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Derrotados y marginados

La Historia, con mayúsculas, la cuentan los vencedores, pero las historias, con minúscula, las cuentan los supervivientes.

ALEKSANDER HEMON[131]

UN REGISTRO DOMICILIARIO efectuado en un pueblo de la comarca de la Noguera, puso en manos de las fuerzas de orden público las cartas que un convecino había remitido en 1945 desde el penal de Chinchilla (Albacete), donde cumplía condena, a un correligionario, amigo de la infancia[132].

En una de ellas, además de desahogarse contra el régimen en los términos crípticos al uso, agradecía la ayuda recibida para hacer frente al hambre que pasaba en la cárcel y enviaba una tarjeta con una caricatura que ironizaba sobre su propia condición de preso, porque «hoy estoy un poco alegre debido a lo bien que van las cosas del mundo, o sea la guerra», expresando así el regocijo que muchos sintieron ante la posibilidad que la victoria aliada diera fin a la dictadura franquista. Esperanzas infundadas y paulatinamente frustradas por la represión y el férreo control social que continuó planeando durante años sobre España.

La historia de la violencia política del franquismo, apenas moderada por la derrota del nazismo en Europa, no hace más que reafirmar los motivos del desengaño. Trataremos de abundar en esta cuestión deteniéndonos en el análisis de la actuación de la justicia franquista en la Cataluña rural, entre 1939 y 1952, tomando como referencia principal las comarcas de Lérida, las cuales forman un universo cerrado, pero bien encuadrado en el contexto social que en la España de los años cuarenta resultó ser predominante.

No es arbitrario que acotemos este estudio entre el final de la guerra civil y principios de los años cincuenta. Fue entonces cuando desaparecieron las cartillas de racionamiento, mientras el país se encaminaba hacia el reconocimiento internacional y se rubricaba la desarticulación de toda disidencia, cuyo último coletazo fue la huelga de los tranvías de Barcelona, en 1951. Igualmente, por estas fechas, buena parte de los presos políticos se habían ido reincorporando a la vida cotidiana. Si hemos de dar crédito a los datos barajados en las estadísticas oficiales, el primero de enero de 1952 «quedaban en las cárceles españolas 25 813 hombres detenidos, procesados y penados, frente a 2864 reclusas», menos población penal —sin hacer distinción, en el recuento oficial, entre presos políticos y comunes— que «antes de nuestra guerra»[133]. Ciertamente, no dejan de sorprender estas cifras, pero lo cierto es que, manipuladas o reales, se alejan de la reclusión indiscriminada y masiva subsiguiente a la guerra.

En este breve recorrido trataremos de contemplar tanto las relaciones entre el nuevo Estado y la sociedad, establecidas a través de la coerción, como las respuestas de la población a las acciones punitivas y de control a que fue sometida, poniendo especial atención en diversos aspectos de la intervención sistemática del poder en la vida cotidiana, incluso en la privacidad más íntima de las personas, sobre la que los tribunales militares y civiles actuaron sin trabas[134]. No en vano la represión política y el control social constituyeron elementos inseparables de la nueva realidad del país. Por otra parte, ello nos permite adentrarnos en el conocimiento de los sectores socialmente más marginados, comúnmente expulsados de los libros de historia, constituidos por rateros, prostitutas, pequeños estraperlistas y, sobre todo, por pobres de solemnidad.

La jefa de las Margaritas, la tradicionalista María Rosa Urraca Pastor, en sus Memorias de una enfermera, un folleto donde se recogen intervenciones suyas durante la guerra, recrimina, en una charla dada en febrero de 1937 a los presos de Sigüenza «el egoísmo y las ambiciones malsanas, que invaden a las clases humildes, lastimándolas en lo más profundo de su ser». Su redención, a la que afirma aspirar como una simple mujer cristiana, procedería de «el trabajo aplicado a las distintas profesiones y actividades del engranaje social», enalteciendo el esfuerzo individual frente a la falacia igualitaria, de acuerdo con la copla que aparece referenciada en el texto y que acaso ella misma entonó en su alocución[135]:

Hay quien dice que los hombres

son en este mundo iguales;

viene una quinta, los tallan,

y los hay chicos y grandes.

Hasta los leños del monte

Tienen su separación;

De los unos se hacen Santos

y de los otros carbón.

Aludiendo a unos supuestos «cables del dolor» compartidos, esta aguerrida carlista creía posible establecer cierta complicidad con los presos republicanos que apenas escondía la condición del vencido, sometido a un protocolo de vasallaje extremo a los elementos del régimen, y en especial a la Falange y a la Iglesia, en razón del cual, el seguimiento de las actitudes mostradas, por ejemplo, por el clero rural en relación con el nuevo orden, junto a la impartición de la justicia franquista, deja al descubierto claros comportamientos que obedecían más a un instinto de revancha, propios de unos hombres resentidos por la persecución padecida —sin duda importante— que a una voluntad de perdón[136].

No resulta baladí que fuera en las comunidades rurales donde la represión deviniera, más que en ningún otro lugar, un ajuste de cuentas con pretensiones de escarmiento colectivo, impregnada de la brutalidad derivada del conocimiento mutuo entre víctimas y verdugos. La predisposición a colaborar con la represión adoptó formas rituales de iniciación política en los sectores sociales que se adhirieron al régimen, en buena medida basadas en la implicación directa en las prácticas represivas sobre los vencidos y sus allegados. Los sumarios salidos de los consejos de guerra a los que hemos tenido acceso permiten profundizar en el conocimiento de los mecanismos desplegados por la práctica de la justicia militar, toda vez que ofrecen abundante información sobre los hechos relacionados con la guerra y la revolución que, a fin de cuentas, eran los que formalmente se juzgaban.

Con el convencimiento de que sólo realidades muy concretas permiten captar las actitudes individuales y las relaciones interpersonales que estuvieron en la base de la represión de posguerra, acudimos a un estudio de caso, descendiendo, por lo que respecta a la actuación de la justicia militar, al ejemplo ofrecido por una pequeña localidad seleccionada por su peculiar desarrollo social y político[137], puesto que nos permite ver cómo se conformó una extensa red de colaboración con la violencia política franquista, en torno a la cual se fueron cohesionando paulatinamente los vencedores en la contienda. Constatando, en definitiva, la constitución de un colectivo ligado tanto por cuestiones de filiación, parentesco, amistad y conveniencia política como en razón del sentimiento de pertenencia al bloque en el poder, destacando la presencia de hijos, viudas y demás familiares de las víctimas de la represión republicana, convertidos, junto a las autoridades locales y los vecinos más beligerantes, en activos agentes políticos al servicio del nuevo orden.

Realidades halladas en otras comunidades rurales con un desarrollo social parecido nos reafirman en esta opción de análisis. Por poner un ejemplo, citamos la carta que escribió a su familia el que fue fundador del PSOE y de la UGT en la población de Torres (Jaén), ejecutado el primero de mayo de 1940, redactada estando en capilla en la víspera de su ejecución. Este reo, calificado por su militancia e ideales para analizar la situación en que se veía inmerso, a la vez que recuerda los malos tratos padecidos durante su encarcelamiento, va señalando a sus hijas y esposa quienes cree culpables de su suerte, a la vez que les aconseja hacia donde deberían encaminar su porvenir[138]:

[…] La justicia de Franco, los pundorosos militares, cumplieron con su deber al condenarme en Consejo de Guerra. Fueron engañados por nuestros maldicientes convecinos, no me conocían. Vieron mi figura de hombre bárbaro y quizás de algo más y dieron unos informes espeluznantes… y condenaron. De nada son culpables. Pueden decir, como Pilatos «yo me lavo las manos».

De Torres fui condenado […]. No vivir a ser posible, en el pueblo; que con grandes aplausos me vio llegar y con resignación frayluna hipócrita de mis denunciantes, no llora para avergonzarlos. Reducir vuestros pobres bienes a dinero y marchar a donde olvidéis mis martirios. Morir con honra, antes que vivir deshonrados y así nuestra moneda tendrá un valor incalculable, aplastando con vuestra moral a los enemigos de vuestro esposo y padre. No lloréis por mi muerte. A los justos no se les llora, sólo se les recuerda y se toman sus consejos.

Ignoramos si el consejo dado por este republicano, que tan lúcidamente identifica a sus delatores, fue seguido por los suyos. Sabemos, en cambio, que fueron muchos quienes abandonaron el lugar que les vio nacer ante la imposibilidad de resistir la convivencia cotidiana con quienes habían condenado impunemente a los suyos, ya que la impartición de justicia sobre los vencidos fue ante todo una cuestión local, mientras los tribunales se mostraron prestos a dictar las sentencias que les sugerían informes de vecinos que asumieron el papel del verdugo.

Por otra parte, el estudio de un universo rural nos permite ver cómo el nacionalcatolicismo, que como ideología del Estado afectó de forma transversal a toda la sociedad, tuvo especial implantación allá donde contó con formas de control moral más rigurosas y eficaces que las existentes en ambientes urbanos, donde operaban con menor intensidad la reavivación continuada de las brasas del recuerdo de la guerra. Es un lugar común decir que la ruralización constituyó un eficaz instrumento para ejercer el control sobre la población, pero no por ello se debe dejar de insistir en el hecho que fue en el campo donde se pudo hacer más visible la diferencia entre el que ostentaba el poder y el que lo padecía. Como señala Paloma Aguilar, no fue sino en la década de los sesenta cuando se orilló el recuerdo de la guerra como mito fundacional del régimen en favor de la modernización como fuente de legitimación futura, mientras, y no sólo como curiosidad, no está de más recordar que hasta 1960 no fue disuelta la Dirección General de Regiones Devastadas[139].

En cualquier caso, no fue hasta principios de los cincuenta cuando se hizo evidente que el síndrome de la seguridad pasó a ser el manto protector de una sociedad desmovilizada por la represión y el control social, que es la que nosotros tomamos en consideración, tratando de exorcizar la creencia, demasiado generalizada, que sostiene que aquello que no ha sido documentado no ha ocurrido. Bien es verdad que estas páginas son deudoras tanto de los recuerdos personales de quienes tuvieron que sobrevivir a la represión, como del documento escrito, formando todo junto una serie de fuentes intrincada y de no fácil formalización, pero sin duda valiosa para tratar de deambular por situaciones no siempre fáciles de aprehender y comprender en toda su complejidad.

Ya lo dejó escrito Primo Levi en La Tregua, hablando de la terrible realidad de los campos de concentración nazi, la más horrenda de las formas de violencia desarrolladas en la Europa de los cuarenta: «sentíamos […] que nunca ya podría suceder nada tan bueno y tan puro como para borrar nuestro pasado, y que las señales de las ofensas se quedarían con nosotros para siempre, en los recuerdos de quienes las vivieron, y en los lugares donde sucedieron, y en los relatos que haríamos de ellas».

En estas páginas vamos a recuperar el recuerdo de algunos comportamientos abyectos que, sin duda, marcaron a sus víctimas tanto como aconteció con los que estuvieron en Auschwitz. Situaciones resultantes en este caso, de las consecuencias sociales de la derrota, ligadas a la represión que afectó, sobre todo, a aquellas víctimas de la guerra que, sin necesidad de pasar por un consejo de guerra sumarísimo, debieron hacer frente a las consecuencias de la miseria material y moral infligida a los derrotados de la República, cuyo sino fue por muchos años la marginación de la sociedad civil.