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Introducción

De seguir esta fugitiva actitud se perderá el sentido de la Cruzada, que vendrá a ser valorada como si hubiera sido un gigantesco error, una monstruosa matanza.

RAFAEL CALVO SERER,

Los motivos de las luchas internacionales

(Madrid, 1955)

EL DÍA 17 DE JULIO DE 1936 se inició un golpe de estado que consiguió imponerse casi en medio país, iniciándose en consecuencia una guerra que aunque en principio todos imaginaron breve no concluiría hasta el primero de abril de 1939 con la derrota absoluta de la República. Sin embargo, en la España en que los sublevados se impusieron desde las primeras semanas, por más que acabaran llegando los efectos del conflicto bélico, no existió guerra alguna sino un proceso de brutal involución impuesto por la fuerza y por la represión generalizada de gran parte de la población. El régimen político surgido de ese golpe militar y de esa guerra sólo concluiría cuatro décadas después con el retorno controlado al sistema democrático. La particularidad de la sublevación del 36 frente a las anteriores, que tardó en ser percibida incluso por muchos de quienes la apoyaban, fue su firme decisión de exterminio inmediato del oponente. El ciclo de violencia abierto por los sublevados no respondía a ninguna violencia previa sino a su oposición frontal al proyecto republicano y a los resultados de las elecciones de febrero de 1936, que dieron la victoria a los partidos agrupados en el Frente Popular.

Y fue precisamente ese mismo proceso involutivo de carácter contrarrevolucionario el que desencadenó la revolución que supuestamente debía abortar[64]. Y con la revolución llegó también la temida ola sangrienta, la violencia revolucionaria. Por el contrario, en los pueblos y ciudades que cayeron desde un principio en poder de los golpistas, el problema de la violencia revolucionaria o no existió, caso de Castilla, La Rioja, Álava, Navarra, Canarias o la mayor parte de Galicia, o fue localizada y de diversa relevancia, tal como ocurrió en las tierras andaluzas y extremeñas ocupadas en el verano del 36. Conocemos este terror rojo en detalle por la Causa General, el gran proceso abierto por la dictadura a los vencidos. Por más que se trate de una documentación absolutamente parcial y necesitada de ser cribada por la visión matizada, rigurosa y crítica de los recursos metodológicos actuales, ese apartado del terror rojo no plantea problema alguno a la investigación actual. Fue el terror contrarrevolucionario, por el contrario, el que fue ocultado desde el primer momento por todos los medios posibles, de forma que aún hoy sigue planteando problemas no ya estudiar su repercusión sino simplemente demostrar su existencia e importancia y desmontar de paso las operaciones de falsificación iniciadas por la historiografía pro franquista a lo largo de la dictadura.

El presente trabajo se basa principalmente en investigaciones propias realizadas en el Suroeste español —en los dominios de la II División, cuyo centro neurálgico era Sevilla, y su amplio radio de acción—, y en el extenso territorio de Badajoz —la mitad occidental de la provincia, situada entre el límite superior de Huelva, la línea que une Sevilla con Mérida y Badajoz, y la frontera portuguesa— ocupado en las primeras semanas de agosto del 36[65]. Es este un marco geográfico especial por haber sido el escenario de la actuación inicial del Ejército de África, pieza clave en la trama golpista y dirigido por quien prontamente acabaría liderando la sublevación, el general Franco. Por lo demás, aunque puedan existir variaciones de intensidad y de matices, teniendo en cuenta que los planes de los sublevados eran aplicables a todo el territorio nacional y que las directrices emanadas de la Junta Militar radicada en Burgos eran de aplicación general para la zona ocupada, hay que decir que en esencia lo mismo ocurrió en Canarias, Galicia o Melilla que en Valladolid, Sevilla o Zaragoza[66].

De este modo, al hablar del Suroeste hablamos pues de la España donde los sublevados llevaron sus métodos a su máxima expresión y donde pudieron plasmar de inmediato sus planes de supuesta salvación y de regeneración de España. En general nos referimos a pueblos y a ciudades donde raramente se produjeron hechos violentos con pérdidas humanas a partir del 17 de julio y donde de manera generalizada los presos de derechas fueron encontrados con vida en el momento de la ocupación. Lo normal fue que la furia se canalizase contra edificios religiosos, casinos, domicilios particulares o simples sedes políticas. La violencia contra las personas se circunscribe a una serie de casos aislados en cada provincia que ya desde los primeros tiempos la propaganda fascista se encargó de magnificar exagerándolos y dándoles rango de hechos habituales. Lo cierto, sin embargo, es que el estado de derecho, pese a la conmoción producida por el golpe, pervivió en las zonas aludidas hasta que fueron engullidas por la sublevación y que en todo momento se mantuvo la cadena de poder que va de los alcaldes al Ministerio de Gobernación pasando por los gobernadores civiles. Por parte de los agresores primó la acción rápida y contundente y por parte de los agredidos una respuesta inmediata. La excepcionalidad de la situación será afrontada a remolque de los hechos por los comités circunstanciales o antifascistas. La iniciativa, sin embargo, la llevaron en todo momento los golpistas, quedando muy limitada la capacidad de respuesta de la sociedad civil, inerme frente a la agresión. Ante la imposibilidad de defensa y la negativa al simple sometimiento, la cercanía de los sublevados provocará en muchos casos un verdadero éxodo que movilizará a miles de personas que deambularán durante tiempo indefinido en la más absoluta orfandad.

En todo momento los que iniciaron la agresión fueron conscientes de que en la mayor parte de la zona ocupada carecían de justificación real alguna para lanzarse por la pendiente de la represión. Los planes previos ya contaban con esto. Esta carencia fue cubierta de dos formas: inventándose la existencia de supuestas listas de derechistas que no llegaron a ser asesinados por falta de tiempo y, sobre todo, mediante una incesante campaña de propaganda que ya desde agosto del 36 difundió el terror rojo para así poder justificar el propio y en la que la II División fue pionera. En este sentido, la prensa y la radio, con su silencio, sus mentiras y sus verdades a medias, desempeñaron un papel fundamental. La machacona campaña sobre los crímenes reales o imaginarios cometidos por el adversario contribuyó a sobrellevar la cuota de sangre de cada día a lo largo de 1936. No obstante, lo que más influyó en asumir la violencia y el terror como hechos inevitables y justificados fue la obligada implicación de amplios sectores sociales en las diferentes tareas que aquellos requerían, viéndose involucrados para siempre en un proceso irreversible que constituirá la trama básica sobre la que se erigirá la dictadura. Los golpistas actuaron desde el primer momento en la seguridad que mientras más se profundizara en la represión y más gente se viera mezclada en ella, más difícil sería volver atrás. Así, cuando en noviembre del 36 Franco fracasa ante Madrid, fracaso ocultado ante las expectativas creadas en torno a su inminente caída, nadie que osara mirar hacia atrás pudo plantearse el final de nada. Había que seguir aunque sólo fuera para no tener que responder de los crímenes cometidos por aquella caravana de la muerte que inició su largo camino en Melilla cinco meses antes en la tarde del 17 de julio.

Por otra parte es necesario que nos detengamos en la que podríamos llamar cuestión terminológica. Dos décadas de investigaciones sobre la guerra civil permiten no sólo la posibilidad de actualizar nuestros conocimientos sino la de desarrollar nuestra débil conciencia historiográfica[67]. Superada ya la fascinación por los números, por las cifras exactas y definitivas, y puestos en su lugar los «excesos y venganzas personales» con que a veces se ha pretendido justificar todo, parece ya posible plantearnos el papel que el fenómeno represivo tuvo en la destrucción de la República y la implantación del fascismo. Disponemos de fondos documentales abiertos recientemente a la investigación que nos permiten acceder a los primeros pasos del golpe allí donde la «guerra civil» fue simplemente un golpe militar victorioso[68]. Sin embargo, una de las primeras dificultades metodológicas que inevitablemente hemos de afrontar es la que se refiere a la terminología. Las palabras, como dijo Lewis Carroll en sus historias de Alicia, tienen amo. Para empezar estamos acostumbrados a hablar de una guerra civil que abarca todo el territorio y que dura casi tres años, y al hacer esto, conscientemente o no, falseamos la realidad. Ha habido un gran interés en que creamos que un buen día los españoles, siguiendo la tradición, decidieron dirimir sus problemas a tiros. Y en ayuda de esta visión se ha llegado a recurrir a todo, desde la terrible desolación del «A garrotazos», de Goya, a las dos Españas gélidas de Antonio Machado, pasando por Benito Pérez Galdós y su aserto de que no había «nada tan semejante a un alzamiento de españoles revolucionarios como un alzamiento de españoles reaccionarios». Otro muy diferente hubiera sido sin duda el parecer de Pérez Galdós si hubiera podido asistir a aquel último episodio nacional que quería saldar cuentas con siglo y medio de historia.

La ausencia de matices deforma nuestra visión de los hechos, resultando que la guerra civil ha acabado por ocultar y absorber el golpe de estado previo cuyo fracaso dio lugar a la propia guerra. Esta idea de la guerra civil como desastre inevitable conlleva la culpabilización colectiva y la consideración de la dictadura y del proceso de transición como lógicas y necesarias fases de superación de los graves problemas existentes. La República quedaría en esta interpretación como un régimen bienintencionado pero nefasto al accionar resortes que luego no supo controlar. Por supuesto, los meses del Frente Popular, por más que la violencia viniera casi siempre del mismo sitio, del que conducía al golpe militar, no podrán ser vistos sino como antesala de la guerra civil. Estaba escrito. Todo conducía al desastre. Por otra parte, la sacralización del modelo de transición exige que la II República sea sacrificada y que la guerra y la dictadura sean asumidas como ciclo inevitable del que finalmente nacería una verdadera democracia no sólo sin ligadura alguna con la traumática experiencia anterior sino encarrilada de nuevo en la verdadera tradición española rota en abril de 1931. Lógicamente, desde estos presupuestos, el régimen resultante del golpe militar y de la guerra, el régimen que recondujo el país hacia esa tradición, no puede ser catalogado de fascista. Frente a esta visión preponderante, aquí se parte precisamente de lo contrario: las posibilidades individuales y colectivas de la sociedad española de la República fueron barridas por un golpe militar que no estaba decidido por el destino ni por la fatalidad sino por quienes conspiraron para acabar con la República y por las potencias que inmediatamente les ayudaron. Convertir a la República en general y al Frente Popular en particular en el camino que conduce a la guerra civil es borrar su historia y la de quienes le dieron vida y, al mismo tiempo, conceder al «franquismo» el carácter de necesidad histórica con efecto retroactivo desde el mismo 14 de abril de 1931[69]. Para acabar como acabó, mejor que no hubiera existido, parecen pensar algunos. Considerar, por tanto, que el golpe y la guerra eran inevitables en aquella situación es simplemente creer que los golpistas tenían la razón de su parte, que venían a corregir por el medio que fuera una malformación histórica congénita.

A causa de tan básicos desacuerdos no existe consenso sobre cómo denominar los hechos históricos contenidos entre el 17 de julio del 1936 y el 20 de noviembre de 1975. Una fuerte carga ideológica subyace a las palabras. Digamos que lo único claro es que, allá por los años treinta, accidentalmente, hubo una República y una guerra. A partir de ahí ya empiezan los problemas: alzamiento, cruzada, movimiento, sublevación, golpe de estado, dictadura, régimen autoritario… Estos problemas se acentúan si nos adentramos en aspectos más turbios. Así, por ejemplo, tenemos asumido que en la zona roja se produjeron asesinatos y que en la zona nacional se produjeron fusilamientos, es decir, que en la zona donde se mantuvo la legalidad se asesinaba y que donde triunfó el golpe —al que muchos llaman todavía Alzamiento— se fusilaba. Lo de Zona Roja y Zona Nacional son términos que hoy mantiene el principal de los archivos militares españoles. Respecto a la represión habida en la zona nacional hay quienes han optado por hablar de paseos, asociados a la represión ilegal, y de fusilamientos, resultado de una supuesta represión legal, queriendo distinguir así la época de las matanzas indiscriminadas de la posterior de los Consejos de Guerra. Sin embargo, las investigaciones realizadas permiten, por el contrario, hablar de un solo proceso represivo dividido en varias fases. La palabra paseo sólo sería apropiada para una situación donde la violencia fuese ejercida por grupos incontrolados que actuasen al margen del Estado. En la zona sublevada, donde la represión se planificaba y donde la jerarquía y la disciplina fueron absolutas, los crímenes se produjeron en todo momento con el conocimiento de las autoridades, por medio de fuerzas designadas para la ocasión por esas mismas autoridades e incluso con un cura confesor entre el camión y el paredón. Esto no es un paseo. Tampoco —por más cómodo que sea— resulta muy riguroso hablar de fusilamientos, ya que, si hablamos con propiedad, sólo cabría hablar de estos como final de un proceso que se iniciaría con la detención legal y concluiría tras la sentencia de muerte con el certificado médico de defunción previo a la inscripción en el Registro Civil. Si faltan estos requisitos podremos hablar de homicidios, de asesinatos, pero nunca de fusilamientos por más extendido que esté su uso en beneficio de los golpistas. Estamos pues ante palabras buscadas para encubrir la verdad y orientar las responsabilidades hacia las víctimas de la agresión. Cuando las usamos, olvidamos quién nos las legó.

La clave de la cuestión parece estar en el punto de partida, en la consideración que demos a los actos realizados por los golpistas a partir del 17 de julio. Desde nuestra perspectiva actual ofrece poca duda: fueron ilegales. Conscientes de dicho problema ya entonces, los sublevados se plantearon con tiempo la cuestión de la legitimidad de la que carecían. Abandonada por falta de consistencia la historia del «complot comunista» que tanto juego dio en las semanas posteriores al 17 de julio —pensemos que ya el 5 de agosto está circulando por la prensa de la zona sublevada el documento titulado «Cómo se preparaba la revolución marxista en España»[70]—, no vieron otra salida que mantener que las elecciones de febrero del 36 fueron nulas. Nulas las elecciones, nulo el Gobierno salido de las urnas y nulas sus decisiones. Sería pues ese peligroso vacío el que habrían venido a llenar. Esta línea, esbozada ya desde el verano del 36 en los primeros consejos de guerra celebrados contra militares respetuosos con la leyes, culminaría poco antes de abril del 39 con la creación de una comisión controlada por Serrano Suñer cuyo doble objetivo consistió en demostrar al mismo tiempo la ilegalidad del Gobierno existente el 17 de julio y la legitimidad del golpe de estado, solución que se mantendría hasta que se optó por transferir la legitimidad conseguida por las armas el primero de abril de 1939 a la rama monárquica que desapareció como consecuencia de las elecciones municipales de julio de 1931.

Lo cierto es que en aquellas circunstancias —hay que recordar que desde que se aprobó la Constitución de 1931 los jefes militares sólo podían declarar el estado de guerra por decreto del Gobierno o si así lo disponía el Presidente— tan ilegales fueron las muertes producidas por la aplicación del Bando de Guerra, por ser bandos dictados por militares situados al margen de la ley desde que se sublevaron y destituidos por el Gobierno democrático, como las sentencias de muerte dictadas por los Consejos de Guerra. Toda esta justicia, ajena enteramente al mundo del Derecho y de las garantías procesales y tan ilegal entonces como ahora, estaba viciada de origen. Nos hallamos simplemente ante gravísimos delitos a los que inmediatamente se intentó recubrir de una apariencia de legalidad. Sólo se trataba de guardar las formas. En cualquier caso, aquí se hablará de represión fascista, tratando con ello de situar los métodos de quienes se levantaron contra la República en el marco adecuado, en el de los fascismos europeos del período de entreguerras. Todos ellos compartían los mismos objetivos —la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y de los partidos políticos, y la implantación de un Estado omnipotente— y sin duda fue el fascismo español uno de los más avanzados en su ejecución[71].

Finalmente, y como consecuencia de lo anterior, la ambigüedad terminológica envuelve incluso a las propias víctimas. Las de derechas no ofrecen dudas: fueron asesinadas. Existen sin embargo todo tipo de palabras tanto para denominar a las otras (fallecidos, ejecutados, ajusticiados, pasados por las armas, fusilados) como para establecer la acción que las produjo (aplicación del bando de guerra, represalia, depuración, escarmiento, limpieza, pacificación…). Tanta ambigüedad [72] desaparecería si decidiésemos distinguir solamente entre las personas asesinadas que llegaron a ser inscritas en los registros entre 1936 y 1994, fecha de la última inscripción realizada en la zona investigada, y las personas desaparecidas, aquellas de las que aún no existe constancia legal de su muerte. Y dada la magnitud del problema —pensemos que sólo en la provincia de Huelva tenemos constancia de la existencia de unos 2500 desaparecidos—, la palabra para definir la acción que acabó con sus vidas debería ser crimen contra la humanidad o genocidio en el sentido que originariamente le dio su creador, el jurista polaco Rafael Lemkin, de estado de criminalidad sistemática contra un grupo, o en la acepción que dan nuestros diccionarios: exterminio sistemático de un grupo social por motivos de raza, de religión o políticos[73].