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Moralidad y marginación

EN LIBERTAD O PRIVADOS de ella, los «rojos» fueron tratados por el nuevo poder como personas de «naturaleza psicosocial degenerativa»[168], a los que era necesario redimir por la moral y la nueva cultura. Psicópatas los unos e incapacitados los demás, sobre quienes frecuentemente recae la disculpa de la «incultura e ignorancia» de que eran objeto, otras referencias halladas destacaban por su tremendismo y mala fe[169]:

El número de varones presos es siempre superior al de hembras, pero es curioso observar que en los expedientes de los procesados hay un porcentaje muy alto en el que se comprueba la intervención directa de alguna mujer que diera motivo al delito. Estudiando casos históricos en la delincuencia, sacamos la consecuencia, bien comprobada, de que la mujer puede resultar, en ciertos casos, más perversa que el hombre […]. En los casos concretos de la delincuencia de la mujer se observa una mayor astucia al realizar el delito, un mayor refinamiento para rematarlo y una despreocupación total en los procedimientos, que no todos los delincuentes varones se atrevieron a realizar.

La redención de estas mujeres, rojas, perversas y amorales, se convirtió en una de los principales objetivos de los vigilantes de las buenas costumbres. Moral y honestidad aparecieron muy tempranamente como cuestiones ligadas a muchos de los comportamientos femeninos de posguerra, lo cual hizo que durante demasiado tiempo delito y pecado aparecieran confundidos a la hora de sentenciar sobre cuestiones relacionadas con la prostitución, el adulterio o los abusos sexuales, asuntos que eran juzgados aplicando una legislación claramente lesiva y discriminatoria para la mujer. Esta dejó de contar para la justicia como sujeto político, siendo tratada como un ser incapaz de tener ideas y actuaciones propias[170]. Apenas existen sumarios que hagan referencia a su posible participación en la lucha clandestina ni a actitudes individuales de resistencia, como es el caso del expediente abierto por la Audiencia Provincial durante el verano de 1951 por la fuga del Hospital Provincial de Lérida de una mujer presa por tenencia ilícita de armas, internada en el centro para dar a luz.

El Estado franquista, con la ayuda de la Iglesia logró controlar no sólo la calle y los lugares de recreo o la escuela y la educación que en ella se impartía, sino que consiguió adentrarse en muchos hogares, irrumpiendo incluso en los espacios familiares donde tenían lugar las relaciones más íntimas, secretas y libres de las personas. La justicia civil se acreditó en este sentido como un órgano de eficacia probada a la hora de controlar e intimidar a una población marginal, fundamentalmente femenina, sometida a la tiranía de las más descarnadas miserias de la vida cotidiana de posguerra, puestas de manifiesto a través de la transformación que experimentaron las relaciones entre el Estado y la sociedad bajo la égida del nacionalcatolicismo[171].

Fueron estas nuevas relaciones las que hicieron posible extender el control sobre cualquier forma de comportamiento que cuestionara la ortodoxia impuesta, incidiendo especialmente sobre la gente sencilla, sobre las clases populares, a quienes la trasgresión moral les estaba vedada en contraste con la tolerancia demostrada ante los devaneos de varones de buena familia —señoritos, les decían— poco dispuestos a ahogar sus deseos en incienso. Ocupados los tribunales militares en la represión política, los tribunales ordinarios fueron competentes sobre los denominados delitos contra la religión, la moral y las buenas costumbres, así como los delitos sexuales, entre los que se incluyen cuestiones tan delicadas como el aborto, cuyo conocimiento pone de manifiesto una vez más, además de la sordidez de estos hechos, la insidiosa operación de desprecio, por parte de la ley y la justicia, hacia la condición femenina. Sólo desde esta perspectiva se explica que los casos de aborto, junto a los de infanticidio o abandono de niños, sean considerados por la justicia como comportamientos relacionados más con la salvaguarda de un honor mancillado o con la depravación de los vencidos, que con las insostenibles condiciones de vida material de la posguerra, que tan gravosamente padecieron los niños de padres republicanos muertos o en prisión[172].

«Que los hijos de los presos no queden desamparados», dicen que dijo el Caudillo, al exponer su preocupación por ofrecer «calor de hogar, pan y techo, cultura y vestido a los hijos de todos los reclusos, para que en las pequeñas criaturas no repercutiera el dolor físico de la tragedia del padre»[173]. Preocupación que, no obstante, excluía a los hijos de los fusilados o muertos que, ignorados o rechazados por el Patronato Nacional de San Pablo —el órgano que tutelaría a los hijos de los presos «mucho mejor que lo hubieran estado junto a sus padres, si estos no hubieran estado en prisión», se afirma—, orientaba a muchos de ellos hacia el sacerdocio. Así lo reconocen con satisfacción los que elaboraron los informes donde se recogían los logros conseguidos por el Patronato que se encargó de su educación y sustento. Aunque no deja de ser cierto que en muchos casos tomar los hábitos fue el remedio a la miseria más insoportable en la que quedaron tantos huérfanos de la guerra, trasfondo en el que se fraguaron muchos de los casos de aborto, infanticidio, abandono de niños o de familia que llegaron a los tribunales.

Este tipo de delitos quedó regulado a partir de la reforma del código penal de 1944, un instrumento jurídico dirigido a controlar el hogar familiar como lugar por excelencia de la mujer, tenida como madre y esposa fiel. Con la nueva legislación fueron sustituidas las normas específicas dictadas, acabada la guerra, para actuar sobre casos de adulterio o perseguir comportamientos alternativos a la abolición del divorcio, suprimiendo de un plumazo los avances realizados, especialmente en el campo de la protección de los derechos de la mujer, durante la II República[174].

El delito de abandono de la familia, por ejemplo, que ya se tipificó por ley el 12 de marzo de 1942, bajo el pretexto de defender al menor, comportó consecuencias claramente negativas para las madres[175]. Aunque la mayoría de las denuncias fueron cursadas por mujeres con hijos que acudían a la justicia como último remedio para tratar de solucionar el desamparo, raramente los maridos ausentes eran encontrados y obligados a cumplir con sus deberes conyugales, más cuando estos alegaban una insolvencia casi nunca fingida. La miseria y el miedo instalado en muchos hogares explican que, por ejemplo, los tribunales supieran de situaciones, por otra parte comunes en estos tiempos, como la que se dio en la Seu d’Urgell, en 1945, según la cual una mujer finalmente se decidió a denunciar a su propio hermano, sin tomar en cuenta las resistencias presentadas por parte de su cuñada en evitar que así lo hiciera, por abandono de familia.

A veces, tras los sumarios aparecen situaciones de violencia domestica, cuestión que no solía conmover a los jueces desde el momento en que se ensalzaba el ejercicio a cualquier precio de la autoridad marital, salvo ciertas situaciones extremas, como cuando en 1946, en el caso de una mujer de Lérida que recibió un puntapié en el vientre estando embarazada, el juez dictaminó una pena de cinco días de arresto menor, sin costes, mientras la muerte a golpes de una mujer en Solsona, en 1947, acabó en sobreseimiento por falta de pruebas. Estas penas quedaban lejos de las impuestas por cualquier delito que atentara contra la propiedad privada, un bien infinitamente más valioso a guardar que la vida de cualquier mujer dejada impunemente a merced de la brutalidad de algún marido. En 1941, sólo por poner un ejemplo, el robo de patatas por valor de 300 pesetas, arrancadas de un campo por un joven de 16 años, siguiendo las instrucciones de su madre, le valieron a esta una condena de dos meses y un día de arresto mayor más una multa por valor de lo robado.

Por otra parte, la situación en que quedaron muchas mujeres se vio agravada por las circunstancias relacionadas con la represión política que padecieron sus esposos. En 1951 una mujer de la capital denunció a su marido por abandono de familia cuando, tras varios años de servicio militar y dos de prisión en Córdoba, se negó a reanudar la convivencia después de oír que su esposa había mantenido relaciones íntimas con otros individuos. A pesar de existir hijos de por medio, cuya paternidad rechazaba el acusado, el juez decidió considerar el comportamiento sexualmente irregular de la mujer para dar el caso por cerrado sin sanción alguna. En general, la justicia apenas prestó atención a las demandas de las mujeres abandonadas, muchas de ellas viudas de hecho, que causaron el exilio y la prisión. Los jueces no sólo se mostraron comprensivos con los esposos absentistas sino que llegaron a instar la investigación de los motivos por los cuales pudiera atribuirse a la mujer la huida del marido.

Si buena parte de los casos por abandono de familia incoados contra hombres concluyeron en sobreseimiento, fuera por falta de pruebas o por reingreso del marido al hogar tras verse ante los tribunales, cuando se acusaba a una mujer la justicia se mostró mucho más estricta. En 1949 un juez declaró prisión provisional contra una mujer denunciada por su marido por haber pasado una noche con otro hombre, cosa que la hizo convicta de un delito de abandono de familia, aplicándose entonces el código penal de 1944, que establecía que si el abandonado era menor de siete años, la persona encargada de su guarda sería castigada con las penas de arresto mayor más multa que podía oscilar entre las 1000 y las 5000 pesetas, añadiendo una pena de arresto mayor a toda mujer —o abuelos maternos— «que para ocultar la deshonra de haber dado luz a un hijo, lo abandonara».

El abandono de hijos, junto al infanticidio —especialmente de niños recién nacidos— y el aborto, fueron situaciones que aparecen recogidas en los expedientes judiciales, mostrándose en los mismos hasta qué punto la necesidad más acuciante sumió a muchas mujeres en prácticas abortivas que no pocas veces ponían en peligro sus propias vidas, en unos momentos en que desde el régimen se exaltaba la protección del hogar y de la mujer[176], «criatura eterna y noble vestal del hogar», tal como proclamara Rosa de Nancy en su Breviario de la mujer moderna[177]. No solamente se trataba de la exaltación moral de la familia tradicional y del repudio del aborto, sino que se perseguía el incremento de la natalidad frente a la sangría demográfica producida por la guerra. Por ello, el castigo alcanzaba también a quienes colaboraban con estas prácticas. Junto a las penas de prisión correspondientes, a los facultativos que intervinieran en abortos se les podían imponer multas de 5000 a 50 000 pesetas, dejando esta cantidad entre 1000 y 15 000 pesetas para las personas que lo practicaran situadas al margen de la profesión médica. Igualmente se tenía previsto castigar a farmacéuticos que vendieran sustancias tenidas por abortivas, y a quienes directa o indirectamente intervinieran o facilitaran el aborto, o evitaran la procreación con cualquier acción. Las multas podían oscilar entre 1000 y 25 000 pesetas.

Pero, como acostumbra a pasar con las cuestiones que atañen a la vida íntima de las personas, la realidad trazó su propio camino. Un aborto en las más precarias condiciones podía lograrse por sólo 35 pesetas, llegándose a las 250 pesetas cuando se buscaban las mínimas precauciones que evitaran la carnicería en que a menudo acababan estos quehaceres, como no podía ser de otra manera a la luz de los inverosímiles métodos usados, sobre los que los sumarios de los años cuarenta y cincuenta ofrecen todo lujo de detalles.

Ya a principios de los años treinta, posiblemente para tratar, entre otras razones, de paliar estos desaguisados, la Biblioteca de Renovación Médico–Social, puso en circulación el breve compendio del que llegaron a emitirse diversas ediciones en poco tiempo: Medios para evitar el embarazo, firmado por un neomaltusiano, el Doctor G. Hardy. De avanzadas ideas sociales, el autor se esmera en propugnar la «prudencia procreadora», que cree un paso de gigante de cara a la supresión de la miseria. Dice, «los grupos de emancipación social tienen una labor urgente y hermosa que realizar: crear dispensarios de preservación sexual, dar a los proletarios las indicaciones, los objetos que permitan la “huelga de los vientres”, huelga pacífica y salvadora, contra la cual los privilegiados mal intencionados son radicalmente impotentes». Ya anuncia, nada más iniciar su obra, que «la mujer debe ser dueña de su cuerpo», por lo que debe «escoger el momento en que será madre», lo cual no es posible «si ignora los procedimientos anticonceptivos». Por ello mismo, junto a nociones sobre anatomía y fisiología genital, incluye en un largo capítulo una relación sistemática y completa de los «Medios para evitar el embarazo», sin excluir los procedimientos quirúrgicos. Claro que en la exposición, no deja de dar vueltas a la independencia de la mujer, haciendo bandera de esta cita de Paul Robin con la que inicia sus explicaciones:

La mujer más ignorante, la más ruda, comprende y renace a la vida cuando se le enseña que puede y cómo puede seguir los impulsos de su naturaleza sin que sufran las consecuencias futuros infelices.

En contraste, la España de posguerra, representó un retroceso notable para la condición femenina frente a la maternidad, tanto si se toman en consideración las condiciones sanitarias, como si se atiende al contexto social y moral que, al menos en el caso de las clases más marginales, las acompañó. El relato de las circunstancias que normalmente envuelven los casos de aborto nos transporta hasta un sórdido mundo, al que casi siempre se accedía para ocultar deshonras o en trance de extrema miseria. Aunque en más de una ocasión, si se profundiza en el entorno social de las mujeres que abortaban, se llega a realidades más lacerantes, si cabe, especialmente cuando aparecen en los sumarios incidencias relacionadas con la violencia sexual.

En 1943, un alcalde de un pueblo del Valle de Aran recomienda la reclusión en un establecimiento benéfico de una joven de 19 años, inculpada por aborto, que llegó al hospital para que se la atendiera de una neumonía, en un estado lamentable, del que ya no saldría, tras un aborto fallido. Fue mientras hubo esperanzas de salvar su vida que el alcalde aconsejó mantenerla alejada de su casa porque temía que la enferma «debido a la presencia de obsesos en esta población y al poco talento de su madre reincida nuevamente y cause escándalo y mal ejemplo en la población».

Por otro caso, denunciado en 1946, conocemos cómo un hombre que perpetró un intento de aborto con su propia hija, acabó con otros dos expedientes abiertos, uno por violación y otro por inhumación ilegal. Fueron las declaraciones de la víctima las que destaparon antecedentes, en circunstancias similares, que se remontaban a 1933, cuando el mismo acusado ya había forzado y hecho abortar a otra hija de 16 años. El precedente no evitó el sobreseimiento del caso por falta de pruebas, recurso harto frecuente ante delitos sexuales, que a veces se pactaba con las propias víctimas. Cuando mediaba un embarazo, y el acusado estaba casado y contaba con medios económicos, era común que se intentara dirimir el asunto fuera del tribunal y el caso quedara archivado, tal como sucedió con una sirvienta de 18 años de la comarca de la Noguera, que no denunció su estado de buena esperanza hasta el último momento. De nada le valió explicar que durante el verano de 1941 «sobre las dos de la madrugada de un día que no puede precisar, así como tampoco el mes, el (señor de la casa) penetró en la habitación donde la joven estaba acostada y abalanzándose sobre ella le sujeto los brazos y a pesar de la resistencia que opuso, aquel logró consumar el acto carnal».

También se dictaron sentencias condenatorias, a veces duras, y frecuentemente dependiendo de la pericia del abogado que la familia de la persona agredida podía contratar para defenderse del agravio. A dos años, cuatro meses y un día, más el pago de las costas procesales y accesorias, fue condenado, en 1941, un vecino de un pueblo de la comarca del Urgell, por intento de violación no consumado ante la enérgica oposición presentada por la víctima, de 15 años. En contraposición, el propietario de una casa de un pueblo cercano a la capital, el cual abuso reiteradamente de una niña que vivía con sus padres —como realquilados en su domicilio—, pasó sólo 30 días de arresto substitutorio al declararse insolvente y no poder hacer efectivas las 2000 pesetas de multa impuestas como responsabilidad criminal y las 5000 pesetas que debía abonar a la víctima como reparación del daño causado. En un sumario, iniciado en 1950, un juez de Lérida decidió condenar con 100 pesetas de multa y cinco días de arresto a un hombre que había pegado, vejado, cortado los cabellos y roto el vestido a la que era su novia por haberle contagiado —decía— la blenorragia. Y en casos en que el juez mostraba celo especial en esclarecer las circunstancias de los abusos se podía llegar a situaciones como la dada el año 1948, ante la denuncia de una chica de 19 años por violación con violencia por parte de un joven en un descampado de la ciudad. El fiscal de la Audiencia mandó proceder a la ampliación de pruebas, solicitando un informe médico para intentar comprobar si la presunta víctima presentaba «características y señales de haber practicado el coito por una sola y única vez, o si por el contrario […] se denotaba o evidenciaba que lo había repetido o practicado en otras varias y ulteriores ocasiones más».

La perversión de la justicia frecuentemente se apoyaba en ensayos como el de José Torre Blanco, profesor de Obstetricia y Ginecología de la Facultad de Medicina de Madrid, que en su libro, La mujer el amor y la vida, reconoce que no era preciso insistir, aun tratándose de una situación normal, «en la brutal agresión que representan las primeras relaciones sexuales para la mujer, conservándose en las ulteriores este mismo carácter agresivo aunque más atenuado». A la vez, advierte que, en cuestiones de agresión sexual, no siempre resulta fácil dilucidar responsabilidades, como bien refleja, en su opinión, la aventura entre el rey Rodrigo y Florinda la Cava que no duda, como nosotros, en transcribir[178]:

Florinda perdió la flor,

El rey padeció el castigo;

Ella dice que hubo fuerza,

El que gusto consentido.

Si dicen quién de los dos

La mayor culpa ha tenido,

Digan los hombres: la Cava,

Y las mujeres: Rodrigo.

Una licencia poética dentro de una obra llena de desatinos, ajenos al oficio médico que, no obstante, creaba cátedra por lo que respecta a cuestiones como la fidelidad conyugal, los celos, el acto sexual o la maternidad, considerada esta última por el Dr. José Torre como única finalidad de la mujer en la vida, afirmación que no deja de argumentar con convicción: «por eso no es raro el tipo de mujer a quien, lograda la maternidad, no le importe o le conceda mínima importancia a su abandono por parte del progenitor», o bien, «el recuerdo terrible, que deja impresa una violación, no se borra y se compensa más que con el fruto obtenido: el hijo».

Al abandono y al desamparo en que la ley sumió a muchas mujeres durante estos años hay que añadir el agravio de la maledicencia, elemento institucionalizado del control moral que planeó por la sociedad del momento[179]:

La gente dice, que dicen […]

¿Y quién es la gente, dime,

si mis ojos te bendicen

y este beso te redime? […]

¿No tiene nombre la gente?

¿La gente no tiene hijos

en quien cariñosamente

ha puesto sus ojos fijos?

Pareciera como si estos versos, cuya acción esta ambientada a mediados del siglo XIX, retrataran el escenario que fomentó el franquismo, alentando que el rumor o el comadreo se convirtieran en denuncia, y esta en razón que permitiera a la justicia penetrar en los recodos más íntimos de la vida de las personas.

En esta cruzada por la moralidad, las jóvenes dedicadas al servicio doméstico fueron blanco predilecto de acusaciones de prostitución, vida ligera y prácticas inmorales, que acabaron en no pocas ocasiones relacionándose más con un posible pasado izquierdista de las mismas que con la miseria y desamparo que acostumbraba a acompañar su desembarco en un mercado laboral sin regulación alguna y carente de posibilidades de promoción social.

Un sumario incoado en 1946 reúne algunos de los conceptos que venimos comentando. A finales de aquel año llegó «confidencialmente» a oídos de la Guardia Civil el rumor de que una vecina de un pueblo de la Segarra, madre soltera, hacía aproximadamente un mes que se había provocado un aborto, lo que llevó a tramitar el correspondiente atestado en el que se hizo constar:

[…] Como quiera que ya tiene un niño de diez y ocho meses criado por ella y viéndose con pocos medios de vida para poder criar a dos tomó la decisión en un principio de ingerir toda clase de purgantes y abortivos, sin conseguir su objetivo, por lo que una vez en trance huyó del hospital de Lérida, viniendo a esta localidad por la carretera a pie con intención de que le ayudara en sus objetivos abortivos el cansancio y enseguida que llegó a esta localidad a su domicilio se puso en cama por sentir fuertes dolores y a los pocos momentos le vino el aborto que ella misma sin ayuda de ninguna persona se lo arregló y aprovechando que no había nadie en casa por encontrarse sus padres a trabajar se levantó de la cama para ir a un corral de su propiedad para enterrar el feto que había nacido muerto, que le vino esta idea para ocultar su falta tanto a sus familiares como al público en general ya que nadie sabía que se encontraba embarazada.

La procesada, que efectivamente abortó, fue condenada a diez meses de prisión menor, de los que se libró porque su padre salió como fiador por ser aquella menor de edad. Concedida la libertad provisional tuvo la posibilidad de reanudar su trabajo de sirvienta, única base de su sustento, mientras en el sumario quedaron registrados los informes requeridos a las autoridades en el curso de la tramitación de la causa. Todos la presentan como una mujer «poco escrupulosa en su moralidad», «de vida maliciosamente licenciosa desde hace tiempo y ser ya de dominio público en esta ciudad», vista «con distintos hombres y a todas las horas del día y de la noche» y «ser completamente pobre careciendo por tanto de toda clase de bienes de fortuna teniendo que alimentarse de lo que gana como obrera». Situaciones, todas ellas, interpelantes para los principios morales de la sociedad bienpensante, necesitada, por otra parte, de muchachas de servicio que la penuria de posguerra convirtió en un bien de fácil acceso.

Parece ser que, antes del estallido de la guerra, el rechazo de las jóvenes a desempeñar faenas domesticas comenzaba a resultar incómodo para algunas familias pudientes. Cuando menos eso es lo que se puede leer en un pequeño libro escrito aquellos años, El arte de gobernar una casa, que constituye todo un compendio clasista, de carácter costumbrista y moralizante. Su autor aseguraba que cada día se hacía más difícil hallar una buena cocinera o camarera debido, en su opinión, a diversos factores[180]. Uno económico, originado en la mejor retribución que la mujer recibía trabajando en un oficio manual cualquiera. Otro, no despreciable —reitera— es el ansia de «libertad y de independencia» que —son sus palabras— «dominaba a la humanidad y hacía que vivir, por así decirlo, las veinticuatro horas del día bajo la autoridad de los dueños de la casa, parece a muchas criadas algo insoportable, aunque estos se muestren con ella benévolos, transigentes e incluso afectuosos, pues ellas no pueden dejar de percibir como una tiranía la tutela moral que toda familia honrada se creía con derecho a ejercer». Y como tercero y último factor señala «la misma cuestión de orgullo que hace hoy huir de los oficios manuales como si constituyesen algo afrentoso, tanto a mujeres como a hombres».

Por encima del deseo de un porvenir mejor con el que tanta gente soñaba, muchas jóvenes debieron asumir la condición, que una década antes era considerada de «rara avis», de «perla negra», en suma de doncella «honesta, trabajadora, limpia, económica, prudente, juiciosa… Casi, casi una mujer perfecta», a veces también sometida a las actuaciones de ciertos hombres de las casas donde trabajaba, que bajo coacciones o engaño, pretendían exigirle algo más que competencia en las labores para las que había sido empleada.

Los expedientes judiciales dan fe de las más variadas situaciones por las que hubieron de transitar muchas chicas de servicio, lo que no hace sino corroborar la indefensión en que quedaron algunas jóvenes sacadas de sus hogares apenas entradas en la adolescencia. Un desvalimiento que, en materia sexual, llegó a cobijar, a juzgar sólo por los casos que llegaron a la justicia, agresiones ocasionalmente cualificadas en los sumarios como violación, abusos deshonestos o estupro, que a menudo, como acabamos de señalar, quedaban impunes por falta de pruebas aportadas y de voluntad de los jueces por obtenerlas, incluso cuando mediaba de por medio un embarazo.

«En estado interesante, pendiente de alumbramiento» acudió a los tribunales una muchacha de Solsona de 17 años, de la mano de sus padres, para denunciar por estupro, en 1943, al dueño de la casa donde había entrado dos años antes para cuidar a la dueña de la misma, que se encontraba gravemente enferma. La promesa de matrimonio ante lo que se creía la inminente muerte de la esposa fue lo que la hizo ceder, decía, ante los requiebros del amo, que ingresado en prisión preventiva pudo volver a casa previo pago de 1000 pesetas de fianza. Durante los seis meses que duró la tramitación del sumario hubo tiempo sobrado para que este se resolviera sin gran quebranto para él. Por algo era un feligrés devoto —como así hace constar el pertinente informe eclesiástico— y una persona de orden, como acredita Falange, la Guardia Civil y el Ayuntamiento.

La extorsión en materia sexual y moral, que en los años del hambre se ejerció principalmente sobre mujeres, jóvenes y niños, fue propiciada por múltiples circunstancias: la falta de vivienda, el hacinamiento, la desatención de los niños por causa del trabajo, el aislamiento y la incomunicación, o la presencia de un ejercito ocioso durante años en muchas localidades del país, junto a las peculiaridades de la legislación al respecto, entre las cuales estaba la posibilidad de obtener el perdón de las víctimas, con lo cual muchas veces estas se veían sometidas a presiones y amenazas que agravaban la humillación.

Este fue el caso en un proceso contra un labrador que, a mediados de agosto de 1948, fue denunciado por intentar forzar a su hija de 14 años en presencia de su hermano y estando la madre ausente del hogar. Condenado a cinco años de prisión menor y a doce de inhabilitación para ejercer la patria potestad, más una multa de 5000 pesetas que recaería en la interesada, al cabo de dos años de permanencia en prisión la madre acompañó a la hija a solicitar el perdón que permitiría su reintegro al hogar.

«Con el dinero se taparía todo», decía un acusado que afirmó la madre de una niña de seis años de edad, de la cual este, llevado en 1943 ante los tribunales, había abusado reiteradamente durante un año en su propio domicilio, donde la familia de la víctima vivía realquilada. Sin ni siquiera entrar en prisión, este hombre de «buena conducta» y bien relacionado en razón de su trabajo en un establecimiento público, consiguió verse libre de toda culpa, probablemente después de llegar a un acuerdo con la familia de la víctima.

Tiempo y perdón era lo que pedía un cabo de Salamanca destinado en Lérida en 1939 ante la exigencia de matrimonio por parte de la familia de la joven que había dejado embarazada durante su estancia en la ciudad:

«Las amenazas de cárcel y otras que se hacen no nos arredran por nada y sobre todo por ser buenos cristianos y cumplidores de los compromisos que nos afectan», argüía el requerido a cumplir con sus obligaciones, añadiendo que «casarme es imposible, por la situación económica y por la vida según está… Aunque digo y afirmo que me he de casar con su hermana, si no es precisamente dos años será uno o uno y medio, mejor dicho, tan pronto se solucione mi situación y la vida esté un poco mejor […]».

No obstante, no hubo que esperar demasiado porque el caso pudo cerrarse, previa celebración del desposorio requerido por los padres de la demandante.

Dentro de las medidas dirigidas a preservar la familia, el adulterio se convirtió en materia delictiva, con la voluntad confesa de enmendar el código penal de la época republicana, tenido por inmoral. Aunque, de hecho, el adulterio quedó establecido como delito privativo de la mujer, expuesta a la misoginia de jueces y vecinos, prestos a convertirse en vigías de una moralidad que, por otra parte, no declaraba ilegal la prostitución hasta bien entrada la década de los cincuenta[181]. Especialistas en enfermedades sexuales insistían desde hacia décadas en señalar que la prostitución era la causa que contribuía con mayor intensidad a la propagación de las mismas, sin que por ello dejaran de reconocer, también, que su práctica era «un mal de las colectividades, imposible de extirpar radicalmente». Así se sostenía en un opúsculo que, presumiblemente circulaba a finales de los años veinte, escrito por un antiguo médico del Hospital Clínico y de la Casa de la Maternidad de Barcelona, con experiencia en hospitales de Berlín y París. En el mismo se afirmaba tomar como ejemplo a los EE. UU., Francia, Alemania, Bélgica y Holanda, países en los que se propugnaba luchar contra la plaga de las enfermedades venéreas a partir de una «profilaxia colectiva», a la vez que se acudía a San Agustín para justificar que, como decía el santo[182]:

La prostitución representa a la sociedad lo que la sentina al palacio. Es tan útil como son indispensables las cloacas, pero así como estas se aíslan y canalizan para evitar la propagación de sus pestilentes miasmas, precisa una seria reglamentación de las prostitutas para evitar los males que propagan.

Asumiendo la inevitabilidad del mal, en este libro se sugería una intensa acción social, educadora en la escuela, en conferencias públicas o en la familia, y reguladora de las condiciones en que se llevaban a cabo los matrimonios —certificados de buena salud de los esposos, y niños amamantados por nodrizas, así como protección de los seres indefensos amparados en maternidades, reformatorios y patronatos de rehabilitación, a la vez que se reclamaba el «auxilio» del clero con objeto— y cito textualmente, «de que no se opusiera a tratar científicamente de estas cuestiones consideradas entre nosotros como pecaminosas, como si la higiene sexual fuese algo sinónimo de perversión» y no una cuestión social, condición indispensable, para quien esto escribía, no sólo por motivos de salud, sino también de patriotismo liso y llano: «todos debemos ayudar a esta obra de saneamiento, porque así hacemos más fuerte y más poderosa a la Patria y contribuimos a la regeneración de la Raza».

Pero, puestos en la España de los años cuarenta no resultaba demasiado viable clamar por la higiene sexual ya que el rígido protocolo moral instalado en el país después de la guerra llevaba, fácilmente, a confundir a higienistas con depravados, sobre todo si se reclamaba incidir en la educación de la gente joven, sin «exclusión de la mujer». Por otra parte, la coexistencia, hasta bien entrados los cincuenta, de la prostitución legal e ilegal permitió enmascarar esta última de mil maneras. Con lo que, de nuevo, los tribunales permiten ver cómo jóvenes y niñas se vieron envueltas en abusos relacionados con la prostitución encubierta o consentida, dado que la mayoría de edad de las mujeres estaba establecida en los veintitrés años. Un solo ejemplo sirve para ilustrar el funcionamiento de ciertas redes de comercio carnal.

En 1949, la policía acudió en cierta ocasión a un hostal de la ciudad al serle notificado que en el mismo se ejercía el viejo oficio. Tomada declaración a una vecina, reconoció que, efectivamente, en el mismo se hospedaban diversas jóvenes que salían diariamente a buscar hombres que luego llevaban a la fonda, cobrándoles «por el servicio de cama cinco y diez duros», según fuera la habitación. La interrogada, al parecer muy al tanto de los asuntos contables de la casa, aseguró también que la mitad de lo cobrado por estas era para la dueña del establecimiento que, además, recibía de las mismas ayudas en las tareas domésticas. Hallada una de las jóvenes buscadas, resultó ser una chica de 20 años, procedente de un pueblo de Valencia, que llegó a la ciudad en busca de trabajo, yendo a recaer en la citada pensión donde la dueña le iba presentando clientes con quien «ocuparse». Encarcelados los propietarios del hostal, se les condenó por un delito de corrupción de menores e inducción a la prostitución a la pena de un año, ocho meses y veintiún días de prisión menor, más 1000 pesetas de multa que, en este caso, acabó en embargo cuando estos se declararon insolventes.

Tanto las autoridades como los jueces tendieron a considerar el delito de corrupción de menores más un hecho derivado de la depravación ideológica de los vencidos que relacionado con cuestiones económicas o morales, obviándose que, en algunos casos, la ligazón con las circunstancias de la derrota resultara innegable. Conocemos a través de un expediente que alguna de las jóvenes venidas a la ciudad en busca de trabajo y dedicadas a la prostitución, se trasladaba allí fundamentalmente para poder hacer la comida para su padre preso en la cárcel del seminario viejo de Lérida. No obstante, situaciones como esta raramente llegaban ante el juez, puesto que la práctica de la prostitución clandestina no se denunciaba ni aparecía a la luz pública sino ante flagrantes casos de implicación de menores, inducidos por adultos, tal como reconocía un juez en el caso de unas jóvenes «abducidas por la extrema miseria en que se encontraban». Si esto sucedía, el código penal tenía previstas duras sanciones por «escándalo público y corrupción de menores», estableciéndose, junto a las penas de prisión mayor, multas de 1000 a 5000 pesetas e inhabilitación absoluta.

Aún así, en los retratos color sepia de estos años es de dominio público que la permisividad más distendida convivió con la mojigatería, de acuerdo con la doble moral que el nacionalcatolicismo adoptó como distintivo, a veces justificada, incluso, en la necesidad de proteger esposas e hijas del conjunto de todos los varones, supuestamente proclives al desbocamiento por propia naturaleza.

Muchas de las situaciones de supuesto escándalo estaban ligadas a manifestaciones de la vida cotidiana más o menos turbulentas de algunos ciudadanos: castas efusiones en plena calle que enojaban a vecinas desocupadas; gamberradas alusivas a símbolos fálicos, capaces de mantener en jaque a las autoridades de cierto pueblo con limitados recursos lúdicos; actos de zoofilia que, a pesar de no haberse hallado testigos oculares cualificados, acabaron pasando morbosamente de boca en boca hasta llegar a los tribunales; requisas de postales, revistas, fotos obscenas, o preservativos en manos de jovencitas curiosas, eran algunos de los graves asuntos que ocupaban a los jueces tras dar crédito a denuncias frecuentemente infundadas.

Sin duda, transitar por los expedientes judiciales y gubernativos de la época, así como por algunos de los textos literarios pensados para el gran público, nos ofrecería una rica casuística de situaciones particularmente esperpénticas, como la recogida en la obrita que comentábamos hace un momento, La gente dice que dicen…, en la que se presenta el rumor como mal social. «¡Mares en tumulto son las lenguas desatadas!», se decía en el mismo, mientras se acudía a un «pasaje sacro» para buscar las palabras adecuadas que un cura debía pronunciar, en un sermón de Semana Santa y con la Iglesia abarrotada de fieles, a fin de recriminar ciertos comportamientos de una novia que, según rumor difundido, no llegaba al matrimonio en condiciones[183]:

Aquellas solteras falsas

que por vínculos de carne

se encuentran aprisionadas […].

Aunque bien es verdad que cuando el rumor y la denuncia tenían el más tenue matiz político —independientemente de la irrelevancia del hecho denunciado—, las palabras recuperaban su contenido e inteligibilidad en los preceptivos informes de las autoridades locales. En 1940, por ejemplo, un vecino de una localidad cercana a la capital era acusado de actos exhibicionistas, al tiempo de haber interpelado a las autoridades con la frase «tantos que mataron y aun no los mataron a todos». Fue castigado con tres meses de arresto y una multa de 3000 pesetas por cometer actos inmorales y ser «enemigo del Régimen Nacional» —todo en una pieza—, mientras los informes de la Guardia Civil y del alcalde de la localidad sacan de dudas a la hora de calibrar cuál de los dos aspectos recogidos en la sentencia debió influir más en la decisión de los jueces. Para los primeros, era un «individuo repugnante pernicioso para el Régimen Nacional», mientras desde el ayuntamiento se remataba que, además de haber ofendido a personas de orden y de ir con sus actos contra el decoro y pudor público, constituía un peligro público, ya que si bien por sí mismo no podía considerarse peligroso, sí lo era dada la facilidad, demostrada en el pasado, de dejarse llevar por sus «correligionarios».