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El terror en la II División

Nosotros hemos fusilado a muchos, es verdad, pero confesándolos y comulgándolos, y ellos, no. Ya ven ustedes la diferencia.

JOSÉ GARCÍA CARRANZA,

«El Algabeño», colaborador de Queipo

DESPUÉS DE LAS REDADAS realizadas a medida que se fueron ocupando las poblaciones, en los primeros días de agosto los sublevados, al percibir la magnitud de la tarea, decidieron organizar la represión y clarificar sus objetivos. Sabemos por el Archivo de la Prisión Provincial de Sevilla que los detenidos que contaban con antecedentes políticos–sociales izquierdistas fueron eliminados de inmediato. Pero estos eran los menos, el problema eran los cientos de detenidos por el simple hecho de ser obreros y vivir en ciertos barrios. Muy pronto comenzó la búsqueda de los dirigentes, muchos de los cuales, ocultos y aterrorizados por lo que iban sabiendo, optaron por entregarse o simplemente por esperar en su casa la visita de la Policía o de la Falange. La mayoría actuaron así para evitar las represalias sobre sus familias. Hablamos tanto de responsables políticos, cargos sindicales o simples obreros, como de prestigiosos médicos y abogados o de respetables comerciantes y funcionarios que de un día a otro pasaron a ser tratados como criminales sin posibilidad de recurrir ante nadie. Este fue el primer paso que dio el fascismo español: la anulación del hombre como sujeto de derecho como paso previo a su control y exterminio.

Algunas de estas capturas realizadas por las Brigadas de Investigación de Falange dejaron huella en los registros judicial–militares. La Causa n.º 8/36 del nuevo registro abierto tras el golpe en las oficinas jurídicas de la II División incluía nada menos que al alcalde Horacio Hermoso, al Gobernador Civil José María Varela Rendueles, al Jefe de la Guardia Municipal Rafael Lora Beltrán, al Presidente de Diputación José Manuel Puelles de los Santos, al Delegado de Trabajo José Luis Relimpio Carreño y a varios concejales y gestores provinciales. Todos fueron trasladados a la Prisión Provincial. Los primeros en desaparecer fueron Puelles y Relimpio, sacados de la Prisión el día cinco de agosto a las 2.30 de la noche por orden del Delegado de Orden Público Manuel Díaz Criado. Todos, salvo dos, irían cayendo en las semanas siguientes. Un caso especial fue el del doctor José González Fernández de Labandera, causa n.º 30/36, alcalde de Sevilla durante los sucesos del diez de agosto de 1932, cuyo absurdo proceso sería interrumpido por su asesinato el día en que tenía lugar el cuarto aniversario del golpe de Sanjurjo. Al cabo de un año el Instructor quiso «acreditar la situación del encartado» y desde la Delegación de Orden Público se le contestó que «le había sido aplicado el bando de Guerra el 10 de agosto del pasado año», lo que no fue óbice para que en 1941 le fuera comunicada a la familia la aplicación de los beneficios de prisión atenuada.

La ocupación de Huelva el día 29 de julio completó las operaciones iniciadas once días antes y que culminarían dos semanas después con la caída de Badajoz. Así, a partir de los últimos días de julio se decidió celebrar a bombo y platillo varios consejos de guerra sumarísimos en Sevilla y otras ciudades contra las autoridades legales. Entre los días primero y cuatro de agosto fueron juzgadas y condenadas las autoridades civiles y militares, según los casos, de Granada, Cádiz y Huelva. Todos los miembros de las fuerzas armadas que no se sublevaron fueron juzgados por «rebelión militar». Estos juicios ejemplarizantes continuarían en las semanas y meses posteriores pero casi siempre en relación con militares, con casos tan señalados como los del general Miguel Campíns Aura o el del coronel Santiago Mateo Fernández, militares legalistas a los que se eliminó luego de humillarlos con la farsa judicial. A mediados de agosto del 36 un radiograma ordenó, y eso puede ser señal de que no siempre se hacía, que toda sentencia recaída por Consejo de Guerra fuera puesta en conocimiento de la Junta Militar, llamada «de Defensa» por los golpistas, para su aprobación. Al mismo tiempo se iniciaron varios procedimientos contra diversas autoridades civiles, llegando unas a término, caso de Huelva, y quedando otras interrumpidas por la desaparición de los encausados. Forjándose para la elevada tarea que le será conferida, aunque la fama le viniera desde su intervención contra Ramón González Peña por los sucesos de Asturias, vemos ya en plena acción al jurídico–militar Felipe Acedo Colunga.

Desde estos primeros días la palabra que definiría la actuación de la justicia de los sublevados es la arbitrariedad. Al mismo tiempo en que algunas autoridades gaditanas u onubenses son asesinadas por decisión de los consejos de guerra, otras de Sevilla o de la misma Cádiz son eliminadas sin trámite alguno. A favor del indulto del Gobernador Civil onubense Diego Jiménez Castellano y de los tenientes coroneles de Asalto y de la Guardia Civil, respectivamente Alfonso López Vicencio y Julio Orts Flor, a quienes debían la vida los derechistas más señalados del sur de la provincia, se movilizan ante Queipo, Falange, Renovación Española, la Asociación Patronal e incluso el Arcipreste de Huelva, quienes recibirán por toda respuesta «Lamento muchísimo no poder acceder a su petición de indulto reos condenados a última pena, ya que las circunstancias críticas que atraviesa España obligan a no entorpecer justicia, para lograr no solamente castigo culpables sino ejemplaridad».

En Cádiz, en el caso del consejo de guerra contra Francisco Cossi Ochoa, Presidente de Diputación, su secretario particular Antonio Macalio Carisomo, y el capitán de fragata Tomás Azcárate García de Lomas, que había servido de asesor al Gobernador Civil Mariano Zapico Menéndez–Valdés, nos encontramos ante un caso excepcional en el que los propios encausados afrontaron su defensa. Mientras Azcárate ponía el dedo en la llaga declarando el 25 de julio que «el acto de declaración del estado de guerra era ilegal ya que no había sido precedido de los trámites que la ley ordenaba», Macalio espetaba al Instructor que si no se rindieron fue «cumpliendo instrucciones telefónicas del Ministerio de Gobernación, que declaraba faccioso dicho estado de guerra». Francisco Cossi, por su parte, «con el debido respeto», pidió la anulación tanto del auto de procesamiento como de la prisión preventiva, pues si la rebelión militar de que se le acusaba había existido «no se ha realizado en estas circunstancias históricas y terribles porque atraviesa la Patria con mi cooperación». En estos mismos términos, e incluso mayores, se mantuvieron estos hombres hasta que el día 16 de agosto alguien decidió que no hacía falta seguir con aquella terrible representación. Por el contrario, con el Gobernador Zapico y con varios oficiales de Asalto se llegó hasta la condena final. En todo caso el resultado fue el mismo.

Conscientes de las limitaciones que presentaban los consejos de guerra y desbordados por el número cada vez mayor de gente a la que había que cribar, los sublevados se decidieron finalmente por el método expeditivo. En la primera quincena de agosto, entre la caída de Huelva y la de Badajoz, se produjo una oleada represiva de enormes proporciones que afectó a todo el territorio bajo control de la II División al mismo tiempo que se mantenía la purga selectiva que se venía realizando desde el principio. Podrá valorarse dicha oleada, y hablamos sólo de represión documentada, si decimos que sólo en el mes de agosto fueron asesinadas como mínimo 1084 personas en la provincia de Huelva y 1692 en la mitad oeste de Badajoz. En la ciudad de Sevilla acabaron ese mes en las fosas comunes del cementerio 584 personas. Sobre la represión selectiva bastará con decir que en Cádiz desaparecieron el alcalde y once concejales, en Badajoz el alcalde y 14 concejales, y en Granada el alcalde y 16 concejales. En los pueblos ocurrió otro tanto. El caso de Huelva, donde he estudiado la relación entre represión y cargos políticos en más de media provincia, demuestra claramente la voluntad de exterminio de la clase política republicana. Con las investigaciones de que disponemos puede afirmarse que en esa primera quincena de agosto se decidió desde las más altas instancias golpistas la eliminación masiva de todas las personas estrechamente relacionadas con la experiencia republicana y la realización de una severa purga sobre la base obrera e izquierdista que le dio apoyo. En ese momento aún no se habían decidido ciertos aspectos formales de dicha tarea, de modo que podemos encontrarnos con personas juzgadas e inscritas en el Registro Civil, personas no juzgadas pero sí inscritas y, lo más habitual, personas ni juzgadas ni inscritas. Juzgados, prisiones, cementerios y ayuntamientos se ven superados por los acontecimientos, optándose finalmente por prescindir de los requisitos legales que toda muerte producía anteriormente. Este cúmulo de irregularidades legales sólo se abordaría parcialmente en noviembre del 36.

Contamos con una prueba escrita de esta apuesta represiva de primeros de agosto. El día cuatro de ese mes, un día antes de visitar en Córdoba a los militares Ciriaco Cascajo y Eduardo Quero para animarles con la represión, Queipo escribe una carta al general José López–Pinto Berizo, máxima autoridad golpista en Cádiz, en la que le dice: «¡Esto se acaba! Lo más que durará son diez días. Para esa fecha es preciso que hayas acabado con todos los pistoleros y comunistas de esa»[100]. Fue sólo unos días después cuando empezó la eliminación ya mencionada de las autoridades gaditanas. Igual ocurrió en Córdoba, donde cae el alcalde Manuel Sánchez Badajoz además de varios concejales y diputados. Este rumbo también se confirma en los pueblos, donde llega igualmente el mensaje del nuevo Gobernador Civil Eduardo Valera Valverde de que «hay que obrar con más energía». No obstante Queipo no actúa solo, pues no debe perderse de vista que el seis de agosto llega Franco a Sevilla, donde permanecerá hasta el 16 —el día 13 llega también Mola—, partiendo de la ciudad diez días más tarde hacia su nuevo cuartel general sólo unas horas después del asesinato del general Campíns, cuyo consejo de guerra es presidido por López–Pinto. Sobre las causas de fondo de la eliminación masiva de detenidos es evidente que la ocupación de Mérida y Badajoz a mediados de agosto y la de la cuenca minera de Riotinto a finales de ese mismo mes plantearon tales problemas a los sublevados que decidieron optar por la vía rápida. Puesto que la mayoría de los habitantes de estas provincias del Sur eran de izquierdas y contrarios a los sublevados, los golpistas, por más que contaran con la Guardia Civil y con bastantes elementos afines, no sabían qué hacer ni con los presos ni con los muchos izquierdistas que quedaban todavía en libertad. Fue este tenso compás de espera el que rompieron Queipo y sus delegados gubernativos con las ejecuciones públicas y la aparición de los primeros cadáveres con tiro en la nuca, y fueron pues estos peculiares retos los que llevaron al desbordamiento represivo de agosto y septiembre. El comandante José Cuesta Monereo, el cerebro del golpe en Sevilla, anotó en sus «Papeles» lo siguiente:

Uno de los primeros [problemas] que se puso de manifiesto fue el de la seguridad de los prisioneros que se cogían a la entrada de las columnas en los pueblos. La mayor parte de estos no disponían de cárceles ni locales donde pudieran tenerse con ciertas garantías, obligando a distraer fuerzas en esta misión hasta la organización de las milicias. Ligado a este problema venía el de su manutención, aunque las familias de ellos remediaran esta necesidad en muchos casos. Se autorizó en su vista a los Comandantes Militares a hacer una primera clasificación, interrogándoles rápidamente a fin de que enviaran los de mayor responsabilidad a la Capital para ser juzgados por los Consejos de Guerra con mayores garantías de acierto. Problema hondo, de retaguardia, que hubo que resolver al tiempo que se continuaban las operaciones de conquista u ocupación de pueblos[101].

Ocultó Cuesta, sin embargo, que como demuestran los documentos de la Auditoría de Guerra, fueron precisamente los Comandantes Militares quienes, al servicio de las oligarquías locales, efectuaron la primera purga. Ellos son los que realizan los primeros interrogatorios a los detenidos, sólo que como no están al tanto de la teoría de la «rebelión militar» se contentan con indagar sobre las actividades de los Comités o sobre los daños materiales causados. Cuando estas diligencias pasan finalmente a la Auditoría ya a finales del 36, esta lo primero que pregunta es sobre la situación de los encausados, resultando una vez más que la mayoría de ellos ya no existen por «haberles sido aplicado el Bando de Guerra», fórmula con la que una y otra vez se encubre la aniquilación del contrario.

Las características del terror fascista, aparte de una especial perversidad y crueldad rayanas en la necrofilia, se relaciona con sus objetivos. El fascismo convirtió el terror y la muerte en espectáculo como único modo de que su mensaje llegara a toda la sociedad. El terror fascista requirió el concurso de todas las instancias de poder y, al mismo tiempo, exigió el silenciamiento y la eliminación de toda discrepancia sobre sus procedimientos. El escaso apoyo social que disfrutaron los golpistas en el sur exigía un derroche de violencia del que otros regímenes fascistas con mayor base pudieron prescindir. Mientras unos desaparecían, otros eran obligados a presenciar hechos absolutamente insoportables y a vivir en un clima irrespirable de violencia cuyo objeto era pervertir su condición humana. Cada una de estas acciones iba encaminada a destruir no ya vínculos familiares, amistosos y sociales de gran arraigo sino a arrasar con principios básicos del ser humano e incluso con tabúes. En una sociedad donde el Estado de Derecho ha sido barrido, todo delito y toda depravación imaginable puede ser hecha realidad. Una comunidad sometida a un régimen de terror sistemático sólo puede aspirar a sobrevivir. El terror fascista sumió a los vencidos en la desesperanza y el desamparo más absolutos. Sin Justicia ni Autoridad alguna a la que recurrir, la única razón para seguir viviendo fue el mero hecho de vivir, sin condición alguna. Una vida cotidiana en la que al salir de casa cualquiera podía encontrarse con un camión cargado de los cadáveres de sus propios vecinos (Villarrasa–Huelva), cruzarse con quienes van mostrando orejas humanas colgadas de un junco (Calañas–Huelva), ver a un grupo de hombres jugando a pasarse una cabeza humana como si se tratara de un balón (Rociana–Huelva), presenciar los frecuentes desfiles de las mujeres rapadas y purgadas, asistir al arrastre por caballos de varias personas recién asesinadas en la plaza del pueblo (Jerez de los Caballeros–Badajoz) o enterarse de que los cadáveres de algunas vecinas, violadas y asesinadas, han aparecido en algún lugar cercano al pueblo; una vida cotidiana así marcada supone tal abismo que sólo puede ser percibido como la materialización de un nuevo modo de vida creado específicamente para seres considerados inferiores y carentes de todo derecho. Esta fue la contribución española al fascismo europeo.

Este ciclo de muerte iniciado el 17 de julio tuvo su punto álgido en agosto, septiembre y octubre, comenzando a ceder en noviembre y dando los últimos coletazos entre diciembre del 36 y febrero del 37. Sabemos que en diciembre de 1936 las Comandancias Militares de todo el territorio ocupado por los sublevados recibieron una orden por la que los presos quedaban en espera de ser sometidos a consejo de guerra. De la fiabilidad de estas órdenes puede dar cuenta el caso de uno de los huidos de Valverde del Camino (Huelva), Antonio Castilla Ramírez, quien a pesar de su deseo de reintegrarse a la vida del pueblo tuvo que huir en dos ocasiones por la desaparición de sus dos hermanos. La tardanza en la puesta en marcha de la maquinaria judicial–militar fue aprovechada en algunos lugares donde en enero y febrero se produjeron los últimos coletazos del «bando de guerra», al mismo tiempo que aquellas preguntas inspiradas en el estilo humorístico de los golpistas que tan bien representaba Queipo. En Fuente del Maestre preguntaban a los detenidos: ¿Dónde queréis ir, como voluntarios a la Legión o a Rusia? Rusia era el cementerio[102]. Otros, para lo mismo, decían: Preparaos porque os vamos a dar la reforma agraria. Finalmente, a principios de abril de 1937, todos los presos existentes en el territorio controlado por la II División pasaron a disposición de la Justicia Militar concluyendo así la primera fase represiva. En Huelva, por ejemplo, la primera víctima por sentencia de consejo de guerra es de 20 de marzo de 1937 y en Badajoz de dos días después. A partir de ese momento, aún permaneciendo hábitos de la etapa anterior, los sublevados pusieron en marcha una estructura judicial de urgencia por medio de consejos de guerra, unos permanentes y otros itinerantes, que será la encargada de abordar una de las más graves consecuencias del golpe y de la represión: el problema de los huidos, tarea esta que se aprovechó para efectuar lo que vino en llamarse la «segunda vuelta», una nueva purga en los medios obreros e izquierdistas que en el caso de Huelva acabaría con la vida de más de quinientas personas y a la que en los documentos oficiales se aludiría siempre como «la actual campaña contra el marxismo». Recordemos cómo se abría una de aquellas apocalípticas pantomimas:

[…] siguiendo este Consejo de Guerra en su delicada tarea de ir juzgando a los culpables de la bochornosa revolución marxista que tan sangrientamente ha enlodazado el suelo patrio, arrojando sobre la historia de España y sobre su civilización una mancha bien difícil de borrar, hoy toca el turno […][103].

Esta segunda fase represiva fue declinando en intensidad hasta que coincidiendo con el final de la guerra civil —que no de la campaña, como bien se encargaban de recordar los vencedores—, con el país convertido en una inmensa cárcel y al amparo de los vientos fascistas reinantes en Europa, se acometería la depuración definitiva de los vencidos desde abril de 1939 hasta los primeros meses de 1945. Veamos a qué equivale esto en los casos de Huelva (78 núcleos de población) y de la mitad occidental de Badajoz (82 núcleos de población):

Datos provinciales de la represión en Huelva y en la zona oeste de Badajoz (1936–1945). Elaboración propia[104].

La represión fascista, como ya indicó Tuñón de Lara al hablar de fascismo agrario, estuvo dirigida fundamentalmente contra la población jornalera[105]. Aunque existieron muchos factores de riesgo no hay duda que el factor número uno en estas provincias agrarias del Suroeste fue la reforma agraria. De entre las víctimas de Badajoz de las que sabemos su profesión más de un tercio eran jornaleros. Además de la base obrera en general, con sectores también muy afectados como el de la construcción y el ferroviario, la represión penetró también en los grupos medios, en los empleados y pequeños empresarios, y afectó muy duramente a grupos específicos asociados con las principales reformas republicanas, como los maestros, los militares y, de manera selectiva pero muy eficaz, a profesionales liberales como los abogados y los médicos. La represión, por más que sus límites se hallaran entre los 14 y los 79 años, se cebó en las edades medias, en las personas entre 30 y 50 años. Aunque la mayor parte de las víctimas fueron hombres tenemos constancia de la desaparición de 185 mujeres en la provincia de Huelva y de 455 en la zona investigada de Badajoz, donde también sabemos del asesinato de 51 menores de 18 años. Dos ejemplos: el de Carmelo Blanco Zambrano, de 16 años, a quien asesinaron en Fuente del Maestre (Badajoz) «porque se trajo un pito y un balón en el saqueo de la casa de los señoritos»; y el de Juan Manuel Martínez Báez, de 14 años, asesinado en Ribera del Fresno (Badajoz) porque «se enemistó con otro chico más o menos de su misma edad, al parecer hijo de un importante personaje»[106].

En cuanto a la represión sobre la mujer, puesto que se vio más afectada por la ocultación, habría que decir que la diferencia entre ambas provincias se basa exclusivamente en que en Badajoz hubo unos quince pueblos más que en Huelva en los que las autoridades judiciales o militares decidieron registrar a todas las víctimas entre 1936 y 1937. Esta represión contra la mujer, sobre la que no cabe buscar equivalente alguno en la violencia revolucionaria, es otra de las peculiaridades del fascismo español, fascismo de carácter católico que no tuvo remilgo alguno en asesinar incluso a mujeres embarazadas o menores de edad. De manera generalizada, rapados y purgantes se convirtieron en castigos específicamente femeninos[107]. Respecto a las violaciones, confirmadas por los testimonios orales, al afectar en algunos casos a mujeres emparentadas con soldados o falangistas que denunciaron los hechos —mujeres solas cuyos maridos, hermanos o padres habían huido—, son los propios documentos militares los que prueban su existencia. En general la situación en que quedaron las mujeres relacionadas con los vencidos fue penosa. Cuando Juana Castillo Ibáñez, una viuda de 28 años de Alcolea del Río (Córdoba), respondió públicamente a quien le preguntó por su marido que «los buenos lo habían matado por malo», un derechista que asistía a la escena, además de comentar en alto: «Estas putas no hacen más que tirar chinas, cuando están vivas de milagro», la denunció en la Comandancia Militar (Causa n.º 2967/38). Esta represión específicamente contra la mujer nunca hubiera podido llevarse a cabo en los pueblos sin la anuencia del clero. Estas aberraciones inimaginables encontraron cobijo dentro del espíritu de cruzada que llevaba, por ejemplo, a un párroco de un pueblo medio como Rociana (Huelva), Eduardo Martínez Laorden, a decir a voz en grito en plena plaza, ante todo el pueblo:

Ustedes creerán que por mi calidad de sacerdote voy a decir palabras de perdón y de arrepentimiento. Pues NO: ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última raíz!

Esto no quedó en el deseo, dándose casos de aniquilación de familias tanto en Huelva como en Badajoz: los hermanos González Cabrera (Emilio, Damián, Manuel, Rafael y José Antonio) en Almonaster La Real (Huelva); los Casaus Hijón (Antonia, Luciano y Teresa) en Manzanilla; la familia Patricio, del Cerro de Andévalo (Huelva); los Pérez González (Antonio, Manuel y Joaquín) en Palos (Huelva); los Macías Díaz (Encarnación, Demetrio y Visitación) en Los Santos de Maimona (Badajoz); los Pérez Bravo (Francisco, Josefa y Marciano) en Puebla de Sancho Pérez (Badajoz); los Movilla Chacón (Félix, Ángel y Antonio) en Segura de León (Badajoz); los Bernal Matamoros (Ángeles, Manuel y Eladio) de Fuente de Cantos (Badajoz); los Broncano Gómez (Francisco, Carmen y José) de Talavera la Real (Badajoz); los Toro Zambrano(José, Juan y Micaela) de Zafra, o, por cerrar esta serie de ejemplos que podríamos extender a otros muchos pueblos, la matanza de las hermanas García Iglesias (Encarnación, Claudia, Carmen y Concepción) de Fuente de Cantos (Badajoz).

Finalmente, será un documento elaborado por la Comandancia Militar de Cádiz e inusualmente claro en sus planteamientos, el que nos indique qué pensaban los sublevados sobre los límites de la represión:

La peculiar organización de los pueblos andaluces hacía que en un pueblo de 20 000 habitantes existían 20 o 30 terratenientes, 200 o 300 tenderos o comerciantes y 15 000 braceros sin más capital que sus brazos, todos asociados a organismos del Frente Popular. Cuando ellos dominan pueden fusilar a los dos primeros grupos y quedarse solos; en cambio los dos primeros grupos no pueden fusilar al tercero por su enorme número y por las desastrosas consecuencias que acarrearía[108].

Había pues un amplio margen de actuación para conseguir el efecto deseado de paralizar mediante el terror a la mayoría social. En la práctica la represión se ajustó en cada lugar a las necesidades de los grupos dominantes. Sólo así se explican las diferencias locales. Todos los pueblos fueron obligados a aportar su cuota de represión. De las 78 localidades de Huelva sólo tres se libraron (Hinojos, Berrocal e Hinojales); de las 82 estudiadas en Badajoz no se libró ninguna. Recordemos que en el caso de Huelva había existido violencia previa en 15 casos y en el de Badajoz en 14.

Hasta los primeros meses de 1937 no se tuvo verdadera conciencia de que acababa una etapa y comenzaba otra. Los detenidos sabían que por muy mal que pudiera irles con los consejos de guerra nunca podría ser peor que en la fase anterior. El paso de la represión salvaje a otra con apariencia de legalidad sirvió especialmente para tranquilizar las conciencias de quienes venían apoyando el golpe desde su comienzo. La gente era consciente de las barbaridades cometidas y de la cantidad de personas inocentes que habían sido asesinadas. Muchos querían pensar que por fin Franco se había enterado de lo ocurrido y había tomado las medidas oportunas. Los presos pasarían ahora por tribunales, los falangistas y los requetés serían controlados por el Decreto de Unificación y, especialmente, los grandes represores serán llamados al orden. En interpretación tan ingenua cayó incluso un hombre experimentado como Manuel Burgos Mazo desde su Moguer natal, anotando en su diario la alegría que le producía que el comandante Gregorio Haro Lumbreras, «ese Verres moderno», hubiera caído en desgracia. Igual ocurrió en Sevilla cuando desapareció del escenario el capitán Manuel Díaz Criado o en Badajoz cuando se esfumaron Pereita Vela o Gómez Cantos. Existían razones para sus traslados pero no eran las que se rumoreaban. Aunque mucha gente deseaba y necesitaba creer que individuos como los mencionados o como López–Pinto y Valera Valverde en Cádiz, Valdés Guzmán en Granada o como el cuarteto de Córdoba —Cascajo, Quero, Zurdo e Ibáñez— habían sido descubiertos al fin e iban a pagar sus culpas, la verdad es que se siguió un sistema de larga tradición en las fuerzas represivas: traslado y ascenso. Al mismo tiempo el propio desarrollo de la guerra, su estabilización, permitió la salida hacia otros destinos de los individuos que más se habían señalado en todo lo que había rodeado a la represión local. Así, de pronto, después de seis o siete meses, se cerró un ciclo.

Las oligarquías locales, orientadoras de la represión, raramente se mancharon las manos en las tareas sucias, para las que siempre había meritorios cuando no guardias civiles o soldados de cualquier tipo. Esta implicación en la violencia, este «pacto de sangre», constituye la argamasa que fundió al bloque vencedor[109]. Aunque el fenómeno represivo haya quedado asociado a la Falange, hay que decir que la realidad es más compleja. Como demuestran los archivos locales, la Falange posterior a las elecciones de febrero del 36, en las que fracasó estrepitosamente, era básicamente un instrumento creado al servicio del golpe militar a partir de finales de abril del 36 y financiado por los grandes propietarios[110]. Posiblemente, dada la evolución de dicho grupo a partir de la sublevación, pueda dar la errónea sensación que fue Falange la que se encargó de la represión, pero no debe olvidarse que esta Falange es un grupo creado por y para el golpe; un grupo que, despojado de toda fanfarria pseudorrevolucionaria, muestra desde el principio su verdadera faz al situarse al servicio del llamado «bloque contrarrevolucionario», que es el que la crea y mantiene. Falange obedece y sirve al golpe y a la contrarrevolución. Los documentos reflejan fielmente —caso de Paterna del Campo (Huelva)— que las suscripciones para su funcionamiento tras el golpe se efectúan «entre patronos y personas pudientes». En Los Corrales (Sevilla), por ejemplo, cobraban entre tres y cinco pesetas diarias. La relación de Falange con la represión viene simplemente de que esta fue la principal tarea del Nuevo Orden. En el Suroeste, ya en fecha tan temprana como el 23 de septiembre de 1936, tuvo que ser el propio Jefe Territorial Joaquín Miranda González quien recordara a los jefes provinciales que «queda terminantemente prohibido a los milicianos de nuestra organización tomar parte en fusilamientos y ejecuciones, misión que corresponde exclusivamente a las fuerzas militares de toda clase, advirtiéndose que aquellos que tomen parte en tales actos serán castigados con el máximo rigor».

Por otra parte, aunque no suela hablarse de ello, sabemos por los propios documentos generados por los sublevados que en las tareas sucias (detenciones, registros, malos tratos, asesinatos) participaron todos, desde las fuerzas militares hasta los tradicionalistas y los cívicos[111]. También sabemos que la justicia militar igual abría diligencias a unos soldados por hablar en estado de embriaguez más de lo conveniente acerca de las matanzas en que habían intervenido que contra falangistas implicados en hechos turbios y que no tenían problemas en informar sobre su relación con los mandos militares o con la policía, o sobre las actividades diarias de las llamadas brigadillas de ejecuciones, los grupos renovados cada día que se encargaban de los secuestros y los asesinatos ordenados por la Superioridad. Los sumarios abiertos para esclarecer hechos represivos por denuncias de personas cercanas al Nuevo Orden, únicos a los que se permitía tal cosa, por más irregularidades que contengan, son fundamentales para acceder a los mecanismos internos de la estructura represiva.

A la gran purga del 36 siguió otra más selectiva a lo largo de 1937–1938, relacionada con quienes habían huido anteriormente de la represión y con quienes les ayudaban desde los pueblos y los cortijos. La presión se mantendría desde el 39 al 45, con todo el país subyugado, y concluiría definitivamente con el apogeo de la lucha guerrillera entre esa fecha y 1953, año en que tendría lugar en el cementerio de San Fernando de Sevilla la muerte de los últimos guerrilleros del Suroeste. Para llenar de personal la inmensa red burocrática militar, no sólo se vació el cuerpo jurídico–militar sino que se vieron obligados a recurrir a jueces, secretarios judiciales, registradores e incluso catedráticos. Será ahí, como instructores o ponentes, donde se forjarán figuras del «franquismo» como Florentino Pérez Embid, Carlos Arias Navarro o Antonio Pedrol Rius, todos pertenecientes al oscuro mundo jurídico–militar. Puesto que había que castigar a mucha gente en poco tiempo, se crearon los procedimientos sumarísimos de urgencia, juicios preparados en 24 horas en los que en un sólo acto se oía al acusado, a los testigos y se dictaba sentencia de cumplimiento inmediato. Como resalta Ruiz Vilaplana, con esto desapareció el procedimiento sumarísimo ordinario, que era precisamente el creado para casos muy graves. De todas formas hay que destacar que en la primera etapa, salvo casos excepcionales, lo habitual fue eliminar a la gente sin iniciar trámite alguno. Y esas excepciones se refieren a militares, a personas que cuentan con algún importante mediador o a casos a los que los propios golpistas quieren dar especial relevancia. Pero incluso así siempre cabe que la farsa judicial se interrumpa. Veamos la variedad de casos a través de lo ocurrido con las autoridades.

En Huelva, con el asunto de la columna minera enviada contra Queipo el 19 de julio, autoridades civiles y militares son juzgadas en Consejo de Guerra y fusiladas en un parque público cuatro días después de ser ocupada la ciudad. En Cádiz, donde la sublevación se impone en cuestión de horas, se siguen actuaciones judiciales contra las autoridades durante varias semanas, hasta que un buen día desaparecen. En Sevilla se da algún caso igual a Cádiz, pero la mayoría de las autoridades van desapareciendo a partir de los primeros días de agosto. Badajoz estaría en esta línea, con la particularidad de que sus autoridades son primero asesinadas y posteriormente juzgadas con el propósito de arrebatarles sus bienes. Autoridades aparte, en general el recurso al Consejo de Guerra se hizo con fines preventivos, caso de los componentes de la columna minera, de algunos líderes o de ciertos funcionarios reacios a prestar apoyo pleno a los golpistas.

Hablar de lo que rodea a cada una de esas muertes es hablar del terror más absoluto. Se aprovechan las fechas: el diez de agosto, los 18 de cada mes, el 16 de febrero, el 14 de abril… Y se elige a las víctimas unas veces por su marcado protagonismo y otras al azar. Un ejemplo único: en Salvochea (El Campillo–Huelva) se celebra el primero de enero del 37 asesinando a un grupo de izquierdistas elegidos por el hecho de llamarse todos Manuel. Más sofisticado sería el sistema empleado por uno de los delegados de Queipo en Badajoz, el capitán Gómez Cantos. Cuando pasea por la ciudad, elige entre el personal desafecto a tal o a cual persona para charlar un rato o tomar café. Pronto la gente observa que todos estos «elegidos» van desapareciendo sin dejar rastro. Una vez creado el clima de terror deseado, los paseos del delegado se convierten en espectáculo. Unos mirando con morbosa curiosidad quién será el próximo y otros enmudeciendo cuando el delegado fija su mirada en ellos antes de saludarles con gesto afectado. Otro caso repetido sería el de exhibir la pieza cazada antes de eliminarla. Cuando en 1938 se localiza en una aldea minera al primer alcalde republicano de Ayamonte, el maestro y masón Manuel Moreno Ocaña, se le lleva tal como se encuentra a su pueblo y se le hace recorrer las calles entre golpes e insultos. Finalmente, antes de asesinarle, se le sienta en una silla en la plaza para que todos puedan verlo y se le cuelga del cuello un cartel donde se lee «YO SOY EL ALCALDE DEL PUEBLO».

Por otra parte, tal como ya se ha indicado, la represión política es inseparable de la represión económica. De hecho, en ocasiones, es difícil saber si se elimina a alguien por motivos políticos y después se le roba, o si, con cualquier pretexto, se le elimina para robarle. El resultado era el mismo. Aunque, en general, dadas las clases sociales afectadas, no había gran cosa que sacar, lo cierto es que estamos ante la última «desamortización» de nuestra historia contemporánea. Tanta avidez de rapiña había que la primera normativa sobre incautaciones data de agosto del 36. Se roba de múltiples maneras: en los asaltos a las casas, con las suscripciones, con las peticiones de dinero a las familias de los detenidos, con los bandos de incautaciones, con las «responsabilidades políticas»… Las condiciones permiten que el robo tome otras formas más terribles y solapadas. Las necesidades, el miedo y el chantaje arrasaron con el patrimonio de los vencidos. También se forjaron grandes fortunas prestando pequeñas cantidades que al no poderse pagar se transformaban en bienes de todo tipo.

El interés de los expedientes de incautación radica en que se debe justificar a posteriori, con testigos relevantes, la muerte del expedientado. En el caso, por ejemplo, de Antonio Monje Mora, un caso común de un concejal socialista de Paymogo (Huelva) entregado por las autoridades portuguesas el primero de septiembre del 36 y asesinado cinco días después, los únicos delitos que se pudieron sacar de las declaraciones de los testigos fueron que había sido concejal y que perteneció a la UGT. O el patético testimonio de una mujer de El Campillo (Huelva), condenada a pagar 500 pesetas por las «responsabilidades políticas» de su marido, ya asesinado:

La que habla, que desgraciadamente mañana y tarde tiene que asistir con la escudilla a la puerta de la casa de Auxilio Social a recoger las raciones para comer mis hijos, ni tiene ni tendría jamás las QUINIENTAS PESETAS, ni quien me las prestara, porque nadie presta dinero a aquel que para vivir tiene que implorar la caridad[112].

Idénticas consecuencias aunque mayor cinismo si cabe se dio en los casos en que el acusado había ocupado cargos políticos. Sirva de ejemplo el alcalde de Rociana, el socialista Antonio Hernández Muñoz, a quien pese reconocérsele que controló toda violencia y que incluso protegió personalmente al párroco —ese mismo párroco que luego pediría represión ilimitada— se condenó en 1940 a través de su viuda, Francisca Moreno Villarán, a pagar 750 pesetas «por responsabilidad política de carácter grave». Hernández Muñoz había desaparecido en el 36 y sus bienes le fueron arrebatados poco después.