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La paz de Franco

LA MAYORÍA DE LAS GUERRAS civiles acaban con la victoria aplastante de un bando sobre otro. Si se repasa la historia, y los conflictos que perduran en la actualidad, podrá comprobarse además que las victorias militares en las guerras civiles van casi siempre acompañadas de masacres, genocidios, abusos impunes de los derechos humanos y otras mil atrocidades. Los combatientes en una guerra civil están tan comprometidos con la causa y los intereses por los que tomaron las armas que resulta muy difícil llegar a una paz negociada.

Si las guerras son así, no es extraño, por lo tanto, que la reconstrucción económica y la reconciliación política encuentren tantos obstáculos en las posguerras. Lo más común es que los vencedores traten de liquidar al adversario vencido, incluidos amplios sectores de la población civil que nunca fueron al frente. La venganza y el recuerdo de los familiares caídos ciegan, al menos por un tiempo, las posibles vías hacia el olvido y el perdón[1].

Aunque siempre se considere una peculiaridad de la historia de España, la guerra civil española no fue, ni mucho menos, la única que tuvo lugar en aquella Europa que, desde 1914 a 1945, en las tres décadas más turbulentas de su historia, presenció el derrumbe de sus tres grandes imperios, la formación de varios estados nuevos, dos guerras mundiales, varias revoluciones frustradas y una triunfante y el ascenso y caída de los fascismos. Finlandia, Rusia, Irlanda y Grecia sufrieron las atrocidades asociadas a la guerra civil y otros países, como Hungría, pasaron también por períodos cortos de confrontación militar interna.

Esas guerras civiles combatidas en Europa no fueron sólo el resultado de rivalidades político–militares entre dos contendientes. En todas ellas hubo un conflicto profundo en torno a cómo estabilizar el orden social en tiempos difíciles. Fueron, sobre todo, crisis sociales con rasgos manifiestos de conflictos de clase, nacionalistas, étnicos y religiosos. Todas esas guerras conservan todavía una carga emotiva en los países que las sufrieron, donde el recuerdo, el olvido o la memoria se cruzan en debates y conmemoraciones.

Los historiadores solemos repetir que las guerras civiles son el fruto de la acumulación de problemas irresueltos y que entre sus causas siempre hay factores estructurales (de largo alcance) y otros inmediatos. Pero eso no es decir mucho. Porque una situación de conflicto interno, de luchas y tensiones, con más o menos violencia, no tiene necesariamente por qué producir una guerra civil. Y, por el contrario, encontramos sociedades que pasaron sangrientas guerras civiles sin que aparentemente se dieran los ingredientes básicos para provocarlas. De ambas situaciones hay casos bien ilustrativos en la historia europea de la primera mitad del siglo XX.

Finlandia, por ejemplo, carecía de esos antecedentes de conflicto y violencia que parecen hacer inevitable una guerra civil. Bajo control ruso desde las guerras napoleónicas, tenía Finlandia su propio parlamento desde 1906, fue el primer país de Europa en el que votaron las mujeres y el primer país del mundo (en 1916) en el que los socialistas llegaron al poder a través de la vía parlamentaria. Pero la caída de la autocracia rusa en marzo de 1917 acarreó el derrumbe de la autoridad imperial en Finlandia e introdujo un período de confusión y debate respecto al futuro de la nación. Tras la revolución de noviembre de ese mismo año en Rusia, las disputas entre los «rojos», defensores de la revolución, y los «blancos», que enarbolaron la bandera de la independencia, dieron paso a una guerra civil a comienzos de 1918. Aunque duró sólo tres meses, fue cruel y sangrienta como pocas.

Hubo otras muchas naciones que estrenaron independencia como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y de la revolución rusa. Salvo Irlanda, que no dependía de ninguno de los imperios en desintegración, ninguna de ellas sufrió una guerra civil. «Causas» para ello le sobraban, por ejemplo, a Checoslovaquia, a la que la Conferencia de Paz de París le dejó como legado varios cientos de miles de húngaros en Eslovaquia y casi tres millones de alemanes en la parte checa. Pese a ello, no sólo mantuvo su independencia sino también la democracia, mientras que la mayoría de sus estados vecinos sucumbían a diversos tipos de autoritarismos de derechas[2].

No existe una fórmula exacta, por lo tanto, para averiguar por qué algunas sociedades se ven abocadas a la guerra civil y otros países solucionan sus profundos conflictos internos por medios pacíficos. Además, ninguna de aquellas guerras civiles europeas se produjo sólo por causas «internas». Las presiones internacionales y la dependencia exterior fueron factores primordiales en Finlandia y Grecia. Tuvieron menos relevancia en España, donde la guerra civil fue la consecuencia rápida e inmediata de un golpe de Estado fallido, pero, aun así, una vez que el conflicto estalló, su continuación y la solución final dependieron cada vez más de la ayuda extranjera. Las condiciones internacionales determinaron, en suma, el destino de esos países en guerra.

En los tres casos, y de ahí la relevancia de esta comparación, la intervención externa inclinó el balance hacia los vencedores y en los tres casos los vencedores fueron las fuerzas de la reacción. Así ocurrió en Finlandia en 1918, en España en 1939 y en Grecia diez años más tarde[3].

LA ESPAÑA DIFERENTE

Lo que vino después de esas guerras es lo que nos interesa ahora como tema de comparación y como punto de partida de este libro. La dictadura de Franco fue la única en Europa que emergió de una guerra civil, estableció un Estado represivo sobre las cenizas de esa guerra, persiguió sin respiro a sus oponentes y administró un cruel y amargo castigo a los vencidos hasta el final. Hubo otras dictaduras, fascistas o no, pero ninguna salió de una guerra civil. Y hubo otras guerras civiles, pero ninguna resultó de un golpe de Estado y ninguna provocó una salida reaccionaria tan violenta y duradera.

En la larga y sangrienta dictadura reside, en definitiva, la gran excepcionalidad de la historia de España del siglo XX si se compara con los otros países europeos capitalistas. Es verdad que España, al contrario que Finlandia y Grecia, nunca pudo gozar del beneficio de una intervención democrática internacional que bloqueara la salida autoritaria tras el final de la guerra. Pero conviene destacar por encima de cualquier otra consideración el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento posible el poder que les otorgó las armas. Los militares, la Iglesia católica y Franco pusieron bastante difícil durante décadas la convivencia. Sus actitudes y la de otros muchos protagonistas que aparecerán por estas páginas, hicieron de España, en efecto, un país diferente.

A la guerra civil española le siguió una larga paz incivil. Esa es la diferencia más relevante entre la guerra civil española y otras guerras civiles del mismo período que desembocaron también en la victoria de las fuerzas del orden y de la reacción. Con esas guerras, y no con los fascismos, que nunca vivieron una posguerra, conviene comparar la violencia consumada por la dictadura franquista.

En Finlandia, como pasó después en España y en Grecia, la revolución salió derrotada frente a la contrarrevolución. El terror blanco se desató sobre la clase obrera después de la victoria. Según Anthony F. Upton, el terror blanco se manifestó de tres formas diferentes, muy comunes a partir de ese momento en todos los escenarios posbélicos: «Las represalias extralegales emprendidas contra los vencidos, la represión legal llevada a cabo bajo el amparo de la ley, y el sufrimiento y mortalidad experimentados por los prisioneros rojos»[4].

Ya durante la guerra, el terror había constituido un rasgo constante del comportamiento de los dos bandos. Alrededor de dos mil personas fueron asesinadas en cada uno de ellos, al margen de los muertos en las batallas militares. Cuando el final de la guerra se aproximaba y los grupos armados rojos iniciaron una retirada caótica, el régimen de terror blanco emergió por todas partes. Desde el 28 de abril al primero de junio de 1918 el número de asesinatos ascendió a 4745, la mitad aproximadamente de todos los asesinatos sufridos por el bando vencido. Durante la primera semana después de la guerra, los blancos ejecutaron una media de doscientos ciudadanos por día. En total, hubo al menos 8380 asesinatos «ilegales» de rojos.

El método de asesinato fue una combinación de matanzas arbitrarias y de ejecutados por decisiones de tribunales militares nombrados sobre la marcha. El proceso, típico del día después de muchas guerras y revoluciones, fue completamente arbitrario y las víctimas no fueron necesariamente ni los militantes socialistas más destacados ni los acusados de perpetrar el terror rojo. En palabras de Upton: «La base de la purga fue tanto social como política; los dirigentes de la burguesía aprovecharon la oportunidad, en sus comunidades locales, para deshacerse de los alborotadores y de los subversivos, e inevitablemente muchas venganzas personales se saldaron en ese proceso».

Murieron también unos 12 000 prisioneros, de los aproximadamente 82 000 que habían encarcelado los vencedores, en prisiones y campos de concentración, la mayoría de ellos como consecuencia del hambre, desnutrición y de las enfermedades que normalmente las acompañan.

El terror blanco tuvo, por consiguiente, enormes consecuencias en Finlandia. En un país de 3 100 000 habitantes, las ejecuciones y las muertes en prisiones sumaron 20 000 personas, unas diez veces más que en la guerra civil de Irlanda de 1922, combatida en un territorio con una población similar a la de Finlandia. Además de esas muertes, decenas de miles de trabajadores fueron encarcelados, perdieron sus derechos y fueron perseguidos por patronos hostiles y por las fuerzas de seguridad del Estado. Al Partido Social Demócrata se le impidió participar en el sistema político y el Partido Comunista de Finlandia, fundado por exiliados en Moscú, fue declarado ilegal[5].

La contrarrevolución y el terror, sin embargo, no duraron. Los órganos «legales» de represión fueron creados muy pronto y pronto también se acabó con la represión «ilegal». El 29 de mayo de 1918 fue aprobada una ley que estableció tribunales especiales. Después de esa fecha, los asesinatos descendieron drásticamente y, en realidad, sólo el cinco por ciento de las personas llevadas ante esos tribunales fueron ejecutadas.

Finlandia tuvo los aires internacionales a su favor y «de la misma forma que la constelación de poderes internacionales había contribuido decisivamente a la situación revolucionaria, influyó también en el sistema político de posguerra»[6]. La derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial dejó a las fuerzas de la reacción finlandesas sin el aliado que más había contribuido a que ellas obtuvieran la victoria en esa guerra civil. Las presiones de los países de la Entente, con Gran Bretaña a la cabeza, metieron a Finlandia en la ruta democrática. Ya en 1919 se celebraron elecciones generales, una de las condiciones que las potencias democráticas habían puesto para el reconocimiento de la independencia de Finlandia. Ese mismo año, fue aprobada una constitución republicana y un liberal fue elegido presidente con el apoyo del Partido Socialista. Desde ese momento, los socialistas fueron tolerados y apenas ocho años después de la guerra, en 1926, ya pudieron formar un gobierno de minoría[7].

Tampoco la derecha vencedora en la guerra civil griega tenía la intención de establecer allí un régimen político democrático. Durante las últimas etapas de la guerra, alrededor de 140 000 personas tuvieron que marcharse al exilio. Unos 12 000 ciudadanos murieron en el bando de la izquierda durante los combates de 1946–1950, aunque no existen cifras exactas de los asesinatos perpetrados por el terror derechista. A finales de 1949, el gobierno admitía que había 50 000 prisioneros en cárceles y campos de concentración en un país que no llegaba a los ocho millones de habitantes.

Las ejecuciones ordenadas por consejos de guerra cesaron muy pronto y, según las fuentes oficiales, el número de prisioneros políticos cayó notablemente, desde 10 089 en enero de 1952, a 5396 en noviembre de 1955. Tras el levantamiento de la ley marcial, hubo elecciones generales en marzo de 1952. La Grecia de posguerra se basó sobre una fuerte Monarquía, una iglesia nacional respetada, un arcaico sistema educativo y una negación sistemática del comunismo. En realidad, el derrotado Partido Comunista fue declarado ilegal y sus seguidores y simpatizantes fueron acosados y perseguidos. No obstante, la existencia en Grecia de un sistema parlamentario «restringido», o un régimen «cuasi parlamentario», como lo denomina Nicos P. Mouzelis, permitió al Partido Comunista guiar desde el exilio una Izquierda Democrática Unida que se aseguró la elección de varios diputados[8].

Como ya había ocurrido en todas las disputas internas griegas de los años cuarenta, la intervención internacional tuvo de nuevo un papel fundamental en el desenlace de la guerra civil y en los acontecimientos que la siguieron. Algunos autores como David H. Cióse creen que «la relativa blandura» de la represión de posguerra, comparada por ejemplo con otras posguerras como la española, se debió principalmente al hecho de que la inclinación de la derecha hacia la violencia y el autoritarismo «fue contenida por la comprensión de que los británicos y los norteamericanos se oponían al establecimiento de una dictadura»[9].

Mantenerse en el poder y aplastar a la izquierda fue, sin duda, el objetivo de los derechistas vencedores en las tres guerras civiles. Pero tanto en Finlandia como en Grecia, la intervención internacional de británicos y norteamericanos y su oposición en ese momento a apoyar dictaduras bloquearon la persistencia de la solución reaccionaria, un gran beneficio que España nunca pudo disfrutar.

En 1939, derrotada la República, la adversa situación internacional, muy favorable a los fascismos, contribuyó a consolidar la violenta contrarrevolución iniciada ya con la ayuda inestimable de esos mismos fascismos desde el golpe de julio de 1936. Muertos Hitler y Mussolini, a las potencias democráticas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial les importó muy poco que allá por el sur de Europa, en un país de segunda fila que nada contaba en la política exterior de aquellos años, se perpetuara un dictador sembrando el terror e incumpliendo las normas más elementales del llamado «derecho internacional». Según el argumento de Enrique Moradiellos, muy bien documentado, «las potencias democráticas, ante la alternativa de soportar a un Franco inofensivo o provocar en España una desestabilización política de incierto desenlace, resolvieron aguantar su presencia como mal menor e inevitable». Como dijo un alto diplomático británico, la España de Franco «sólo es un peligro y una desgracia para ella misma»[10].

Sin la intervención de esas mismas potencias occidentales que habían derrotado a los fascismos, la dictadura de Franco estaba destinada a durar. Y duró. Hasta junio de 1977, casi dos años después de la muerte de Franco, no hubo elecciones libres. No menos de 50 000 personas fueron ejecutadas en los diez años que siguieron al final oficial de la guerra el primero de abril de 1939, después de haber asesinado ya alrededor de 100 000 «rojos» durante la contienda. Medio millón de presos se amontonaban en las prisiones y campos de concentración en 1939. La tragedia y el éxodo dejaron huella. «La retirada», como se conoció a ese gran exilio de 1939, llevó a Francia a unos 450 000 refugiados en el primer trimestre de ese año, de los cuales 170 000 eran mujeres, niños y ancianos. Unos 200 000 volvieron en los meses siguientes para continuar su calvario en las cárceles de la dictadura franquista.

La violencia se convirtió, en suma, en una parte integral de la formación del Estado franquista, que inició ese recorrido con una toma del poder por las armas. Los asesinatos arbitrarios, los «paseos» y la ley de fugas se mezclaron con la violencia institucionalizada y «legalizada» por el nuevo Estado. La Ley de Responsabilidades Políticas de nueve de febrero de 1939, la de Represión de Masonería y el Comunismo de primero de marzo de 1940, la de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 y la que cerró ese círculo de represión legal, la de Orden Público de 30 de junio de 1959, fueron concebidas para seguir asesinando, para mantener en las cárceles a miles de presos, para torturarlos y humillarlos hasta la muerte. Envalentonados por el triunfo, los vencedores colmaron su sed de venganza hasta la última gota y llevaron su peculiar tarea purificadora hasta el último rincón de la geografía española[11].

De que eso fuera así tuvo bastante responsabilidad Franco. Es evidente que una dictadura tan fiera no puede explicarse únicamente por la voluntad de un solo hombre, por muy dictador y asesino que sea. Pero al margen de la necesidad que tengamos los historiadores de individualizar las responsabilidades, hay que reconocer que su devoción personal a la causa y su ansia de poder marcaron profundamente la evolución de esa España sin espacio para el perdón y la reconciliación.

Franco logró en la guerra lo que se proponía: una guerra de exterminio y de terror en la que se asesinaba a miles en la retaguardia para que no pudieran levantar cabeza en décadas. Forjado en el africanismo, la contrarrevolución y el anticomunismo, nunca concedió el más mínimo respiro a los vencidos o a sus oponentes. De palabra y de obra. «No sacrificaron nuestros muertos sus preciosas vidas para que nosotros podamos descansar», declaraba en la inauguración del Valle de los Caídos en abril de 1959. «Nos exigen montar la guardia fiel de aquello por lo que murieron». Recordar la guerra, siempre en guardia contra el enemigo, no cambiar nada, confiar siempre en esas fuerzas armadas que tan bien habían servido a la nación española. Esa era la receta.

En verdad, Franco manejó magistralmente el culto a su persona, trató de demostrar, como Hitler también lo había hecho, que él estaba más allá de los conflictos cotidianos y muy alejado de los aspectos más «impopulares» de su dictadura, empezando por el terror. Sin tapujos ni rodeos. Franco se cuidó, desde su proclamación el primero de octubre de 1936 como «Jefe de Gobierno del Estado Español», de pregonar su religiosidad. Había captado, como la mayoría de sus compañeros de armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y fundirse con el «pueblo» en solemnes actos religiosos. Una vez establecido como jefe de Estado, cuenta Paul Preston, sus propagandistas moldearon una imagen de «gran cruzado católico» y su religiosidad pública experimentó una notable transformación.

Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la «ciudad terrenal» y Franco acabó creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina providencia. El cardenal primado de España, Isidro Goma, se derretía en halagos cada vez que mencionaba su nombre y Enrique Pía y Deniel le cedió su palacio episcopal en Salamanca para que lo utilizara como centro de operaciones, el «cuartel general», como se le conoció por toda la España cristiana. Allí, rodeado de la guardia mora, le rendían pleitesía los humanos. Porque él era como un rey de la edad de oro de la monarquía española. Franco necesitaba el apoyo y bendición de la Iglesia católica. Para que lo reconocieran todos los católicos y gentes de orden del mundo, con el Papa a la cabeza. Para llevar a buen fin una guerra de exterminio y pasar como un santo. Caudillo y santo[12].

El mito funcionó con eficacia: había librado a España del comunismo, había evitado que España entrara en la Segunda Guerra Mundial, era el artífice de una paz duradera y generosa, frente a la violencia y división de España acarreadas por la guerra. En fin, que Franco estaba consagrado por entero a la tarea de regir y gobernar al pueblo español. Como se decía en el primer NODO, exhibido en los cines el cuatro de enero de 1943, «dedica su inteligencia y su esfuerzo, su sabiduría y prudencia de gobernante a mantener nuestra patria dentro de los límites de una paz vigilante y honrosa».

Gracias a ese mito, ha resistido mucho mejor el paso del tiempo, en la memoria y en los libros de historia, que la dictadura de la que era el principal propietario. El terror, la represión y la intimidación que acompañaron a su gobierno hasta el último suspiro parecen, según ese mito, ingredientes ajenos a su persona. Franco murió bendecido por la Iglesia, sacralizado, rodeado de una aureola heroico–mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la historia. José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, resumió en la homilía del funeral celebrado en esa diócesis sus tres principales virtudes: «ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, en favor de todos, pues a todos amaba; hombre de humildad».

Sin esa máscara tan perfecta que le proporcionó la Iglesia, la religión como refugio de su tiranía y crueldad, Franco hubiera tenido muchas más dificultades en mantener su omnímodo poder y, por supuesto, pocos discutirían hoy que detrás de esa careta no había un santo sino un criminal de guerra. Habrá que quitarle, por lo tanto, y para siempre, esa máscara. Por la libertad y la dignidad humanas y frente al asesinato, la tortura y el genocidio en nombre de valores superiores como la Patria o Dios[13].

FASCISMO Y CATOLICISMO

El papel decisivo de una parte del ejército en el asalto a la Segunda República, la inestimable bendición y adhesión de la Iglesia católica a esa guerra calificada de Cruzada y la preeminencia de esas dos burocracias, la armada y la eclesiástica, han permitido a un buen número de historiadores, sociólogos y politólogos desvincular al franquismo de los fascismos históricos. Donde en Italia y Alemania habría «ejércitos» privados y partidos de masas, en España se encontraría el ejército, y un ejército tan tradicional como el español, como brazo ejecutor de esa política reaccionaria. Y las aspiraciones totalitarias y modernizadoras de los fascismos se habrían visto limitadas, anuladas más bien, en el franquismo por la defensa por parte de la Iglesia de la recuperación de un orden clásico, casi medieval, frente a los vientos impetuosos de la modernización y de la secularización.

Hace ya unos años que destacadas investigaciones históricas han dejado de lado las partes más teóricas y generales del debate abierto en torno a la «naturaleza» del franquismo y se han lanzado a reconstruir, casi siempre a través de monografías locales y regionales, el complejo puzzle de esa dictadura de cuatro décadas. Sin abandonar la teoría ni la interpretación, se ha incorporado, de forma lenta y gradual, la comparación y se ha hecho un enorme esfuerzo por sacar a la luz fuentes básicas hasta hace poco prohibidas o inexploradas. Casi todo lo que sabemos hoy sobre el franquismo se lo debemos a esas monografías y gracias también a ellas se han podido hacer síntesis sólidas y rigurosas sobre aspectos fundamentales de ese largo período[14].

No parece que haya muchas dudas sobre lo que fue el franquismo hasta 1945, hasta la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial. La intervención fascista fue decisiva para la victoria del ejército de Franco en la guerra civil y la impunidad con la que la dictadura de Franco continuó en esos años la operación de limpieza iniciada con el golpe de Estado de julio de 1936 sólo es posible entenderla en el marco de esa Europa dominada por los fascismos y la quiebra de las democracias.

La operación de limpieza tuvo un trasfondo militar y religioso, perfectamente compatible con alucinantes teorías de racismo eugenésico importadas de la Alemania nazi. Franco veía esa guerra de exterminio como un «castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia». Uno de sus oficiales de prensa, el terrateniente y capitán del ejército Gonzalo de Aguilera, le contaba al periodista norteamericano John Whitaker que había que «matar, matar y matar» a todos los rojos para librar a España del «virus del bolchevismo», de las «ratas y piojos», «exterminar un tercio de la población masculina», limpiar el país de proletarios y acabar así, de golpe, con el paro. Y el doctor Antonio Vallejo–Nágera, director del departamento de los Servicios Psiquiátricos del ejército de Franco, primer catedrático de psiquiatría que tuvo la universidad de Madrid, quería ver otra vez a la «raza hispano–romana–gótica», una raza «invasora y dominante imperialista», libre de las ideas «extranjeras» que le habían convertido en una «raza inferior y degenerada»[15].

Durante un tiempo, en la guerra y en la posguerra, el fascismo y el catolicismo fueron compatibles, en las declaraciones y en la práctica diaria, en los proyectos que germinaron en el bando rebelde y en la forma de gobernar y de vivir que impusieron los vencedores. El fascismo era «una protesta viril contra una democracia absurda y un liberalismo huero», escribía el jesuita Eloy Montero en 1939, en su libro Los estados modernos y la nueva España. Era inútil oponerse a ese «torrente»: «los católicos no debíamos oponernos al movimiento denominado fascismo, que era eminentemente nacional; debíamos recibirlo con amor y encauzarlo debidamente por derroteros tradicionales y cristianos: era preciso armonizar la moderna corriente autoritaria con nuestra gloriosa tradición y así surgiría un Estado nuevo, libre de caducas huellas democráticas y liberales, impregnado en nuestras instituciones históricas».

Lo había escrito también otro ilustre jesuita, Constantino Bayle, en plena guerra, encantado con que se llamara fascismo a echar abajo el parlamentarismo y el sufragio universal, a aniquilar a partidos y sindicatos, a «abominar» de la democracia, a «descuajar» la «envenenada semilla judeo–masónica». Si eso era el fascismo, entonces «el Alzamiento Nacional, el Gobierno de Franco, toda la España cristiana» eran fascistas[16].

La España que levantaron los vencedores de la guerra era un territorio especialmente apto para esa «armonización» de la «moderna corriente autoritaria» con la «gloriosa tradición». El sentimiento de incertidumbre y temor provocados por los proyectos reformistas de la República, el anticlericalismo y la revolución expropiadora y destructiva que siguieron al golpe militar fueron utilizadas por los militares, la Iglesia y las fuerzas de la reacción para movilizar y conseguir una base social dispuesta a responder frente a lo que se interpretaba como claros síntomas de descristianización y de «desintegración nacional». El ejército, la Falange y la Iglesia representaban a esos vencedores y de ellos salieron el alto personal dirigente, el sistema de poder local y los fieles siervos de la administración. Esas tres burocracias rivalizaron entre ellas por incrementar las parcelas de poder, rivalidades que investigaciones recientes han detallado en muchas ciudades y pueblos de España. Pero durante un tiempo, demasiado tiempo para cientos de miles de ciudadanos, aparecieron unidos en lo que Santos Julia ha denominado «la común exaltación de valores militares, fascistas y católicos: orden, caudillaje y religión»[17].

Los fascismos, con Hitler y Mussolini a la cabeza, eran admirados por católicos y carlistas, monárquicos y falangistas, por haber destruido a las ideologías y movimientos revolucionarios de izquierda, por haber abolido la democracia liberal, por defender los intereses materiales de los propietarios. Todos juntos, aunque con reparto de papeles, compartían la misma determinación en mantener el orden social capitalista, en destruir los «enemigos» internos y externos y en resolver por las armas la crisis política y social que les había desplazado del poder. El catolicismo era, en palabras de Francés Lannon, «el foco ideal, respetado y positivo, para todos los que en realidad buscaban la protección de sus intereses sectoriales y su posición social». La Falange proponía, según Sheelagh Ellwood, un cuerpo doctrinal «con ciertos elementos novedosos y modernos que enmascaraban el carácter reaccionario del régimen»[18].

La combinación de elementos novedosos y modernos con los atributos tradicionales de religiosidad y de populismo rural contribuyó aparentemente a situar en la escena pública importantes diferencias retóricas, tácticas y de estilo, pero nunca alteró los principios antisocialistas y de hostilidad hacia la democracia republicana que habían cimentado la poderosa coalición reaccionaria que salió vencedora de la guerra civil. Detrás de Franco, los militares, la Falange y la Iglesia había una base social amplia, que había apoyado el golpe militar de julio de 1936 y, endurecida todavía más por la guerra, se adhirió al franquismo hasta sus últimas consecuencias. Ahí estaban la mayoría de los pequeños propietarios de la mitad norte de España y los grandes latifundistas del sur; los industriales, los grandes comerciantes y las clases medias urbanas vinculadas al catolicismo, horrorizadas, especialmente en Cataluña y el País Valenciano, por la revolución y la persecución religiosa. El presidente del Gremio de Fabricantes de Sabadell, Manuel Gorina, recordaba, con motivo de la visita de Franco a la ciudad en 1942, que «después de Dios es al Generalísimo Franco y a su valeroso Ejército a quienes debemos la terminación de nuestro cautiverio, la conservación de nuestros hogares y la recuperación de nuestro patrimonio industrial»[19].

Investigaciones recientes han demostrado, además, que las viejas autoridades locales, desplazadas de sus cargos por la República, tuvieron un papel destacadísimo en la consolidación de la dictadura. La rebelión contra la República y la guerra civil fueron para ellas la base de su legitimidad, donde se definían los compromisos, las lealtades y las traiciones. La política local se sustentó sobre esa victoria y por eso quienes más habían luchado y sufrido, excombatientes y excautivos, los familiares de las víctimas del «terror rojo», fueron lo más activos a la hora de ascender y repartirse el poder[20].

El reparto fue difícil y, como han probado esas investigaciones locales, la rivalidad entre los que siempre habían ejercido el poder y los advenedizos afiliados a Falange crearon tensiones aireadas por los órganos de expresión católicos y falangistas y registradas en muchísimos documentos. Parece claro que en la España de Franco el poder no residía en el partido, sino en el tradicional aparato del Estado, empezando por sus fuerzas armadas, en la Iglesia católica, en los propietarios, muchos de ellos convertidos al falangismo, y, por supuesto, en Francisco Franco, Generalísimo, Caudillo y Santo. Pero la relevancia de esos intereses conservadores, representados por los propietarios, el ejército y la Iglesia, que impedían la realización del «sueño totalitario», ha sido también destacada para la Italia fascista y, con muchos más matices, sin monarquía y sin Iglesia católica, para la Alemania nazi. En ese punto, la historia local ha servido para desterrar tópicos, para «acortar distancias» entre los casos italiano, alemán y español, y para demostrar un alto grado de cohesión y conformidad entre las actitudes de las élites tradicionales y los miembros de los partidos fascistas[21].

Ni Hitler ni Mussolini llegaron al poder por medio de una guerra civil. Esa fue una gran ventaja que, desde el punto de vista de la política interior, sólo Franco pudo gozar. La guerra actuó como punto de unión entre todos quienes prestaron su apoyo al Estado franquista. Los vencedores nunca tuvieron que buscar ningún «consenso», ese término que siempre se aplica a los fascismos para intentar demostrar que no sólo vivían de la represión. La idea era de que en muchos años no se levantara nadie. Tampoco hacía falta, con los rojos bien cautivos y desarmados, ninguna movilización. En palabras de Michael Richards: «la victoria de Franco estaba omnipresente, se repetía día a día a través de una cultura excluyente de represión física y económica»[22].

El terror no fue la única seña de identidad de los fascismos y, por supuesto, no es el terror lo que convierte al franquismo en un fascismo. El golpe de Estado y la guerra civil hicieron correr mucha más sangre que la violencia del escuadrismo fascista en Italia y de las SA en Alemania. Hubo más asesinatos políticos en la retaguardia franquista de Aragón, o en la Cataluña de posguerra, que en Italia y Alemania juntas antes de la Segunda Guerra Mundial. La guerra mundial desató la barbarie fascista, especialmente en su variante nazi, pero esa fue dirigida especialmente contra los judíos y el enemigo exterior en un escenario de conquista internacional. Por eso sus crímenes fueron recordados y se recuerdan en tantos sitios, frente a los crímenes del franquismo que se los tuvieron que tragar solos los españoles vencidos. Franco salió victorioso de una guerra contra otros españoles, mientras que Hitler y Mussolini fueron derrotados en una guerra contra casi todas las restantes potencias mundiales. La magnitud de la tragedia no tiene parangón[23].

Cayeron los fascismos y Franco siguió. Siguió porque así lo quisieron las potencias democráticas que, tras una interesada indiferencia, dado que España no contaba para nada en el mercado internacional, descubrieron el interés estratégico que tenía mantener un régimen de ese tipo en tiempos de rabioso anticomunismo. Siguió también porque la Iglesia católica, feliz con sus privilegios y la paz de Franco, no quiso dar señal alguna de disidencia, de perdón y de reconciliación. Y siguió también porque hubo cientos de miles de personas que aceptaron la legitimidad de esa dictadura forjada en un pacto de sangre, que adoraban al Generalísimo por haberles librado de los revolucionarios y que consideraron, día tras día, la muerte y la prisión como un castigo adecuado para los rojos.

LOS CAMBIOS DE LA DICTADURA

Los datos sobre los costes económicos y sociales de esa larga posguerra son concluyentes. Los salarios se mantuvieron por debajo del nivel de preguerra durante toda la década de los cuarenta. Los precios aumentaron, a ritmo de brotes inflacionistas, desde un 13 por ciento de media en los primeros años hasta el 23 por ciento en el bienio 1950–1951. Eso significaba que en una ciudad como Barcelona, por ejemplo, el coste de la vida, según cifras oficiales de precios que ignoraban el mercado negro, se multiplicó por 5,4 entre 1936 y 1950. La renta per cápita apenas progresó hasta 1950 y el máximo productivo de preguerra en el sector industrial no se recuperó hasta 1952. El franquismo, como han demostrado solventes investigaciones, no trajo la modernización de la economía española sino que, por el contrario, bloqueó el proceso de crecimiento abierto desde el primer tercio del siglo XX. «Las comparaciones revelan», escribe García Delgado, «que en 1950 los españoles están más alejados todavía que en 1900 de los niveles de vida media de ingleses, franceses y alemanes […] descolgándose también en cuantía antes no conocida la renta por habitante española de la italiana»[24].

En esa España de penuria, hambre, cartillas de racionamiento, estraperlo y altas tasas de mortandad por enfermedades, la militarización, el orden y la disciplina se adueñaron del mundo laboral. La Ley de 29 de septiembre de 1939 le dio a Falange Española el patrimonio de los «antiguos sindicatos marxistas y anarquistas». Los militantes del movimiento obrero, colectivistas, revolucionarios y rojos perdieron sus trabajos y tuvieron que implorar de rodillas su readmisión. La prohibición del derecho de asociación y de huelga llevaron a las catacumbas a lo poco o nada que quedaba de esas organizaciones sindicales. Ya no tenían dirigentes, muertos o en la cárcel como estaban, locales para reunirse, ni espacio para la protesta.

La derrota y persecución del movimiento obrero allanó el camino para la creación de la Organización Sindical Española (OSE), «instrumento de encuadramiento y de control de los trabajadores, de disuasión ante posibles actitudes de protesta y de reivindicación, y de represión si la función disuasoria fracasaba». El aparato sindical franquista, según el argumento de Carme Molinero y Pere Ysás, fue una pieza esencial de la dictadura que, al intentar el sometimiento de la clase obrera y la eliminación de la lucha de clases, «coincidía con el carácter y la función de los aparatos sindicales de otros fascismos europeos»[25].

Así las cosas, la protesta obrera abierta resultaba imposible. Los fusilamientos en los cementerios, las cárceles, los campos de concentración y el exilio dejaron fuera de la lucha a los más activos. La violencia cotidiana, el hambre, la necesidad de subsistir y el control sindical hicieron el resto. Ni cauces legales, la táctica favorita de la UGT, ni acción directa, bandera histórica de la CNT. El movimiento obrero quedó muerto, aletargado, dividido por los ecos, que todavía resonaban, de las profundas disputas que habían marcado la política en la zona republicana. Como observa Ramiro Reig, «en el trasfondo de los testimonios se percibe que el sentimiento de impotencia predominó abrumadoramente sobre el de resistencia»[26].

El escenario comenzó a transformarse a finales de los años cincuenta, con el plan de estabilización, las políticas desarrollistas, los cambios en la organización del trabajo y la introducción de los convenios. La emigración interior y exterior, decisiva para el desarrollo de la economía española, llevó a las ciudades a varios millones de campesinos y jornaleros durante los años sesenta. Con la industrialización y el crecimiento de las ciudades, las clases trabajadoras recuperaron, o refundaron, la huelga y la organización, los dos instrumentos de combate desterrados y eliminados por la victoria de 1939.

El crecimiento industrial, la crisis de la agricultura tradicional y la emigración del campo a las ciudades tuvieron importantes repercusiones en la estructura de clases y en los movimientos sociales. Emergió una nueva clase obrera, que tuvo que subsistir al principio en condiciones miserables y con bajos salarios, controlada por falangistas y los sindicatos verticales, sometida a una intensa represión, pero que pudo utilizar desde comienzos de los años sesenta la nueva legislación sobre convenios colectivos para mejorar sus contratos. La introducción de la negociación colectiva provocó cambios significativos en la teoría y práctica del sindicalismo, como ya lo había hecho en otros países de Europa en el período de entreguerras. Los objetivos de la revolución obrera se desplazaban para lograr otros más inmediatos relacionados con los salarios, la duración de los contratos o la exigencia de libertades.

El Estado experimentó también importantes cambios y sus funciones aumentaron y se diversificaron. Creció la policía y el ejército, mecanismos de coerción imprescindibles para mantener el orden conquistado por las armas en la guerra civil, pero también aumentaron los funcionarios y los servicios públicos. No era, por supuesto, un Estado «de bienestar», como el que existía en esos momentos en las democracias de Europa occidental. Dejó, sin embargo, una importante impronta en la vida diaria de la población más duradera y profunda que en etapas anteriores de la historia de España. Aunque policial, paternalista y tecnocrático, ese Estado resultaba mucho más fuerte y eficaz que el de la inmediata posguerra.

Pese a esos desafíos, el aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizado el orden por las fuerzas armadas, con la ayuda de los dirigentes católicos, de la jerarquía eclesiástica y del Opus Dei. También en eso la dictadura de Franco tuvo éxito, mucho más que el que tuvieron los fascismos derrotados en una guerra mundial: preservó las condiciones de su existencia, basadas en la represión y en la negación de la democracia, hasta el final, hasta el último suspiro del dictador.

Esos cambios económicos y sociales en la España del «desarrollismo» y la larga duración de la dictadura complican muchísimo su caracterización, sobre todo si lo que se busca es una etiqueta única que pueda abarcar momentos tan diferentes como los años de la Segunda Guerra Mundial y los de la agonía final. Hay diferencias notables entre el discurso de la guerra, de la criminalización de los rojos, presente en toda la década de los cuarenta, y el discurso de los «veinticinco años de paz», mucho menos exclusivo y más «integrador». Todos parecían cambiar, y eso es lo que cuentan muchos ilustres franquistas en sus memorias. Cambiaban la Falange y la Iglesia, cambiaban los monárquicos. En realidad, todos estuvieron en primera línea en los años de consolidación y apogeo de la dictadura, cuando había que proporcionar un cuerpo doctrinal y legitimador a la masacre, y sólo abandonaron la nave, fascista de construcción, cuando sus ventajas, en esa lenta agonía final, dejaron de ser manifiestas y el andamiaje político que había permitido la construcción de ese edificio social estable se hizo inservible.

Los límites de la tan cacareada modernización parecen también claros. El Estado de «bienestar» tardó demasiado en sustituir al Estado «de guerra» y cuando lo hizo, bien entrados ya los años sesenta, poco se parecía al establecido dos décadas antes en los restantes Estados de Europa occidental, identificado por los logros en seguridad social, sanidad, vivienda, educación y redistribución de la renta[27].

Se puede hablar de dos franquismos, de tres y de cuatro. No hay acuerdo historiográfico, pero lo más normal entre los historiadores es diferenciar dos grandes períodos, divididos por el Plan de Estabilización de 1959, con cuatro fases más cortas, dos en cada uno de ellos: nacionalsindicalismo, nacionalcatolicismo, desarrollismo–tecnocrático y tardo–franquismo[28]. Fragmentar y dividir en períodos los tiempos históricos largos, para hacerlos más comprensibles y abarcar mejor todos sus aspectos, forma parte esencial del oficio del historiador. Otra cosa muy distinta es introducir, al amparo de esa necesaria fragmentación, conceptos útiles para legitimar posiciones políticas en la transición, para demostrar que ya había pluralismo en ese segundo gran período de la dictadura y que lo que hicieron muchos franquistas en el fondo fue allanar el camino a la democracia. Para situar en su justa medida esa supuesta pluralidad, voy a examinar con algún detalle la violencia y sus diferentes manifestaciones en la España en paz de Franco, la médula espinal de la dictadura, una zona de análisis ineludible para comprender sus orígenes y consolidación.