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Víctimas encubiertas

SUPERADA LA BATALLA DE LAS cifras respecto al interés por establecer el número de víctimas mortales habidas en cada bando contendiente, los avances en la comprensión de la represión como un fenómeno de más amplio alcance que las ejecuciones y los asesinatos van haciendo cada vez más inteligible la nueva realidad social que se fue conformando en torno al régimen, como así queda recogido en el último estado de la cuestión publicado al respecto, Víctimas de la guerra civil, obra ya comentada en la primera parte de este libro. En la misma se insiste en la necesidad de ver cómo la socialización del terror reportó externalidades que vinieron a agravar, para amplios sectores de la población, la ya de por sí difícil recuperación de la vida cotidiana posbélica. La imagen que sobre la sociedad de la época se extrae de los expedientes tramitados por los juzgados civiles ofrece múltiples indicadores sobre el desamparo en que la derrota dejó a los sectores sociales más marginados. Algunas de estas víctimas fueron conducidas por las circunstancias hacia la autodestrucción, en unos casos, y hacia la delincuencia común la mayoría de las veces, terreno donde la agudización de la audacia y la picaresca para conseguir lo básico se movía entre la simple apropiación de lo ajeno y las prácticas más pedestres de mercado negro. Más de la mitad de los expedientes tramitados por los tribunales civiles de la provincia de Lérida —situación probablemente no muy distinta de la registrada en otras provincias—[140] corresponden, durante los años cuarenta, a delitos contra la propiedad, mientras que a partir de la reforma del código penal de 1944 el interés de los tribunales por preservar la propiedad privada entró en competencia con la atención que prestaron a la salvaguarda de la moralidad. De tal manera que, en nombre de la protección de la familia, el honor o las buenas costumbres se perseguirán, con más ahínco y arbitrariedad que la observada hasta entonces, los delitos como el abandono de familia, el aborto, la prostitución o el adulterio, todos ellos con repercusiones directas sobre la situación de la mujer, que vio drásticamente reducidos los avances sociales conseguidos durante el período republicano.

Entre las otras víctimas de la guerra no atribuibles directamente a la represión o a la lucha en los campos de batalla, merecen ser mencionadas las acaecidas como consecuencia de accidentes provocados por el abandono del material bélico que ambos bandos fueron sembrando por doquier a lo largo de la contienda. Víctimas encubiertas y anónimas en la mayoría de los casos. Se llegó a estimar, hace unos años, que cerca del uno por mil de la población catalana de posguerra padeció los estragos producidos por esta causa. Nunca se tendrá un recuento, como tampoco se podrá establecer nunca el número de víctimas que la tisis se llevó por delante, ni cuántos «paseos» fueron registrados como accidentes de tráfico, por más que el periodista Isaías Lafuente en Tiempos de hambre advierta, después de revisar las estadísticas de 1942, que las víctimas habidas por esta causa sufran una inexplicable reducción en relación con los años anteriores[141].

Sin embargo, es fácil conocer a partir de los sumarios judiciales algunas de las desgracias provocadas por material bélico residual, como sucedió en muchos pueblos del frente del Segre, estabilizado durante casi nueve meses. Un parte médico informa, en 1949, del internamiento en una clínica de la ciudad de Lérida de tres niños y una niña de una localidad situada en dicha zona, de los cuales dos murieron y los otros padecieron heridas graves, debidas a una explosión producida mientras jugaban en el portal de la casa de uno de los fallecidos. Junto a los niños, agricultores y pastores fueron las víctimas más frecuentes de este tipo de accidentes.

Menos azarosas resultan algunas causas judiciales registradas con el eufemismo «hallazgo de cadáveres», expresión utilizada con suma frecuencia para dar fe de muertes acaecidas en extrañas circunstancias, sobre todo en zonas fronterizas. Recurriendo a testimonios orales sabemos de gentes que hallaron la muerte cuando intentaban huir a Francia. Pocos fueron los casos de esta índole documentados por la justicia civil, aunque el hábito de los atestados dejó algunos elocuentes rastros. Por ejemplo, en 1948 el médico director del hospital comarcal del Valle de Aran daba noticias de las heridas de gravedad causadas por la Guardia Civil a un ciudadano de Málaga que desobedeció las voces de alto de una patrulla de vigilancia de fronteras. Todavía hoy se hace eco la memoria popular de lo difícil que debió resultar para algunos el desafío de la huida a través de parajes desconocidos. Un testigo de un pueblo de la Segarra no duda en asegurar, en entrevista reciente, que muchas de las personas que buscaban un guía, al que pagaban para que les ayudara a alcanzar el país vecino, eran asesinadas por el mismo después de ser expoliadas de las pocas pertenencias que se llevaban a cuestas. Lo expresa crudamente con estas palabras[142]:

[…] sabien que portaven calers perqué anaven preparats per passar–se a França; portaven joies o el que sigui. Llavors a la muntanya els pelaven i se’ls hi quedaven els calers[143].

Los casos de extorsión, chantajes o coacciones que ocasionalmente llegaron a los tribunales reiteran la existencia de desalmados de toda condición que, junto a agentes de cuerpos policiales y paramilitares, y miembros de Falange con poder indiscriminado, pulularon entre una población civil y penal vulnerable y a merced de las intimidaciones más humillantes. Sus actuaciones constituyen un barómetro inestimable a la hora de calibrar la predisposición de algunos arrogantes allegados al nuevo orden, a someter a una parte importante de la población en su lucro propio. La actuación prepotente de algunos militares —movilizados durante años en la vigilancia de fronteras—, o del Somatén permite insistir en la incuestionable línea de continuidad trazada entre la guerra oficial y otra larga guerra, no declarada, que se prolongó, sin duda, mucho más allá de 1939.

Por su parte, Falange se mostró bien dispuesta a actuar como milicia de orden y a perseguir cualquier voz disidente cual si de una partida policial se tratara, registrándose en más de una ocasión comportamientos corruptos. En 1950, a una vecina de un pueblo del Pallars le fueron solicitadas 30 000 pesetas por parte del jefe falangista local, so pena de denunciarla por haber intentado tramitar ilegalmente la dispensa del servicio militar para su hijo. Diez años antes, un jefe local de Falange de otro pueblo de los Pirineos mandó unas tarjetas, primero como particular y después como jefe local del partido, al alcalde de su localidad en las que le exigía, sin pretexto ni excusa alguna —decía—, le mandara dos sacos de cebada para su yegua, advirtiéndole que si no lo hacía «no respondemos [sic] de lo que pudiera pasar». Cabe decir que, en esta ocasión, conocemos sus pretensiones de extorsión gracias a que la víctima pudo esgrimir su condición de «excombatiente» y como tal se atrevió a formular una denuncia cuyas consecuencias son representativas de la baja catadura moral de muchos de los caciquillos locales amparados bajo la potestad informativa e indagatoria.

Un informe salido en el mes de junio de 1941 de la Delegación Provincial de Investigación e Información de Lérida, llevaba el número 3079, lo que da una cierta idea de la prolijidad mostrada por este organismo en el ejercicio de la represión. Era en agentes de Falange en quienes recaía la delicada responsabilidad de acusar o exculpar, sin que el posible uso político y privado que pudieron hacer de tal prerrogativa sea fácil de establecer. Que se manipuló y abusó de la misma no es algo que sólo haya quedado en la memoria popular. Algunos informes emitidos, especialmente cuando estos entraban en contradicción con otros procedentes de los alcaldes y de la Guardia Civil, permiten acercarnos a este aspecto idiosincrásico del franquismo.

Un sumario instruido por estafa en 1941, en el que aparece implicado el delegado provincial de Información e Investigación de FET y de las JONS, se inició gracias a la denuncia que desde la delegación de investigación del partido se hizo llegar al Gobierno Civil contra un vecino de la ciudad acusado de haber recibido ciertas cantidades de dinero «para recompensar informes favorables» sobre individuos procesados o encarcelados. Según decía el inculpado, estos informes eran redactados por un tal «teniente Hernández» —es decir, el propio delegado, Carlos Hernández— a cambio de dinero o regalos. Ante lo que considera un infundio, el aludido removerá cielo y tierra para que la justicia se vuelva contra el acusador. De ahí que tengamos noticia indirecta de ciertos comportamientos que generalmente se mantuvieron impunes[144]. El mando frecuentemente proporcionó impunidad a aquellos que trataron de ejercerlo en su propio beneficio y en el recuerdo popular permanece la idea de que no fueron pocos los próceres franquistas que se beneficiaron ilegítimamente de unas prácticas ligadas, sobre todo, con delitos económicos.

Un caso de estraperlo en el que se vio implicada la máxima autoridad provincial resulta ilustrativo al respecto. Se trata de un sumario instruido en 1945 contra un agente de la policía de la plantilla de la capital por injurias al gobernador civil del momento, José Carreras Cejudo. La causa fue iniciada por el mismo gobernador cuando tuvo conocimiento de un informe que, además de reflejar las fisuras existentes dentro de la pretendida unidad falangista, contenía conceptos que juzgaba injuriosos contra su persona, que dicho agente había enviado a la Secretaría General del Movimiento. Junto a una acusación formal de ineptitud y corrupción, el informante se refería a la moral de la primera autoridad provincial en estos términos: «empieza a resentirse, por cuanto se rumorea que la amistad que le une con un tal M…(estraperlista), le produce pingües beneficios, y se asegura que ha autorizado el traslado de varias partidas de aceite para Andorra y otros puntos fronterizos […].»

Por sentencia del 20 de agosto de 1947, el encartado fue condenado por «deshonrar, desprestigiar y menospreciar el principio de autoridad», encarnado por el jefe provincial del Movimiento y gobernador civil, a la pena de tres meses de arresto mayor más una multa de 1000 pesetas, que hizo efectiva. El juez desestimó el eximente de obediencia debida alegada por la defensa, pero el inculpado no llegó a pisar la cárcel dado que, tras serle concedida la libertad condicional, se consideró que la escasa trascendencia del delito, la profesión del condenado y la estimación de la existencia de «elementos morales» aconsejaban el indulto total, cosa que se llevó a cabo cuando el acusado ya había trasladado su domicilio a Madrid.

Por la ruta de la difamación también llegaron ante el juez asuntos particulares contra vecinos a los que se les descubría un pasado «rojo» susceptible de ser investigado. En 1950 un vecino de la comarca de la Segarra todavía acusaba a otro de haber pertenecido al «comité rojo» de la localidad y de haber intentado matar —aseguraba— a su padre. En este caso, el denunciante fue juzgado por calumnias.

La otra cara de la moneda es el pánico a la represión que se generó resuelto a veces con el suicidio. La muerte de su madre en Balaguer, su localidad natal, le fue contada a la escritora Teresa Pámies, cuando regresó de su largo exilio diciéndole que «el día que la encontraron ahogada en el río, precisamente aquel día, los alemanes habían atacado Rusia… decían que la pobre mujer había perdido las esperanzas de veros…; decían muchas cosas que podían dar miedo a todos los que intentasen enterrarla como era debido»[145]. En otras ocasiones son los mismos sumarios los que se muestran explícitos al referirse a personas que acaban con su vida, atribuyendo tal decisión a «temor de condena», una de las catorce causas —junto a «disgustos de la vida», «estado psicótico» o «exaltación política»— que la administración tipifica como inductoras al hecho inexpugnable de renunciar a la propia existencia[146].

Cada vez van dejando más el anonimato algunas trayectorias de personajes que no pudieron soportar la dramática realidad de su vida, mientras la cuestión del suicidio aparece como un tema recurrente a medida que se van reconstruyendo historias sobre el maquis y la guerrilla. Se suicidó, por ejemplo, el hermano del presidente de la Generalitat de Cataluña, Camil Companys, abogado huido a Francia que no se había significado por sus actuaciones políticas, pero que pasó la frontera por precaución, dejando en Barcelona esposa y dos hijos. La separación indefinida de los suyos junto a la precariedad de su huida, la detención de su hermano en Francia por los alemanes y la apertura de un expediente de responsabilidades políticas que embargaba todos los bienes familiares, se convirtieron en circunstancias, según los historiadores Josep Benet y Francesc Vilanova, que ayudan a hacer comprensible su trágico fin en Montpellier[147]. Idéntica decisión tomó la dirigente comunista Matilde Landa, enviada, previo consejo de guerra, a la prisión de Palma de Mallorca, donde era presionada para que manifestara convicciones católicas a cambio de procurar más alimentos a las otras presas, así como a sus hijos. «A Matilde de Miguel», reza la dedicatoria del último poema de Miguel Hernández, hecho público en la revista Añil después de haber permanecido durante sesenta años inédito en manos de su hija, Carmen López Landa, evacuada a la URSS. Su madre, la suicida «roja» a quien Miguel Hernández dedicó el poema, era una destacada militante del PCE en España. Detenida el cuatro de abril de 1939, fue juzgada en diciembre y condenada a la pena de muerte, conmutada, según parece, gracias a las gestiones del filosofo y sacerdote Manuel García Morente. Enviada a la cárcel, se arrojó desde una galería el 26 de septiembre de 1942[148].

Antonina Rodrigo, en Mujeres y exilio, recrea la muerte de otra dirigente comunista, la catalana Lina Odena, caída en el frente granadino de Izna Hoz, después de agotar las municiones y tras reservarse la última bala para s misma, hechos que inspiraron algunos romances[149]:

… por allá va Lina Odena

por donde nunca fue antes.

Va camino de la muerte,

va dirigiendo el avance…

Son historias de personas que al cabo de los años van dejando el anonimato. Lo cual acaso nunca suceda con otras muchas que hemos ido conociendo a través de sumarios que relatan trayectorias vitales tan dramática: como las referidas. Por ejemplo, en 1940, en un atestado de la Guardia Civil se atribuyó a «temor de condena» el suicidio de un hombre soltero de avanzada edad, labrador de un pueblo de la comarca de Les Garrigues, que prefirió colgarse de una cuerda antes que ser prendido. En el escrito enviado a gobernador civil se decía que en la madrugada de aquel «día de autos» un vecino de la localidad, actual Jefe de Milicias de Falange, había denunciado la llegada, hacía dos o tres días de la víctima. En la opinión de quien comunicaba el hallazgo del cadáver de la víctima, y así se recoge en el atestado quien se suicidó era: «moralmente responsable de todos los desmanes y asesinatos ocurridos en el referido pueblo, durante el dominio rojo ya que de toda la vida fue el que enseño a la juventud las innobles ideas anarquistas pervirtiéndoles de tal forma, que antes de cometer los diferentes hechos vandálicos se aconsejaban de él y cumplían sus mandatos o consejos». Según e informe de la Guardia Civil, «una vez conocida su llegada al pueblo, se instruyeron las oportunas diligencias para proceder a su detención la cual no pudo efectuarse porque el denunciado se ahorcó en su domicilio sobre la: 14,30 horas del mismo día», suponiendo que tal decisión: «la llevó a cabe por la gran responsabilidad que tenía ante la justicia. No obstante, se le prestaron los auxilios a nuestro alcance, con toda rapidez, que resultaron infructuosos».

En otro caso, las autoridades atribuyeron a la precariedad de las condiciones de vida padecidas por un labrador de 65 años de edad de una localidad del partido judicial de la Seu d’Urgell la decisión que adoptó, en 1942 de colgarse de un ciruelo de la masía donde trabajaba. La Guardia Civil ex plica que hacia ya unos días que sus vecinos le veían preocupado por no encontrar piensos para mantener a veinte vacas y más de doscientas ovejas) cabras, habiéndole oído alguna vez la expresión «estamos perdidos», al tiempo que se le suponía «cargada la cabeza con dicha manía». El atestado acá baba de aclarar los móviles del suicidio:

Las autoridades del citado pueblo parece ser coinciden con estas manifestaciones al propio tiempo que agregan que como perdió dos hijos durante la guerra y otros dos tiene huidos por su actuación durante la dominación roja, sin que al parecer tenga noticia de ellos, creen que todo contribuiría para que tomara tal resolución.

Añadamos que la atribución de suicidios al supuesto «temor de condena» entre 1939 y 1952 ocupa el tercer lugar en la provincia de Lérida de un largo listado de etiologías, lo que supone un 8,9 por 100 sobre el total suicidios por causa presumiblemente conocida, cifra nada desdeñable que debe valorarse en relación con el terror que suscitaba la represión.

No obstante, fueron más los que trataron de hacer frente a la vida y al hambre con ingenio, a veces haciendo gala de la picaresca más variopinta. Al fin y al cabo, la autarquía económica[150] en que quedó sumido un país maltrecho propiciaba que la astucia campara a sus anchas, a costa de convertir, como ya hemos señalado en un principio, a los grupos sociales más frágiles en hordas delincuentes. Por eso mismo, los numerosos casos registrados de apropiaciones indebidas, robos, sustracciones, alzamiento de bienes, nos colocan en la tesitura de calibrar con precaución el incremento de la delincuencia común que se produjo en estos tiempos críticos, especialmente entre los más pobres.

Aun así, son las cuestiones relacionadas con el racionamiento, los cupos o las tasas, las que nos permiten poner de manifiesto la escasa autoridad que en esta materia tuvo el nuevo poder. Sin duda, el miedo no fue acompañado de adhesión cívica a los gestores de la miseria. Inicialmente, los nuevos mandatarios demostraron un cierto ahínco en regular la subsistencia. Sólo en la provincia de Lérida, la Fiscalía Provincial de Tasas ya había abierto en 1949 cerca de 19 000 expedientes, con la pretensión fallida de cortar el fraude y la especulación. Pero la realidad lisa y llana fue que la conculcación de la ley por los mismos responsables que habían de garantizar su cumplimiento marcó límites al control social que el Estado podía ejercer en materia económica.

Aceptando el hecho de que jamás conoceremos la auténtica envergadura del mercado negro, y sabiendo que los casos de fraude descubiertos por la Fiscalía de Tasas y llevados a los tribunales a fin de establecer la correspondiente responsabilidad criminal no fueron los de mayor enjundia, vale la pena señalar que muchos expedientes judiciales ofrecen elementos merecedores de ser tomados en cuenta.

El gobernador civil aseguraba en 1947 que se habían recogido 100 000 kilos de trigo procedentes de la ocultación. Este mismo año se llegaron a intervenir partidas de hasta 22 500 kilos, caso insólito a tenor que la mayoría de los defraudadores que pasaron por la justicia entre esta fecha y 1951 operaban con cantidades que oscilaban entre 1000 y 4000 kilos, cuantías que coinciden con la capacidad de carga de un pequeño camión de la época. La incautación de estos montantes podía llegar a llevar aparejadas multas que iban de las mil pesetas —sanción muy habitual— a veinte mil pesetas, aunque los recursos interpuestos, junto a la lentitud judicial, frecuentemente facilitaban la impunidad.

El margen de maniobra en los casos de fraude de aceite fue todavía mayor, así como el beneficio comercial. La Fiscalía de Tasas inició en 1947 una causa contra dos personas residentes en la capital, arrendatarios a su vez de un molino situado en un pueblo cercano a la misma. Dedicadas a la compra y venta de aceite durante la campaña de 1945, se les acusaba de haber vendido 57 000 litros a un precio que oscilaba entre las 6 y las 10 pesetas el litro, cuando el precio de tasa era de 5,40 pesetas. Inculpados por un delito de elevación abusiva de precios, les fue impuesta una multa de 25 000 pesetas a cada uno, a la vez que se decretaba su entrada en prisión. Efectivamente, permanecieron encerrados una semana, pero no hemos hallado constancia que efectuaran pago alguno. De la Fiscalía de Tasas pasó el expediente a la jurisdicción ordinaria, a fin de determinar la responsabilidad penal. Tres años después, previa celebración de juicio, la Audiencia decretó prisión provisional de ambos inculpados, a los que se les impuso una multa de 298 042 pesetas y tres meses de arresto mayor, pena que podía substituirse por una responsabilidad subsidiaria de 60 días de privación de libertad, en caso de declararse insolventes, como así hicieron. Ingresados de nuevo en prisión un día antes de la celebración de la vista, salieron en libertad condicional tres días después de dictarse sentencia, quedando suspendida la condena durante tres años, durante los cuales les llegó el indulto. En el ínterin recurrieron a todos los recursos jurídicos posibles. Uno de los acusados, arañes de pro, que en el momento de la incoación del expediente actuaba como jefe provincial de milicias de la FET y de las JONS, presentó un certificado de su alcalde, reclamando impunidad en aras de los servicios prestados al régimen. En el escrito tramitado, además de presentar al inculpado como una persona de excelente conducta, oficial de complemento, con ascensos por méritos de guerra y con reconocida actuación en la lucha contra el maquis, se resaltaba especialmente su comportamiento en la contienda:

[…] tan pronto iniciado el Glorioso Movimiento Nacional traspuso las fronteras ingresando en las banderas voluntarias nacionales como de los primeros de Cataluña habiendo pertenecido a la aniquilada bandera de Montserrat y agregado seguidamente a la I.ª de Burgos como superviviente de aquella hasta la liberación total de la patria.

No todos los especuladores disfrutaron de semejantes atenuantes. Un traficante de aceite fue sancionado en 1941 por la Fiscalía de Tasas con una multa de 18 000 pesetas, previa incautación de 4050 litros de aceite del molino de su propiedad. El expediente se inició por haber sido sorprendida una mujer, tras presentación de una denuncia anónima en la jefatura de la Guardia Civil de la capital, que transportaba sin las correspondientes guías unos ochenta litros, que destinaba a la venta en el mercado negro y que, según propia declaración, había comprado al inculpado. Interrogado este reconoció ser cierto todo lo dicho, asegurando que vendió el aceite porque la mujer tenía el marido en la cárcel por delitos contra el Movimiento y le pidió que la ayudara, por lo que se le intervinieron seiscientos litros de aceite. No obstante, antes de cerrar el sumario, la fiscalía recibió un escrito confidencial del que se deducía que el inculpado se dedicaba a la compraventa clandestina a mayor escala, por lo cual se llevó a cabo un registro en el que se encontraron ocultos 2391 litros, más pruebas de la venta ilegal de otros cien litros. El caso pasó a la jurisdicción militar —en aquellos momentos con competencia sobre delitos económicos— para establecer la posible responsabilidad penal, mientras el encausado, declarado insolvente, ingresaba primero en el campo de concentración de Reus y después en el Batallón de Trabajadores de Garrapinillos (Zaragoza), donde agotó el tiempo total de permanencia permitido por la ley, un año, al cabo del cual paso a la prisión de Barcelona, esperando que se dictaminara sentencia. Finalmente, y en razón de la ley de once de diciembre de 1942, la jurisdicción militar se inhibió en favor de la civil. Puesto en libertad antes que esta resolviera el caso, el encausado, de 47 años de edad, decidió, en la primavera de 1943, quitarse la vida en una torre de las afueras del pueblo.

La pérdida de las existencias con que comerciar, más la ausencia del hogar durante tantos meses, resultaron ser un presión excesiva para un hombre que, según manifestó en el interrogatorio que se le hizo en el campo de concentración, su casa se encontraba en «estado deplorable», ya que su esposa se encontraba con dos hijos menores y sin medio alguno para subsistir, asegurando, además, que si infringió las órdenes emanadas sobre ocultación y acaparamiento, fue debido a que tuvo que comprar la aceituna muy cara y no compensarle el precio de tasa para cubrir sus gastos. A pesar de todo no faltaron informes favorables emitidos por el alcalde y el jefe de Falange de su localidad, en los que se le catalogaba como: «una persona de conducta intachable bajo todos los aspectos, perteneciente al Bloque Derechista, además de concejal en el ayuntamiento saliente, y trabajador cien por cien». Ironías del destino, que muestran cómo la defraudación, convertida durante tanto tiempo en deporte nacional, no significó lo mismo para todo el mundo[151].