consiguió su objetivo, de forma que actualmente no es posible conocer las verdaderas dimensiones de la represión en las zonas donde triunfó el golpe. A pesar de la avalancha de inscripciones de finales de los setenta y comienzos de los ochenta, y a falta de la apertura a la investigación de algunos archivos militares, miles de personas siguen sin ser inscritas y casi con toda probabilidad ya nunca lo serán. Este problema no existe allí donde el proceso represivo fue absorbido exclusivamente por los consejos de guerra. Sin embargo en la zona estudiada, a pesar de la puesta en marcha de la maquinaria judicial–militar, nunca dejaría de existir la represión salvaje.

La forma en que se impuso el golpe en 1936 allí donde triunfó no volvió a repetirse. Por más dura que fuese la represión efectuada en las regiones que van cayendo en poder de Franco a partir de los primeros meses del 37 y hasta abril del 39, nunca volvieron a darse las circunstancias excepcionales del verano del 36. Tampoco será fácil igualar el estilo de guerra colonial marcado por el Ejército de África. En el Suroeste, en Cádiz, Huelva, Sevilla, Córdoba o Badajoz, más que de matanza hay que hablar de genocidio, de eliminación masiva de personas por causas políticas y con el único objeto de acabar con el sistema político legal, incluso con una cultura política, para imponer otro más acorde con los intereses de los perdedores de las elecciones de febrero del 36. Por otra parte, la represión habida en posguerra sobre los que habiendo sido apresados van siendo enviados a sus provincias de origen, demuestra el hecho terrible que si muchas de las personas que en el 36 permanecieron en sus pueblos y ciudades, convencidos de que nada les pasaría, hubieran escapado a la zona republicana, las posibilidades de conservar la vida hubieran sido mucho mayores. La razón es simple: la justicia franquista se adaptaba a las necesidades de cada momento. En 1940 o 1941, con el triunfo asegurado, el régimen fascista ya no necesitaba matar a tanta gente. Además, en 1941 y 1942, el hambre y las enfermedades que reinaban dentro y fuera de las cárceles se suman a la tarea exterminadora. Ya no hacía falta ni siquiera ocultar la represión, que ahora sí se registra por ser casi en su totalidad fruto de la gran farsa de los consejos de guerra. Nada de esto hubiera podido hacerse sin el concurso del aparato judicial–militar, que además absorbió lo que quedó de la justicia civil, consumándose el absoluto predominio de lo militar sobre lo civil. El sueño de Felipe Acedo Colunga se había cumplido con creces. No hará falta insistir en el papel fundamental desempeñado por este jurídico–militar que con su experiencia y formación fue capaz de crear para los sublevados un armazón ideológico y jurídico con el que afrontar el golpe militar y el plan de exterminio. Tampoco hará falta insistir en la importancia de la aportación eclesiástica. Sólo desde la directa y activa implicación de la Iglesia en dicho plan puede entenderse la magnificación constante hasta nuestros días de su propio martirologio.

Esa fue la cuota especial de sangre y terror que pagaron todas las regiones donde triunfó el golpe cuando todavía la caída de Madrid era cuestión de semanas. Y fue esa cuota la que igualó lo ocurrido en las provincias del Suroeste con esas otras «guerras» vividas en Castilla, Galicia, La Rioja, Navarra, Aragón, Baleares o Canarias. Fue así, mediante un plan de exterminio general confirmado por cada una de las investigaciones recientes[127], como se consiguió aplastar definitivamente el movimiento obrero y el mundo político y social republicano, y fue así, a la vez, como se logró involucrar en el proyecto involucionista a amplios sectores de la población. Los agentes represivos, los verdugos voluntarios o involuntarios, fueron ampliándose con el tiempo. Los documentos consultados en los archivos judiciales militares demuestran que fueron muchas personas las implicadas en el proceso, que entre la firma de Queipo o de Franco y el disparo en la nuca al borde de la fosa común había muchos niveles. Si en el verano del 36 eran guardias civiles, falangistas y requetés, cívicos o fuerzas militares, a principios de los años 40 eran ya simples soldados en interminable período militar los que componían los pelotones de ejecución, soldados a los que se comunicaba la misión poco antes de efectuarla y que tenían que disparar en ocasiones contra personas de su entorno social a las que incluso conocían. La violencia desbordó toda previsión y cuando se desvaneció el clima que permitió llevar a cabo semejante carnicería ya no había posible marcha atrás, ante lo cual sólo quedaba justificarla para siempre. Ahí encajaba la advertencia de Acedo Colunga en el sentido de no bajar nunca la guardia, aunque los recuerdos de la persecución roja se desvanecieran o en caso que, cuando la Cruzada ya sólo fuese un recuerdo, surgieran sentimientos contrarios al mantenimiento de la represión. Como se pudo leer en el ABC de cuatro de abril de 1939: «Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos. España, con el favor de Dios, sigue en marcha, Una, Grande y Libre, hacia su irrenunciable destino»[128]. Mayor espíritu inquisidor aun pudo percibirse en Pemán, quien llegó a plantear que más que a los «rojos» había que temer a los «enrojecidos» por temor a que «tiñeran a España de las propias ideas que estamos con tanta sangre ahuyentando y venciendo»[129]. Había que mantener a toda costa los ideales del «18 de julio».

De esta forma el espíritu de exterminio, a través de múltiples formas, pasó a formar parte de la vida de todos, convirtiéndose inevitablemente en el legado oculto y permanente del fascismo español, en un elemento constante de contrapeso frente a cualquier opción e incluso en factor condicionante de toda posible salida política. De ahí que lo que pudo tener fin veinte largos años después del golpe, si al final de la guerra hubiera prevalecido un proyecto reconciliador, se prolongó durante otros veinte años que debían asegurar de manera definitiva que el «pacto de sangre» firmado el 18 de julio del 36 nunca sería traicionado. Al fin y al cabo todas las dictaduras sangrientas, una vez realizada la gran tarea, la misión quirúrgica de urgencia[130], siempre han buscado lo mismo: autoamnistía, impunidad y olvido.