Capítulo 10.Reforma agraria y revolución social
CAPÍTITULO 10
Reforma agraria y revolución social
Jacques Maurice
Université París X
Quien haya nacido en la España democrática y europea de finales del pasado siglo tendrá que hacer un esfuerzo intelectual para entender las pasiones encontradas que despertó en su tiempo la reforma agraria de la Segunda República. De hecho, tal reforma ya no está a la orden del día en la sociedad postindustrial que ha llegado a ser España, ni siquiera en Andalucía, la única Comunidad Autónoma que, al iniciarse la transición, promulgó una ley de reforma agraria en clara continuidad con la de 1932[1]. Conforme se desvanecieron entonces las ilusiones mantenidas por una fracción apreciable de la opinión pública sobre la posibilidad de fomentar un modelo de agricultura alternativa al vigente reformando la estructura de la propiedad, la investigación académica desatendía, salvo pocas y valiosas excepciones, el tema, volcándose en el estudio de los diversos componentes del campesinado, especialmente los más bajos, sin evitar juicios perentorios, generalmente negativos y faltos de suficiente apoyatura empírica, sobre la reforma republicana. Ya es hora, pues, de enfocar el tema siguiendo el ejemplo que nos dio Pierre Vilar en sus trabajos sobre la Guerra Civil, o sea tratando de «pensar históricamente», única manera, a nuestro entender, de evitar los inconvenientes, manifiestos en la historiografía española reciente, del «presentismo», esa manera hipercrítica de enfocar el pasado a partir de los supuestos logros de nuestro presente.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA TIERRA
El primer punto a aclarar, si se admite el escaso protagonismo del campesinado en el cambio político de abril de 1931[2], es el por qué de la opción prioritaria de la República, apenas proclamada, por una reforma agraria claramente antilatifundista con aplicación inmediata al campo andaluz y extremeño. El reconocimiento por parte del Gobierno provisional, reiterado ante las Cortes Constituyentes por el primer ministro de Agricultura de la República, Marcelino Domingo, de «la función social de la tierra» no era sólo la noción consensual, procedente del catolicismo social, que garantizaba la propiedad privada de la tierra: era importante dejar sentado que se supeditaba su uso al interés general, respondiendo de esta manera a otro imperativo que el de la mera eficiencia económica, es decir el de la justicia social. A este respecto, la agricultura extensiva de secano que predominaba al sur del Tajo distaba mucho de responder a estos dos criterios. Aquéllos que, en nombre de «la ciencia agronómica» de hoy, cuestionan el «diagnóstico» establecido en los años 1930 por autorizados portavoces del pensamiento progresista (Fernando de los Ríos, Pascual Carrión) sobre los efectos negativos de la concentración de la propiedad, reconocen, sin embargo, el carácter limitado o relativo de la modernización de la agricultura andaluza[3]. Era insuficiente la diversificación de cultivos para paliar los rendimientos irregulares o aleatorios del trigo y del olivo, la mecanización era lenta y desigual, la irrigación casi inexistente incluso en comarcas donde el Estado había realizado obras hidráulicas. Por lo demás, al extenderse durante el primer tercio del siglo XX, la gran propiedad resultó incapaz de dar trabajo a una población en creciente aumento durante el mismo período, especialmente en la cuenca del Guadalquivir[4]: el paro estacional, inherente a una economía agraria poco diversificada, se reveló como un fenómeno crónico, cuya gravedad se puso de manifiesto con la pésima recogida de aceitunas del otoño de 1930 que dejó sin peonadas a las cuadrillas de jornaleros en los extensos olivares de Jaén, Córdoba y demás, originando manifestaciones populares, a veces tumultuosas e insuficientemente valoradas por los estudiosos a la hora de enjuiciar la actuación del Gobierno provisional[5].
El caso es que la necesidad de medidas urgentes dictó al ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, a las cinco semanas de entrar en funciones, la creación de una Comisión Técnica encargada de proponer una solución al problema de los latifundios. Elaborada en mes y medio por un grupo reducido de expertos, ésta consistía en asentar cada año en 12 provincias meridionales un elevado número de familias campesinas (entre 60 000 y 75 000) en aquellas fincas que excedieran de cierta superficie o de cierta renta, organizando en éstas comunidades de campesinos y posponiendo la indemnización preceptiva de los propietarios mediante el procedimiento de la «ocupación temporal por causa de utilidad social[6]». Se integró la orientación de este proyecto en el programa de la candidatura «republicano-revolucionaria» que se presentó en Sevilla para la elección a Cortes Constituyentes, candidatura que asociaba a Pascual Carrión —coautor del proyecto— con Blas Infante, adalid del nacionalismo andaluz, y el comandante Ramón Franco y el apoyo de Pedro Vallina, exrevolucionario profesional convertido en médico de los pobres[7]. Con la excepción de Ramón Franco —el único que salió elegido—, no prosperó esta candidatura mientras que en las ocho provincias andaluzas había empate entre diputados de centro y centroizquierda y diputados socialistas —40 escaños para unos y otros—, correlación de fuerzas poco propicia para la «liquidación», anhelada por Carrión, de una situación injusta. Desde entonces la reforma agraria tomó otros derroteros.
La Ley de Bases aprobada el 10 de septiembre de 1932 en el Congreso por 318 diputados (19 se pronunciaron en contra) era el fruto de una transacción entre las tres principales fuerzas parlamentarias: el PSOE, el Partido Radical de Lerroux, el Partido Radical-Socialista de Domingo por un lado y, por otro, los amigos del recién elegido presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, entre los cuales se contaba a Cirilo del Río, diputado por Ciudad Real —provincia en la que la reforma había de ser de aplicación inmediata—, quien será ministro de Agricultura durante un año tras el cambio de mayoría en las elecciones de noviembre de 1933. Cada fuerza dejó su impronta en la ley, dándole esa complejidad señalada por todos, censurada por muchos[8]. El que la ley se aplicara desde el día de la proclamación de la República (retroactividad) y en toda la extensión del país se debía a la insistencia de los socialistas. Era en cierto modo una compensación al trato privilegiado que Alcalá-Zamora había conseguido desde el principio a favor del «cultivador directo», definido como el que «llevaba el principal cultivo de una finca»: así se preservaban los intereses de la burguesía agraria con la cual Alcalá-Zamora, oriundo del pueblo cordobés de Priego, estaba emparentado. La renuncia a un cupo anual de asentamientos como a un impuesto sobre la renta rústica satisfacía a los conservadores, así como la administración centralizada de la redistribución de tierras por un organismo independiente, el Instituto de Reforma Agraria (IRA) y sus Juntas Provinciales: la supresión de las juntas municipales, creadas por la Comisión Técnica, reducía los riesgos de iniciativas locales más o menos espontáneas. En cambio, la negativa de Domingo a convertir en propietario al campesino asentado en fincas expropiadas esbozaba una política más activa por parte del Estado como si siguiera válida la experimentación llevada a cabo en tiempos de Carlos III.
En cualquier caso, el toque final que dio un significado distinto a una reforma pensada para la larga duración se debió a Acción Republicana, partido minoritario pero influyente del presidente del gobierno, Manuel Azaña cuando, tras el golpe fracasado del general Sanjurjo, propuso que se expropiasen todas las fincas que poseyeran «en el territorio nacional» los miembros de «la extinguida Grandeza de España», o sea las grandes casas señoriales. Era el «pequeño correctivo», declaró Azaña, al criterio que había prevalecido durante el largo debate parlamentario, el de la «unidad-finca», cuando el de la «unidad-propietario» no hubiera limitado la posibilidad de la expropiación al latifundista a nivel local sino que hubiera afectado al «multifundista», es decir al rentista de la tierra por antonomasia. Apenas votada, la Ley de Bases se convertía en una reforma-sanción contra la nobleza más por motivos políticos que por razones económicas y sociales. Así fue en la práctica: en octubre de 1934, a los dos años de aprobarse la ley, las 89 133 hectáreas expropiadas lo habían sido exclusivamente en fincas de los ex Grandes, a lo cual se añadían 10 158 hectáreas objeto de ocupación temporal, o sea más de la tercera parte de las tierras utilizadas por este concepto para los asentamientos, cuyo número total se elevaba a 12 260.
Otro error «grave» o «serio» hubiera sido el de incluir entre las 13 categorías de fincas expropiables «las explotadas sistemáticamente en régimen de arrendamiento… durante doce o más años». Desde la primera obra de referencia sobre el tema[9] se viene repitiendo, a veces en tono categórico, que esta cláusula «arrojó en manos de la patronal agraria y de la derecha agrarista y católica a una gran cantidad de pequeños arrendatarios integrantes del campesinado modesto[10]». Sin embargo, se echan de menos datos concretos sin los cuales parece arriesgado generalizar situaciones particulares como las de la Alta Andalucía, atestiguadas a veces por fuentes hemerográficas unilaterales, y resulta imposible averiguar el fundamento de temores difundidos de manera interesada por los adversarios de la reforma en los medios rurales. En realidad, nada en la ley amenazaba a la susodicha categoría de pequeños campesinos —que, dicho sea de paso, podía beneficiarse de los asentamientos en fincas expropiadas (base 11/d). Por lo demás, la ley preveía recursos, no era de aplicación inmediata a la totalidad del país y, sobre todo, lo módico de la financiación hacía poco verosímil el pretendido riesgo de desalojo. De todas formas, no confirma la interpretación comentada el estudio de la reforma en la provincia de Córdoba, uno de los pocos «estudios de caso» realizados hasta la actualidad en base a fuentes de primera mano cómo son los fondos provinciales del IRA[11]. Caso tanto más interesante cuanto que fue un diputado por Córdoba, conocido como el primer historiador de los movimientos campesinos, Juan Díaz del Moral[12] quien, en la discusión parlamentaria, abogó por la inclusión de las tierras arrendadas sistemáticamente. Seguramente tendría sus razones si nos fijamos en el caso de Montilla: en este municipio, declararon fincas por el apartado 12 (arrendamiento) o 10 (tierras de ruedo[13] arrendadas), 19 pequeños o medianos propietarios locales (detentaban menos de 100 hectáreas); sin embargo, como subrayan los autores del estudio, no responden, en la mayoría de los casos, al perfil del campesino-labrador o del minifundista-jornalero; se trata, más bien, de propietarios acomodados— en algunos casos de auténticos terratenientes —con poca tierra en su municipio de origen, bastante parcelado y con 2000 hectáreas ducales (las de Medinaceli) fuera de circulación, pero poseedores de cortijos en otros términos latifundistas próximos[14].
Los datos que se acaban de mencionar sugieren el interés excepcional del Inventario de fincas expropiables que realizó el IRA durante el primer año de su existencia con arreglo a lo estipulado de manera pormenorizada en la base 7.ª de la ley De hecho, este Inventario hacía posible un conocimiento de la propiedad de la tierra en España más exacto que la fotografía que se podía sacar de un catastro a medio hacer: a la altura de 1932, indicaba Pascual Camón, había «sólo 11 provincias terminadas y 2 casi terminadas, si bien se encuentran en ellas las mayores de España; 9 bastante avanzadas y 5 en sus comienzos[15]». El Inventario hecho en Córdoba ponía de manifiesto algunos rasgos significativos como eran la extensión de la superficie expropiable —la tercera parte de la superficie útil, o sea más de 40 0000 hectáreas—; la cifra exigua de propietarios declarantes —unos 800— de los cuales era reducidísimo el número de grandes propietarios (menos de 100 propietarios de 1000 hectáreas acumulaban más de la mitad de la superficie registrada) y de muy grandes propietarios (los veinte primeros terratenientes, propietarios de más de 2500 hectáreas cada uno, controlaban casi la cuarta parte de la superficie registrada); por último, el rasgo más sobresaliente: mientras 13 miembros de la nobleza poseían sólo el 14% de la gran propiedad expropiable, 50 propietarios no nobles controlaban el 75% de la superficie de propiedades de más de 1000 hectáreas[16]. Para Andalucía en conjunto, el resumen de una investigación realizada por un colectivo[17] sobre la información proporcionada por el Inventario llega a conclusiones parecidas. Si bien la superficie expropiable era proporcionalmente algo menor —el 28,5% del total, o sea 2 millones y medio de hectáreas—, se caracterizaba por un elevado grado de concentración: 555 propietarios de más de 1000 hectáreas poseían el 57% de la superficie registrada; de ellos, 100 nobles poseían con un 27%, casi 390 000 hectáreas, una proporción superior a la de Córdoba, pero el peso de la burguesía agraria con sus 878 335 hectáreas alcanzaba cuotas elevadas —el 61% de la gran propiedad— a lo cual se añadían el 12% correspondiente a sociedades anónimas.
El mayor mérito del Inventario era, sin lugar a dudas, el de mostrar que la nobleza ocupaba ya una posición secundaria que, por cierto, no era desdeñable por la calidad de sus fincas como las situadas en los ruedos. Pero, obviamente, no era suficiente la propiedad nobiliaria para asentar, a razón de 10 hectáreas por cada familia —cifra más bien modesta—, a los 200 000 campesinos elegibles, sólo en las provincias de Cádiz, Córdoba, Jaén y Sevilla —las más conflictivas—, según el Censo formado con arreglo a la base 11.ª de la ley[18]. En este sentido, el Inventario era un instrumento potencialmente revolucionario si existía la voluntad política de emplearlo: tan así era que, vueltas al poder tras octubre de 1934, las derechas prefirieron anularlo en la Ley «de reforma de la reforma agraria» auspiciada por el agrario Nicasio Velayos, ministro de Agricultura de mayo a septiembre de 1935. Afortunadamente para los investigadores se han conservado los 254 volúmenes del Registro de la propiedad expropiable…
REFORMADORES EN LA PICOTA
Todos coinciden, en cualquier caso, en señalar, y deplorar, la lentitud con la que se puso en obra la reforma, atribuyéndolo no pocas veces a la pretendida «incompetencia» de los republicanos de izquierda[19]. Se ha convertido en tópico reprochar al ministro de Agricultura, Marcelino Domingo, las importaciones de trigo que en 1932 hubieran depreciado el precio de este cereal a expensas de los pequeños y medianos productores de Castilla. Bien mirado, el ministro trataba, al autorizar importaciones limitadas, de desvelar y combatir la estrategia de ocultación de existencias de los grandes productores y negociantes, quienes, al empujar los precios al alza, encarecían el producto de gran consumo que era el pan[20]. En una coyuntura internacional de baja de los productos agrarios, ¿debía un gobierno de izquierda proteger sólo los intereses del productor haciendo caso omiso del poder adquisitivo del consumidor? Domingo era perfectamente consciente de ello como lo muestra el discurso que pronunció en las Cortes el 15 de junio de 1932, en el cual hacía hincapié en los riesgos que entrañaría «una furia cerealista»: «Significaría que España produciría más cereal que el que consumiera y que el precio de él estaría fijado por el valor en el exterior, muy diferente del que mantiene el Arancel y ruinoso para sus cultivadores[21]». De hecho, el rendimiento de trigo en el antiguo «granero» de las dos Castillas oscilaba entre 9 y 11 quintales por hectárea mientras en Sevilla, Córdoba y Navarra superaba los 15 quintales. Por eso, le parecía imprescindible a Domingo «racionalizar el cultivo» como tercera finalidad de la reforma. En cuanto a la abundante información técnica que elaboró el IRA, resulta poco lógico criticar su exceso cuando en la misma frase se reconoce «que debía haberse recogido mucho antes[22]». En realidad, el trabajo de los técnicos del IRA (confección del Censo, preparación de los planes de asentamiento) fue de suma utilidad incluso en períodos políticamente desfavorables, como lo señalan una y otra vez los estudiosos de la reforma en Córdoba: tras la Contrarreforma de agosto de 1935, «el trabajo de los técnicos, siguiendo líneas ya trazadas, fue por delante de las directrices políticas vigentes, llegando incluso a cuestionarlas implícitamente[23]». En cambio, no pudieron evitar que, en el consejo ejecutivo del IRA, la representación patronal consiguiera, en enero de 1933, aplazar la expropiación y ocupación de las fincas situadas en zonas regables so pretexto de que «ni para el propietario, ni para el Instituto es útil la conversión del secano en regadío», decisión que iba en contra de la idea defendida por un director del IRA, Vázquez Humasqué, de que «el regadío es parcelador por excelencia[24]».
El legalismo del gobierno Azaña, así como su heterogeneidad política, bastan para explicar su falta de determinación en la aplicación de una reforma tan ambiciosa como compleja. Tampoco se dio entre los jornaleros y sus organizaciones representativas una movilización capaz de conseguir una distribución rápida y amplia de tierras a favor de éstos. Una cosa era tomar posiciones maximalistas como las del anarcosindicalismo andaluz que, en sucesivos congresos y plenos, afirmó su rotunda oposición a los proyectos gubernamentales proponiendo a sus seguidores ir a la conquista de los municipios y conceder en este ámbito la explotación de las fincas confiscadas a los sindicatos de campesinos. Sólo que el único medio de alcanzar esta meta consistía en la huelga revolucionaria, ese viejo mito del movimiento obrero español que de tan repetido ya sonaba a hueco. Cuando la asociación de trabajadores agrícolas de Jerez de la Frontera amenazó con ocupar las grandes propiedades para cultivarlas fue en fecha tan tardía como abril de 1933 y, encima, nadie les hizo caso en la Regional andaluza cuyos dirigentes, a menudo faístas, consideraban las huelgas agrícolas como meros ejercicios de «gimnasia revolucionaria», línea insurreccional que no fue del todo ajena a los trágicos sucesos de Casas Viejas[25]. El único movimiento de ocupación de fincas digno de ser mencionado para el bienio 1931-1933 fue el que llevaron a cabo, en el otoño de 1932, los yunteros[26] extremeños ante la negativa de los grandes ganaderos a renovar sus contratos. Entonces el gobierno les dio por decreto la posibilidad de ocupar porciones de fincas incultivadas durante un período de dos años. Fue uno de los pocos éxitos del sindicalismo reformista de los socialistas cuya política no estaba exenta de contradicciones: por una parte, apenas proclamada la República, sus líderes, tanto Julián Besteiro como Francisco Largo Caballero, declaraban en el periódico de referencia, El Sol, su poca fe en la potencialidad de una reforma agraria y del reparto como método; por otra parte, sus representantes en la Comisión Técnica exigían el asentamiento anual de 150 000 campesinos, o sea el doble del cupo previsto inicialmente…
De entrada, el socialismo español había escogido otra vía que la redistribución de la tierra para resolver el problema del empleo en la agricultura extensiva, la de una modificación en profundidad del sistema de relaciones laborales que diera una salida positiva a las luchas que llevaba el proletariado agrícola desde principios de siglo. En esta perspectiva no tiene sentido tachar de «obrerista» la legislación promulgada por Largo Caballero desde el Ministerio de Trabajo[27]. Desde sus orígenes el movimiento obrero se enfrentó, en muchos países europeos, con el difícil reto de elaborar una plataforma que unificara las reivindicaciones de los asalariados agrícolas y las aspiraciones de los campesinos parcelarios y que hiciera posibles formas de organización y medios de acción comunes y conjuntos. En España no faltaron tentativas en este sentido como la temprana Unión de los Trabajadores del Campo de los años 1880[28]. Sin embargo, en los años 1928, la agricultura andaluza había alcanzado una etapa de desarrollo capitalista tan específico que no había problema más urgente que el de sus jornaleros quienes, por falta de trabajo, constituían un peso muerto para la economía y un peligro para la paz social: ¿no es acaso razón de ser del sindicalismo defender los intereses materiales y morales de los trabajadores que pretende representar? La Unión General de Trabajadores había logrado, en abril de 1930, siguiendo quizá el ejemplo francés[29], dotarse de una federación de trabajadores de la tierra, o sea del instrumento idóneo para impulsar y coordinar las acciones de sus sindicatos locales. Mientras tanto, el anarcosindicalismo se mostraba incapaz de construir la federación anhelada por sus afiliados campesinos[30] a causa de la oposición cerrada de las directivas de la Confederación Nacional del Trabajo a las federaciones de industria, temiendo aquéllas, no sin razón, que, gozando ya de autonomía organizativa, una federación campesina cediera al «reformismo» de las mejoras inmediatas postergando los sacrosantos «principios».
Las medidas decretadas desde la primavera de 1931 por Largo Caballero y refrendadas por las Cortes Constituyentes[31] iban encaminadas a establecer un dispositivo de negociación colectiva entre partes iguales, lo que implicaba el reconocimiento de la personalidad jurídica de las sociedades obreras. Tal era la función asignada a los jurados mixtos del trabajo rural encargados de determinar las «bases» (jornal y jomada) para cada temporada o cada año agrícola. Si bien esta entidad existió bajo diversas formas en regímenes anteriores, la novedad de los jurados republicanos radicaba en su extensión a la agricultura y «allí estaba la esencial piedra de toque para la oposición[32]», tanto más cuanto que sus facultades de arbitraje quedaban supervisadas por el Ministerio de Trabajo a través del secretario que éste designaba previo concurso. Caso de que surgiera un conflicto en torno a las condiciones de trabajo vigentes, era misión de delegados regionales o especiales de Trabajo proponer a representantes patronales y obreros procedimientos de conciliación. Em suma, el ministro aprovechaba su larga experiencia de sindicalista ofreciendo a un proletariado hasta entonces indefenso el aval de los poderes públicos que se hacían garantes del cumplimiento de los acuerdos concluidos. La paradoja fue que la CNT rechazó cualquier mediación del Estado cuando, en las luchas del «trienio bolchevista» (1918-1920), sus sindicatos agrícolas habían aceptado, y a veces exigido, los buenos oficios de un alcalde y hasta de un cura…
EL EMPLEO, CUESTIÓN BATALLONA
Así y todo, constituyó el principal caballo de batalla la primera medida tomada por Largo Caballero a los quince días de su nombramiento, la relativa a la colocación en el campo que obligaba a los patronos «a emplear preferentemente a los braceros… vecinos del municipio» en que habían de realizarse los trabajos agrícolas. Con este decreto llamado de «términos municipales» se trataba de poner coto a la libertad omnímoda de contratación de los patronos que, aprovechando el sobrante de brazos, empleaban tanto para la siega como para la recogida de aceitunas, a forasteros contratados y pagados a destajo, o sea a bajo precio: se evalúa en un 25% la reducción de costes salariales que este modo de remuneración representaba para el empresario[33], el cual podía, además, presionar a la baja la tarifa del jornal en el momento de concertar las bases con las organizaciones obreras. La necesidad de una estricta regulación del destajo había sido una cuestión batallona durante el «trienio bolchevista» al plantearse abiertamente el problema del paro. La preferencia a la mano de obra local era, pues, un casus belli para la burguesía agraria que no cejó hasta conseguir de un gobierno Lerroux, en mayo de 1934, la derogación de la ley que, por lo tanto, estuvo vigente sólo tres años. En cuanto a la oposición de la CNT o, al menos, la de sus directivas, no era, en un principio, totalmente ilógica si bien, durante el «trienio», varios sindicatos suyos, en Andalucía, pretendían imponer multas a los patronos que recurriesen al trabajo a destajo. La delimitación inicial de los términos municipales fue demasiado rígida sobre todo para los jornaleros de los municipios pequeños o de las comarcas pobres de la serranía y fue objeto de numerosos reajustes hasta confundirse una provincia entera, la de Jaén por ejemplo, con un solo término[34].
La equiparación del obrero agrícola con el obrero industrial, al extenderse a su favor la legislación sobre accidentes de trabajo (1900) y jornada de 8 horas (1919), completaba el marco general en el cual iba a desenvolverse año tras año la determinación de las condiciones de trabajo en los jurados mixtos. Las monografías realizadas hasta la fecha muestran cómo la negociación se desplazó a nuevos terrenos a consecuencia de las imposiciones y prohibiciones del gobierno. En un principio el destajo se prohibió para la siega, a veces con la introducción de normas de rendimiento a la que tuvieron que acceder en contrapartida las sociedades obreras. Se consiguió también salario mínimo para las tareas de otoño, menos pagadas que las de verano: era una reivindicación antigua. Surgió pronto y cada año con más fuerza una cuestión nueva, la de la limitación del empleo de las máquinas, especialmente las segadoras, reservándose un porcentaje de la mies a la siega a mano. Ante el encarecimiento del factor trabajo había propietarios, especialmente en la campiña sevillana, que por fin se resolvían a mecanizar su explotación, señal de que la depreciación de sus productos no había llegado a tanto que les impedía invertir. En cualquier caso, era una actitud más cívica que la de reducir la superficie cultivada como hicieron otros.
La derrota de las izquierdas en las elecciones legislativas de noviembre de 1933 y la formación subsiguiente de gobiernos cada vez más derechistas coincidieron con el aumento del paro: el número de trabajadores agrícolas en paro completo en toda España no dejó de crecer hasta superar más de 250 000 individuos en 1935. Ya antes del cambio de mayoría los sindicatos agrícolas habían defendido la necesidad del «tumo riguroso» en la colocación de los jornaleros a través de las oficinas municipales creadas a este efecto y generalmente recusadas por los patronos. A principios de 1934, la federación agrícola de la UGT hizo suya esta exigencia lanzando un ultimátum al gobierno: el 5 de junio, apenas derogada la Ley de «términos municipales», empezaba una huelga nacional de campesinos, la primera de este tipo en la historia contemporánea de España, huelga que fue diversamente seguida y se tradujo en actos violentos como destrucción de máquinas allí donde era más agudo el paro forzoso, caso de la provincia de Jaén. La dura represión del gobierno provocó el debilitamiento del sindicalismo campesino y el cuestionamiento por las patronales de las mejoras trabajosamente conseguidas, especialmente en materia salarial. En vísperas de una nueva consulta electoral, la lucha por el reparto del trabajo en un sector económico estancado como era la agricultura española desembocaba en un callejón sin salida.
Con la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 se abrió una nueva etapa. Meses antes, en el último de sus discursos «en campo abierto», el de Comillas (20 de octubre de 1935), Manuel Azaña había expresado con tino la estrecha vinculación entre República y solución del problema de la tierra al declarar que «la reforma agraria (y no el Ejército como profesaba Calvo Sotelo) era la columna vertebral del régimen republicano». La verdad es que esta fórmula no recibió la concreción adecuada en el pacto de Frente Popular, más explícito sobre la legislación social que sobre la política de asentamientos[35]. Más determinante que este prudente programa fue la movilización popular que favoreció el éxito electoral de las izquierdas y el nuevo impulso que dio a la política agraria de los gobiernos Azaña y Casares Quiroga, Mariano Ruiz-Funes, de Izquierda Republicana, ministro de Agricultura de manera ininterrumpida. Su determinación se manifestó pronto cuando utilizó el principio de «utilidad social» introducido en la ley por las derechas para legalizar las ocupaciones de fincas efectuadas en Extremadura y Sierra Morena por yunteros desahuciados. Ya había revitalizado al IRA, afectado por las restricciones presupuestarias de las derechas, otorgando atribuciones ejecutivas al director, cargo que se devolvió al experimentado Vazquez Humasqué. A fines de junio, con medio millón de hectáreas, la superficie distribuida había quintuplicado respecto de 1934 y los campesinos asentados con sus familias pasaban de 100 000 personas. Sólo en la provincia de Córdoba, el Servicio agronómico preveía ocupar más de 175 000 hectáreas en 461 fincas de la campiña donde asentar cerca de 15 000 familias[36], confirmándose en este caso la voluntad ministerial de reconcentrar la aplicación de la ley sobre «una distribución más justa de la tierra [37]». Ruiz-Funes no se olvidaba del pequeño y medio arrendatario para el cual presentó un proyecto de ley que le garantizaba la estabilidad en la finca que cultivaba y le facilitaba su adquisición; a lo cual cabe añadir el tan esperado proyecto sobre rescate y readquisición de los bienes comunales[38]. En materia laboral, el gobierno restableció los jurados mixtos (habían sido suspendidos) para hacer efectivo el compromiso de «rectificar el proceso de derrumbamiento de los salarios del campo». Las bases fijadas para el nuevo año agrícola no sólo revalorizaban los salarios al nivel de 1932 sino que subordinaban totalmente la contratación y la organización del trabajo a la necesidad de asegurar el pleno empleo a nivel local[39].
Así es cómo a comienzos del verano de 1936 se estaban conectando dos líneas de actuación, una encauzada desde arriba hacia el reparto de la tierra, otra impulsada desde abajo por el reparto del trabajo. Entonces se confabularon militares, terratenientes, falangistas, requetés y demás para desencadenar su contrarrevolución preventiva y sangrienta. Por eso, son efectivamente «especulaciones vanas[40]» inferir de las colectivizaciones agrarias de la Guerra Civil —experimentos más o menos improvisados hechos en circunstancias excepcionales— que el campo español hubiera sido presa del «caos» de no producirse la sublevación militar[41]. Aquéllos que, setenta años después, concluyen sentenciosamente sobre el «fracaso» de la Segunda República y el de su obra reformadora podrían, de vez en cuando, interrogarse sobre los «logros» de los vencedores en la agricultura latifundista durante los años de hambre del primer franquismo o durante el decenio ulterior de desarrollo tecnocrático hecho posible por el masivo éxodo de los trabajadores andaluces a la Europa del norte. Quizá fuera demasiado tardía en la evolución de la sociedad española la reforma agraria de la República, sin duda fueron insuficientes los recursos que se le asignaron: no es menos cierto que ha sido una obra sin acabar, una obra truncada por quienes tenían interés en hacerla fracasar y que dejan ahora al Estado democrático el cuidado de pagar prestaciones de desempleo a los jornaleros mientras encuentran la mano de obra barata que necesitan entre los desheredados de nuestra época, magrebíes y subsaharianos. Ésta es la ironía de la historia con la cual deben encararse los estudiosos si les anima la voluntad de comprender e interpretar con ecuanimidad el pasado.