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Disidentes, evadidos y guerrilleros

QUIENES LOGRARON SOBREVIVIR a la derrota tuvieron que guardarse de la obsesión enfermiza de los nuevas mandatarios por mantener el orden público, supuestamente en peligro a causa de su presencia. Generar el más mínimo brote de contestación al sistema fue algo arriesgado y ciertamente meritorio para quienes lo intentaron, al menos hasta principios de los años cincuenta, cuando la debacle de la clandestinidad acabó con los últimos residuos de resistencia política y sindical, a la vez que los lazos de clase, así como las redes cívicas de sociabilidad de cualquier tipo, forjadas a lo largo de décadas, quedaban irremediablemente rotas. Por fin, y a través de la represión y el control social, se dejaba físicamente aniquilado al temido «enemigo interior»: batido en retirada y socialmente incapacitado para la contestación organizada. Las actuaciones de la oposición residual hasta su desmoronamiento definitivo, así como los esfuerzos hechos en pro de una recuperación que resultó imposible, han sido cuestiones tratadas con profusión[152].

En estas páginas, nos referiremos, por ello, a la disidencia ordinaria, tomando casos individuales de contestación formal e informal dirimidos por la justicia ordinaria, que nos aportarán, creemos, elementos de reflexión para entender mejor diversos ensayos de protesta social frente la dictadura, antes que esta redujera al silencio toda voz discordante. Nos detendremos también en algunos sumarios incoados a presos republicanos por quebranto de condena. La reconstrucción del recorrido seguido tras la evasión de alguna colonia penitenciaria nos mostrará ciertos límites o incapacidades del régimen en su pretensión de tener bajo llave a tanta gente. Algunos de estos presos consiguieron pasar desapercibidos durante años, sin necesidad de echarse al monte, como otros acabaron haciendo, ni de convertirse en «topos» de por vida. Nos referiremos, igualmente, a la lacra del exilio, poniendo especial atención en las consecuencias de la imposibilidad de un pronto retorno por muchos deseado. Es en estas comunidades rurales donde mejor pueden percibirse las resistencias del régimen a la conciliación. Entorpecer desde la propia localidad el regreso de quienes habían dejado familia y bienes abandonados no puede dejar de considerarse sino otra forma cruel de represión y exclusión.

Las fuentes judiciales ordinarias dan fe, a través de un tenue goteo de casos, cómo durante la primera década del franquismo, también en muchas partes de la España rural creídas socialmente menos beligerantes y más fáciles de someter, existieron pequeños grupos difícilmente amordazables, mientras hubo la vana esperanza de una intervención aliada. Personas identificadas como militantes cenetistas fueron llevados ante los tribunales acusados de colaborar en el paso clandestino de refugiados por la frontera. Siguieron también en activo ferroviarios ugetistas, y tenemos noticia de la infatigable resistencia de militantes poumistas, a menudo actuando por cuenta propia desconectados tanto de la dirección interior como de la exterior. Así puede comprobarse, por ejemplo, en la carta de un militante del POUM a un correligionario —rota en mil pedazos cuidadosamente reunidos y guardados por la policía— que fue presentada como prueba testifical en el interesante sumario que se incoó a raíz de la desarticulación, el 22 de septiembre de 1950, nada menos que con el concurso de uno los hermanos Creix de Barcelona[153], de una célula clandestina de esta organización. Atender brevemente a la creación y posterior desarticulación de este grupúsculo opositor, nos conecta con los avatares por los que debieron pasar muchos de los republicanos que intentaron reemprender la lucha contra la opresión.

Antes de finalizar 1950, fueron procesados por asociación ilegal diez militantes del POUM, siete de Balaguer y tres de Lérida. La historia de esta caída nos remonta a 1943, cuando —según declaración de los detenidos— se construyó el comité provincial del POUM en Lérida, tras contactos con la dirección de Barcelona. Durante sus siete años de vida, este grupúsculo clandestino se alimentó sobre todo de militantes de las dos localidades citadas, depositarías ambas de una cierta tradición de participación en las lides políticas desde los tiempos de la Restauración canovista[154]. Precisamente de Balaguer —una población que en 1940 superaba los seis mil habitantes en una provincia en que la capital apenas contaba con treinta mil—, era el sastre Antonio Rialp Porta, antiguo militante del Bloc Obrer y Camperol (BOC) y más tarde del POUM, quien comenzó a trabajar desde Lérida, en donde el año 1943 tenía fijada su residencia, para crear el comité provincial del partido. Asumió la secretaría general, al tiempo que tomaba contacto con otros correligionarios —Agustín Espinosa Gil, un dependiente de comercio bilbaíno de 25 años, afincado en la capital, y Ramón Flaguera Barbosa, otro joven de 22 años que trabajaba en un taller de tapicería—, para que colaborasen en la tarea de reunir a antiguos militantes, que en aquellos momentos no llegaron a pasar de cuatro o cinco.

Sin arredrarse por semejante carencia de efectivos, actuaron cual si de organización estructurada se tratara, responsabilizándose de la secretaría de agitación y propaganda, una actividad que no iba más allá de recibir y leer la prensa interna del partido, a la vez que procuraban ampliar el reducido núcleo de militantes dispuestos a cotizar y a trabajar para la organización, que desde Barcelona continuaba enviando instrucciones. Uno y otro tenían cierta experiencia militante y de lucha política. Falguera militó desde la guerra en el POUM, y fue miembro pionero de las Juventudes Comunistas Ibéricas. Con motivo de la ocupación de la ciudad por las tropas de Franco en abril de 1938, marchó voluntario al frente. Después de la guerra estuvo detenido en un campo de concentración, siendo destinado a África para realizar el servicio militar.

No fue sino al cabo de tres años, hacia 1946, cuando se entabló contacto con los antiguos militantes poumistas de Balaguer, quienes al poco acabaron siendo todo lo que restaba de la organización, ya que la mayoría de los militantes de la capital decidieron —según consta en el sumario— ingresar en el recién creado Moviment Socialista de Catalunya.

En cualquier caso, la influencia de la gente de Balaguer en el seno de esta minúscula célula comunista se produjo cuando quien estaba al frente, Antoni Rialp, decidió volver a su localidad de origen, donde comenzó a trabajar en la creación del comité local, que pasó a estar dirigido por Josep Mitjans Barbera, un escribiente, soltero, de 42 años. A partir de este momento, un cocinero que trabajaba en un conocido restaurante de la capital, Ramón Magre, de 46 años de edad, natural de Cervera, se ocupó de lo que denominaban la secretaría general provincial. El nuevo secretario general era una persona que en 1936 vivía en Barcelona, trabajando en la restauración, a la vez que ejercía de redactor de La Batalla[155], el órgano del partido. Tras la retirada de 1939, pasó a Francia, saliendo del campo de concentración de Saint Cyprien para cocinar para la guardia móvil francesa en Perpiñán. En 1942 volvió a España por Port–Bou, donde fue detenido, permaneciendo un tiempo en la cárcel Modelo. Después se instalaría en Lérida y sería el contacto principal entre la dirección de Barcelona y la militancia de comarcas, manteniendo una estrecha amistad con el responsable del comité local de Balaguer, con quien se carteaba asiduamente, cosa que sabemos en razón de la carta requisada a la que nos hemos referido más arriba, la cual es un pequeño compendio de los artilugios que las oposiciones podían llegar a emplear en la comunicación clandestina para burlar la censura postal. Quien la escribió se muestra diestro en el uso de un discurso metafórico y, a la vez, verosímil. Junto a la eliminación de las identificaciones personales, se reemplaza por otros términos toda referencia a la cárcel (que se convierte en el hospital), el partido (nuestra central comercial), la dirección del partido (la gerencia), la militancia (con la clientela), la marcha del país (como la marcha de la industria), el exilio en Francia (como ir al sanatorio), etc. Por otra parte, destaca en la misma la expresión de animosidad de las bases —tal como ocurría con otras organizaciones— contra la dirección del POUM —«los de allá arriba»— a causa del fraccionamiento en que se encontraba la organización, así como el espíritu revolucionario internacionalista, conservado por unos hombres que conservan su militancia en las más duras condiciones:

[…] La indignación que demuestras en tu anterior, y en esta carta, puedes suponer que antes la he tenido yo, por cuánto conoces mi pensamiento, que es invariable, y es el tuyo y el de la mayoría de nuestros clientes de la provincia, por no decir de nuestros clientes de España en general. Ahora bien, amigo mío. Estamos atados a la marcha de la industria y aunque moralmente no nos sentimos unidos por los puntos de vista de la gerencia, tenemos el deber de seguir unidos materialmente, para no perder efectivos para imponer nuestro criterio para el momento en el que sea forzoso un cambio de métodos para la producción que permita definirnos claramente. Y esto puede suceder de un momento a otro. Rompiendo prematuramente nada conseguiríamos, y perderíamos un contacto con la clientela que puede sernos muy útil el día de mañana.

Tanto el autor como el receptor de la carta, el presidente del comité local de Balaguer, Josep Mitjans, eran personas instruidas para los parámetros de entonces. Este último era un viejo militante que durante la guerra desempeñó el cargo de secretario de la Consejería de Agricultura y que en la posguerra, después de pasar casi un año en la prisión de Balaguer, rehizo su vida en la ciudad trabajando como escribiente en el Sindicato Nacional del Trigo. Al menos esta era su ocupación cuando le detuvo la policía en 1950 junto a otros cinco miembros del partido que él mismo había captado: Josep Pujol Pámies, militante comunista desde 1935, labrador de 36 años, con un largo historial político y familiar, sobre el que volveremos más adelante, ocupó en la «organización» la secretaría de agitación y propaganda; Domingo Rialp Porta, militante del BOC desde 1934, labrador de 41 años, se encargó de la secretaría de organización; Juan Campos Roca, un jornalero de 30 años que inició su militancia en las Juventudes Comunistas Ibéricas y en la UGT, había ya pasado algunos años en la cárcel —casi uno y medio en la de Balaguer, tras presentarse a las autoridades después de la guerra—, cuando reemprendió la militancia activa, haciendo de enlace entre Balaguer y Lérida —para el intercambio de cotizaciones y prensa; Jacinto Alós Mata, también militante de las Juventudes del POUM durante la guerra y cotizante a partir de 1946; finalmente, Eusebio Tobeñas Solanilla, jornalero de 41 años de edad, natural de Barcelona, aunque afincado en estas tierras desde hacia algún tiempo. Su fracasado traslado a Lyon fue, en realidad, lo que motivaría la caída de todo el grupo.

Los hechos se desencadenaron cuando Tobeñas, que también conocía la cárcel, formuló al secretario del comité local sus deseos de marchar a Francia. Este, a su vez, los trasmitió al responsable del comité provincial, el cual le facilitó un contacto con un chófer de la Alsina Graells, que lo condujo hasta Sort, donde un guía lo pasó a Andorra previo pago de 1000 pesetas.

La utilización del Principado de Andorra como tránsito hacia Francia era un recurso común, aunque en esta ocasión el evadido no pudo proseguir porque las autoridades fronterizas francesas le reclamaron un aval que acreditara que pertenecía a alguna organización política clandestina y que estaba perseguido por la policía por las actividades desarrolladas en España contra el régimen. Inmovilizado en Andorra, pidió la acreditación que se le requería, la cual no llegó correctamente sellada, hasta el 20 de agosto de 1950, después de un sin fin de peripecias y de una larga espera. El papel llevaba la firma, al lado del sello del partido en el interior, de un tal Armando, presunto responsable del Comité Ejecutivo del POUM de Barcelona. En el mismo se certificaba que su portador era militante del Partido «y que su salida de España obedece a motivos de seguridad personal, pues se encuentra perseguido por la policía española por motivos políticos».

Sin embargo, semejante trasiego de papeles no pasó inadvertido a los informantes policiales españoles, dirigidos desde la comisaría de la Seu d’Urgell. Conocemos por el sumario que, por «noticias confidenciales», se sabía que Eusebio Tobeñas esperaba una acreditación política, la cual fue interceptada, junto a otra documentación, en la fonda donde se hospedaba. Los agentes franquistas consiguieron su expulsión de Andorra hacia España, siendo detenido e interrogado, lo que provocó el efecto dominó que llevó a juicio a ocho de las diez personas inicialmente encausadas.

Hasta 1955, cinco años después de haberse incoado el expediente, no tuvo lugar la vista oral, a la que no comparecieron quienes habían sido los principales inspiradores de la organización: Antonio Rialp Porta y Agustín Espinosa Gil. Puesto sobre aviso de que desde el Gobierno Civil se investigaban las actividades de Socorro Rojo, el primero había sido detenido unos meses antes de la redada cuando intentaba pasar la frontera, sin que se pudiera confirmar entonces que, efectivamente, perteneciera a una organización clandestina, como se sospechaba. Más tarde pudo evadirse, tras un nuevo intento, poco antes que cayeran sus compañeros. En cuanto al segundo, si bien fue capturado junto a los ocho restantes, se escabulló antes de la vista oral, por lo que fue declarado en rebeldía.

A tenor de las acusaciones, la sentencia fue singularmente leve: tres meses de arresto mayor para todos los procesados, que se convirtieron en seis para Josep Pujol Pámies, arguyendo la posesión de antecedentes penales. En cualquier caso, con la sentencia quedaba claro que la voluntad ejemplificadora del primer momento ya había decaído un tanto, después de que el maquis hubiera sido prácticamente derrotado y de que las organizaciones clandestinas de primera hora se hallaran totalmente desarticuladas.

No obstante, la excepción que supuso la pena impuesta a Josep Pujol Pámies indica que para muchos aún seguían las dificultades. Su familia poseía una historia de militancia y de compromiso político que se hace extensiva a diversos miembros de la misma. El 22 de agosto de 1939 una vecina de la localidad exigía que se procediera a hacer las averiguaciones pertinentes y se ordenara la detención del inculpado y de su madre, de 59 años de edad, en razón, afirmaba:

de ser los causantes de tantos desastres, en bien de la patria, de la Justicia y de la Sociedad; haciendo de esta manera justicia a esta viuda con su marido asesinado y tres hijos, como siempre nos ofrece nuestro glorioso Caudillo.

Este deseo de ajustar cuentas, que esta viuda expresa sin ningún reparo, ya hundía sus raíces en 1933 cuando, en un enfrentamiento entre requetés y poumistas de la localidad, un hermano del encartado resultó muerto por aquellos. Este hecho —decía una testigo que compareció en el consejo de guerra que se incoó contra Teresa Pámies Pía— hizo cambiar, en su opinión, el carácter de la madre:

una persona de ideas cristianas y de arraigadas creencias religiosas ya que frecuentemente asistía a las prácticas religiosas, que dejó de asistir a las mismas, hablando constantemente en contra de los carlistas a quienes ella insultaba y atribuía la muerte de su repetido hijo.

En realidad fue Tomás Pámies Pía —padre de la escritora Teresa Pámies y tío del encausado— quien se implicó más activamente en la vida política de estos años, desde las filas del POUM, lo que le valió ser considerado, por parte de los vencedores, el principal responsable de cuantos sucesos cruentos padeció la ciudad al estallar la revolución, por lo que tomó el camino del exilio. No así su hermana y su sobrino. El consejo de guerra contra Francisca Pámies Pía se celebró en 1940, resultando finalmente absuelta. En cambio su hijo —el referido Josep Pujol Pámies—, fue destinado a un batallón de trabajadores, donde permaneció dos años hasta que, celebrado el consejo de guerra en 1942, se le impuso una condena de doce años y un día. Ello le valió que en 1955, por asociación, le fuese doblada la pena que se impuso a sus compañeros de célula, siendo, además, el único que no pudo beneficiarse de la gracia del indulto. El colofón final a este proceso no llegaría hasta pasados seis años, cuando en junio de 1961 el encartado fue requerido a cumplir la condena que en su día se le dictaminó, habiendo de permanecer en prisión más de un mes y medio, hasta que se determinó que la pena había prescrito. Sólo entonces, tal vez, finalizó la particular posguerra de este militante comunista.

En cualquier caso, el proceso descrito no hace más que reflejar la predisposición, desde el mismo momento en que finalizó la contienda, de una minoría activa a mantener viva una cultura política y una disciplina revolucionaria que se resistía a ser aniquilada por la derrota bélica. Un ánimo que la mayoría de las veces no es percibido en su justa medida, si no se atienden los comportamientos individuales o de pequeños grupúsculos como el que acabamos de exponer. En este sentido, es la justicia ordinaria quien nos va descubriendo, como organismo al servicio de la represión y el control, el verdadero alcance de las múltiples actitudes de rechazo de la nueva realidad política y social, expresadas a través de las más variadas vías: requisa de armas escondidas, represión de la fe protestante, registros domiciliarios e intervención de correspondencia privada, y no pocas causas abiertas por actividades lúdicas —bailes, canciones satíricas, fiestas, etc.— en las que a menudo se escudaban, a veces bajo los efectos del alcohol, quienes aprovechaban los cauces alternativos para manifestar su repulsa hacia el régimen[156]. No en vano, como se recoge en algún expediente, eran los bares los lugares donde se desataba la lengua por encima de lo habitual, especialmente si el dueño se arriesgaba a conectar Radio Pirenaica o Radio Moscú, emisoras frecuentemente citadas en los sumarios.

Voces enérgicas contra los vencedores fueron las que levantaron algunas mujeres, a menudo protagonistas de excepción en ciertos actos de rebeldía, especialmente en localidades pequeñas, expuestas a la vigilancia de todo el mundo. Su condición de viudas o de esposas de presos y exiliados no las arredró a la hora de encararse a quienes creían responsables de sus desgracias. «Como se trataba de mujeres no se le ha dado demasiada importancia», se quejaba un conspicuo derechista de un pueblo de Les Garrigues, que había denunciado insultos contra personas de orden, insuficientemente reprimidos, a su entender, por la autoridad de turno. A juzgar por las noticias recogidas, enfrentamientos de este tipo se dieron especialmente a partir de 1942, cuando la aprobación del decreto de libertad provisional, dictado para descongestionar las cárceles, retornó a muchos prisioneros a sus lugares de origen, por más que la realidad fue que, a pesar de estos conatos de contestación, el temor a la autoridad acabó prevaleciendo.

No obstante, también es verdad que la pretensión de poner a todo el país bajo vigilancia no dejó de presentar fisuras, algunas de las cuales se descubren cuando se observa de cerca, por ejemplo, el mundo penitenciario, compuesto de un sinfín de prisiones, campos de concentración, colonias penitenciarias o batallones de trabajadores, dotados de una infraestructura precaria. «El trabajo era mucho y poca la comida», argumentaban unos evadidos albaceteños del destacamento penitenciario de Coll de Nargó, que acabaron presentándose de nuevo a la Guardia Civil al cabo de siete años de deambular indocumentados. Muchos fueron los evadidos que ingresaron en el maquis, como bien señalan los estudiosos de estos últimos resistentes al franquismo, pero no siempre la huida al monte fue la salida de quienes optaron por el quebranto de condena, a pesar de que la mera tentativa era un delito que se sancionaba con reclusión en celda y prohibición de redimir la pena por el trabajo, o de disfrutar de los beneficios del indulto o de la libertad condicional.

A pesar de ello, entre 1941 y 1951, contando sólo las personas capturadas tras la fuga, se incoaron en Lérida más de medio centenar de sumarios, entre los cuales es posible hallar situaciones particularmente pintorescas, como la de un preso condenado a 20 años, que en 1943 intentó la huida del deposito municipal de Solsona, donde se hallaba recluido, descolgándose por una ventana con la ayuda de unos cordones sacerdotales que cogió de una estancia adyacente. Seguramente, nadie de esta zona, donde la mitra es aun omnipresente, habría nunca previsto semejante utilidad de tales ornamentos. También resulta curiosa la historia que refiere quien fue alcalde de Manlleu durante el Frente Popular y la Guerra Civil, evadido también en 1943 de la colonia penitenciaria de Gardeny, en Lérida, y juzgado por quebranto de condena trece años después de su fuga. Condenado a cadena perpetua decidió dejarla en suspenso, con sólo tres años cumplidos, cuando después de haber comido con su mujer en un hotel de la ciudad y tras acompañarla a la estación, optó por subirse al tren con ella, reanudando sin más dificultades la vida familiar que había dejado en suspenso.

Lo cierto es que las historias personales recogidas en los expedientes llevan a presumir que el deambular de incontrolados sin papeles, algunos de ellos tratando de rehacer su vida en su localidad de origen, fue mayor de lo que se acostumbra a aventurar. Es ilustrativo el caso de unos hermanos albaceteños, que se evadieron, como sucedió en tantas otras ocasiones, sin apenas dificultad: «teníamos poca vigilancia, y cada día se fugaba alguno», aseguran cuando se presentaron ante la justicia, después de andar sueltos de 1943 a 1950. Ocultos durante cuatro años en su propio pueblo Hellín, decidieron reemprender allí mismo su negocio de compra y venta de ganado. Tras trabajar tres años más sin problemas, optaron por acudir a la Guardia Civil una vez prescrito el delito de quebrantamiento de condena.

En otros casos, como hemos señalado, los evadidos se unieron al maquis. Allí, al riesgo derivado de circular sin salvoconducto, documento que no fue definitivamente eliminado hasta 1955[157], se sumaba sobre todo el que procedía de los enfrentamientos armados que regularmente sostenían con la Guardia Civil.

Un sumario por quebranto de condena de un guerrillero jienense, hallado entre la documentación judicial de la provincia de Lérida, nos ofrece una interesante imagen de cómo podía transcurrir la vida en el maquis, en unos momentos en que el interés por las peripecias de lucha y supervivencia de la última resistencia armada antifranquista está animando la aparición de una variada historiografía[158].

En la obra que Francisco Moreno dedica a la resistencia armada contra Franco en la zona Centro–Sur de España, así como en el también reciente trabajo sobre la lucha guerrillera y la resistencia republicana en la provincia de Jaén entre 1939 y 1952 de Luis Miguel Sánchez Tostado, se hace mención de Diego Ruiz Serrano («Pimpollo»), nacido en Menjibar, el 22 de abril de 1950, y muerto en el «Collado del Pantano», a los cuarenta y dos años, en un enfrentamiento con la Guardia Civil de Chiclana, un pueblo de la Sierra de Segura donde fue enterrado, como consta en su certificado de defunción[159]. Apenas pueden estos autores aportar algo más sobre la identidad y trayectoria política de este guerrillero, muerto cuando el maquis ya estaba en sus últimos estertores. Sin embargo, un expediente por quebranto de condena instruido en la Audiencia de Lérida nos permite acercarnos a la personalidad de uno de los últimos guerrilleros contra el franquismo, a la vez que vamos conociendo mejor el funcionamiento del sistema penitenciario y judicial de los años de posguerra.

Su actividad política comenzó, según declaró él mismo en el atestado que levantó la Guardia Civil tras su detención en 1947, cuando se enroló en la 42.ª Brigada de la que partió, dice, «previa solicitud de permiso», a Valencia «con el fin de perfeccionarse en unos cursillos e ingresar en el catorce grupo de guerrilleros cuya escuela radicaba en Benimamet, donde les sorprendió el final de la guerra». De allí regresó a su pueblo, siendo detenido por la Guardia Civil y falangistas de la localidad y conducido a la cárcel de Baeza y de aquí a la de Jaén. Después de un Consejo de guerra sumarísimo fue condenado a la pena de treinta años por un delito de adhesión a la rebelión. Tras pasar por la prisión albaceteña de Hellín y por la de Barcelona, salió con destino a la Colonia Penitenciaria de Organyá, en el partido judicial de la Seu d’Urgell. Allí trabajaba en la construcción de una carretera —«una pista militar», según sus palabras— cuando el 22 de junio de 1944 decidió y consiguió evadirse. Permaneció dos años y medio en libertad, hasta que a principios de enero de 1947 fue detenido en Ares del Maestre, un pueblo de Castellón donde, al no poder ejercer su profesión de albañil, trabajaba como jornalero en una masía. Preso junto a otro detenido fueron acusados de un delito de «rebelión militar, presuntos bandoleros o auxilio a los mismos». En la causa abierta se le acusó de pertenecer a la Asociación Guerrilleros de Levante y de actuar dentro de la partida de «El Andaluz». El proceso acabó con inhibición en favor de la justicia civil, tras descubrir que el acusado era un evadido, mientras un compañero detenido con él consiguió muy pronto la libertad condicional, ya que las autoridades de su pueblo sólo pudieron acusarle de «tener el defecto de hablador». Así pues, a finales de junio de 1948 su expediente pasó a manos del juez instructor de la Seu d’Urgell, autoridad competente en la prosecución el caso.

De nuevo le tocó a Diego Ruiz explicar cómo se evadió, insistiendo que tras recibir una carta de su hermana Blasa, en la que le notificaba el fallecimiento de su esposa, decidió ir en busca de su hija de 12 años, aprovechando la poca vigilancia de la colonia penitenciaria donde expiaba condena. Recógese en el sumario que tras evadirse se fue a Jaén cruzando a pie todo el país, por falta de recursos económicos, tardando en llegar unos cuarenta y cinco días. Una vez allí, en una rápida visita, de noche y procurando no ser visto —calcula que duró aproximadamente unas tres horas—, dispuso la colocación de su hija en un colegio, confiándola a su madre y partió para Castellón, entrando de jornalero en la masía donde fue prendido[160].

Por la documentación del sumario sabemos que era tenido por las autoridades de su pueblo por un elemento peligroso en extremo, miembro del grupo guerrillero «los niños de la noche». También conocemos que tras su fuga de Organyá supo ingeniárselas para camuflar su personalidad, falseando salvoconductos y una «carta de caridad», sustraída a un pobre que iba camino de Zaragoza, en los que puso el nombre falso de Antonio Ruiz Medina, con el que incluso se dirigía a su familia, tal como consta en una carta adjunta al expediente en la que nada menos pedía a su hermana que acudiera al secretario de Falange de su pueblo —se supone que amigo de la familia— para que le expidiera un carnet de la organización que le permitiera circular sin problemas.

Cumplidos diecinueve meses de prisión, le fue concedida la libertad provisional a finales de febrero de 1949, fijando su residencia en Valencia. Pero, al cabo de ocho meses, cuando concluyó la tramitación del sumario y fue requerido para que se presentara a la Audiencia Provincial de Lérida, no fue localizado. Declarado en rebeldía, y una vez notificada su muerte, se procedió al sobreseimiento libre de la causa y a su archivo definido en 1959.

Es posible que después de salir de la cárcel decidiera pasar a Francia, país del que debió de regresar acompañado de otros dos hombres a mediados de marzo de 1950. Juntos se dirigieron a la Sierra de Segura, donde serían localizados por la Guardia Civil. Queda por establecer si, como sostienen todavía algunos vecinos, estos tres hombres fueron enviados por el PCE para tratar de evacuar a los guerrilleros aislados en la sierra tras abandonar este partido la estrategia de la lucha armada.

A pesar que estos episodios solían estar protagonizados por gente joven y curtida, también es cierto que los privados de libertad llegaron a ser demasiados para que a veces no se relajara la vigilancia y huir se convirtiera, en muchas ocasiones, en una peripecia sin demasiadas complicaciones. Josep Clara, en un reciente trabajo sobre la represión en la provincia de Gerona, reproduce un documento inédito, procedente de un informe policial de 1944, redactado tras recibir una denuncia sobre la relajación de la disciplina interior de la prisión, asegurándose en el mismo que había rumores que los presos podían salir de noche del recinto penitenciario. Realizada una observación in situ, se llegó a unas conclusiones, si no insólitas, como mínimo curiosas: se confirmó que era cierto que en la cárcel la disciplina estaba muy relajada, que existía una cierta camaradería entre funcionarios y reclusos, que circulaba correspondencia que no había pasado por censura y que había desarreglos e indisciplina en casi todos los actos oficiales ordinarios a que por obligación asistían los presos. Y, aunque dudaba que fuera cierto que se dejara salir a los presos por la noche, se reconocía, también, que sí podían hacerlo por el día, cuando se trataba sólo de ir a la cantina de la acera de enfrente. Pero, seguramente, lo más interesante de este informe acaso sea la impresión que se formó el policía que lo subscribió sobre la confianza ciega que la mayoría de los presos demostraba tener en un próximo cambio de Régimen, hecho sobre el cual, asegura, se hablaba sin reparos, llegando a la conclusión que, «si la ocasión les fuera propicia, actuarían con más odio que lo hicieron en el año 1936»[161]. Lo que nos lleva a reafirmar que, también para la población penal, el año 1945 constituyó un antes y un después. Los presos que se evadieron lo hicieron casi siempre antes de finalizar la guerra mundial, cuando todavía se esperaba el vuelco que nunca fue.

Por otra parte, al margen de la inevitable relajación en la vigilancia de prisioneros, utilizados como mano de obra, son bien conocidas las penalidades padecidas por el resto de la población reclusa, un importante colectivo que, justamente acabada la guerra, no bajó del medio millón de personas. Recientemente la Associació Catalana d’Expresos Polítics ha contribuido a recuperar la memoria sobre las condiciones de la vida carcelaria, promoviendo un interesante libro, Noticies de la negra nit, en el que se recogen vidas y voces de algunos de los que transitaron por las cárceles de Franco entre 1939 y 1959[162]. En el mismo queda de manifiesto el esfuerzo permanente que supuso para el régimen la exacerbada pretensión de controlar las palabras, encerrar a los díscolos, depurar responsabilidades, o saldar cuentas pendientes sin concesiones a la reconciliación.