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Fundamentos ideológicos

de la represión

Hay que desinfectar previamente el solar patrio. Y he aquí la obra —pesadumbre y gloria— encomendada por azares del destino a la justicia militar.

FELIPE ACEDO COLUNGA,

fiscal del Ejército de Ocupación

EL PLAN REPRESIVO CONTÓ ya desde el primer momento con un soporte teórico y una práctica que venían ya rodados desde mucho antes, que habían perdurado durante la República y que sólo tuvieron que aplicarse a fondo cuando hizo falta. El soporte vino del mundo judicial–militar. Su importancia radica no ya en haber proporcionado los instrumentos necesarios para el funcionamiento de la maquinaria represiva sino en haber desempeñado un papel fundamental en la búsqueda de legitimidad y ser pieza clave en la construcción del fascismo español. Desde la óptica jurídico–penal, el llamado Alzamiento Nacional sería, según sus teóricos, un caso de legítima defensa, y por tanto no punible en sentido alguno. Tan legítima al menos como la defensa preventiva contra una agresión futura. Además el posible exceso en la defensa estaría justificado, de forma que hechos que aisladamente considerados podrían parecer delictivos, cobrarían otro sentido dentro del concepto de legítima defensa. Esta línea argumental, expuesta por el catedrático de Derecho Penal Isaías Sánchez Tejerina[113], demuestra claramente la preocupación obsesiva que existió por el hecho de que el llamado Alzamiento pudiera ser contemplado como un brutal golpe militar sobre el que alguna vez pudiera caer el peso de la Ley. De ahí la insistencia machacona en la legitimidad de la defensa frente a la agresión ilegítima, que debía ser contestada con medios adecuados y sin temor a los posibles excesos en la defensa, y de ahí también la necesaria caracterización del «Movimiento Nacional» como ejemplo de legítima defensa colectiva y como supremo defensor de personas y de derechos.

Sería ese temor a ser arrollados, según Sánchez Tejerina, el que «hizo que en los primeros momentos se eliminase a algunas personas sin las formalidades legales, y tal vez incurriendo en equivocaciones lamentables». Asesinatos que nada tienen que ver con el Alzamiento o, en todo caso, «desmanes incontrolados» propios de la fase de defensa inorgánica colectiva, la fase previa al ciclo de defensa jurídica militar y social. En conclusión, «los homicidios y daños producidos en los primeros momentos de la anteguerra […] merecen justificación». Quizás se debieran —concluía— a un error de cálculo sobre la agresión recibida, desproporción igualmente justificada, o a la natural precipitación producida por el terror.

Por lo poco que sabemos hasta ahora, el mejor desarrollo teórico sobre los planteamientos jurídico–penales en que se movieron los golpistas se debe sin duda alguna al jurídico–militar Felipe Acedo Colunga, quien a finales de 1938 realiza una Memoria de unas 90 páginas sobre la actuación de la Fiscalía del Ejército de Ocupación, organismo que presidía desde su creación el primero de noviembre del 36. La Memoria de Acedo, realizada por voluntad propia, de carácter interno y de la que se envió una copia mecanografiada a cada Auditoría, está firmada en Zaragoza a mediados de enero de 1939, el III Año Triunfal de la nueva era[114]. El único que sepamos que utilizó este informe unos años después fue Felipe Stampa Irueste, catedrático de Derecho, capitán honorífico del Cuerpo Jurídico–Militar, y vocal, juez y fiscal en numerosos consejos de guerra. Stampa, que actuó en Badajoz y Madrid, escribiría en 1945 una monografía sobre el delito de rebelión[115]. Esta obra, en la que se menciona la Memoria pero no a su autor, está enteramente inspirada en el informe de Acedo Colunga. Ambas constituyen la prueba fehaciente de cómo funcionaron los golpistas: primero reprimían y luego teorizaban sobre la represión. Con todo, el interés de la primera, la de Acedo, hecha desde luego para no ser leída fuera de los círculos jurídicos castrenses, es mucho mayor y dada su inusual claridad expositiva conviene que nos detengamos en ella.

Al igual que los delegados de Orden Público de Queipo surgen por méritos propios durante la República —Díaz Criado con la «ley de fugas» en Sevilla, Haro Lumbreras con la Sanjurjada en Madrid, Gómez Cantos por la violencia que derrochó por donde quiera que pasó—, el Fiscal del Ejército de Ocupación, Felipe Acedo Colunga, se forjó en el golpe militar del 32, en la represión judicial de octubre del 34, cuando hizo famosa la frase «la revolución es un crimen», y en los consejos de guerra que agriaron la vida del país entre octubre de 1934 y febrero de 1936 allí donde como en el Sur no hubo revolución alguna. Así, cuando los sublevados se ven en la obligación de elaborar un esquema represivo que integrara las posibilidades de los Bandos de Guerra pero al mismo tiempo fuera mucho más allá, la figura de Acedo Colunga, bregado ya en los consejos de guerra sumarísimos celebrados en los dominios de la II División tras el golpe contra las autoridades civiles y militares fieles a la República, sobresalía por méritos propios. La aportación de Acedo supuso la conversión en programa político de lo que hasta ese momento había sido un simple instrumento de represión. El modelo, sin duda alguna, era la Alemania posterior a febrero de 1933, cuando los nazis decidieron poner fin al parlamentarismo y acabar con los partidos marxistas. Las elecciones de febrero del 36 no vendrían sino a acentuar la admiración hacia el modelo alemán, con un solo partido y un horizonte sin elecciones.

Felipe Acedo estaba convencido, y así lo dejó escrito, que todos los españoles habían sido víctimas de un engaño colectivo transmitido por varias generaciones. La revolución, es decir, la República, era hija de dos siglos de historia, en los que nadie había querido ver que bajo todas las instituciones, la familia inclusive, crecían «las raíces tenebrosas y horribles de la bestialidad humana». Sólo el Alzamiento posibilitaría que una generación completa fuese educada en la «verdadera Verdad Histórica», y sólo el Alzamiento permitiría reponer en su lugar a los tres pilares de la sociedad: Sacerdotes, Jueces y Militares. Los iniciadores de dicho Alzamiento sólo podían ser, por supuesto, el «núcleo sano del Cuerpo de Oficiales, es decir, lo que quedaba del honor militar en el Ejército Español».

La Fiscalía de Acedo Colunga, creada en principio para abordar los aspectos represivos de la inminente ocupación de Madrid en noviembre de 1936, supuso realmente el relevo a la etapa en que los sublevados se rigieron por aquellos bandos de guerra iniciales unificados el 28 de julio del 36 por la Junta Militar presidida por Cabanellas. El primero de noviembre ya estaban listos en Navalcarnero para actuar en Madrid ocho consejos de guerra permanentes y 16 juzgados militares. Coordinaba todo el plan de la por algunos llamada «Columna Jurídica» Lorenzo Martínez Fuset, jefe de la Asesoría Jurídica del Cuartel General de Franco, en conexión con el coronel auditor Ángel Palomeque Feltrer y varios auditores procedentes de las capitanías sublevadas. De entonces a abril de 1937, momento en que todos los presos existentes en los depósitos de la zona ocupada pasaron a disposición militar, el aparato jurídico–militar tuvo que pasar de una situación de golpe de estado a otra de guerra civil, es decir, de funcionar a base de bandos de guerra a poner en marcha la Auditoría de Guerra y la Fiscalía del Ejército de Ocupación. Esta última iniciará por fin su actuación, que el mismo Acedo definía como jurídica, militar y política, «en el sentido más patriótico» de la palabra, en Málaga en febrero de 1937, desplazándose posteriormente a Bilbao, Santander, Aragón, Cataluña y Madrid. La Fiscalía debía estar siempre en estrecho contacto con las diferentes Auditorías de Guerra. En cada ciudad ocupada se creaba un despacho, donde los Juzgados remitían los Sumarios antes del juicio oral, redactándose un escrito breve que se unía a los autos y que servía para la acusación verbal en la vista o para cualquier posible consulta futura en caso de revisión. En Málaga, por ejemplo, cuatro tribunales juzgaron a 20 000 personas en cien días con el resultado de más de 3000 penas de meramente.

El origen de la Memoria no fue otro que orientar en sus actuaciones a la maquinaria judicial–militar. Acedo veía ante sí un trabajo sin fin, de orientación meramente penal: «Hay que desinfectar previamente el solar patrio. Y he aquí la obra —pesadumbre y gloria— encomendada por azares del destino a la justicia militar». Para Acedo el abandono de la disciplina castrense y del sentido autoritario militar habían conducido a un relajamiento ideológico en el que el derecho militar carecía de entidad propia. Estas corrientes, que habían penetrado en la Universidad, habían olvidado una tradición que él cifraba en una obra clave: Sustantividad y fundamento del derecho militar, discurso leído por el jurídico–militar Ángel Salcedo Ruiz en 1913 con motivo de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas[116]. La obra de Salcedo puede situarse históricamente entre varios hechos de gran importancia como fueron los asaltos militares a periódicos de los años 1905 y 1906, la Ley de Jurisdicciones de 1906 y las «Juntas de Defensa» de 1917. Salcedo se mostraba opuesto al movimiento antimilitarista que recorrió Europa poco antes de la Gran Guerra, y comprensivo con los que veían sus ventajas al «hecho universal» de la guerra. Un pacifista, para Salcedo, era un revolucionario que quería destruir el Estado y el Ejército. Por sus páginas, buscando asideros ideológicos, desfilaban el padre Rivadeneira, De Maistre, Donoso Cortés e incluso Malthus y Darwin con su lucha por la vida y la selección natural. El mensaje era claro: paz exterior y seguridad interior basadas en el Estado Nacional, el Ejército permanente y la Paz Armada. Y aquí entraba en juego el Derecho Militar, cuyo principio fundamental sería contener a los enemigos de fuera y controlar a los perturbadores de dentro. En dicha lucha, el General y el Auditor eran dos caras de la misma moneda; y, como única base moral, el patriotismo. La sociedad estaba necesitada de una fuerte dosis de moral patriótica, que sólo podría penetrar a través de la enseñanza del Derecho Militar desde la escuela hasta la Universidad.

Fue en estas enseñanzas y en esta tradición, en la que una huelga obrera constituía delito de rebelión, donde se formó Acedo Colunga, para quien indudablemente constituiría experiencia imborrable a sus veintipocos años el ciclo abierto con la huelga general de 1917 y cerrado en 1923 con el golpe de Primo. Y si por un lado se resaltaba la aportación del «insigne auditor» Salcedo con la teoría de la sustantividad del derecho militar, por otro se citaba a José Antonio Primo de Rivera, de quien se decía que «supo, con la belleza de la poesía que promete, informar la vida de un contenido ascético de servicio y de milicia». La revolución que Acedo proponía era que, lejos de textos académicos o de razonamientos abstractos, fuera la propia realidad la que dictara las acciones a seguir ante unos problemas que desbordaban todo límite.

Su experiencia al frente de la Fiscalía le permitía asegurar que el problema jurídico creado por la «rebelión marxista» era único en la historia del mundo. El problema al que se refería era por supuesto de carácter represivo: la necesaria represión jurídica. Proponía recuperar aquel espíritu español que conmovió al mundo en el siglo XVI. El «18 de julio del 36» representaba el final de la decadencia, esfumada —decía— «en esta inmensa hoguera donde se está eliminando tanta escoria». Acedo tenía plena conciencia de que se estaba ante una oportunidad única de poder deshacer y rehacer España y de que el necesario respaldo ideológico que precisaba la «gran tarea» sólo podían prestarlo la tradición reaccionaria española (Balmes, Donoso, Menéndez Pelayo, Ganivet o Vázquez de Mella) y la escuela autoritaria de las dictaduras europeas, especialmente la alemana. Debía primar la protección social, derogándose, pese al riesgo de abusos, todos los principios jurídicos o humanitarios a favor del procesado. Acedo proponía que, fuera de códigos y bandos, siempre debía quedar un margen para el Juez, cuyo criterio debía adquirir categoría de precepto penal. Cualquier sentimiento favorable al reo caía por sí mismo ante las exigencias del momento. La única escuela autóctona a la que recurrir, «de españolísima originalidad» se dice en la Memoria, no era otra que la Santa Inquisición, de probada utilidad para evitar desviaciones y guerras internas, al servicio de la Sociedad y cuyo único fin probado era la búsqueda de la salvación eterna de los reos. Acedo insistía en que precisamente habían sido las «fuerzas secretas de la revolución y concretamente la masonería» las que habían dañado su imagen y memoria. Frente a esto proponía recoger sus principales doctrinas y aplicarlas.

La represión de todas las fuerzas antiespañolas, tal como se dice en la Memoria, planteaba un grave problema, pues debía ser a la vez enérgica y constructiva, es decir, que había que «eliminar a toda la criminalidad en España» pero eso sí, fríamente, sin caer en venganzas ni persecuciones. ¿Quiénes eran los criminales que había que eliminar? Todos «los que bajo banderas rojas han deshonrado la noble hidalguía de nuestro pueblo». No debían subsistir ni los agentes materiales ni quienes, en palabras de Acedo, «recogían las ventajas del río de sangre que la abyección de las masas engendraba». Ante el volumen represivo, ante la posible crítica externa, el Fiscal se permitía recordar a sus compañeros que por más grande que fuera, nunca superaría la represión de la Comuna o la política colonial anglosajona. Se proponía un modelo de «represión humana», que debía servir de ejemplo a una Europa todavía ciega y sorda. Represión que, por encima de todo, no sería sino «una nueva cruzada que salva al mundo en contra de su misma corrompida voluntad». No se trataba de erigir una nueva sociedad, preservada ya por la «reserva ética» y la «reciedumbre de nuestra raza», sino de crear un nuevo Estado: «una nueva edificación jurídica en el solar de la raza». Para ello Acedo proponía una depuración total y a fondo «despojada de todo sentimiento de piedad personal». Su propuesta represiva concluía: «Como se ve, nuestra política penal no conoce el odio, sino el amor». El trabajo —debía reconocer— era «pavoroso», pero posible y necesario en un Estado de concepciones autoritarias. Había que juzgar incluso las intenciones, de forma que no pudiesen escapar ni aquellas personas de trayectoria intachable pero de «antecedentes ideológicos» dudosos.

¿Qué papel debía tener la figura del Fiscal en la nueva España? Más que representante de la Ley sería «vocero de la conciencia jurídico–social», de la emoción social. Como lo que importaban no eran los derechos del individuo sino la importancia social del delito cometido, la igualdad entre el Fiscal y la Defensa debía terminar de una vez. Por lo pronto el Defensor sería, «en todo caso», un militar. El modelo sería el ordenamiento procesal alemán, donde el Fiscal, al margen de toda consideración legal, tenía verdadera capacidad de actuación. El Fiscal Acedo pedía comprensión hacia los fiscales, agotados por su sacrificio y entrega, y por las dificultades del empeño. Tan difícil era emitir fallo como formular acusación. Especialmente si se prescindía de ley alguna, pues los códigos nada significan cuando no se es capaz de captar lo que la sociedad realmente necesita. Lo importante era el derecho no escrito que según Herman Góring los pueblos llevan «como una brasa sagrada en su sangre». Más que cultura jurídica, el momento histórico requería «espiritualidad juvenil, entusiasmos no marchitados y optimismos eternos». En fin, un estado de «vibración continua». Un informe oral de la Fiscalía no sólo debía analizar el hecho, sino que constituía una «expresión social de emoción».

Con estas reflexiones, fruto de la experiencia acumulada desde el 18 de Julio del 36, Acedo no sólo ofreció a sus compañeros el planteamiento teórico de la represión, sino que creó de paso el fondo argumental que más tarde recogerá la Comisión «sobre ilegitimidades de los poderes actuantes en 18 de Julio de 1936» creada por Serrano Suñer en diciembre de 1938, la misma época en que Acedo ultimaba su Memoria. En esencia, la única forma de evitar tener que reconocer que la declaración del estado de guerra había sido ilegal, y que por lo tanto el régimen resultante de la guerra civil hundía sus raíces en la ilegitimidad, era borrar todo lo ocurrido en España desde febrero del 36. Desde luego «el glorioso Alzamiento nacional no puede ser calificado, en ningún caso, de rebeldía», concluía la Comisión de Serrano. Para la Memoria, las elecciones de febrero carecían de valor y fueron los mismos republicanos los que violaron la Constitución con el Decreto de Aministía, el nombramiento de nuevo Presidente y la readmisión de represaliados. Por tanto, era legal levantarse contra la ilegalidad. En todo caso, y por si había alguna duda o escrúpulo moral, ¿qué valor tenían unas leyes votadas por «una generación amotinada contra su historia»? Y fue ante ese vacío, ante a inexistencia de gobierno alguno, como el Ejército Español, «obedeciendo la ley constitutiva, traslado de su esencia eterna, se levantó contra sus enemigos interiores en defensa de la Patria».

De ahí que todo el que se opusiera al Alzamiento fuera tratado con el artículo 237 del Código de Justicia Militar, es decir, con el delito de rebelión militar. Esto planteaba otro problema. La legislación sobre rebelión militar, relacionada con los pronunciamientos decimonónicos —«de sabor liberaloide y extensión reducida», añade Acedo— se veía enteramente desbordada por la «rebelión» actual. Esto en la práctica condujo a que recayese sobre el Fiscal la fijación de los criterios de actuación. El resultado fue que la acusación se convirtió en eje del sumario, sirviendo por igual a la Defensa que al Tribunal. El objetivo no era otro que juzgar al máximo de gente en el mínimo tiempo posible. Este sistema, según la Fiscalía, garantizaba la igualdad de trato. Pero esta práctica de los juicios múltiples acarreó problemas de orden interno de complicada solución, siendo abandonada ya en 1938 no por la aberración jurídica que suponía, sino por problemas de archivo, estadística y ejecución de fallos.

Para Acedo lo que tenía lugar no era una guerra, sino una lucha entre «el espíritu de España y la desviación materialista de su historia», del Bien contra «las fuerzas satánicas que anidan en la especie humana», «un ataque fraudulento y criminal contra nuestra propia historia». Al no ser guerra civil, quedaba por tanto eliminada cualquier posible igualdad moral o jurídica entre bandos. El enemigo sólo podía ser definido como «núcleo de rebeldes», «facciones de reos del delito de Rebelión Militar» o, afinando más aún, «facciones de rebeldes ante la Patria». Acedo negó incluso la posibilidad de hablar de «guerra civil», admitiéndolo solamente en el campo de las relaciones privadas. Los hechos parecían mostrar dos Estados, dos ejércitos y dos ideologías, pero la realidad es otra: a un lado está España y al otro, la antiEspaña, fruto de la mezcla de la herencia afrancesada y del espíritu asiático. Religión de odio y de destrucción, que puede rastrearse desde Rousseau a Marx, frente «al amor del Crucificado, la Redención y la Patria». El reconocimiento de la existencia de una guerra civil hubiera equivalido, según Acedo, a transigir, lo que acabaría conduciendo a la aceptación del otro, es decir, del Mal.

La Memoria del Fiscal Acedo se permitió ofrecer unas «recetas» para abordar el delito de rebelión militar o «alzamiento armado contra el poder legítimo». Lo primero que había que tener en cuenta es que la comisión de dicho delito no requería la voluntariedad en el agente; en segundo lugar, que su definición, más allá del Código de Justicia Militar, debía buscarse en los Bandos de Guerra; y finalmente que había diferentes grados de comisión del delito: ejecución, adhesión, auxilio, inducción, excitación, conspiración y proposición. No cabían ni grados intermedios ni atenuantes de tipo alguno: la simple disposición espiritual exteriorizada podía ser considerada delito de rebelión. Ni cómplices ni encubridores, ni delito frustrado ni tentativa; sólo autores y delitos consumados.

Por último, Acedo recordó a los fiscales que, aunque los Bandos que se publicaban cuando eran ocupadas las poblaciones se referían a los delitos cometidos a partir del 18 de julio, la represión debía incluir también los meses del Frente Popular. Pero puesto que la amnistía de febrero del 36 había sido declarada nula, recuperaba vigencia plena la represión judicial de octubre del 34, consumándose de esta forma una aberración jurídica más. Esto en cuanto a límites cronológicos, pero ¿dónde situar los límites de la represión? Con la doctrina católica por delante, Acedo afirmó que la represión sólo debía ser contenida «en aquellos cauces o sumideros que ejerzan la función social de eliminadores de la basura criminal desparramada y permitan la purificación futura del ambiente nacional». No obstante, el Fiscal del Ejército de Ocupación fue siempre consciente que el gran problema era que, pese a todo, el castigo nunca podría caer sobre todos los que según él lo merecían. Problemas de orden laboral —la paralización de la actividad económica— y de orden espacial —la carencia de centros de reclusión— impedían llevar el proceso represivo a su verdadero fondo. Además se veía forzado a reconocer que la labor de la Fiscalía, «como humana, es finita».

La excepcionalidad constantemente argüida por el Fiscal encontraría su culmen en la decisión de no dar por definitivo fallo alguno, ni absueltos ni sobreseídos, dejando siempre la puerta abierta a la revisión. Esta nueva aberración se complementaría con la decisión de aplicar sanciones pecuniarias a quienes a pesar de no haberles sido probado delito alguno, pudieran ser considerados desafectos o afines al contrario. El Fiscal Acedo hizo además otra importante advertencia a sus compañeros: había que estar preparados para cuando, al acabar la guerra y los recuerdos de la persecución roja se desvanecieran, surgieran sentimientos contrarios al mantenimiento de la represión. Entonces, más que nunca, habría que esforzarse por seguir defendiendo el proyecto iniciado el 17 de julio. La Memoria del Fiscal del Ejército de Ocupación concluía con una serie de propuestas, la mayoría de carácter militar, entre las que cabría destacar por su trascendencia posterior la creación de un Tribunal Militar que revisase todas las causas falladas desde el 18 de julio del 36, salvo las que acabaron en ejecución, la creación del cargo político de Fiscal General del Estado como enlace entre el Estado y el Poder Judicial, la creación de un Tribunal Superior de Responsabilidades Civiles afecto al Tribunal Supremo y la creación del Patronato de Bienes Incautados.

A estas alturas ya habían caído no sólo los principios humanitarios sino la división de poderes, la independencia de la judicatura, la igualdad ante la Ley, el concepto de persona jurídica, las garantías procesales, la generalidad del derecho y la prohibición de la retroactividad. Hasta el derecho de asilo fue destruido con la complicidad de Salazar, Pétain y Hitler. De esta forma los abusos penales se constituyeron en norma y la Justicia se convirtió en motor de la contrarrevolución. En definitiva, el Derecho se había convertido en arma política, en simple instrumento de terror, y la pena de muerte en preventivo general.