Introducción: Historia de una desmemoria
Introducción: Historia de una desmemoria
ÁNGELES EGIDO LEÓN
En el año 2006 se cumplen dos aniversarios emblemáticos y altamente significativos para la historia contemporánea de España: los setenta años del comienzo de la Guerra Civil y los setenta y cinco de la proclamación de la II República. Dos acontecimientos unidos no sólo por la mera sucesión de sus efemérides, sino intrínsecamente ligados en el subconsciente colectivo pese a sus propósitos —obviamente contrapuestos—, a sus consecuencias —no menos antagónicas— y a su memoria, igualmente contradictoria.
Veinte años atrás, cuando se conmemoraba, por primera vez en democracia, el 50 aniversario del inicio de la Guerra Civil, el diario de mayor tirada de nuestro país dedicó al acontecimiento una serie de artículos monográficos en su suplemento semanal que verían la luz en forma de libro diez años después. En la presentación de esa obra colectiva, avalada por el rigor y la calidad de sus autores, el responsable de la edición, Edward Malefakis, reflexionaba sobre las causas y características de la guerra civil española, ciertamente peculiar en comparación con otras que ha habido en la historia, y no sólo de Europa. Desde una amplia perspectiva de conjunto, llegaba a la conclusión de que una de las características más inusuales de la República fue su ambicioso idealismo. Reconocía que en España, por una trayectoria histórica que resumía con notoria precisión, existían graves problemas estructurales que había que resolver. El error de la República no fue afrontar de cara la resolución de esos problemas, sino hacerlo con demasiada premura y simultáneamente.
Una vez admitido esto, que vendría a ratificar implícitamente las tesis revisionistas de última hornada, concluía, a mi juicio, poniendo el dedo en la llaga, porque aunque sea cierto lo anterior (que remite esencialmente al «gran error» de la coalición republicano-socialista encabezada por Manuel Azaña), no lo es menos que, como el autor subrayaba: «mayor culpa aún radica[ba] en las condiciones históricas y en los líderes del pasado por permitir que se acumularan tantos problemas. Fue la existencia de estos problemas no resueltos la que primero provocó la enérgica respuesta de los republicanos y después proporcionó la yesca de la que se alimentaría el fratricidio de los año a 1939[1]». Y es sabido que para prender la yesca es necesaria la llama, la llama que pusieron los militares golpistas. Puede admitirse que no querían desencadenar un incendio, pero si la yesca está muy seca y es abundante ¿qué otra cosa cabía esperar que ocurriera? El autor llegaba, en fin, a la conclusión de que la Guerra Civil no fue inevitable y, si esto es así, cabe pensar que el proyecto republicano podría haberse desarrollado, no sin quebrantos ni sobresaltos, en paz, ahorrándonos los horrores de una cruenta contienda fratricida, cuya memoria, no en vano, resulta difícil obviar.
LA MEMORIA NEGATIVA: REPÚBLICA Y GUERRA CIVIL
La inevitabilidad de la Guerra Civil no es más que uno de los muchos mitos que alimentaron y justificaron primero la trama golpista y después la memoria negativa de la República, que se apoyaba además en otros dos grandes axiomas de la mitología franquista: el supuesto peligro comunista y la manida conspiración judeomasónica, ambos presentes hasta el final de su vida en el régimen franquista y en la mente del propio Franco, que han contaminado durante casi medio siglo la memoria de la República y que han resucitado alevosamente en los últimos años de la mano del llamado revisionismo. A ellos habría que añadir la desvirtuación del verdadero propósito del régimen republicano, aunque luego se viera desbordado por los extremos, que no era otro que instaurar, por primera vez en España, un sistema verdaderamente democrático, y la oclusión de todos sus logros bajo el epitafio final: el fracaso definitivo que supuso el enfrentamiento civil.
No es nuestro propósito entrar en el debate sobre las causas de la Guerra Civil sino en la «revisión» del período que le precedió: la II República, pero somos conscientes de que uno y otro caminan indisolublemente unidos y es esa relación la que explica las líneas que anteceden y, en no poca medida, el propósito de este libro. El hecho de que la imagen de la República haya ido indisolublemente unida a la de su desenlace final: la Guerra Civil explica, a mi juicio, el que haya ido unida también a la de fracaso. Es decir, la República fracasó porque concluyó en una guerra civil. Y es en gran medida esa identificación República-fracaso, o lo que es lo mismo, República igual a Guerra Civil, la que ha prevalecido en la memoria colectiva y la que explica—si bien, no justifica— el cierre en falso de su memoria durante la transición.
El temor a que volviera a repetirse el enfrentamiento civil —la memoria que podemos considerar negativa de la República— estuvo implícitamente presente en todos los protagonistas que lograron consumar con éxito la transición a la democracia después de la muerte de Franco. Es preciso reconocer que esa memoria negativa se apoyaba en algunos pilares significativos. En primer lugar, evocar la República significaba evocar el conflicto, resucitar el miedo, revivir los fantasmas que llevaron a los españoles a luchar entre sí. Pero no cabe duda de que también el recuerdo de aquel desenlace actuó como freno y atemperante de las posibles discordancias y permitió llegar al ansiado consenso que en 1936 no se pudo lograr. Y ésta sería, no cabe duda, la herencia positiva de la República. A esta consideración hay que unir, a mi juicio, otra de mayor peso, el hecho de que, ante el nuevo reto que la historia planteaba a España y a los españoles: construir un sistema de convivencia plenamente democrático, el referente histórico no podía ser más que el único antecedente inmediato de tal circunstancia, es decir, la II República que, sin embargo, explícitamente se obvió. Había, pues, una doble memoria y un doble mito.
La percepción de esa dualidad es la que sugirió el título de este libro, que nos obliga a exponer algunas reflexiones, sin ánimo de exhaustividad, a propósito de ambos conceptos. Es evidente que la memoria sirve para todo y para todos: para los que perdieron la guerra y para los que la ganaron, para reivindicar el franquismo o la Restauración, para alabar la República o para denostarla. Es un concepto ambivalente que, además, se gestiona o se gestionaba desde el poder. Aunque no podemos analizar lo que podríamos llamar metodología de la memoria, es obvio que la memoria es una cosa y la historia es otra. Pero la memoria también forma, y es, parte de la historia. Sin entrar de lleno en la casuística de la memoria, compleja y aunque ya bien estudiada todavía controvertida[2], queremos llamar la atención aquí sobre dos planos diferentes: el plano de la memoria colectiva: la que pervive en grupos (colectividades) más o menos grandes y no necesariamente afines, y el plano que podemos llamar institucional, es decir, la gestión de esa memoria desde el poder, desde las instituciones oficiales. En el primer sentido, aunque es indiscutible que coexisten varias memorias colectivas de la República, no lo es menos que tal memoria pervive todavía o al menos lo ha hecho durante mucho tiempo. Es decir, aunque sea controvertidamente, la República no se ha olvidado. En el segundo, es no menos obvio que no se ha recordado lo suficiente.
Desde que murió Franco, el 20 de noviembre de 1975, se han sucedido tres aniversarios, correspondientes a las respectivas décadas: el 50 (1981), el 60 (1991) y el 70 (2001), de la proclamación de la República, que se han celebrado desde el punto de vista historiográfico con dispar, y en general escasa, intensidad, oscurecidos casi siempre por otras conmemoraciones: la muerte de Franco, la instauración de la monarquía, el aniversario de la Constitución o la propia Guerra Civil, y que no han merecido, en todo caso, ninguna iniciativa institucional[3]. Pero a pesar de este olvido —nunca se dedicó, por ejemplo, una gran exposición como las que se celebraron sobre la Guerra Civil o, más recientemente, sobre el exilio español de 1939, a la República—, su memoria pervive en el subconsciente colectivo que ha sido, por el contrario, mucho más generoso para con ella, sin duda porque en ese imaginario colectivo la República siempre conservó la categoría de mito. Un mito negativo, para unos, y positivo para otros. Pero mito al fin en ambos casos. En este segundo plano, obligadamente genérico, un primer colectivo de recuerdos de la República se apoya en los memorialistas, con sus correspondiente carga autobiográfica, ciertamente numerosos y últimamente recuperados como fuente valorada y valorable para la historia[4], en la que cabe distinguir al menos tres líneas: la de los que se opusieron claramente a ella (golpistas, falangistas y monárquicos); la de los republicanos propiamente dichos, tachados de «burgueses» por los sectores de uno y otro extremo; y la de los republicanos «revolucionarios» (comunistas, anarquistas y federalistas[5]).
Otra fuente de la que se alimentó el recuerdo de la República es la del exilio: los que la recordaron desde fuera (desde Max Aub a Adolfo Sánchez Vázquez) y los que la añoraron desde dentro (Eduardo Haro Tecglen, Fernando Fernán-Gómez, por sólo citar los más conocidos). Entre los primeros, habría que distinguir a su vez entre los que se quedaron en Francia, donde se mantuvo una memoria dividida, plural, fragmentada además por las diversa peripecias del exilio y las distintas estrategias adoptadas en la lucha contra el franquismo, fuertemente politizada y que ha evolucionado con el tiempo, aunque aún sigue presente en los descendientes de aquellos republicanos que nunca renunciaron del todo al régimen por el que lucharon[6]. Y los que la mantuvieron en México. El exilio en México, como sabemos, fue especial y la relación que se estableció con la memoria de la República, a través de los republicanos que allí se exiliaron, también pasó por altibajos: desde el desprecio a los gachupines, término despectivo aplicado a los españoles y relacionado con el pasado colonizador, hasta la admiración y reconocimiento a los intelectuales, profesionales y hombres valiosos que acudieron a México en gran número[7] y de los que se nutrió, por ejemplo, la Universidad mexicana que no duda en reconocérselo con una placa conmemorativa instalada en la UNAM.
En cuanto al difícil diálogo entre los exiliados y el exilio interior, como se ha subrayado recientemente, la asfixiante identificación del régimen con la memoria de la guerra hizo que las jóvenes generaciones se alejaran del régimen franquista, pero también que «superaran» la memoria republicana, independientemente de sus simpatías por la propia República: «la permanente y opresiva identificación del régimen con la memoria de la guerra, aunque fuera de una manera absolutamente parcial, hizo que el rechazo del primero implicara la superación de la segunda en la mentalidad de las generaciones de la posguerra, que de esta manera se alejaban al mismo tiempo del franquismo y del exilio, más allá de las simpatías por la causa republicana[8]». De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que estos intelectuales del exilio interior apostaron por el diálogo. No había nostalgia de la República en la generación del 56-68 porque la mayoría de ellos pertenecían a familias vencedoras de la Guerra Civil. Lo que había era rechazo del enfrentamiento de 1936. Ésta es la base sobre la que se fraguó la transición.
Y ésta es, a mi juicio, una de las causas que explican la actual reapertura de la memoria, porque durante la transición la memoria se cerró en falso: no se reconoció la culpabilidad de los vencedores y, en consecuencia, no se restauró el honor de los vencidos. En aquel contexto era lo más razonable y, sin duda —dado el éxito de la empresa— lo más adecuado. Esta correlación entre la supuesta memoria negativa de la II República y el carácter pactista de la transición ha sido convenientemente subrayada y también evaluada con espíritu crítico[9]. Pero una vez superados los temores y consolidado el sistema democrático, cabe pensar que ha llegado la hora de recuperar la memoria positiva de la República. No sólo para hacer frente a la resurrección de las tesis de los vencedores de la mano de los revisionistas, sino para saldar una deuda que la sociedad y la política españolas siguen teniendo pendiente con aquella etapa histórica y con algunos de sus protagonistas que todavía viven, mientras quede aún tiempo para hacerlo.
LA MEMORIA POSITIVA: REPÚBLICA Y DEMOCRACIA
Por otra parte, no cabe duda de que desde la perspectiva de la historia más reciente, la memoria de la República no sólo está ligada a la de la Guerra Civil, sino también a la de la transición a la democracia. Es más, se observa en los últimos años el resurgimiento de los valores del republicanismo —renovados con el relevo generacional del PSOE—, en un sentido más amplio, como apoyatura teórica del sistema democrático mientras se desecha, en cambio, cualquier debate sobre la forma de gobierno[10]. La culminación de esta tesis apunta —como se ha hecho implícitamente en los últimos tiempos— a asumir que es en la monarquía de Juan Carlos I —salvando la obligada distancia y sin ánimo de polémica—, en la que habrían logrado fructificar, desde este plano generalista, las principales aspiraciones del proyecto republicano. En este sentido, el recuerdo positivo de la República habría beneficiado a la monarquía, en tanto implícita y explícitamente la imagen de la monarquía parlamentaria que ha prevalecido y que últimamente parece imponerse es la de que esa monarquía ha conseguido cumplir los objetivos de la República, obviando —como algo obsoleto— la mera nomenclatura del Estado, es decir, la forma, y apostando por el fondo, es decir, por los principios: la democracia. Desde esta perspectiva, no parece arriesgado plantearse no sólo ¿cuáles fueron aquellos objetivos?, sino ¿qué queda hoy de ellos?
No se trata de cultivar la nostalgia, y aún menos de caer en el «presentismo», «esa manera hipócrita —como nos advierte el maestro Jacques Maurice en su capítulo— de enfocar el pasado a través de los supuestos logros de nuestro presente». Es obvio que aquella primavera republicana no volverá a repetirse. Tampoco sería posible. La España de hoy es radicalmente distinta (y mejor) que la de entonces. Se trata de revisar el periodo a la luz de las últimas investigaciones, de poner al día a las nuevas generaciones sobre los logros y decepciones de aquel proyecto político, de subrayar aquellos aspectos que se han incorporado de manera implícita a la sociedad española e incluso de llamar la atención sobre otros, todavía pendientes de una solución consensuada, que tuvieron, al menos sobre el papel, una resolución explícita entonces. Es decir, de actualizar el legado histórico de la II República y reconstruir, lo más objetivamente posible, apoyándonos en nuestro bagaje de profesionales de la historia (ahora que nos vemos superados por éxitos editoriales ajenos al campo académico), su memoria. Se trata, en fin, de secundar lo que recientemente expuso Juan Luis Cebrián en El País que, analizando el papel del Rey en el comienzo de la transición y valorando su decidida contribución al asentamiento de la democracia, remitía a «la amplitud del sentimiento republicano de este país» para subrayar «que aquí la democracia ni vino por casualidad ni fue fruto improvisado de las circunstancias», y concluir que: «El Rey tuvo, y tiene, el apoyo de millones de republicanos, porque simboliza el triunfo de la libertad recuperada[11]».
Partiendo de estas premisas, y al hilo de la obligada conmemoración del 75 aniversario de la proclamación de la II República que el Centro de Investigación de Estudios Republicanos, dados sus propósitos: «el estudio, la investigación y actualización de los ideales republicanos, humanistas y democráticos que constituyeron en su día el inmenso movimiento de opinión, cuya consecuencia fue la instauración de la II República Española», no podía pasar por alto, surgió la idea de este libro. De la mano de un grupo de especialistas, a los que agradezco sinceramente el esfuerzo de síntesis, actualización y reflexión que han realizado en sus respectivos capítulos, se ha construido esta obra que, siguiendo el planteamiento hasta aquí expuesto, hemos estructurado en cuatro apartados. El primero se dedica a desmontar algunos de los mitos en que se apoyaron los sublevados, primero, y el régimen franquista después, para justificar el golpe de Estado y la represión posterior. El segundo, a analizar la memoria positiva de la República y su influencia implícita, ya que no su presencia explícita, en la reconstrucción democrática de nuestro inmediato pasado. El tercero, aborda los principales escollos con los que chocó el régimen republicano que fueron, sin embargo, razonablemente resueltos en la transición. El cuarto plantea la situación inversa, abordando un tema candente en la sociedad actual, objeto de permanente controversia y creciente crispación que, paradójicamente, en los años de la República se resolvió con mayor agilidad.
MITOS Y REALIDADES
Uno de los argumentos más utilizados para explicar, si no justificar, el golpe de Estado fue remitir a la situación de caos que había en España. A la República, la democracia se le había ido de las manos. España estaba desbordada por los extremos y no había más alternativa que poner orden, que frenar el desenfreno y eso sólo podían hacerlo, según la tradición española de mayor raigambre, los militares, utilizando el viejo y específico sistema español del pronunciamiento. Esto supone legitimar el alzamiento apoyándose, entre otras cosas, en varios mitos: la supuesta radicalidad del proyecto republicano (lo que implica su desvirtuación como régimen democrático), el peligro comunista y la conspiración judeomasónica.
Un veterano historiador norteamericano, pionero en los estudios sobre la República y la Guerra Civil, Gabriel Jackson, se ocupa de desmontar el primero de estos mitos: el peligro comunista, exponiendo una brillante síntesis del panorama nacional e internacional en los años de la República que nos introduce en el contexto de los movimientos políticos e ideológicos, analizados comparativamente, que conformaron el periodo de entreguerras y que desembocan en la política de frentes populares, tan crucial —y referente para los golpistas— en España. Reconoce la importancia de la revolución de Asturias, con mucho la crisis más importante de la época republicana, que desembocó precisamente en la táctica frentepopulista y que se vivió más que como una auténtica revolución, como una muestra de la unión antifascista, porque el verdadero peligro, no ya en España sino en la Europa de los años treinta, no era el comunismo sino la Alemania nazi, como la Segunda Guerra Mundial vendría, tristemente, a confirmar. El autor demuestra que el dilema capitalismo-comunismo, USA-URSS, en los términos en que se planteó en la Guerra Fría, no estaba presente en la Europa de entreguerras ni específicamente en el periodo 1933-1945. En ese periodo la gran amenaza era Hitler, mucho más que Stalin: «Sencillamente —concluye— carece de sentido histórico hablar del comunismo como si hubiera sido la gran amenaza de la década de los 30». Aquilata, en fin, el papel de los comunistas y de la Unión Soviética en la Guerra Civil, subrayando, en relación con un reciente libro titulado significativamente España traicionada (por Stalin), que en todo caso debería aceptarse «traicionada por segunda vez[12]». La primera fue el Acuerdo de No Intervención suscrito por las potencias occidentales que actuó en claro detrimento de la República y contribuyó a la postre la victoria de los sublevados, como ha demostrado hasta la saciedad la investigación más reciente.
Otro referente mítico y recurrente es el de la llamada conspiración judeomasónica. José Antonio Ferrer Benimeli, reconocido experto en la materia y avalado por una extensa obra investigadora, nos adentra en la esencia de ambos términos que, paradójicamente, no sólo no pueden equipararse sino que son casi antagónicos. No obstante, todavía hay quien se pregunta si la masonería es judía, mientras otros identifican sin más a los masones con los judíos y a éstos con el odio a la Iglesia. Estas equiparaciones aleatorias estuvieron especialmente presentes en los años de la República y se hicieron públicas y patentes en tres sectores de opinión: el católico, el falangista y la prensa conservadora. Al margen de las exageraciones políticas y las simplificaciones teóricas, el mito judeomasónico —como el autor subraya— se instrumentalizó no sólo contra la masonería, sino fundamentalmente contra la República, y sirvió durante la Guerra Civil y hasta el final del franquismo como elemento globalizador de todos los peligros asociados a la República: desde el separatismo al marxismo, pasando por el ateísmo, el socialismo, el comunismo, el internacionalismo, el gran capitalismo y la mera democratización y liberalización de la vida y de la política. Acabó siendo, en definitiva, el arquetipo de la Anti-España que los sublevados se apresuraron a erradicar. Benimeli demuestra que hubo toda una campaña de prensa destinada a preparar a la opinión pública a favor de la sublevación.
De ambos argumentos, en fin, se nutrirá Franco, cuya evolución explica Paul Preston, su más documentado biógrafo, que repasa su transición «de general mimado a golpista», explicando su trayectoria desde la sublevación de Jaca hasta que tomó la decisión de participar en el golpe. Confirma su indudable mentalidad militar, alimentada por la prensa más reaccionaria y cimentada en los mitos que le llevarían posteriormente a justificar el alzamiento. Su evolución revela la cautela y el afán de protagonismo, poniendo de manifiesto una ambigüedad que le habría permitido salvaguardar su posición personal si las cosas se hubieran desarrollado de otro modo. No fue así, y Franco no sólo supo rentabilizar los mitos que alimentaron la trama golpista y que se asentaron, una vez en el poder, como verdades axiomáticas del régimen, sino todo el sedimento antirrepublicano anterior, porque la base ideológica del franquismo se nutrió de la oposición monárquica, del tradicionalismo y del falangismo, presentes ya en los propios años de la República, que Franco no dudaría en utilizar posteriormente en su propio beneficio.
¿QUIÉN SE ACUERDA YA DE LA REPÚBLICA?
Partiendo de las consideraciones sobre la relación historia-memoria que planteábamos al principio, el segundo apartado se dedica a la memoria de la República y su relación cronológica con la historia. No cabe duda de que, a pesar de la intensa y continuada labor de olvido y tergiversación llevada a cabo sistemáticamente por el franquismo no sólo en los años de la inmediata posguerra sino hasta el mismo final del régimen, la memoria de la República ha pervivido. Y no es extraño que así fuera. Los españoles pagaron un precio muy alto por haberla proclamado. Y digo pagaron porque mi generación no sólo no vivió los horrores de la Guerra Civil, sino que apenas rozó las restricciones de un régimen dictatorial. Nos educamos en él, pero apenas lo percibimos. En los años 60 éramos todavía niños. En los 70, solo vivimos los últimos —aunque todavía intensos— coletazos de la protesta universitaria. Cuando quisimos darnos cuenta de lo que estaba pasando, Franco se murió y vivimos, básicamente, el triunfo del PSOE. Tras el esporádico paso de Adolfo Suárez por la política y el fracaso del 23-F, llegaron los mejores años del socialismo: la incorporación a Europa, la Exposición Universal de Sevilla, la reconciliación nacional, el consenso político, y el despegue definitivo hacia la modernización. España ya no era diferente, España era europea con todas sus consecuencias. España es el problema y Europa la solución había dicho Ortega en los albores del siglo XX. Se había cerrado, sin duda, un ciclo en la historia reciente de nuestro país.
Pero ¿cuál era el antecedente inmediato de ese ciclo? En buena lógica cabría pensar que no podía ser otro que el régimen democrático cronológicamente anterior, es decir, la II República. Sin embargo, los últimos acontecimientos vividos, desde el brutal ataque del terrorismo internacional hasta la presencia cada vez más evidente de la inmigración, remiten a unas preocupaciones muy alejadas de las referencias históricas, ¿quién se acuerda ya de la República?
Pues bien, algo tendrá la República cuando su memoria se resiste a desaparecer. A pesar del calculado proceso de «cancelación» al que fue sometida su memoria, y su legislación, desde la victoria de Franco en la Guerra Civil y que se mantuvo en sus principales aspectos hasta bien avanzado el régimen. A pesar del adoctrinamiento a que fueron sometidos los españoles, desde el catecismo hasta los manuales escolares. A pesar de la propaganda, instrumentalizada a través de la Sección Femenina, dirigida a las mujeres, obligadas a abdicar de su ciudadanía y destinadas oficialmente a desempeñar prioritariamente el papel de esposas y madres, como subraya Giuliana Di Febo en su capítulo, la imagen de la República y de sus indudables logros legislativos perdura en el recuerdo como lo que fue: un gran paso adelante en la liberación de la política y de la sociedad, que resultó especialmente patente en lo relativo a la mujer.
Desde una perspectiva más amplia, el cierre en falso de la transición explica la reapertura de la memoria, pero no basta para entender la pervivencia de su recuerdo en el subconsciente colectivo. Un recuerdo que va unido, claro está, a la Guerra Civil —y tantas muertes de españoles no pueden quedar en el olvido—, pero también a importantes logros sociales como la Ley del divorcio, el sufragio femenino, o los derechos de las mujeres, elevadas a la categoría de ciudadanas, con posibilidad de integrarse plenamente en los ámbitos laborales, políticos o sociales hasta entonces reservados al género masculino. La República fue, desde luego, mucho más que el régimen que precedió al estallido de la Guerra Civil. Fue una ilusión, una gran esperanza. Fue un revulsivo. Fue también, y sobre todo, la primera experiencia democrática de largo alcance en la historia contemporánea de España, aunque esa democracia se desbordara por los extremos.
¿Qué tendrá la República que no se olvida? La República encarnó el sueño de la libertad, de la igualdad, de la justicia, tan antiguo en la historia de la humanidad como la misma lucha bíblica entre Caín y Abel. A todas estas imágenes remite el capítulo que Alberto Reig Tapia dedica a la reconstrucción de aquel 14 de abril, de la primavera republicana, de «la niña bonita», a través de la memoria literaria y cinematográfica. Lo primero que subraya el autor es la identificación república-democracia, remitiendo para ello a los clásicos: Platón, Aristóteles, Cicerón, al concepto de res publica, que es tanto como remitir a la esencia de la civilización occidental. Continúa su repaso por la Edad Moderna, pasando por Maquiavelo, hasta llegar a la Contemporánea, es decir, a Tocqueville. No está de más este recordatorio para valorar, y sopesar, lo que tenemos. Subraya el contraste con aquella explosión pacífica popular del 14 de abril y la asociación peyorativa, hija inevitable del franquismo, de la República con el caos y el desorden más absolutos, cuya lógica consecuencia no podía ser otra que la Guerra Civil. Se detiene finalmente en la época actual, incidiendo en la dialéctica monarquía-democracia-república, en la línea que venimos sosteniendo y en la que no vamos a insistir más.
Conviene hacerlo, no obstante —como lo hace el autor—, en el imaginario colectivo que alimentó tales visiones contrapuestas: desde Josep Pla o Rafael Alberti, hasta Carlos Castilla del Pino, pasando por Constancia de la Mora, Josefina Aldecoa, Eduardo Haro Tecglen o Fernando Fernán-Gómez, por sólo citar nombres muy conocidos. La profusión de testimonios literarios contrasta, sin embargo, con la escasez de testimonios visuales. El cine ha sido parco con la República y es explicable, aunque no comprensible, porque la Guerra Civil lo inundó todo y la República, una vez más, quedó relegada a mero telón de fondo[13]. El autor advierte, en fin, sobre el riesgo inherente a una mera extrapolación de esa doble imagen república-democracia (en sentido positivo); democracia-caos (en sentido negativo), sobre la que pendería la espada de Damocles de una nueva involución.
No fue así, afortunadamente, en la transición —período que aborda en su capítulo Carsten Humlebaek—, donde la imagen dual de la República que venimos perfilando estuvo implícitamente presente bajo la mayor parte de las decisiones más importantes de aquel proceso: para no caer en los mismos errores. Se evitó, eso sí, cuidadosamente hablar de república, porque ahora la monarquía era la garante de la democracia. Por otra parte, el azar, o quién sabe si la premeditación, jugaron en contra de la República, porque su 50 aniversario, en 1981, que podría haber sido la gran ocasión para reivindicar su memoria, llegó precedido por el 23-F, que fue en la práctica el gran y definitivo empujón que necesitaba la monarquía y que el Rey, con su inequívoca alocución televisiva a favor de la legalidad democrática, supo consolidar de manera incuestionable.
Asistimos, no obstante, en los últimos años a un fenómeno inverso: si en la transición el recuerdo de la República (asociado a la Guerra Civil) actuó como una especie de bálsamo equitativo para conjurar los fantasmas de un nuevo enfrentamiento, ahora ocurre precisamente lo contrario: la República o, cuando menos, los valores republicanos —apenas identificados con un republicanismo difuso muy lejano ya de la vieja contraposición monarquía-república—, vuelven a asomar asociados ahora inherentemente al liberalismo y la democracia[14]. Queda, sin embargo, el referente histórico de aquel primer régimen democrático, de aquel proyecto ambicioso que se planteó una reforma a fondo de los grandes problemas que arrastraba la España de la Restauración, y que la monarquía alfonsina no había logrado resolver.
Desde esta perspectiva, la tercera parte del libro se dedica a analizar las principales cuestiones a las que hubo de enfrentarse el nuevo régimen, hoy afortunadamente superadas, especialmente en lo relativo a los dos grandes escollos con lo que tropezó la democracia republicana y en los que se apoyó posteriormente el franquismo: la Iglesia y el Ejército. Dos fantasmas han hostigado persistentemente a la República, y a Azaña como su figura más representativa, la persecución de la Iglesia y la «trituración del Ejército». Dos especialistas reconocidos, historiadores además y vinculados directamente a ambas instituciones[15], analizan el alcance de esos mitos. Hilari Raguer explica la famosa frase de Azaña «España ha dejado de ser católica» en el contexto en que se produjo. Explica también la posición de la Iglesia y, sobre todo, la de los sectores católicos más reaccionarios que fueron, como Raguer demuestra, más radicales que la propia institución. Gabriel Cardona, por su parte, traza una panorámica de la situación del Ejército durante la República, subrayando que si bien un sector era indudablemente golpista; otro era, sin embargo, republicano, cosa que no siempre se ha aireado, a mi juicio, lo suficiente. Había militares que creían en la República y había militares masones, es decir, comprometidos con los ideales de justicia y libertad característicos de esta corriente de pensamiento.
Nadie discute, en cambio, lo que la República supuso en el ámbito de la cultura. Durante aquellos años, como describe Gonzalo Santonja, fraguó una trayectoria emprendida en etapas anteriores, auspiciada por la ignorante política del dictador, Miguel Primo de Rivera, que permitía a los libros burlar la censura, en la creencia de que su extensión (más de doscientas páginas) y su precio (a partir de diez céntimos) los haría inalcanzables para las economías más modestas. Las casas del pueblo, los ateneos y las bibliotecas populares darían buena cuenta de ellos, burlando cultural, social y económicamente al dictador. No bastó, sin embargo, para acortar la enorme distancia existente entre terratenientes y campesinos, especialmente en el campo andaluz que sería, sin duda, una de las causas subyacentes de la degeneración revolucionaria del régimen republicano.
El gran tema pendiente en España, uno de esos problemas de fondo a los que nos referíamos al principio, era en efecto el problema de la tierra, que aborda el profesor Jacques Maurice con agudeza y exactitud. La función social de la tierra era algo implícito en el programa republicano. Era necesario fomentar un modelo de agricultura alternativo que atajara el persistente latifundismo especialmente presente en el campo andaluz y extremeño, que respondiera además de al imperativo de eficacia económica al de mera justicia social. A lograrlo destinó la República la Ley de Bases, el Instituto de Reformas Sociales, el Inventario de fincas expropiables o la Ley de Términos municipales. A pesar de la labor de Fernando de los Ríos desde el Ministerio de Justicia durante el primer bienio o la de Mariano Ruiz-Funes, eficaz ministro de Agricultura en el Frente Popular, y de la legislación laboral impulsada por Largo Caballero, destinada a equiparar al obrero agrícola con el obrero industrial, la reforma se aplicó con lentitud y topó con la resistencia de las clases altas directamente afectadas. Pero el autor demuestra que sin ella, el camino habría podido recorrerse y concluye comparando el supuesto «fracaso» republicano con los no menos supuestos «logros» del régimen franquista, que abocaron, por ejemplo, a los agricultores andaluces al éxodo masivo en busca de trabajo en la Europa desarrollada.
Cerramos el apartado de herencia asimilada con un aspecto poco conocido, que nos hemos empeñado en subrayar: la vocación pacifista y europeísta de la República. Las valoraciones de la II República siempre han partido de un hecho irrefutable: los republicanos perdieron la guerra y, en consecuencia, tanto ellos mismos como la historiografía posterior intentaron explicar o entender las causas de esa derrota. Una de ellas se encontró en la supuesta falta de interés de los dirigentes republicanos por la política exterior. Sin embargo, la cuestión, obviamente, no fue tan sencilla. En primer lugar, es preciso admitir que si el golpe militar—una sublevación contra el poder legítimo establecido— no se hubiera producido, la Guerra Civil simplemente no habría estallado. En segundo, hoy está claramente demostrado por la historiografía solvente que sin la ayuda militar que recibieron los sublevados desde Italia y Alemania y, sobre todo, sin la falta de ayuda de Gran Bretaña y Francia al gobierno republicano, la victoria de Franco se hubiera visto bastante más dificultada[16]. No vamos a entrar en la discusión, remitimos a autores especializados, aunque sí en subrayar que la República no sólo tuvo una política exterior —adecuada a sus necesidades, acorde con sus medios e inserta en las circunstancias de la época— sino que esa política, claramente comprometida con Europa y con la paz, supone un inexcusable precedente y transmite, desde la perspectiva actual, una inevitable referencia de modernidad.
REPUBLICANISMO, AUTONOMISMO, NACIONALISMO
Dedicamos, en fin, la última parte del libro a una cuestión hoy todavía candente, los nacionalismos, que en los años republicanos se resolvió con aparente mayor facilidad al amparo de la fórmula del Estado integral, que aunaba sin anular, «compatible —tal como lo definió la Constitución de 1931 en su artículo primero— con la autonomía de los Municipios y las Regiones», eludiendo conscientemente el modelo federal, de tan ingrato recuerdo tras la experiencia fallida de la Primera República.
Pere Gabriel nos introduce en el camino que culminaría en el Estatuto catalán de 1932, deteniéndose en el contenido del Estatuto de Núria, cuyo texto se logró con bastante agilidad. Pronto se inició el proceso que culminaría con la aprobación por las Cortes del texto definitivo que, a pesar de partir de la convicción de que había que rectificar profundamente lo redactado en Núria, no sobrepasó la definición, taxativa en la Constitución republicana de 1931, de España como un Estado integral, lo que no sólo alejaba cualquier tentación de caminar hacia un Estado de corte federal, sino que corroboraba la tradición unitaria de la monarquía, aunque con una clara vocación de reforma y modernidad. Así lo ratifica el articulado del propio Estatuto, que dibujaba claramente las competencias cedidas, cuyo alcance fue limitado y plagado de «obsesivas cautelas». El texto aprobado consideraba en su primer artículo que «Cataluña se constituye en región autónoma, dentro del Estado español, de acuerdo con la Constitución de la República y bajo el presente Estatuto», mientras en el artículo 2 se reconocía que «El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en Cataluña». Otra cosa fue, como el autor subraya, la evolución de la Generalidad y su identificación simbólica, especialmente de la mano de Maciá, como instrumento de poder y depositaría del imaginario soberanista catalán, volcado en un ilusionante y decidido proyecto de futuro.
José Luis de la Granja explica, por su parte, convincente y rotundamente, el proceso de invención del nacionalismo vasco a partir del PNV de Sabino Arana, ciertamente muy distinto del actual, a la vez que pone de manifiesto las diferencias internas en el seno de las propias provincias vascas. Aunque el nacionalismo vasco nunca fue un problema grave para la República y durante aquellos años siempre fue a remolque del catalanismo, su evolución posterior ha sido, sin embargo, no sólo diferente sino mucho más radical. El nacionalismo vasco nunca asumió la autonomía como meta, porque nunca renunció expresamente a la independencia de Euskadi. A este problema externo añade un problema interno: la dificultad de convivencia pacífica entre los propios vascos. Hay, sin embargo, un elemento común entre la República y la actualidad: la gran conflictividad existente en Euskadi en ambos periodos, si bien, como desgraciadamente hemos comprobado a menudo, ahora esa conflictividad se extendió, de la mano de su brazo armado, a todo el territorio español.
El Estatuto vasco se aprobó en 1936, mucho más tarde que el catalán, porque ni siquiera era prioritario para los propios vascos, pero sobre todo por la división existente entre ellos: mientras para las derechas era un arma arrojadiza contra la República, para el PNV solo representaba un primer paso hacia la definitiva recuperación de la soberanía. Ni siquiera las izquierdas, que lo consideraban en función de su capacidad de consolidar la República, lo apoyaban con demasiado entusiasmo, conscientes como eran, y no sin razón, de que acabaría beneficiando al PNV. El Estatuto se aprobó por la evolución democrática del PNV, de la mano de su nueva generación, por el liderazgo y el carisma entre las izquierdas vascas del socialista Indalecio Prieto y porque a la postre la línea divisoria entre los partidos vascos dejó de ser la cuestión religiosa en aras de la cuestión autonómica que acabó decantando decididamente al PNV y a Euskadi hacia la República. El franquismo pretendió acabar con todo, aunque solo logró reavivar el fuego. En 1979, el nacionalismo había aprendido bien la lección: no se repitió el error de 1930 (no participar en el Pacto de San Sebastián), lográndose un nuevo Estatuto, mucho más avanzado que el de 1936 y anterior al de la propia Cataluña. Pero en 1998 el PNV, por mor de su desmemoria republicana —como subraya el autor—, volvió a cometer un nuevo error de Estella. La memoria de la historia y la historia de la memoria tienen todavía mucho que enseñarse recíprocamente, mucho que aprender la una de la otra.
En esa misma línea, Xosé Manoel Núñez Seixas nos adentra en el caso gallego, ciertamente a gran distancia del catalán o del vasco, en su nacimiento, en su desarrollo e incluso en su evolución posterior, cosa por otra parte intrínsecamente relacionada con la propia razón de ser de los nacionalismos periféricos, hijos al fin de las propias y especiales circunstancias de cada provincia, región o autonomía, aunque compartan también elementos comunes. La cuestión autonómica sólo interesaba en 1931 a un sector minoritario de la población gallega, sin embargo pronto se convirtió en una de las banderas emblemáticas de la Galicia republicana. La FRG-ORGA, a diferencia del PNV, participó y suscribió el Pacto de San Sebastián y poco después se comprometió internamente a erradicar el caciquismo, combatir el centralismo y reafirmar su deseo de plena autonomía. No lo lograrían los gallegos en los años republicanos, cuyo Estatuto —aprobado por referéndum tres semanas antes del golpe de Estado— no llegaría a ser refrendado por el Parlamento a causa de la sublevación. El plebiscito del pueblo gallego sirvió, no obstante, para esgrimir su derecho de nacionalidad histórica durante la transición, constituyendo ésta —como el autor subraya— una de las paradojas de la cuestión gallega.
La sensación que se desprende de este conjunto de trabajos es ambivalente: por una parte parecen indicar, sobre todo en el caso gallego, que el problema autonómico no existía antes de la República y que la República lo agrandó artificialmente. Por otra, no cabe duda de que sí existía un sentimiento nacionalista, al que la República dio salida airosamente, es decir, que la República supo encauzar por la vía del autonomismo sin caer en la temida desvertebración del Estado. Una vez más aparece la dualidad: aspecto «negativo» el primero, en tanto la República actuaría como excusa ad hoc para crear un problema inexistente; aspecto «positivo» el segundo, porque sabría encauzar adecuadamente un sentimiento diferenciador indudablemente presente en la periferia respecto del centro, imbuido de problemas políticos, sociales, económicos e históricos que iban mucho más allá de ese mero hecho diferenciador y evidentemente mucho más complejos. Como bien apunta José Luis de la Granja, no en vano veterano en estas lides, «la experiencia republicana permite establecer algunas consideraciones significativas: entre autonomía y nacionalismo, entre antirrepublicanismo y antiautonomismo, entre republicanismo y autonomismo», aunque, al margen de sus elemento diferenciadores —inherentes a su propia condición—, los nacionalismos comparten una característica común: fueron exacerbados por el franquismo que, al intentar erradicarlos, los reavivó.
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Para acercarse a algunas de las claves, ciertamente complejas y difíciles de desentrañar —como la realidad que nos circunda nos obliga a comprobar cada día— que rodean todavía hoy estas cuestiones, remitimos al lector a los capítulos correspondientes en los que encontrará, sin duda, elementos suficientes —y no siempre coincidentes— para juzgar por sí mismo. No obstante, no nos resistimos a apuntar que del conjunto de este libro se desprenden algunas ideas fundamentales que nos atrevemos, brevemente, a señalar. En primer lugar, creemos que ha llegado el momento de abolir definitivamente —como recuerda Julio Aróstegui en el epílogo— la tesis del fracaso republicano (que ya desmontaron Santos Juliá y Manuel Ramírez a finales de los 70) o, cuando menos, de abundar en que las causas que lo provocaron no pueden achacarse, en todo caso, solo al régimen republicano en cuanto tal. Con la misma argumentación se podría decir que la República vino porque fracasó la monarquía. De hecho, los testimonios que han quedado de muchos de sus protagonistas, de uno y otro signo, coinciden en su mayoría unánimemente en una cosa: la inevitabilidad del cambio que se produjo pacíficamente el 14 de abril[17].
Ha llegado también el momento de reivindicar, o cuando menos reconocer, la herencia positiva de la República, que se obvió en la transición, es decir, de revisar esa imagen negativa de la República, inevitablemente ligada a su conclusión: la Guerra Civil, y de admitir sin temores retrospectivos ni rencores reavivados, lo que la actual democracia, simplemente, le debe. Lo que vendría a significar restituir al régimen republicano su verdadera y originaria condición, que durante tanto tiempo se le negó. Es decir, a admitir sin reservas que la República fue el primer intento serio de establecer en España un sistema verdaderamente democrático. Paradójicamente la esencia democrática del proyecto republicano es la que le valió, en su momento, mayores críticas. Desde «la bella utopía republicana», como la definió con amarga ironía Araquistáin en los años 30, hasta la acusación de «burguesa» que se hizo fuerte especialmente durante la Guerra Civil, pasando por los innumerables «errores» que habrían hecho inviable el régimen del 14 de abril. Hubo errores, claro está, entre ellos: el sistema electoral mayoritario, que favorecía a las grandes coaliciones; la polarización, que provocó un exceso de partidos minoritarios; la fragmentación de la clase política, la inestabilidad gubernamental[18]. Pero a ellos habría que oponer no sólo el hecho elemental de que todo régimen nuevo necesita un tiempo mínimo para asentarse —y la República no lo tuvo— sino el casi inmediato proceso de involución que se inició en su propio seno tras el cambio de signo electoral en 1933.
Cabría preguntarse, en fin, ¿habría podido desarrollarse plenamente el proyecto democrático republicano?, ¿habría concluido la República en una democracia constitucional —lo que era cuando se inició— o en un régimen de otro signo, sin pronunciamientos militares de por medio? A mi juicio, quien mejor respondió a esta pregunta fue Josep Fontana, que no sólo desmontó los argumentos fundamentales en que se apoyaron los golpistas (y que ahora han resucitado los llamados revisionistas) para justificar la sublevación, sino que reivindicó «la necesidad de recuperar una visión positiva de la segunda república española y de los hombres que (…) pagaron con el exilio y el olvido, cuando no con la cárcel y la muerte: el delito de haber querido construir una sociedad donde las graves desigualdades que la afectaban pudieran remediarse en un clima de libertad», para acabar concluyendo que «el espíritu de democracia y convivencia que las inspiró sigue siendo plenamente válido[19]».
No cabe duda, sin embargo, de que la España de hoy es muy distinta de la de entonces y si nos preguntamos, para terminar, por la pervivencia de los valores republicanos en el régimen democrático actual, es obligado reconocer esa evidente diferencia. Quedan, obviamente, los activos de la democracia, a saber: consenso, reformismo social, pluralismo político, descentralización del Estado y promoción de la educación y la cultura. Pero esto hoy tiene más que ver con la democracia que con la forma de gobierno: república entonces, monarquía parlamentaria ahora. Ambas, no obstante, comparten elementos comunes: tanto la República de 1931 como la actual monarquía llegaron en medio de una coyuntura económica difícil; ambas fueron precedidas de regímenes dictatoriales (Primo de Rivera en el primer caso, Franco en el segundo); ambas declararon su intención de constituirse como regímenes democráticos (obvio en el caso de la transición y no siempre reconocido en el de la República). Ambas, en fin, se fraguaron tras un previo procedimiento consensuado (Pacto de San Sebastián y Pactos de la Moncloa). Pero también les separaron profundas diferencias: la atribución de los poderes del Estado, el enunciado de los derechos, la manera de ponerlos en práctica y los límites del consenso[20].
Queda, no obstante, y a ello hemos pretendido contribuir con este libro, el precedente de lo que la República quiso, y pudo, ser: el primer régimen verdaderamente democrático de la España contemporánea. Porque para los republicanos de estirpe democracia y República eran la misma cosa: «Todos cabemos en la República, a nadie se proscribe por sus ideas […] [porque] todos admiten la doctrina que funda el Estado en la libertad de conciencia, en la igualdad ante la ley, en la discusión libre, en el predominio de la voluntad de la mayoría, libremente expresada. La República —concluía premonitoriamente Manuel Azaña en 1930— será democrática, o no será[21]».