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La ocultación del genocidio

Una de las causas que más ha contribuido para que el tema de la guerra haya ido desapareciendo de la conciencia de nuestros intelectuales y de las últimas promociones es creer que si bien se cometieron abusos de un lado, también los hubo del otro.

VICENTE MARRERO,

La guerra española y el trust de cerebros, 1962

EL DECRETO 67 SOBRE INSCRIPCIÓN de Desaparecidos de diez de noviembre del 36 abrió finalmente la posibilidad de inscribir a las víctimas del 36. Una vez más se actuó de manera sibilina. Donde se leía «consecuencia natural de toda guerra es la desaparición de personas, combatientes o no, víctimas de bombardeos, incendios u otras causas con la lucha relacionadas», había que pararse en esas otras causas. Los registros demuestran —caso de Mérida, primera ciudad del Suroeste donde los bombardeos republicanos tuvieron graves consecuencias— que la inscripción de las víctimas de estos bombardeos e incendios no representaban ningún problema. Sin embargo, las víctimas de las bombas de los golpistas o no se inscriben o si se hace se oculta la causa. De todos modos, el verdadero problema era la otra causa: la represión de la población civil en la zona controlada por los sublevados. De hecho, en la prensa (FE de Sevilla, 18 de diciembre de 1936), salió como «reglas a las que habrá de sujetarse la inscripción o fallecimiento de personas ocurrida con motivo de la actual lucha Nacional contra el marxismo». El decreto se hizo por necesidad —¿cómo podía funcionar un país dónde la gente no podía demostrar que era viuda o huérfana?— e incluso en ocasiones por interés de quienes queriendo apropiarse de cuentas y de propiedades ajenas necesitaban ciertos trámites burocráticos, caso del Alcalde y concejales del Ayuntamiento de Badajoz, inscritas en febrero del 37 por dicho motivo. Una de las primeras causas de inscripciones fuera de plazo a partir de 1937 fue la necesidad de aclarar la situación legal de personas que tenían algún familiar en el frente al servicio de Franco, es decir, que las mujeres cuyos maridos habían desaparecido y cuyos hijos defendían a los sublevados debían demostrar su condición de viudas. Esto dio lugar a espectáculos un tanto incontrolados por parte de los jóvenes que partían para los frentes, como lo ocurrido en Rosal de la Frontera (Huelva), cuando un grupo de estos jóvenes, puño en alto, gritó ante las autoridades locales «¡Vivan los hijos de los padres fusilados!».

Para las mujeres tampoco era fácil afrontar el proceso de inscripción, de forma que quienes podían librarse de ese trance lo hacían. Las que lo hicieron y así consta en las solicitudes fue «por serle de absoluta necesidad». Muchas muertes quedaron sin inscribir simplemente por el miedo, miedo a tener que ver y tratar con los del Ayuntamiento o con los del Juzgado, y miedo a comprometer a gente al pedirle que testificaran sobre muertes que todos conocían pero que nadie vio. Otros casos quedaron igualmente sin inscribir por otra terrible falta: por no poder presentar las solicitantes certificado del matrimonio contraído con la persona a quien se quería inscribir. Eran tales los problemas planteados por este sistema que en muchas ocasiones debía ser el enterrador el que actuara de testigo, como Alonso Mogedas, de El Cerro de Andévalo (Huelva), quien al preguntársele por Martín León Gómez aseguró que «en la noche del primero de septiembre del año último se dio sepultura en dicho Cementerio a tres individuos que fueron hallados muertos en la carretera que desde dicha población conduce a la Mina de Valdelamusa, a los que indudablemente les fue aplicado el Bando sobre el Estado de Guerra». Que esto ocurriera mayoritariamente en pueblos donde todos sabían lo que había pasado y el estado lamentable en que habían quedado tantas familias, sólo demuestra la crueldad y cerrazón de un régimen que ni siquiera asumía a sus víctimas. También sabemos por testimonios orales que algunos familiares de personas desaparecidas recibieron la oferta de las autoridades locales, especialmente de los párrocos, de poder inscribir a quien quisieran si aceptaban que en la causa del fallecimiento constara alguna relacionada con la muerte natural.

Entre julio del 36 y comienzos del 37 se estuvo asesinando con el Bando de Guerra. Ninguno de estos bandos, todos muy formales y unificados en el del 28 de julio del 36, que se utilizaría por última vez en la Barcelona recién ocupada, incluía sin embargo un punto que dijera: «En bien del Glorioso Movimiento Nacional, cualquier persona podrá ser secuestrada y asesinada por las fuerzas que nos apoyan». Sin embargo esta era la realidad. Nadie sabía a qué atenerse. Al principio los funcionarios municipales o judiciales mantuvieron las rutinas habituales, pero esto duró poco. Antonio Ruiz Vilaplana, secretario judicial en Burgos, cuenta en su obra Doy fe, que el día que apareció el primer cadáver, se dirigió al lugar para su levantamiento y traslado al depósito, como era preceptivo. Como no fue posible identificarlo, se ordenó que se le hicieran fotos y se expusieran públicamente, pasándose a continuación oficio a la Policía y a la Guardia Civil con objeto de que se investigara el caso y se buscara a los culpables. No habían pasado 24 horas cuando el Gobernador Militar ordenó la retirada inmediata de las fotografías y aconsejó al Juzgado que hechos de este tipo no se airearan. Desde entonces —y no digamos ya cuando entre las víctimas aparecía alguna mujer— el Juzgado se limitó a abrir expedientes de «hallazgo de cadáveres desconocidos» y a darles el carpetazo sin más. Por su parte los represores, con objeto de evitar incluso la apertura de dichos expedientes, acabaron optando por enterrar a sus víctimas en fosa común dentro o fuera del cementerio, de forma que la actividad judicial, salvo en los casos de cadáveres semienterrados, decreció[117]. En Valverde de Burguillos (Badajoz), el médico local, con letra un tanto temblona, sólo tuvo oportunidad de certificar el primer asesinato. ¿Qué deberían haber hecho las autoridades ante un caso como este?

El que suscribe, Médico de la Asistencia Pública Domiciliaria de Valverde de Burguillos.

Certifica: Que del reconocimiento practicado en el cadáver del vecino de esta Eugenio Martín Barrientes de cuarenta años y casado, hecho por orden del Sr. Juez, resultó que falleció a consecuencia de tres heridas de bala situadas en la cabeza con orificio de entrada y salida, interesando el encéfalo y las tres mortales de necesidad.

Y para los efectos del Registro Civil, expide la presente en Valverde de Burguillos, a doce de septiembre de mil novecientos treinta y seis.

Nicanor Crespo[118].

Un caso especialmente revelador ocurrió en Cádiz. El 19 de agosto de 1936 unos vecinos denunciaron la aparición de un cadáver irreconocible. Los disparos habían entrado por la nuca y salido por la cara. Por papeles que guardaba se le pudo identificar como Federico Barberán Díaz, Secretario Judicial y funcionario del Instituto Provincial de Higiene. Trasladado al cementerio y luego de serle realizada la autopsia se efectuó finalmente su inscripción en el Registro Civil. Como causa de muerte se puso «hemorragia bulbar traumática». La inusual intervención de la justicia civil en un caso como este motivó que el día 20 de agosto el ABC de Sevilla publicase una nota por la que el Gobernador informaba de que a causa de hacer resistencia y de intentar huir cuando era trasladado a la Comisaría había sido necesario acabar con la vida del «peligroso extremista» Federico Barberán, del que se decía que era secretario del Partido Socialista. El expediente con las primeras diligencias fue trasladado, tal como estaba ordenado, a la autoridad judicial–militar que, sin tener en cuenta la versión del Gobernador y sin preocuparse siquiera por saber si la víctima era conducida a parte alguna, cerró toda actuación el 18 de septiembre «sin declaración de responsabilidad por no aparecer persona alguna responsable».

Pero no acabaron ahí las contradicciones. Con la impunidad en que unos y otros se movían no se concedió la menor importancia a que la causa abierta al mismo tiempo contra los miembros de la Corporación Municipal gaditana aclarase que Federico Barberán Díaz, que era también concejal, fue detenido con sus compañeros en las primeras horas del 19 de julio en el interior del Ayuntamiento, permaneciendo en poder de los militares sublevados hasta el mismo momento de su muerte un mes después. Se trata pues de un caso en que lo que podría ser considerado como aplicación de la ley de fugas, paseo o represión ilegal o incontrolada aparece simplemente como el asesinato de un concejal socialista en poder de los golpistas desde el primer momento. ¿Cómo iban a aparecer los responsables? Lo normal es que no aparecieran y si por alguna razón alguno quedaba al descubierto se le protegía desde el mismo Estado Mayor de la II División. Cuando un capitán se vio involucrado en la muerte de un vecino de Sevilla —«motivo de la causa: fusilamiento de un paisano al huir cuando era detenido y no obedecer las órdenes de alto», es decir, «ley de fugas»— fue el comandante José Cuesta Monereo, mano derecha de Queipo, el que pidió al Auditor Francisco Bohórquez Vecina que se le levantara el procesamiento y la causa fuera sobreseída definitivamente. En otro caso de petición de influencias se leía «que el muerto fue sacado de su casa por orden del Delegado Comarcal de Falange a fin de conducirlo al cuartel de FE para tomarle declaración en unión de otros. Fue llevado a dicho cuartel y lo maltrataron de obra. Los restantes detenidos fueron puestos en libertad y este individuo apareció muerto al día siguiente en los extramuros de la ciudad. Los informes del Comandante Militar acerca del muerto afirman que si bien perteneció al Frente Popular no era peligroso»[119]. Todos estos procedimientos o eran cerrados sin establecimiento de responsabilidades o acaban cebándose en alguna víctima propiciatoria, y esto si, como ocurrió en alguna ocasión, no acababan volviéndose contra los denunciantes.

No obstante, excepciones aparte y sin olvidar que en septiembre del 36 se aprobó un decreto (n.º 91 de dos de septiembre de 1936) que permitía la destitución sin trámites del personal judicial «contrario al movimiento nacional o poco afecto», en el Sur no hubo lugar ni a que la Justicia Civil interviniera, pues desde los primeros días fue la Justicia Militar la que acaparó todo, dando lugar a la creación de un registro especial de causas. La número 16, por ejemplo, fue abierta el 28 de julio al Juez de Instrucción de Écija, Mariano Iscla Rovira, por impedir la quema de la biblioteca de la Casa del Pueblo y por seguir actuando como Juez a pesar de la declaración del bando de guerra. La verdadera función de la justicia militar no fue otra que suplir a la Justicia y adaptar los contenidos jurídicos a la realidad impuesta por el golpe militar. Así, los sumarios referidos al hallazgo de cadáveres fueron excepcionales. Los golpistas no podían permitir que la Justicia Civil interfiriera en sus actividades. En Sevilla, bien organizados, dispusieron desde un primer momento de un camión especial para el traslado de muertos al cementerio, y en Huelva se obligó a una conocida empresa a que aportara camión, chófer y mantenimiento. En algunos lugares estos vehículos fueron bautizados como los «camiones de la carne». Cuando aparecía un cadáver los vecinos, o incluso los mismos ejecutores, daban el aviso y el camión pasaba. El uso del camión coexistió en los primeros días con la exposición de ciertas víctimas hasta el límite de lo permitido.

En Sevilla, por ejemplo, la madre del líder comunista Saturnino Barneto, asesinada de un tiro en la nuca, permaneció en exposición unos días en la Plaza del Pumarejo, en La Macarena, donde vivía; en Huelva se dejó igualmente expuesto, apoyado en el muro de la iglesia donde fue asesinado, al confitero que arrojó una alpargata a Sanjurjo cuando en agosto del 32 era trasladado de Ayamonte a Sevilla; en Badajoz, dada la resistencia ofrecida, todos estos procedimientos alcanzaron niveles difíciles de igualar. Esta costumbre de exhibir los cadáveres se mantuvo durante mucho tiempo. En los pueblos todo el procedimiento se simplificaba. He aquí toda la secuencia de la desaparición del maestro de Izquierda Republicana de Torremayor (Badajoz), Luis de Rivas Molina, contada por uno de sus responsables:

[…] se declararon individuos de marcada significación izquierdista, tanto el D. Luis como el Cándido [Cándido Collado, Alcalde y Secretario del Comité] y el Pastrano [Jacinto Pastrano, Presidente de la Casa del Pueblo], y en virtud de las órdenes que había en los primeros momentos de iniciación del Movimiento fueron condenados a muerte en el mismo Torremayor, no efectuándose la sentencia en el mismo pueblo por no alarmarlo, a juicio de las autoridades, trasladándolos al cementerio de Garrovilla donde fue cumplida la sentencia.

Que antes de llevarlos a la Garrovilla, les fue comunicada la sentencia, recibiendo los auxilios espirituales el D. Luis, que le fueron ofrecidos por el declarante, siendo administrados por el cura párroco de Torremayor, haciendo presente el declarante que el D. Luis comprendía el porqué de la medida tomada, mostrándose arrepentido y comprendiendo el haber estado engañado.

Una vez cumplida la sentencia en el cementerio de Garrovilla, sin que recuerde el orden en que fueron fusilados o si lo fueron todos a la vez, quedaron los cadáveres en el cementerio, comunicando a las autoridades del pueblo para que los enterraran[120].

La «condena de muerte» fue dictada por un «tribunal» formado por un falangista y dos guardias civiles. Al fallecimiento de Luis de Rivas siguió el de su esposa, que no logró superar estos hechos. Dada la situación en que quedaron las dos hijas pequeñas del matrimonio, la familia, que para tramitar una pensión debía demostrar que el padre había muerto, se vio obligada a iniciar tediosos trámites para conseguir su inscripción en el registro, lo que no consiguieron hasta noviembre de 1937. Por lo que respecta a la muerte y sus causas, en dicha inscripción se lee solamente que Luis de Rivas Molina falleció «los primeros días del pasado septiembre de 1936 en las traseras del Cementerio de esta Villa».

En este sentido, el objetivo de los golpistas no fue otro que evitar que los registros recogieran la completa realidad de lo ocurrido. Efectivamente, las investigaciones realizadas hasta la fecha demuestran que un alto porcentaje de desaparecidos no consta en registro alguno. Sólo en algunas localidades, y siempre por decisión del Comandante Militar o del Juzgado de Primera Instancia, se registró toda la represión. Una de las provincias en que ha sido estudiado el proceso por completo desde 1936 hasta 1990 ha sido Huelva. En ella fueron inscritas dentro del plazo legal entre 1936 y 1945 un total de 520 personas víctimas de la represión. Fuera de plazo fueron registradas unas dos mil personas desde 1936 a 1975, y más de 500 entre 1979 y 1990 a consecuencia de la Ley de Pensiones de Guerra. Así tendríamos un total de algo más de tres mil registrados a lo largo de sesenta y cuatro años, de los que solamente en diez no se practicaron inscripciones. Sin embargo, la utilización de otras fuentes, especialmente la Causa General, ha permitido sacar a la luz unos 2500 casos nunca registrados, personas que a efectos legales no han muerto, es decir, de desaparecidos. Esta escandalosa realidad no fue casual sino que estuvo totalmente planificada. En las 82 poblaciones de Badajoz investigadas ahora hallamos igualmente un absoluto predominio de las inscripciones diferidas pero a diferencia de Huelva, donde sólo hay varios casos, en Badajoz hubo 22 pueblos donde tarde o temprano se registró toda o la mayor parte de la represión. Esto ocurrió porque en ocasiones los Juzgados de Instrucción interpretaron el Decreto sobre desaparecidos de diez de noviembre del 36 como una disposición de obligado cumplimiento para su investigación e inscripción. Previsiblemente este proceso encontró un fuerte rechazo en muchos lugares por parte de las autoridades locales, de forma que mientras que en muchos pueblos se negaban a recoger dato alguno en tal sentido, otros lo hicieron totalmente al margen de los familiares de las víctimas, que ni llegaron a enterarse de que sus deudos habían sido inscritos. Sin embargo, los casos en los que se llevó a término —22 de 82— son importantes porque permiten observar en detalle el curso del proceso represivo. Veamos dos ejemplos. Por una parte el caso de un pueblo como Fuente de Cantos (Badajoz), con unos 9000 habitantes, ocupado el día cinco de agosto y marcado por el asesinato de 13 personas durante los «días rojos»:

La represión fascista en Fuente de Cantos (Badajoz). Fuente: Registro Civil.

Un caso opuesto sería el de Valverde de Burguillos (Badajoz), de unos 1200 habitantes y donde pese a que ninguna persona ha sufrido daño alguno se elimina proporcionalmente a más gente:

La represión fascista en Valverde de Burguillos (Badajoz).

En el caso de Fuente de Cantos caen algunas mujeres en la primera purga pero es en la siguiente del dos de septiembre donde son asesinadas de golpe 14 de ellas. En Valverde de Burguillos los siete casos del día seis de octubre son mujeres. En general se trata de las mujeres que se rebelan ante el destino de sus familiares, aunque también es usual que vayan entre ellas las más activas políticamente, que suelen ser consideradas como «Pasionarias» locales, e invariablemente alguna «Mariana Pineda» a la que se acusa de haber bordado la bandera republicana en alguna ocasión especial como el retorno de los presos tras la amnistía de febrero del 36. Esta represión contra la mujer, tan presente en los pueblos donde se inscribió a todas las víctimas, permanecerá oculta casi en su totalidad en los demás casos.

Las autoridades judiciales fueron conscientes desde el principio de lo que representaban aquellas inscripciones masivas. Todos sabían que el camino a seguir era precisamente el contrario. Las declaraciones de los testigos eran en muchas ocasiones muy poco acordes con el Nuevo Régimen. Cada vez chocaban más los testimonios como este, referido a Virgilio Jara Villanueva: «que el 28 de agosto de 1936 le fue aplicado el Bando de Guerra al V. J. V., cuyo cadáver recibió sepultura en unión de otros en el Cementerio de la mencionada Villa [Cortegana–Huelva] por ser de ideas marxistas». Cuando luego el funcionario inscribía la defunción, se limitaba a poner que la causa del fallecimiento había sido la aplicación del Bando de Guerra. Y esto, que no era sino una vasta deformación de la realidad, se debía hacer según los vencedores en bien de la víctima, para que su honor y memoria no quedasen manchados. Observemos por el contrario el tratamiento que exigían para sus víctimas a comienzos de 1937 cuando tuvieron las primeras noticias de que no habían sido inscritas «como merecían»:

No hay duda de que esa conciencia social tiene derecho a la verdad, y a que se haga constar cumplidamente en todos los casos. Es una primordial exigencia de justicia; pues dejar oscurecida la diafanidad de esos sacrificios con disimulos convencionales producirá el pernicioso efecto de que, transcurridos dos o tres lustros, no quede rastro oficial de los horrores que los españoles dignos estamos sufriendo; no habrá prueba convincente de los miles de crímenes execrables que se vienen perpetrando con asombro del mundo civilizado; y podrá, con razón, la valiente generación que, con el corazón y la vista puestos en la patria, hoy derrocha su vida y derrocha generosa su sangre, reprocharnos a todos la desidia moral que habría de parecerles indiferencia, de querer ocultar con subterfugios y ficciones, la vergonzosa degradación a que hubo de conducir a nuestro pueblo el envilecimiento de un sistema que ha producido tanta desolación y tanta ruina. [Comunicación Circular de la Fiscalía de la Audiencia de Sevilla, 27 de febrero de 1937. Firmado: León Muñoz Cobos].

Esto que la Fiscalía no deseaba para sus muertos fue precisamente lo que se hizo con los contrarios. Por si no fuera bastante con el complicado procedimiento que había que seguir en los expedientes de inscripción fuera de plazo, se buscó por todos los medios encubrir la realidad para ocultarla, solicitándose que en los informes que habían de servir de base a las inscripciones no constara «la frase impropia de haberle sido aplicado el Bando de Guerra» ni «hemorragia al ser pasado por las armas» sino cualquier otra cosa como hemorragia interna, anemia aguda o shock traumático[121]. En Badajoz, por ejemplo, se impuso como causa de muerte en varios partidos judiciales «choque con la fuerza pública», una fórmula que trataba de encubrir la matanza. Mientras esto ocurría, los informes municipales, de la Falange o de la Guardia Civil mostraban que dichas entidades contaban con archivos sobre represión que les permitían hasta entrar en detalles:

Tengo el honor de participar a S. S. que, revisadas las listas existentes en este puesto y practicadas diligencias de comprobación, es verdad que dicho individuo falleció en Ayamonte el día 24 de octubre de 1936 por la acción de las armas militares, apareciendo en las mentadas listas de los fallecidos por igual causa, teniendo a su fallecimiento la edad de 38 años. (Cabo Comandante del Puesto de Puebla de Guzmán)[122].

Fue tal el cúmulo de irregularidades cometido que puede afirmarse que todas las inscripciones realizadas al amparo del decreto de noviembre del 36 sobre desaparecidos son nulas de base. Veamos un ejemplo cualquiera. En el Registro Civil de Salvaleón (Badajoz) fue inscrito en agosto de 1941 mediante expediente fuera de plazo Francisco Marín Blanco, quien según se lee allí falleció «entrando el día 24 de octubre de 1936» a consecuencia de «choque con la fuerza pública». Abajo aparece la firma del Juez de Paz, Genaro Pizarro Méndez, y la de dos testigos, José Silva y Luis Nogales. Sin embargo, según Francisco Marín Torrado, hijo de la víctima y actual Juez de Paz de Salvaleón, los hechos nada tienen que ver con lo allí escrito. Esa noche del 23 de octubre su madre durmió en casa de una tía cuyo marido había sido asesinado el día anterior, razón por la cual su padre le dejó dormir con él en la cama. Cuando ya de día le despertaron los golpes de la madre en la puerta su padre ya no estaba a su lado. Temiendo lo peor, la madre fue directamente a la cárcel sin resultado alguno, no tardando en enterarse que durante la noche habían ido a buscarlo con el pretexto de hacerle unas preguntas y que poco después había sido asesinado junto con otras personas. Un tiempo después los familiares pudieron saber que todas ellas habían sido enterradas en una fosa anónima abierta dentro del cementerio, fosa que sería abierta tras muchas gestiones sobre 1980. Francisco Marín Torrado, que tenía 15 años en 1936, como actual Juez de Paz, ha añadido un informe a la inscripción de su padre donde, además de contar lo ocurrido, resalta la falsedad de la inscripción y la connivencia de Juez y testigos con los inductores del asesinato[123]. Pues bien, detrás de cada inscripción hay una historia similar oculta y falsificada por la propia inscripción. Y de nada servirá acudir al expediente que la originó. La realidad está falseada y quienes firmaron lo sabían. Por otra parte, las diferencias en la fecha de fallecimiento o en la profesión entre las inscripciones y los expedientes originarios demuestran el propósito deliberado de falsear la memoria. Un caso espectacular sería el de la cuenca minera onubense, donde los mineros asesinados son inscritos en su mayor parte como jornaleros, hecho que aunque interpretado por un viejo funcionario judicial de los años 80 como que al ser palabras sinónimas minero y rojo era preferible poner cualquier otra, suena más bien a decisión superior de dudosa intención.

Otro caso peculiar fue el de Francisco Rodríguez Nodal, un niño de diez años cuando su abuelo fue asesinado en Carmona (Sevilla) en septiembre de 1936, y que tuvo oportunidad varios años después de trabajar en el Juzgado de esa ciudad. Fue allí donde cierto día, mirando una serie de expedientes de Responsabilidades Políticas que habían llegado para revisión de testimonios, pudo ver el de su abuelo, Francisco de Paula Nodal Ávila. Según se leía allí su abuelo fue «pasado por las armas por oponer resistencia a las Fuerzas Nacionales haciéndose fuerte en las murallas del pueblo empuñando un fusil Mauser». Fue así como Rodríguez Nodal tuvo la ocasión de ver pasar por el Juzgado y escuchar desde una habitación contigua las declaraciones de quienes en su momento avalaron el asesinato de su abuelo. Y fue también casualmente como pudo enterarse muchos años después por boca de uno de los participantes de cómo murió realmente su abuelo. Esa noche de septiembre había que eliminar a un grupo numeroso, «decían que eran republicanos, pero a nosotros nos dijeron que eran masones». El caso es que pasaba el tiempo y nadie tomaba una decisión:

Todos estaban esperando. Ya casi era de día, […] [Francisco de] Paula estaba sentado en una piedra con las manos en la cabeza, no se sostenía en pie […]. Entonces Baños sacó su pistola y le pegó un tiro en la cabeza, y ya todos empezamos a disparar y aquello se acabó[124].

Hubo, sin embargo, algunos lugares donde las causas de fallecimiento anotadas en los libros de registro se vieron totalmente impregnadas del espíritu de exterminio de los primeros tiempos. En Alconera (Badajoz), donde se elimina a varias personas en plena plaza pública nada más entrar las fuerzas, puede leerse en la inscripción inmediata que se realiza: «Ejecución en la población civil por los ejércitos beligerantes». En otros casos se llega a más, como en Lobón (Badajoz), donde se inscribe en diciembre del 36 a algunas de las personas asesinadas anteriormente y como causa de muerte se pone «a consecuencia de la entrada de las tropas nacionales en esta villa ya que el difunto era destacado marxista e izquierdista». Un caso espectacular en este mismo sentido de mostrar abiertamente la cruzada contra el marxismo fue el de Salvatierra de los Barros (Badajoz), donde todas las víctimas, 37 hombres y diez mujeres, registradas en bloque en marzo de 1937, fallecieron a consecuencia de «lucha contra el marxismo». Son errores provocados por el ímpetu de primera hora que no volverán a repetirse. Muchas de estas causas, además de otras como por ejemplo «muerte violenta», muy utilizada en los pueblos del Andévalo onubense, fueron tachadas posteriormente en muchos Registros Civiles, hecho al que vino a sumarse una Orden Circular de la Jefatura Notarial de Registros de junio de 1938 por la que se prohibía reproducir «lo tachado» —aún legible en muchos casos— en certificación alguna. También fueron tachados los lugares de fallecimiento en los que en vez de leerse el rutinario «en esta ciudad» se leían cosas como «en las afueras de esta villa» o «en las traseras del Cementerio de la villa».

Un ejemplo especialmente clarificador sobre el extremo cuidado que se tuvo en controlar el registro de la represión, extendiendo y aumentando así las penalidades familiares, fue el del maestro Pedro Marín Sánchez, de Zarza de Alange (Badajoz), cuya desaparición fue inscrita en mayo de 1940 haciéndose constar que «esta inscripción no surtirá los efectos de la inscripción de defunción en atención a no constar que el desaparecido fuera adicto al Glorioso Movimiento Nacional». Esto venía a demostrar que en aquellas circunstancias ni siquiera el hecho de la muerte igualaba a las personas, confirmando que los muertos no adictos al Glorioso Movimiento Nacional no merecían ni siquiera que les fuera concedida la condición de tales.

Estos excesos que acabarán siendo tachados se verán confirmados por otro tipo de documentos. En Ayamonte (Huelva), por ejemplo, se dio un caso especial. A principios de 1937 se recibió en el Cuartel General de Franco una denuncia sobre excesos represivos en Ayamonte firmada por «un legionario portugués». Eran tales las acusaciones allí expuestas, con nombres y apellidos, que se ordenó una información sobre los hechos denunciados a cargo de Antonio Pedrol Rius, quien no sólo no halló responsable alguno sino que encontró la forma de darle la vuelta a todo y llevar ante un tribunal militar a algunos de los sobrevivientes del verano del 36. Y esto a pesar de que, como reconocía el informe realizado por la Policía, «los fusilados han sido unos ciento quince. Entre ellos había algunos maleantes, pero la mayoría pertenecían a la clase obrera marxista». El informe, evidentemente, no se preocupó de mencionar los supuestos delitos cometido por estos hombres por la simple razón de que habrían tenido que inventarlos. Demasiado esfuerzo para un escrito que sólo iba a leer el Instructor. Sin embargo, en él se confirma la implicación en las actividades represivas de varios de los individuos denunciados a los que ni siquiera se tomó declaración.

Otro tipo de documentos donde no había que andar con las mentiras habituales fueron los informes personales elaborados por Falange para los organismos oficiales. Eran tan escuetos como este del falangista Manuel Mora Romero, Comandante Militar de Nerva (Huelva): «Que a Antonio Burrero Vázquez le fue aplicado el Bando de Guerra por su condición de marxista»; o este otro de la Comandancia de Riotinto: «que a Juan González Guerra le fue aplicado el Bando de Guerra por ser destacado sindicalista». En el caso de informes sobre mujeres podemos ver el que realizó la Falange de Puebla de Guzmán (Huelva) sobre Dolores Clemente Martín:

Bastante destacada marxista, intervino seguramente en cuantos hechos anormales ocurrieron en este pueblo en el período de la preponderancia volchevista [sic]. Triunfante nuestro Glorioso Movimiento fue detenida y más tarde la Justicia procedió sobre ella aplicándole los Bandos de Guerra[125].

En consonancia con el cambio de estrategia represiva, el intento de no dejar huellas escritas de la matanza se vio completado entre febrero y mayo del 37, como una prueba más del lavado de imagen operado en esos meses, con dos órdenes inusuales por las que las autoridades militares comunicaron a los ayuntamientos de toda la II División a través de las comandancias militares lo siguiente:

Debe evitarse en absoluto el espectáculo deprimente y peligroso para la salubridad, de la exposición de cadáveres al aire libre por más tiempo que el marcado para su enterramiento, [febrero de 1937].

Esta norma se vería complementada tres meses después con otra por la que se exigía que desaparecieran de las paredes las huellas de los impactos de bala,

y especialmente los que haya en el cementerio, por el pésimo efecto que producen a los viajeros y a cuantas personas los observan[126]. [Mayo de 1937].

Ya no hacía falta dejar los cadáveres en exposición. A partir de ahora, salvo en las zonas afectadas por el problema de los huidos, la mayor parte de la represión se efectuaría en los cementerios de las capitales de provincia.