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El golpe en el Suroeste

La guerra, con su luz de fusilería, nos ha abierto los ojos a todos. La idea de turno o juego político, ha sido sustituida para siempre, por la idea de exterminio y expulsión, única salida válida frente a un enemigo que está haciendo de España un destrozo como jamás en la historia nos lo causó ninguna nación extranjera.

JOSÉ MARÍA PEMÁN,

arenga del 24 de julio de 1936

17 DE JULIO DEL 36: COMIENZA LA MATANZA

Son sobradamente conocidas las llamadas a la violencia contenidas en las Instrucciones Reservadas de Mola, sus contundentes afirmaciones respecto a la inevitabilidad de la extrema violencia con que deberían imponerse o las referencias a los castigos ejemplares que habría que aplicar. Parece ser, no obstante, que estas Instrucciones no cubren en absoluto los planes que circularon entre los conspiradores y que debieron existir documentos más concretos para cada caso. Veamos un ejemplo. Conocíamos ya las «Directivas para Marruecos» de 24 de junio de 1936 pero ignorábamos que sus detalles de ejecución, dada la confianza absoluta que se tenía en Yagüe, fueron detallados por este unos días después, el 30 de ese mismo mes. Entre esos detalles, que deberían ejecutarse de manera simultánea, merecen destacarse los siguientes: «utilizar las fuerzas moras de Regulares, Meballas, Harkas y Policía Indígena», «conferir el mando del orden público y seguridad en las ciudades a elementos de Falange», «detener a las autoridades civiles españolas que sean sospechosas», «clausurar todos los locales de reuniones públicas tales como centrales sindicales, logias masónicas, sedes de partidos, casas del pueblo, ateneos», y, especialmente, «eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones, etc»[74].

Ese era el plan para Marruecos unas dos semanas antes del día clave. Sin esta instrucción, que nos ha sido escamoteada, no tendría sentido alguno lo ocurrido en las posesiones africanas en aquel verano. La mejor muestra de lo que en esas tierras fue la noche del 17 de julio —noche donde ya entra en funcionamiento el campo de concentración de Zeluán, a 27 kilómetros de Melilla— procede de los documentos personales del teniente coronel Juan Beigbéder, conspirador clave en aquella zona, quien anotó el número de personas detenidas y asesinadas esa misma noche en diferentes lugares: 13 en Melilla, 17 en Tetuán, 12 en Ceuta, 12 en Arcila, 18 en Larache, 18 en Chauén y Alcázarquivir, 21 en Rincón, 27 en Alhucemas, 15 en Nador, 15 en Castillejos, 9 en Río Martín, 9 en Bad Taz, Targuist, Segandan y Dar Chaui, y 3 en Zaio. Ciento ochenta y nueve personas en una sola noche, la primera de la Era Azul, cuando aún en la península la noticia de la sublevación no es más que un rumor lejano[75]. Una de esas personas eliminadas en Ceuta ese día fue el teniente Tomás de Prado Granados, del Grupo de Regulares n.º 3 de Ceuta, quien había sido designado Jefe de Seguridad de dicha ciudad por el Gobierno. Fue conducido por dos capitanes de la Legión a la Prisión de El Hacho, ante cuya muralla recibió dos tiros en la nuca. Tomás de Prado, que sirvió a las órdenes de Yagüe en Asturias en octubre del 34, había sido el autor de un informe sobre excesos represivos allí cometidos que entregó a Indalecio Prieto.

En la mañana del sábado 18 aparecerán ya cadáveres en las playas y en las calles de las ciudades. El jefe de estos Regulares que decían estar preparados especialmente para la defensa de la República, el teniente coronel Juan Caballero López, será asesinado por Queipo en Sevilla el 31 de agosto del 36 sin trámite alguno. Quien nos cuenta todo esto, el entonces soldado Antonio Granados Valdés, primo del teniente de Prado, detenido en Melilla, pudo observar desde el Cuerpo de Guardia el movimiento existente en la Sala de Banderas, donde «continuamente oficiales de diferentes rangos, la mayoría eufóricos llevando una copa de coñac», celebraban su triunfo. Granados, que habla en sus memorias de «masacre de oficiales» en Melilla, fue conducido poco después al Hospital O’Donnell, en una de cuyas salas pudo ver dos montones de cadáveres ensangrentados apilados unos sobre otros: «Tenían los rostros desfigurados y algunos los ojos abiertos. No se podía saber el grado militar porque de los desgarrados uniformes habían sido arrancadas las estrellas y demás distintivos»[76]. También por la Auditoría de Guerra asoman las autoridades civiles, como la aplicación del Bando de Guerra al alcalde de Ceuta, Antonio López Sánchez, citado en las diligencias abiertas por denuncia contra su esposa y su hija cuando en 1940 intentaban rehacer sus vidas en Sevilla.

De lo allí ocurrido en los días y las semanas siguientes, que tan mal conocemos, constituyen igualmente un testimonio de excepción los recuerdos de Carlota O’Neill, casada con el capitán Virgilio Leret Ruiz, el defensor de El Atalayón en la tarde del 17 de julio. Sin saber todavía qué había sido de su marido tras ser detenido y acogida a la protección de una familia amiga, Carlota O’Neill recibió el día 22 de julio, antes de ser separada de sus hijos e ingresada en la prisión de «Victoria Grande», noticias de lo que estaba ocurriendo en Melilla: «Le hablaron de torturas a los hombres y de violaciones a las mujeres por parte de las escuadras falangistas, con el consentimiento de Soláns. Luego a unos y a otras los asesinaron dejándolos tirados en las cunetas»[77]. Virgilio Leret sería asesinado en el Castillo de Rostrogordo sin ni siquiera pasar por consejo de guerra el 23 de julio en unión de los alféreces Luis Calvo Calavia y Armando González Corral. Los golpistas formaron el pelotón que acabó con la vida del capitán y de los dos alféreces con hombres que habían estado bajo su mando[78].

Otro documento de gran valor sobre lo ocurrido en Melilla es el Informe presentado por el Delegado del Gobierno en Melilla, sobre los sucesos del 17 de julio de 1936, redactado en enero de 1937 por Jaime Fernández Gil de Terradillos. Este hombre, que llegó a dicha ciudad en los primeros días de julio, pasó varios meses en prisión hasta que en diciembre logró pasar a Tánger, donde escribió el detallado informe en el que narra la sublevación en Melilla, la desaparición de sus compañeros de prisión a manos fascistas —hasta 24 llega a citar con sus nombres— o cómo fue llevado a declarar como testigo en el consejo de guerra contra el general Manuel Romerales Quintero, condenado a muerte por los delitos de traición y sedición, y concretamente como máximo responsable de una supuesta «sociedad» que, llegado el momento, debía «cortarle la cabeza a los jefes y oficiales» que no estuviesen afiliados a ella y «producir un alzamiento de tropa, bien para salir a la calle o facilitar la entrada al cuartel a los elementos extremistas»[79]. Con los cinco meses de experiencia carcelaria Fernández Gil estableció para Melilla dos etapas represivas. Una primera de terror falangista al amparo del coronel Luis Soláns Labedán:

El depósito de cadáveres del cementerio estuvo totalmente lleno algunas semanas. Un largo desfile de personas, cuyos familiares habían desaparecido de sus casas, examinaban con ansiedad y temor los cadáveres alineados. Cuando estos desfiles empezaron a ser más continuos, como ellos permitían conocer sus «modos de actuar», fueron cortados, prohibiendo la entrada en el cementerio[80].

Pasado un mes y sustituido Soláns por el coronel Juan Bautista Sánchez González se optó por la farsa de los consejos de guerra, celebrándose las ejecuciones en el fuerte de Rostrogordo en presencia de público. Casi todas las fuentes comentadas —O’Neill, Gil de Terradillos y Lanuza Mejía— mencionan el escandaloso asesinato de la joven Carmen Gómez Galindo, secretaria de las Juventudes Socialistas de Melilla, la cual rechazó al cura que pretendió confesarla antes de que una docena de falangistas se la llevaran. Sirva de ejemplo entre los, como mínimo, 500 casos —de ellos más de 100 militares— hacia los que apuntan la últimas investigaciones sobre la represión en Melilla[81].

EL GOLPE

Entre las dos y las tres de la tarde del sábado 18 de julio Queipo da, desde Sevilla, la señal de salida a las diferentes guarniciones comprometidas en la sublevación. En cuestión de horas ciudades como Sevilla, Córdoba, Cádiz o Jerez de la Frontera caen en poder de los golpistas. En Sevilla, ocupada buena parte de la ciudad tomando por base sus numerosos edificios militares, el paso siguiente consistió en esperar a las fuerzas africanas, cuyos primeros elementos llegan a Cádiz con las primeras luces del domingo 19 y que ya ese mismo día harán acto de presencia en Sevilla para tranquilidad de los que apoyan la sublevación y, de paso, de los que han de sofocar la resistencia obrera en ciudades y pueblos, que preferirán siempre llevarlos por delante. Extensas zonas de Sevilla, Cádiz, Córdoba y Huelva serán ocupadas en cuestión de días, proceso que se vería acelerado desde que a partir de primeros de agosto, ya con el grueso del Ejército de África en el Sur, se emprendió la marcha hacia el norte.

La puesta a punto de los planes de ocupación militar preparados para las diferentes ciudades había tenido lugar en los meses de mayo y junio. Las que con cualquier pretexto se presentan y son justificadas como maniobras encaminadas al mantenimiento y garantía del orden público eran en realidad ensayos de los movimientos que tendrán lugar el 18 de julio. En poco menos de un mes, entre el 17 de julio y el 14 de agosto, los sublevados pasan de Melilla a Badajoz. Los planes se cumplen con precisión y sin grandes contrariedades. En principio, pueblos y ciudades son ocupados militarmente procediéndose a algún castigo ejemplar cuando no ha habido resistencia y a verdaderas razias en caso contrario. Se realizan redadas masivas que llenan las prisiones existentes y requieren de la utilización como centros de reclusión de salas de espectáculos, plazas de toros e incluso barcos.

La represión empieza en el mismo momento en que las tropas irrumpen en las calles. Ya desde entonces se quita la vida a personas cuyos cadáveres permanecen amontonados en las aceras hasta que los cementerios, desbordados, inician una nueva etapa. Los barrios contrarios al golpe, como Triana o La Macarena en Sevilla, o La Viña y Santa María en Cádiz, son reservados para la Legión y el Tercio. En Sevilla, por ejemplo, entre los días 21 y 23 de julio ingresan en la Fosa Común del Cementerio de San Fernando 126 cadáveres. En Huelva, donde las fuerzas al mando de Vierna entran sin resistencia alguna el 29 de julio, se recogieron después 16 cadáveres. De lo vivido en Cádiz, una ciudad donde los sublevados tuvieron una sola víctima, puede ser buena muestra lo ocurrido al destacado cenetista José Bonat Ortega, muerto al ser alcanzado por un disparo en la cabeza cuando en la tarde del 18 de julio se dirigía por la calle Libertad a recoger a una de sus hijas[82]. Contamos con el testimonio todavía útil —nunca pudo imaginar el general Queipo que tenía al enemigo en casa— del que fue delegado de propaganda Antonio Bahamonde Sánchez de Castro, un editor católico, persona de orden, que desbordado por los excesos y aprovechándose del cargo decidió escapar del país. La obra de Bahamonde, aligerada del inevitable peso de la propaganda inherente a un libro publicado en plena guerra, sigue constituyendo un testimonio único sobre cómo funcionó la represión en la II División. Los personajes que cruzan por sus páginas, con el vesánico capitán Manuel Díaz Criado a la cabeza, y algunas de las pequeñas historias de fascismo cotidiano han encontrado ahora respaldo documental en el Archivo de la Auditoría de Guerra.

Salvo los lugares donde había fuerzas militares dispuestas a sublevarse o donde la Guardia Civil se sumó al golpe desde el principio, todos los pueblos del Sur se mantuvieron fieles a la República, lo que supuso para los sublevados el inicio de una interminable campaña que les obligó a ocupar incluso los pueblos y aldeas más remotos. Para ello crearon una serie de columnas mixtas, muy potentes, que se lanzaron por las carreteras andaluzas y extremeñas. Este fue el caso de las de Mora Figueroa y Gómez Zamalloa en Cádiz, las de Carranza y Redondo en Sevilla y Huelva, o la de Navarrete Arcal en Badajoz, todas las cuales siguen un plan establecido desde la División consistente básicamente en deponer a las autoridades y nombrar una gestora afín, detener a las personas asociadas a la experiencia republicana y dejar encauzados los nuevos grupos que se encargarán de mantener la nueva situación. En casi todos sitios, con o sin resistencia, se realiza un escarmiento inicial que sirva de ejemplo y advertencia. Puede recordarse lo ocurrido en Rosal de la Frontera (Huelva). En este pueblo fronterizo con Portugal, donde el Comité llevó en todo momento el control de la situación llegando a rendir sin violencia el cuartel de la Guardia Civil, los derechistas fueron liberados cuando a finales de agosto se supo de la cercanía de las fuerzas de Queipo. Estas se encontraron al llegar con unos cuantos hombres armados con escopetas de caza —uno de ellos incluso con un arma antigua de carga por la boca— con los que acabaron de inmediato. Pasadas unas horas congregaron al pueblo en la plaza, seleccionaron a uno de los detenidos, el cabo José San Vicente García, que se encontraba de permiso, y sin más preámbulos lo mataron allí mismo.

Tratamiento aparte merecen las columnas que en los primeros días de agosto fueron lanzadas en dirección a Mérida tras realizar diversos itinerarios por el Suroeste. Si en el caso anterior hablamos de fuerzas mixtas, militares y paramilitares, formadas por 500 o 600 personas, en este caso estamos ante unidades de élite cada una de las cuales cuenta con más de dos mil hombres. Tanto unas como otras cuentan en todo momento con la ayuda de los aviones de la Base de Tablada, que ya desde los primeros días arrojarán sus bombas sobre los pueblos indefensos del Condado y de la cuenca minera onubense o sobre los pueblos de la ruta hacia Mérida y Badajoz. Estas columnas dejarán su huella allá por donde quiera que pasen. Extremadura, si exceptuamos la zona oriental de la provincia de Badajoz, cayó muy pronto en poder de los sublevados. El fracaso del golpe en Badajoz y la resistencia ofrecida por los izquierdistas extremeños a la impresionante «Columna Madrid» enviada desde Sevilla, motivaron que la ocupación de la provincia tuviese un carácter diferente. Sin duda alguna la ruta Sevilla–Mérida–Badajoz se encuentra entre las que más sufrieron las consecuencias del fracaso inicial del golpe militar.

Mérida y Badajoz opusieron una firme resistencia de consecuencias fatales, pero esto sólo era el principio. A los ocupantes les traía sin cuidado que las víctimas del terror rojo en ambas ciudades no pasasen de 21 personas. En el caso de Cáceres no tuvieron ni eso. En esta ciudad, que cayó en poder de los sublevados inmediatamente, tuvo lugar el primer consejo de guerra el día 26 de julio y el primer asesinato sin trámite alguno el día dos de agosto. Conocemos bien el proceso represivo de esta provincia pero en realidad, para captar lo que trajo consigo la guerra civil en Cáceres, bastaría que siguiéramos la peripecia vital de su último alcalde republicano, Antonio Canales González. A Canales, prototipo de «santo laico», le tocó asistir durante muchos meses a la purga de Cáceres, que incluyó a varios de sus compañeros del Ayuntamiento, para al fin caer ante un pelotón el día 25 de diciembre de 1937 con la mano apretada sobre un crucifijo, una medalla y una foto de su familia. Aunque en el consejo de guerra no se le pudo probar delito alguno y durante año y medio hubo quienes consideraron improcedente acabar con él de un tiro en la nuca, hubo que inventar un supuesto «complot comunista» y acabar con 24 vidas más para hacerlo desaparecer, pues en el fondo «Canales representaba un símbolo social cuya referencia misma debía ser borrada sin contemplaciones, según la lógica impuesta por la represión»[83].

COMPÁS DE ESPERA: LOS DÍAS «ROJOS»

En cuanto se tuvo noticia de la sublevación, una vez constituidos los comités, las autoridades frentepopulistas ordenaron el desarme de la derecha y la detención de quienes representaran alguna amenaza contra la República o de aquellos que simplemente consideraran sus enemigos. En cuestión de días los depósitos municipales se llenaron de miles de personas. Tales detenciones, organizadas desde los ayuntamientos y gobiernos civiles, supusieron la neutralización inmediata de cualquier posible tentativa golpista. Puede afirmarse, por ejemplo, que prisiones como las de Huelva y Badajoz albergaron desde los primeros momentos, cuando no desde antes, a la mayoría de los componentes de Falange, lo que no es poca cosa si tenemos en cuenta que sólo en Badajoz había unos 3000 en la primavera del 36. Conocemos perfectamente quiénes fueron e incluso sabemos el número de días que pasaron detenidos y las vicisitudes por las que atravesaron. Pues bien, la mayoría de esta gente, gracias a las autoridades republicanas —destaquemos especialmente la protección brindada a los 200 presos del barco carbonero «Ramón» en Huelva y a los más de 400 de la Prisión Provincial de Badajoz—, conservó la vida. Igual ocurrió en los pueblos. Veamos un caso concreto. Los 54 derechistas presos en la sacristía de la parroquia de Villafranca de los Barros (Badajoz), acosados por milicianos incendiarios, salvan sus vidas por la firme actuación del gobernador civil Miguel Granados Ruiz y del presidente del Comité Manuel Borrego Pérez, que les garantiza personalmente la vida hasta el momento en que en las primeras horas del siete de agosto del 36, con las fuerzas de Castejón a punto de llegar, los izquierdistas abandonan la localidad en dirección a Almendralejo y Mérida.

Los brotes de violencia surgidos a partir del golpe militar tuvieron cuatro orígenes: choques con las fuerzas de la Guardia Civil que se suman al golpe, enfrentamientos causados a consecuencia de la búsqueda de armas, violencia terminal en los momentos previos a la irrupción de los sublevados y matanzas que pretenden vengar otras ya realizadas con anterioridad en otros lugares anticipándose a la violencia que vendrá. Ninguna de estas causas es independiente de la situación creada por la propia sublevación. Los ejemplos más graves, aireados hasta la saciedad por la propaganda franquista, son varios casos de cada provincia que en absoluto fueron representativos de lo que habitualmente ocurrió. Constituyen excepción aquellos lugares donde los presos son eliminados en los primeros momentos, como en Fuente de Cantos (Badajoz), siendo más frecuentes aquellos otros como La Palma del Condado (Huelva) o Almendralejo (Badajoz) donde la masacre se desata en los momentos previos a la ocupación, o aquellos como Cumbres Mayores (Huelva) o Burguillos del Cerro (Badajoz) donde los crímenes se producen en medio del caos generado por la aglomeración de cientos de personas que huyen del terror ya conocido. Un caso de venganza sería el de Fuente del Maestre (Badajoz), donde el paso de una columna de milicianos en la que iba uno del pueblo al que las fuerzas de Asensio habían asesinado al padre en un pueblo anterior será la causa del asesinato de once personas[84]. Podrá valorarse esta violencia a escala provincial —hablamos de tres provincias (Cádiz, Sevilla y Huelva) y de la mitad de otra (Badajoz) con un total de 300 núcleos de población—, si decimos que la violencia revolucionaria produjo unas 100 víctimas en Cádiz, 77 en Huelva, 450 en Sevilla y unas 300 en la zona de Badajoz que nos ocupa. En total algo menos de mil personas asesinadas en dos meses.

Hay que resaltar el comportamiento de las capitales durante los llamados días rojos: 12 víctimas en Sevilla, seis en Huelva, once en Badajoz y diez en Mérida. Estos crímenes aislados fueron cometidos por gente ajena al poder político y su esclarecimiento fue ordenado por las autoridades republicanas según demuestran los propios informes de la Policía. Los intentos de asalto a los centros de reclusión, como el del seis de agosto en Badajoz a consecuencia de la sublevación de la Guardia Civil, son controlados firmemente por dichas autoridades e incluso por personas de izquierdas conscientes de la gravedad de la situación. En Huelva fue el propio Gobernador Civil, Diego Jiménez Castellano, el que en todo momento se encarga de la protección de los derechistas detenidos; en muchos pueblos serán los mismos alcaldes, concejales y líderes políticos y sindicales los que corten de raíz los impulsos de los más violentos y los que hasta el momento de partir protejan a los presos. En algunos casos, cuyo paradigma sería el de Nerva, en el corazón de la cuenca minera onubense, el alcalde entrega un documento firmado a quienes se encargarán de recibir a las columnas en el que consta la situación en la que quedan los presos en el momento en que traspasa el poder que representa. El escrito del alcalde de Nerva, el comunista José Rodríguez González, concluía:

… entrego a Ustedes para que lo hagan a las referidas fuerzas el Ayuntamiento y con él a veintisiete detenidos, por cuyas vidas les ruego que miren defendiéndolas, como yo lo he hecho, de todo peligro.

Cuando las fuerzas de Queipo ocupan a finales de agosto la temida cuenca minera se encuentran con que las víctimas causadas por sus bombardeos en los núcleos principales superaban a las del terror rojo en toda la zona. Ante este panorama, ante esta insuficiencia de víctimas propias, los responsables de la Causa General decidirían no hacer públicos sus resultados, pues aquel gran proceso a los vencidos demostraba que en la mayoría de los lugares no había ni delitos ni culpables. Los rojos habían defraudado sus expectativas. ¿Cómo justificar entonces la represión prevista? ¿Cómo justificar la carnicería acometida en esa misma Nerva en la que la última preocupación del alcalde antes de partir es la vida de los presos derechistas? Se recurrió a la propaganda: en todos los pueblos se habló de las supuestas listas de quienes hubieran sido eliminados de no haber llegado a tiempo las fuerzas de Queipo, surgiendo la teoría del no les dio tiempo. La Causa General enumeraba minuciosamente todos los delitos cometidos en cada localidad, aportando en ocasiones los nombres de los responsables y su paradero. Y era precisamente entonces, al relacionar docenas de nombres con las palabras «fallecido» o «Bando» al lado, cuando más claramente se traslucía la verdad de lo ocurrido. La Causa General de Bollullos del Condado (Huelva), uno más de los pueblos donde ningún derechista sufrió daño alguno, aportó un listado de los 111 «condenados a muerte» —catorce de ellos mujeres— eliminados por los daños causados a la Iglesia y a los casinos. Casos hubo, como el de Bodonal de la Sierra (Badajoz), donde pese a la claridad de las instrucciones los funcionarios rellenaban erróneamente los formularios de la Causa con los nombres de las únicas víctimas habidas en la localidad, las de izquierdas, anotando la edad, profesión, estado civil, filiación política e incluso el lugar de fallecimiento. No era sino la propia realidad la que actuaba en tal sentido, pues como escribió un funcionario de La Luisiana (Sevilla) cuando tuvo que rellenar los informes para la Causa, «no hubo que lamentar atropellos en personas y cosas hasta su incorporación a la Causa Nacional». Esta fue, al menos por lo que toca a las personas, la tónica general.

LA OCUPACIÓN

En esa fase primera del conflicto iniciado el 17 de julio no cabe establecer diferencia alguna entre operaciones bélicas y operaciones represivas. Eran la misma cosa. Aunque estamos acostumbrados a hablar de campañas, de objetivos o de estrategia la realidad es que, salvo excepciones, a un lado hubo fuerzas militares y paramilitares fuera de la ley y al otro la población civil. En esta fase no estamos ante lo que habitualmente entendemos por una guerra sino simplemente ante un golpe militar, no estamos ante batallas sino ante vulgares matanzas. Fue nada menos que el coronel–jefe del Estado Mayor de Franco, Francisco Martín Moreno, quien entre las instrucciones dadas el 12 de agosto del 36 a las diversas columnas, escribió: «La influencia del cañón mortero o tiro ajustado de ametralladora es enorme sobre el que no lo posee o no sabe sacarle rendimiento». Toda una reflexión para aquella cacería de jornaleros en campo abierto.

Las operaciones de los golpistas se plantean al más puro estilo africanista. Se trata de acciones directas, rápidas, muy simples y basadas en la obediencia ciega, el desprecio por la vida propia y ajena, y la crueldad más absoluta. La entrada en los barrios de las ciudades y en los pueblos, bombardeados previamente y advertidos de que deben tener las puertas abiertas y trapos blancos en los balcones, se efectúa siempre de la misma forma: dos hileras de hombres destrozando con sus culatas las puertas que permanecen cerradas y disparando sobre cualquiera a la más mínima sospecha. Los vecinos de los barrios populares, mientras tanto, se van agrupando en algunos lugares con los brazos en alto. Las fotografías de la época muestran a la gente en actitud ambigua, sin que quede muy claro si saludan a las «fuerzas salvadoras» o levantan las manos ante el invasor armado. Una de esas fotos fue tomada en Tocina (Sevilla), pueblo sobre el que Juan Berenguer, jefe de la harca que llevaba su nombre, escribió en un informe: «en este último pueblo [el día 30 de julio del 36] Harca castigó bien previa identificación de un guardia civil del puesto»[85]. Berenguer se refería así a la matanza de docenas de personas seleccionadas por un guardia civil natural de la localidad y eliminadas con una ametralladora colocada en una plaza. Al menor asomo de resistencia las fuerzas de choque del Ejército español desatan una violencia inusitada que desborda toda previsión. En la toma de los barrios gaditanos se les tiene que frenar en el momento en que deciden correr la pólvora; en Sevilla se les da libertad total en los barrios obreros, en alguno de los cuales, dadas las dificultades para entrar, colocan mujeres y niños al frente y arrojan granadas en las populosas casas de vecinos. Barrios y ciudades quedan irreconocibles. Tanto que muy pocas veces han podido verse fotografías del lamentable estado en que quedaron las ciudades del Sur tras la ocupación[86].

Todo esto alcanzará su cénit con la «Columna Madrid» en la ruta Sevilla–Badajoz, ruta tachonada de viviendas y monumentos destruidos por los bombardeos, asolada por saqueos y hogueras purificadoras, con barrios enteros convertidos en ruinas y sembrada de cientos de cadáveres en lo que constituye un ejemplo consumado del más puro estilo africanista, de guerra colonial. Un ejemplo de dicha barbarie tuvo lugar en Salvochea (El Campillo–Huelva), en la zona minera, donde el 26 de agosto una parte del pueblo fue incendiada y arrasada por la columna al mando del militar retirado carlista Luis Redondo García. Esa noche Queipo, nuestro particular Goebbels, anticipándose a lo que más tarde ocurriría en Guernica, dijo por la radio: «También quemaron aquí los rojos las casas habitadas por personas derechistas; pero el fuego se propagó a las restantes, y puede decirse que la aldea ha desaparecido». Nunca, ni aunque la República hubiera vencido, se hubiera podido recuperar ya la vida anterior al golpe. En este sentido los golpistas, con su modelo de guerra, se adelantaron a los métodos que luego Hitler perfeccionaría hasta llegar a lo que se ha llamado guerra total. Aparte de su probada eficacia habría tres razones para que se actuara así: crear hechos irreversibles, imposibilitar cualquier acto de resistencia al nuevo orden y preparar a Madrid y al resto de la España republicana para lo que se les venía encima.

Estas columnas tardarán doce días en recorrer los 250 kilómetros que separan Sevilla de Badajoz. Veinte kilómetros diarios que demuestran que aquello no fue un paseo. Los que huyen para el norte arrastran el terror consigo y lo transmiten con sus historias, creando a su vez las condiciones para que otros acometan nuevas violencias. Sabemos, por ejemplo, por la Causa General, que detrás de algunos de los crímenes cometidos en Madrid se encontraban personas cuya huida ha llevado allí desde tierras extremeñas y andaluzas. Por su parte, los vecinos que han huido al campo esperando que pase lo peor y que confían en que su inocencia les proteja, vuelven en los días siguientes cuando ya los jefes de las columnas y los derechistas locales han organizado los nuevos poderes. Las columnas actúan siempre de la misma manera. Antes de abandonar las poblaciones se llevan consigo unas docenas de detenidos a los que van dando muerte y abandonando sus cadáveres en las carreteras de salida, en los cruces y en los pozos y fuentes. Esto ocurre de Cádiz a Badajoz y de Huelva a Córdoba allí por donde pasan las fuerzas de Yagüe, Castejón y Asensio. La gente, sobrecogida, tendrá que adaptarse a la contemplación de cadáveres abandonados en cunetas y descampados hasta que ya avanzado el año 37 se ordena que cesen estas prácticas. En el caso de Zafra (Badajoz), otro de los pueblos donde no había que lamentar pérdidas humanas antes de la ocupación, conocemos cómo se generó una de estas matanzas iniciales:

[el 7 de agosto] Castejón exige de las autoridades que él mismo ha nombrado un número cercano al uno por ciento de la población: setenta. Poco a poco van siendo encerrados en una habitación de las Casas Consistoriales. A algunos que están en esos momentos en la alcaldía se les permite borrar de la lista que poco a poco va engrosándose tres nombres a condición de que escriban otros tres. El tira y afloja entre los militares y las nuevas autoridades, poniendo y quitando nombres en la lista, acaba según alguna fuente con cuarenta y ocho personas cuyos nombres han sido escritos y no borrados en la lista fatídica. A mediodía Castejón y parte de su columna salen de Zafra y se llevan atadas detrás a casi medio centenar de personas que no han encontrado valedor. Cada cierto trecho van sacando a siete personas y ordena que sean fusiladas[87].

Estos e incluso los de los viajeros que se encuentren por los caminos serán los cadáveres que verán por toda la región los que hayan de ir de un lado a otro y así queda reflejado en algunos libros que recogen los recuerdos de aquellos días, como el de Fernando Aguilar Maya, vecino de Segura de León (Badajoz):

Muy pronto nos quedamos sin nada para comer, pues los que pasaban no llevaban nada y nos pedían. Iban temblando de miedo porque en la carretera había un montón de hombres muertos que se dirigían a vender melones a Fuentes [de León] y Cumbres [Mayores], […] Así que llenos de miedo nos decían: ¡Veniros, que aquí os matan! No sabéis los muertos que hay en La Alcantarilla […]. Allí bajábamos todos los días para coger agua para el bañadero de los cochinos y para el consumo de todos y allí, un poquito más abajo, estaban aquellos pobres que iban a ganarse la vida con sus melones y su trabajo[88]

Los cadáveres abandonados constituyeron el verdadero preámbulo de los farragosos bandos militares. Los jefes de las columnas, además de exigir la cuota de sangre, animan a los nuevos poderes para que se apliquen en la limpieza de marxistas. Victoriano Aguilar Salguero, Jefe de Milicias de Falange de Badajoz en el verano del 36, implicado en la desaparición de un maestro socialista en Torremayor (Badajoz) sobre la que se abre una investigación por su parentesco con un falangista sevillano, declaró abiertamente su intervención en los hechos «a tenor de las órdenes recibidas de fusilar a todos los individuos dirigentes o de marcada significación izquierdista, culpables del estado anárquico en que se encontraba España». Otro falangista de mayor rango aun, José Sardina Peigneux, llega a afirmar en el mismo sumario que él personalmente escuchó a Yagüe en Lobón (Badajoz) decir que «había que limpiar los pueblos de las inmediaciones que se fueran liberando, pero no sin antes convencerse de que eran individuos peligrosos como marxistas». Recordaba el mismo declarante que en cierta ocasión en que llevaron desde Talavera La Real (Badajoz) a un «sujeto peligrosísimo» ante el teniente de la Guardia Civil Manuel López Verdasco, este les dijo «que para qué se habían molestado en traerlo a Badajoz, dando órdenes a unos guardias para que les indicaran el sitio de costumbre y lo ejecutaran». Así se actuaba en Badajoz en el verano del 36 y así, con toda tranquilidad, se manifestaban los responsables de dichas actuaciones.

De esta forma, lo que en algunos lugares de Cádiz o Huelva empezó por el fusilamiento ejemplar, en plena plaza pública y tras la primera misa de campaña, de cinco o diez personas, se va convirtiendo poco a poco, a medida que los sublevados se alejan de su punto de partida, en matanzas de 50 o 100 personas en las horas siguientes a la ocupación de los pueblos. Por Villafranca de los Barros (Badajoz) las fuerzas de Franco pasan de largo durante la noche del siete de agosto camino de Almendralejo, no sin antes quitar la vida a algunas personas que habitaban cerca de la carretera. Algunos pudieron pensar que este pueblo de más de 15 000 habitantes y sin víctimas pese al asalto e incendio provocado esa misma noche contra el local en que se encontraban detenidos los derechistas, se había librado de la cuota inicial de sangre. Vana ilusión. El día nueve por la tarde, tras el envío de fuerzas desde Almendralejo, la gente observó cómo eran conducidas, atadas por parejas, 56 personas a través del centro del pueblo. Muchos pensaron que se habría llenado el depósito y los trasladaban a algún corralón, pero lo que pasó realmente fue que siguieron el camino en dirección al cementerio, donde fueron asesinados. A partir de ese momento nadie sabrá a qué atenerse. Aunque pudiera pensarse que si esto había ocurrido en pueblos donde previamente la violencia contra las personas se había podido controlar, peor debía ser lo sucedido allí donde se había acabado con la vida de los presos, lo cierto es que la represión fascista funcionó al margen de estos hechos. Podría decirse que el terror rojo sólo vendría a confirmar la condición criminal de aquellos a quienes ya previamente se había decidido eliminar.

Aunque los izquierdistas más destacados casi siempre han huido, se realizan detenciones en masa que incluyen como rehenes a familiares de los que no pueden capturar. En muchos casos estos familiares son asesinados. Eso ocurrirá, por ejemplo, en Alcalá de los Gazules (Cádiz) a Ana Jiménez por el delito de estar casada con un cenetista y ser madre del presidente local de Izquierda Republicana, ambos huidos; después tanto la casa como el comercio del que vivían serán saqueados[89]. En Sevilla, por ejemplo, una vez ocupado el barrio de La Macarena y mientras se realizan registros minuciosos, pasa por la Prisión Provincial alguien de cada familia. En pueblos y ciudades, el simple hecho de pertenecer a la clase obrera es causa suficiente para ser detenido; en la cuenca minera onubense ser minero equivalía a ser marxista, lo que en la práctica quería decir que cualquiera podía ser eliminado. Esto llegó a extremos tales como que desde la sede de Falange de Riotinto se llegó a practicar el tiro al blanco con los mineros.

De esa masa de detenidos la mayor parte queda en espera y los izquierdistas conocidos son directamente eliminados; los demás salen fuera cuando consiguen obtener el obligado aval. Los domicilios de los izquierdistas más señalados, los locales sociales de partidos o sindicatos, y muchos negocios particulares son asaltados y expoliados en actos donde aúnan sus peores instintos las milicias fascistas y algunos de los propios vecinos. Libros, papeles y muebles son lanzados por los balcones. Cada uno coge lo que puede, los que mandan se harán de dinero y joyas, los soldados con lo que puedan cargar y los que en cada lugar jalean a los invasores, con lo que queda. Así ocurrió ciudad a ciudad y pueblo a pueblo. Con los libros se organizan piras al estilo nazi, como en Valverde del Camino (Huelva), donde desaparecen las dos bibliotecas, la del Casino Republicano, la más importante de la provincia, y la del Obrero. Estos actos eran justificados y alentados por gente como Pemán, quien en una de sus arengas dijo que «cuando nuestro Cisneros o nuestro Carlos V, mandaban, con escándalo de la posteridad, recoger o expurgar, no hacían una cosa distinta de lo que boy hacen los gobiernos mandando recoger la literatura marxista»[90]. Cuando Gregoria Márquez, esposa de Benjamín Puso, un comerciante de Salvochea (El Campillo–Huelva), tuvo que afrontar, años después, la multa impuesta a su marido por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, declaró que lo que quedó en la tienda tras los días rojos, cuando los productos le fueron incautados a cambio de vales del Comité de Abastos, desapareció a últimos de agosto con la llegada de los nacionales, quienes además de saquear e incendiar la tienda y su propia casa se llevaron a su marido la noche del 17 de septiembre y lo mataron. En su intento por librarse de la multa Gregoria Márquez decía:

La que habla no estima la responsabilidad de Benjamín Puso Gómez, dado que no ha realizado hecho punible ni sus manos jamás se mancharon de sangre y que pueda alcanzar a más de un puñado de pesetas después de pagar con la vida la afirmación gratuita de unos señores al decir que tenía ideas anarquista, si fue cierto, a buen precio las pagó. La tienda y la casa desaparecieron, el dinero […]. La que habla, enferma, sin condiciones para poder trabajar, llega a V: S: I: exponiéndole además que se encuentra con cuatro hijos menores, viviendo de la caridad pública, sin hogar, sin lumbre y sin pan […][91].

El apogeo de todo esto tuvo lugar en Badajoz, donde toda la ciudad es entregada como botín a los ocupantes durante dos días en los que mataron a quien quisieron, entraron donde les apeteció y robaron lo que les vino en gana. Nadie les pidió cuentas. A los cientos de detenidos se sumaron los que la dictadura portuguesa fue entregando. Los represores, amparados en la resistencia ofrecida, actúan aquí sin miramiento hacia persona alguna. El propietario Joaquín Thomas Thomas muere por disparos de los ocupantes cuando salía de su casa para festejar su llegada. A las fuerzas de Yagüe nadie les indicó qué comercios y domicilios había que respetar. De lo ocurrido en la ciudad puede ser indicativo el hecho de que recién salidas las fuerzas de Yagüe hacia Talavera, se dictase un bando exigiendo la devolución de los objetos robados, la mayor parte de los cuales procedían del saqueo realizado por dichas fuerzas y de la venta de lo que no se pudieron llevar antes de partir. Hasta para el capitán de la Guardia Civil Manuel Gómez Cantos, el segundo de los delegados gubernativos designados por Queipo para Badajoz, había sido excesivo, pues con «la Ley de la Guerra se puede autorizar únicamente el saqueo en los primeros momentos de locura a la entrada en la Plaza». Luego resultó que lo recuperado tras la emisión del bando desapareció de los locales militares y eclesiásticos donde había sido acumulado.

Entonces, las denuncias de muchas personas cercanas a las posiciones de los sublevados motivaron la apertura de un sumario para hallar a los responsables de la «desaparición de géneros». Desde luego el coche particular de Luis Pía, el dueño del mejor garaje de la ciudad, no volvió a aparecer. Se lo llevó Yagüe. En el sumario, que como era de esperar no llegó a nada, se podía leer el siguiente testimonio del delegado Gómez Cantos:

El Bando del Teniente Coronel Yagüe fue únicamente para el elemento civil y el beneficio pleno, para el Señor Pereita [el comandante Manuel Pereita Vela, primer Delegado de Orden Público], que públicamente se sabe que su capital estaba completamente mermado y en la actualidad tiene sus campos, sus viñas y sus terrenos con lujo y lleno de ganado, vendiendo partidas importantes en el Matadero de Mérida. En la actualidad se está tramitando por esta Delegación otra información sobre venta de ganado del fusilado Señor Pía, que sin expediente ni orden fue vendido al completo por el Señor Pereita, cobrando todo su importe su secretario y contable el Sargento Pina, estafador de coches, no entregando a los compradores recibo de ninguna cantidad. Como está demostrado que el señor Pereita dispuso de géneros, muebles, radios, relojes, sin previa autorización, pues hasta el Gobernador Civil lo demuestra en su reducida e incongruente declaración […], me permito proponer a V. E. le imponga la sanción gubernativa militar […][92].

El comandante José Cuesta Monereo, al frente del Estado Mayor de la II División, se ponía nervioso cuando leía estas cosas y, conociendo al personal, aconsejaba en nota al margen al Auditor Francisco Bohórquez Vecina «ojo con este tío, que está loco y a ver si nos arma un lío cargándose a la intemerata de gente». De todas formas en Badajoz lo peor no fueron estos asuntos de reparto de botín. Dejando aparte las víctimas habidas el 14 de agosto y en los días siguientes, la mayoría de las cuales fueron quemadas en el cementerio, en los meses que siguieron a la ocupación, según consta en el Archivo Municipal, fueron recogidos de calles, plazas y fosos de las murallas unos quinientos cadáveres, cuyos familiares se encargaron de trasladarlos al cementerio y darles sepultura. Las hileras de cadáveres apilados quedarían plasmadas para siempre por el fotógrafo francés Rene Brut, quien junto con otros dos compañeros había obtenido permiso de los golpistas para entrar en Badajoz el día 17 de agosto. Cuando la noticia de que las fotografías de la represión en Badajoz estaban circulando por Francia a través de corresponsales a quienes se había negado el permiso para desplazarse a Badajoz llegó a los Servicios de Propaganda de la II División, el Jefe de Propaganda de Queipo, Luis Bolín, ordenó a Brut que regresara a Sevilla. Más tarde, el día ocho de septiembre, ordenó su detención y traslado a la Prisión Provincial. Mientras tanto su compañero Jean d’Esme pudo huir de Sevilla a Tánger, desde donde comenzó a gestionar su liberación. Finalmente Rene Brut, tras cinco largos días en prisión y después de estar convencido de que sus días terminaban allí, pudo salir de España en dirección a Tánger una vez que la película fue entregada a Bolín. Para entonces había pasado casi un mes de su visita a Badajoz. La casa Pathé no sólo no envió todo el material filmado sino que retocó lo enviado[93]. Aunque también se quiso cortar a quienes cámara en mano se dedicaban a fotografiar el espectáculo de la violencia, fue el «asunto Brut» la causa de que la II División publicase dos bandos sobre fotografía —uno el 31 de agosto y otro el once de septiembre—, por los que todo material fílmico quedaba bajo control militar.

El escándalo de los sucesos ocurridos en Badajoz fue tal que previsiblemente toda la documentación sobre estos hechos, salvo la relativa a los cadáveres recogidos por sus propios familiares y enterrados en sepulturas individuales, fue hecha desaparecer de todos los archivos. Así, el cementerio de Badajoz, frente a lo que era práctica habitual en la mayoría de los cementerios de otras ciudades, no guarda registro alguno de orden interno acerca del número de personas que ingresaron en fosa común a partir de agosto del 36, y en el Registro Civil sólo a partir de 1979 es posible encontrar alguna alusión a la Plaza de Toros como lugar de muerte. Al contrario que en ciudades como Huelva o Sevilla, donde a pesar de la descarada ocultación del fenómeno represivo, quedó al menos alguna fisura por la que acceder a parte de lo ocurrido, en Badajoz no parece existir. En el Archivo Militar de Ávila, dentro de los documentos relativos a la toma de Badajoz, se alude a informes sobre lo ocurrido durante y después de la ocupación, pero estos informes no aparecen. Por ahora solamente podemos afirmar, y con relativa fiabilidad, que el número de víctimas entre defensores y vecinos en los momentos de penetrar las fuerzas en la ciudad fue de unas mil personas; de la matanza posterior nada se dice. Hay quienes aprovechan esta carencia de datos para negar la matanza. Esto aumenta el interés de los testimonios orales, como demuestra el reciente trabajo de Francisco Pilo Ortiz, en el que se recogen dos testimonios importantes sobre dicha matanza. El primero, de Manuel Moreno Ramírez, entonces un muchacho de 15 años detenido con otras muchas personas y que pasó por la Plaza de Toros:

Más tarde nos pasaron a la Plaza de Toros y nos alojaron en unos pasadizos que había por debajo de las gradas y que no había más luz que la que dejaba pasar por las ranuras o arpilleras que había en las murallas […]. Nosotros, de la familia, nos encontrábamos allí, mi padre, mi hermano y yo […]. Al día siguiente empezaron los fusilamientos. El sistema que tenían era el siguiente: entraba por la puerta que daba al ruedo de la plaza un cabo bajito de la Legión y pistola en mano y cojeando porque tenía el pantalón ensangrentado como de estar herido. Este señor contaba hasta veinte, los sacaba al ruedo, donde ya esperaban los guardia civiles que componían el piquete de ejecución […]. Una vez fusilados llamaban a algunos de los que allí se encontraban para que cargaran los muertos en una camionetilla chica y se los llevaban creo que al Cementerio. Cuando la camioneta regresaba, contaban otros veinte, que se conoce que era la carga del vehículo o no podía con más y así todo el día o días[94].

Moreno Ramírez, que llegó a estar dos veces entre los seleccionados, siendo enviado de nuevo a los pasadizos, fue finalmente sacado de allí junto con sus familiares por un municipal y un guardia civil que los conocían. Según aseguró a Francisco Pilo, en los diez días que allí permaneció, nadie se preocupó ni de saber sus nombres ni de darles alimento alguno. Pilo también aportó el testimonio, anónimo, de uno de los dos encargados del traslado de cadáveres al cementerio, el que limpiaba la sangre del camión antes de volver por otra carga. Por él sabemos que la matanza empezó sobre las cuatro de la mañana del 15 de agosto:

A eso de las tres y media de la mañana llegamos a la Plaza de Toros y los civiles se bajaron. Allí había muchos legionarios y civiles, todos hablaban muy alto y se les veía muy nerviosos […]. Nos dijeron que pusiéramos el camión dentro y entonces me fijé que en los chiqueros había mucha gente vigilados por legionarios y muchos gritaban y lloraban. Dentro del ruedo a mano izquierda según se entraba había varios muertos en fila y nos dijeron que los cargáramos en el camión y nos los lleváramos al cementerio. Un legionario sacó a dos presos y les mandó ayudarnos a cargar a los muertos. Esta vez no los conté porque me impresioné mucho, ya que aún estaban calientes. Recuerdo que uno de ellos se quejó al dejarle caer en la plataforma y un legionario sacó la pistola y le dio un tiro en la cabeza. Yo estaba zurrado de miedo y no me atrevía ni a hablar […]. Cuando terminamos [en el cementerio] nos dijeron que volviéramos a la Plaza de Toros y así lo hicimos. Al llegar de nuevo a la Plaza, aún de noche oscura, vi que había más guardias civiles y paisanos que antes. Algunos de los paisanos iban vestidos de falangistas. Desde los chiqueros salían muchas voces y la gente lloraba en su interior, junto a la puerta del túnel había dos legionarios de guardia que no decían nada. Pero los paisanos se reían mucho […]. Dentro de la plaza había esta vez más muertos, pero no todos juntos, sino un montón aquí y otro más allá. Después supe que los sacaban por tandas y los iban fusilando. Aquel día dimos lo menos seis viajes y después ya no mataron a nadie más, pero nos mandaron recoger por las calles a los que allí había, que en algunos sitios estaban amontonados como si en vez de personas fueran animales. También estuvieron recogiendo muertos otros y los militares recogían los suyos […], a los paisanos los fuimos dejando a las puertas, en el descampado donde habíamos dejado a los primeros. Hacia las tres de la tarde había muchísimos allí. Ese día terminamos hacia las cuatro de la tarde y nos dijeron que al día siguiente 16 estuviéramos en la Plaza de Toros a las cuatro de la mañana y un paisano que más tarde se hizo falangista pero que antes no lo había sido y que vivía en la calle Menacho nos dijo que había «… que seguir haciendo el arrastre…»[95].

Fue el día 16 cuando comenzó la incineración de los cadáveres apilados y fue precisamente este escenario el que Rene Brut pudo captar con su cámara un día después. En uno de esos viajes al cementerio para dejar los cadáveres el declarante anónimo vio que cerca de la pira había un gran coche negro ocupado por un cura y varias personas muy trajeadas. Quién sabe si uno de ellos era el periodista portugués Mario Neves, testigo clave de la matanza de Badajoz al que un cura acompaña al cementerio en la mañana del 17 de agosto y que nos dejó el siguiente relato:

Hace diez horas que la hoguera arde. Un horrible hedor penetra por nuestras fosas nasales, hasta el punto que casi nos revuelve el estómago. De vez en cuando se oye una especie de crepitar siniestro de madera […]. Al fondo […], sobre una superficie de más de cuarenta metros, más de trescientos cadáveres, en su mayoría carbonizados. Algunos cuerpos, colocados precipitadamente, están totalmente negros, pero hay otros cuyos brazos o piernas han escapado a las llamas provocadas por la gasolina derramada sobre ellos. El sacerdote que nos acompaña comprende que el espectáculo nos desagrada y trata de explicarnos:

—Merecían esto. Además, es una medida de higiene indispensable…

[…] En la puerta del cementerio, un camión descarga otros cuatro cuerpos que han sido recogidos en alguna parte y que transportados por los guardias, se van a sumar a los treinta que serán después incinerados[96].

Por un momento nos parece ver en el cementerio a Neves tomando notas, a Brut con su cámara y al comunicante anónimo descargando los cadáveres del camión. Según el testimonio de este último, tras varios días de viajes con el camión, el sistema cambió, encargándose guardias civiles y falangistas de trasladar a los presos al cementerio para su eliminación. Para entonces ya se permitía a los familiares —no sabemos si a todos— buscar diariamente entre los cadáveres y recoger a sus muertos.

Hechos como estos que ocurrieron en Badajoz tuvieron lugar igualmente, aunque en menor escala, en casi todos los pueblos y ciudades de la zona en poder de los sublevados. En todo el territorio de la II División se empezaron a abrir grandes fosas donde los cadáveres eran colocados en filas sobre las que cada cierto tiempo se echaba cal viva y una capa de tierra hasta completarse. Existieron grandes fosas de estas características en casi todos los cementerios. En el caso de Sevilla fueron destruidas en los años sesenta, trasladándose los restos al osario general. En otros casos, como el del cementerio de Huelva, son actualmente zonas de césped. Fueron esas zonas, conocidas en todos sitios, donde a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, se erigieron monolitos y lápidas en recuerdo de las víctimas. Sin embargo las proporciones y características de la masacre llevaron incluso a la utilización de fosas abiertas en el campo e incluso dentro de fincas privadas, algunas de las cuales conocemos. Una fue abierta en Huelva, entre Bonares y Moguer, y otra en una gran finca de Nogales, en Badajoz, cerca de la Sierra de Monsalud. Esta última, con más de setenta cadáveres, quedó bajo control de la Guardia Civil durante varios años tras los cuales se indicó al dueño que podía volver a laborar en aquel terreno.

En otro sitio había un barranco que debió ser una fosa común y de la que los gorrinos sacaban a veces huesos. Yo creía que eran de borricos, pero mi padre me dijo que eran restos humanos y desde entonces los ponía encima de un árbol para que los cerdos no los hozaran. Un día el apareador, que era un animal, nos dijo que teníamos que arar también por allí. Nadie quería ir. Me tocó a mí. Y no tuve más remedio que hacerlo. Cualquiera sabe lo que me habría pasado si hubiera dicho que no. A lo peor el tío me hubiera denunciado por comunista. Todavía me pongo enfermo cuando me acuerdo de lo que salió de allí[97].

Precisamente una de estas fosas fue localizada recientemente en León, en Priaranza del Bierzo, donde Emilio Silva Barrera había localizado los restos de su abuelo en una fosa situada en una salida del pueblo. Los hechos tuvieron lugar en Villafranca del Bierzo a mediados de octubre de 1936. La noche del día 15 los quince presos que había en el depósito fueron subidos a un camión. Al llegar a cierto punto el vehículo se detuvo y los presos fueron bajados, momento en que uno de ellos, aprovechando la confusión del momento y la oscuridad de la noche, pudo escapar, pudiendo presenciar desde cierta distancia el asesinato. La búsqueda de la fosa no fue fácil y llevó además al conocimiento de otras quince fosas en la misma zona. «De las catorce personas con las que hablamos, de entre cincuenta y ochenta años, todas conocían perfectamente dónde estaba cada fosa y cuánta gente había dentro», declaró Emilio Silva. De las trece personas enterradas —aparte del que escapó, otro de los cadáveres fue recogido por sus familiares esa misma noche—, sólo cuatro han podido ser identificados y localizados sus familiares[98].

También tenemos constancia de estos hechos a nivel oficial. En la Causa General pueden encontrarse documentos como este, dirigido por el alcalde de Reina, un pequeño pueblo de Badajoz cercano a Llerena, al Fiscal Instructor de la Causa General en dicha provincia:

Tengo el honor de participar a V. S. contestando a sus oficios de 22 y 28 de Marzo último y 20 del corriente mes, que de los antecedentes adquiridos por los Agentes de la Autoridad resulta que en este término existen los restos de los individuos no identificados que a continuación se expresan:

En el sitio VALLE DE LA ZURANGA cerca del Cordel y a la derecha del Arroyo y a la izquierda de la carretera en una zanja fueron enterrados los cadáveres de siete hombres y en el mismo cordel uno. En la Humbría [sic] de la ALCORNOCOSA —también se encuentra enterrado otro hombre. Detrás del cortijo de MALPICA y en un cerro se hallan enterrados los cadáveres de dos hombres. En el ARROYO DE MALPICA y en dirección por cima de la Fuente se encuentran enterrados los cadáveres de cinco hombres. Y en un cerro junto al MOLINO DE LA LOBITA existe igualmente enterrado el cadáver de otro hombre.

Los cadáveres a que me refiero fueron enterrados en el mes de agosto de 1936 en zanjas que fueron abiertas para este fin y desde entonces hasta la fecha no hay noticias de que a las sepulturas mencionadas les [sic] haya tocado nadie ni los restos hayan sido sacados por ningún animal, como están en el campo desde luego no reúnen condiciones de seguridad aunque en la parte de salubridad no están afectadas.

Dios guarde a V. S. muchos años.

Reina 26 de Mayo de 1941. El Alcalde (ilegible)[99].

El fenómeno de los enterramientos irregulares, tan común en 1936, tuvo continuidad en el año siguiente allí donde como en las zonas limítrofes a las provincias de Huelva, Sevilla y Badajoz la represión generó en poco tiempo el problema de los huidos, germen de la guerrilla posterior. La gravedad de la situación llevó a Queipo a declarar el estado de guerra en extensas zonas de dichas provincias. La mayor parte de las víctimas habidas entre los huidos y la población civil eran enterradas allí donde caían. Al ser lugares apartados de los núcleos de población nadie se preocupó de ellas salvo en casos especiales como el ocurrido en Lobón (Badajoz), donde los restos de una persona asesinada en la finca «La Cerrada» fueron trasladados al cementerio en diciembre del 37 por orden de la Inspección Provincial de Sanidad.

Las noticias sobre lo que venía ocurriendo desde que el día 17 de julio los sublevados empezaron sus andanzas, pasaron pronto de sur a norte llevadas por los que pudieron huir del terror. A pesar de que las matanzas fascistas se extendieron por todos los pueblos y ciudades del Suroeste, fueron sin embargo los hechos ocurridos en Badajoz los que más trascendieron. Por otra parte la matanza de Badajoz, clara llamada de advertencia a las ciudades de la ruta que llevaba hacia la capital, se encuentra en el origen de la ola de violencia desatada en diversas ciudades de la zona republicana a últimos de agosto del 36. Sería el caso de Madrid, donde muchos de los que esperaban con pavor la irrupción de moros y legionarios, y otros tantos de los llegados desde lejanas provincias huyendo de la muerte, se dispusieron a limpiar de fascistas la capital antes de que fuera tarde. Las noticias de la matanza ocurrida en la ciudad extremeña fueron decisivas. El asalto a la Cárcel Modelo tuvo lugar ocho días después de la caída de Badajoz. Los golpistas por su parte, ajenos a las consecuencias de sus acciones, cerraron esos días la primera fase del golpe militar, que en un solo mes les había permitido hacerse con gran parte del país y comunicar los diversos focos rebeldes.