Capítulo 4. La cancelación de la República durante el Franquismo
CAPÍTITULO 4
La cancelación de la República
durante el Franquismo
GIULIANA DI FEBO
Università degli Studi Roma Tre
EL TIEMPO DE LA VICTORIA
La entrada de las tropas franquistas en Madrid el 28 de marzo de 1939 no representó sólo la capitulación de la ciudad, que había resistido durante tres años. Ni el parte de guerra del primero de abril, en su contundente laconismo, indicaba exclusivamente la derrota del Ejército republicano y el consiguiente final de la Guerra Civil. En realidad, se anunciaba un cambio radical en la vida y las formas de pensar y de actuar de los españoles. Para alcanzar este objetivo había que cancelar cada vestigio de la República y, al mismo tiempo, hacer de la «victoria» un instrumento de autolegitimación del «Nuevo Estado», constantemente presente en el ideario y en el imaginario de los españoles. Como aclara Franco en su alocución a los españoles del 20 de mayo: «Terminó el frente de la guerra; pero sigue la guerra en otros campos[1]».
Había que hacer perdurar el tiempo de la victoria y transformarla en memoria agresiva y amonestadora. Entre las primeras medidas que se toman al respecto destaca la orden, que firma Serrano Súñer el 2 de abril de 1939, en la que dispone que en los documentos oficíales de las corporaciones locales, imitando la mussoliniana mención a la «era fascista» en los documentos administrativos italianos, la fecha vaya seguida de la expresión «Año de la Victoria», en sustitución de la de «Año Triunfal», hasta entonces utilizada. La denominación en realidad aparecerá también en la portada de muchos libros, en los manuales de historia y hasta en algunos boletines episcopales[2].
La «victoria» se convierte en una cesura entre pasado y presente, en paradigma divisorio que indica un nuevo orden, una nueva manera de vivir que se sobrepone a la época precedente reorientando el mismo sentido del tiempo.
La entrada del Ejército «nacional» en Madrid ha sido narrada por algunos de los que participaron en el acontecimiento. Un relato significativo es el de José María Pemán, escritor, conocido orador, director de la Real Academia Española, que fue uno de los primeros en entrar en la capital con las tropas franquistas y en hablar desde la Unión Radio recién ocupada[3]. Su crónica de aquellos días[4] ofrece, entre otros detalles, una muestra emblemática de lo que será la representación de la República dibujada por los vencedores. El escritor describe un Madrid rendido que acoge con júbilo a los vencedores y donde empiezan a aparecer los retratos del caudillo y de José Antonio Primo de Rivera, se cantan el «Oria Mendi», que habla de Dios y de la Patria, y el himno de la Falange, mientras la radio repite obsesivamente «Madrid es de España y de Franco… ¡Arriba España!».
Para exaltar el valor de la «reconquista» maneja una fraseología fundada en la purificación de la ciudad profanada, adelantando una modalidad que será habitual entre los «vencedores»: «unos discos de los himnos nacionales desinfectan el aire», mientras que Madrid «tiene sobre sí la huella de un regodeo sádico, desorganizado, individualista». Algunas expresiones —«los versos obscenos de Alberti»— anuncian lo que será la demonización de los intelectuales y de los escritores republicanos, pero también la campaña de mentiras contra la República. Entre ellas: «el expolio metódico y sabio» del Museo del Prado. Pemán describe también los símbolos que van a suplantar a los de los republicanos. El saludo romano es remodelado en «la mano abierta en señal de acogimiento» contra el puño cerrado «señal de lucha»; la reinstalación de la bandera roja y gualda se transformará en un hito del pensamiento mítico-patriótico nacionalcatólico.
Con la entrada de las tropas franquistas empieza además el desmantelamiento, a través de decretos leyes, de la II República, y se reescribe su historia. La aversión contra la laicidad y la democracia se traducen en la difusión de una mentalidad antirrepublicana que aceptará como normal la supresión del derecho a la crítica respecto a la autoridad preconstituida y, en consecuencia, la negación del conflicto y de la pluralidad de opiniones. Las Cortes no eran expresión de la voluntad popular, ya que la «suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general» (según establecía el preámbulo de la Ley Constitutiva de Cortes de 17 de julio de 1942) pertenecía a Franco. En realidad se convirtieron en una «representación de todo el aparato estatal» e incluyeron también algunos obispos como testimonio de la compenetración entre Estado e Iglesia[5]. Durante décadas a los españoles se les impidió conocer el funcionamiento de la democracia y de la representación política. Esta ocultación se apoyó en muchas teorías que subrayaban su incapacidad para el debate y para la democracia.
De esta manera se anula todo lo que constituye el fundamento del derecho a la ciudadanía. La desmovilización política, la construcción del conformismo y de la homologación, más que el consenso basado en la pacificación de los españoles, era lo que realmente interesaba al régimen. Cualquier posibilidad de conflicto podía evocar el fantasma del retorno a la Guerra Civil. Las celebraciones de la victoria se transforman en escenificaciones simbólico-políticas portadoras de múltiples mensajes. En primer lugar, el «escarmiento» hacia el «enemigo», interno y externo. Al mismo tiempo, el triunfo del nacional-catolicismo, visible en muchos «ritos de victoria[6]», se convierte en la ilustración en clave antilaica y antimoderna del «Nuevo Estado». Es decir, en un mensaje destinado a hacer patente el cambio en las modalidades mismas de representación del poder y de su manera de dirigirse a los españoles, siempre más súbditos que ciudadanos, a medida que los decretos-leyes van cambiando la fisonomía del país.
Para ello era indispensable silenciar a los intelectuales, considerados los principales cauces de la difusión del liberalismo[7], concentración de todos los «males modernos». La denigración del intelectual en tanto que sinónimo de pensamiento laico y, por ende, factor de disgregación de la unidad nacional, ya se había iniciado durante la guerra. Una detallada denuncia de su papel negativo aparece en el largo artículo publicado en 1937 por C. Eguía en la revista Civiltà cattolica. En el escrito se demonizan los medios de difusión del pensamiento utilizando el lenguaje de la patología: «la pestilencia de la prensa fue la pútrida fuente que envenenó la cultura popular[8]». Apoyándose en citas de Veuillot, Menéndez Pelayo y Pemán, retoma temas y prejuicios del catolicismo intransigente. El racionalismo, los enciclopedistas y los filósofos, son considerados el origen del comunismo. Sin embargo, el ataque más duro se dirige contra el liberalismo y el republicanismo, en particular contra los intelectuales españoles europeizantes a partir de Ortega y Gasset y Costa, y sobre todo, Giner de los Ríos y Gumersindo de Azcárate los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, «diabólicamente organizada para destruir en el pueblo el sentimiento cristiano y nacional». La denuncia se extiende también a la Junta de Ampliación de Estudios, al Museo Pedagógico Nacional y a la Residencia de Estudiantes, «con secciones masculinas y femeninas». El Ateneo, a su vez, presidido por Azaña fue «centro de conspiración republicana y antiespañola». Se culpabiliza la actuación débil de los gobiernos liberales, que no intervinieron contra los «profesores masones y judíos ni siquiera cuando actuaban como comunistas[9]», relanzando de esta manera la teoría del complot judeomasónico, un estereotipo de la propaganda franquista.
Un año después, el antiintelectualismo es reformulado por Pla y Deniel en Los delitos del pensamiento y los falsos ídolos intelectuales (1938). La carta pastoral denuncia los «pecados del entendimiento» no sometido al magisterio de la Iglesia e invoca una expurgación de las bibliotecas populares y escolares. Ésta fue sistemática y se extendió a las escuelas, las universidades y a todo el personal docente. De hecho, segmentos enteros del pensamiento político y filosófico fueron cancelados.
La representación de la República, como última y nefasta consecuencia de una cadena de catástrofes, es una tarea emprendida por muchos escritores e ideólogos del régimen. El mismo Pemán, desde 1933 protagonista de ataques contra la «traición» de los intelectuales responsables del advenimiento de la República[10], se dedica a este objetivo. En uno de sus libros de divulgación más conocido, La Historia de España contada con sencillez, relata el cuento de la República y de sus antecedentes. Es decir presenta una síntesis que comienza por los «males» del liberalismo, desde las «herejías» de las Cortes de Cádiz, definidas como «un conjunto variado y caprichoso de personajes y personajillos[11]», que hasta tuvieron la osadía de proclamar la libertad de imprenta, «o sea el derecho de decir cada uno lo que quisiese sin censura ni cortapisas». La República, llegada al poder ilegalmente, recoge el legado del liberalismo y es una concentración y alianza de todos los enemigos permanentes de España. Entre ellos Napoleón, que entró en España «detrás de la masonería»; Lutero, que lo hizo «detrás de los intelectuales anticatólicos e impíos», y hasta «los turcos detrás de los bolcheviques, asiáticos y destructores[12]». La República era anticatólica, antimilitar y separatista, y representaba el triunfo de la Anti-España. Sus crímenes: el incendio de iglesias y conventos y la destrucción de joyas y obras de arte, bibliotecas y archivos. El gobierno se dedicó a la «trituración de los cuerpos armados», expresión ésta que se repite en numerosos textos. El desenlace: agentes del gobierno asesinaron a Calvo Sotelo, mientras se preparaba el golpe «para establecer en España plenamente el régimen comunista».
Esta reconstrucción se encuentra, con pocas modificaciones, en una variada producción que va desde artículos de periódicos, catecismos, biografías, y sobre todo, manuales escolares. A los estudiantes se les enseña una concepción nacionalcatólica de la historia según el esquema que reproduce el ideario del catolicismo intransigente del siglo XIX. Corrientes de pensamiento y acontecimientos «modernos» son presentados como desviaciones políticas generadas por los «errores» teológicas y doctrinales; el pensamiento racional y laico se convierte en manifestación de «herejía» o «impiedad». En un manual de historia de 1954 se puede encontrar esta definición del hombre liberal: «El hombre del siglo XIX imbuido de ideas racionales… se emancipa de toda autoridad divina y humana, todo lo somete al juicio de su razón y surge el Liberalismo». Siguiendo el esquema de los catecismos[13], el libro examina las diferentes facetas del liberalismo. Así, en el orden moral y religioso: «pretende la justificación de todos los extravíos de la razón y de las pasiones desenfrenadas». Entre sus abusos: «la inhibición de los gobiernos en los litigios entre los patronos y los obreros[14]». El Syllabus y la encíclica Quanta Cura figuran como lecturas aconsejadas para la comprensión de los principales errores de los tiempos modernos: el naturalismo, el regalismo, el comunismo, el socialismo, el liberalismo.
Más articulada es la desacreditación de la República con ocasión de acontecimientos políticos destinados a legitimar interna y externamente el régimen. En el referéndum de 1947 sobre la Ley de Sucesión, debido a la apremiante necesidad de responder al aislamiento decretado por la ONU, se publica el libro El Refrendo Popular de la Ley Española de Sucesión, donde se propaga lo «inorgánicas» que eran las democracias europeas y se hace un recorrido de todos los fallos del sistema electoral y de representación. La deslegitimación del sistema parlamentario encuentra su banco de pruebas en la República de 1931, que habría resultado elegida con el 20% de los sufragios y proclamada «por una auténtica y sorprendente carambola política[15]». No se hace referencia al abandono del país por parte de Alfonso XIII ni al consiguiente vacío de poder. A la vez, se asegura que las elecciones de 1936 se habían desarrollado en un clima de guerra civil. Todo ello para destacar que el referéndum de 1947 expresaba la voluntad popular encarnada por el régimen de Franco, legitimado así por la «adhesión indiscutible y clamorosa de la inmensa mayoría de los españoles[16]». El mismo Franco en sus declaraciones al diario Arriba (18 de julio de 1947) lo definió como «un acto de democracia directa… sin mixtificación de ninguna clase de oligarquías políticas[17]».
El año siguiente se publica el libro La legalidad en la República Española, dirigido a demostrar detalladamente el «truco electoral» y la falsa democracia de la República, generadora de un clima de censuras, quema de conventos, deportaciones, y gobernada por «marionetas manejadas por la Tercera Internacional[18]».
Cuanto más apremiante resulta la necesidad de acreditar y mitificar la «nueva era» y a su jefe, tanto más tremendista y hasta grosera se hace la terminología antirrepublicana, mientras que la demonización de Azaña llega a niveles de paroxismo. La biografía-hagiografía de Franco escrita por Luis de Galinsoga (1956) describe en estos términos el clima del 9 marzo de 1936, día en que Franco dejó Madrid con destino a Canarias:
Todo el haz de la nación española era una pululación siniestra de aventureros y de patibularios precursores de la revolución roja que ululaba ya con inequívocos ruidos de tragedia, impaciente por quemar etapas y llegar a su meta última: el comunismo. En el Gobierno, Azaña capitaneaba una gavilla de sátrapas y malhechores, aventureros de la política empujados como peleles hacia el mismo fin siniestro de servidumbre a Rusia[19].
Al discurso crítico le sustituye el insulto y la demonización, dirigidos a crear un imaginario y un ideario fundados en el miedo y en la consigna, que perdurarán hasta finales de los años cincuenta.
El ingreso de las tropas franquistas en Madrid representó la culminación del ataque político y moral a la República comenzado en la zona «nacional» durante la guerra. La legislación se ocupó de abolir los Estatutos autonómicos de Cataluña y del País Vasco, gran parte de la reforma agraria y la libertad de prensa y de asociación; el estado de guerra permaneció hasta 1948. Se prohibió el culto público de religiones que no fueran la católica y se derogó la Ley del divorcio. La enseñanza perseguía una formación «eminentemente católica y patriótica», la universidad había de tener como guía «el dogma y la moral cristiana» y «los puntos programáticos del Movimiento»; se instauró la doble censura. Es decir, se anuló la ciudadanía como derecho de los españoles y se les impidió el conocimiento de su funcionamiento.
En las cartas pastorales y en otros escritos de la Iglesia vuelve a aparecer el término súbdito. Cuando se utiliza la denominación de ciudadano es en el sentido de acatamiento al Estado confesional, donde religión y política están perfectamente integradas.
Para las mujeres la cancelación de la República significó una específica marginación y una discriminación aplicada mediante una política de género que abarcó todos los momentos de su existencia, producto y esencia, al mismo tiempo, de la configuración del «Nuevo Estado».
«HACERSE MILICIANA»
VERSUS «LA MILICIA DE LA VIDA ÍNTIMA»
La anulación y la estigmatización de la República por parte del franquismo tuvieron múltiples consecuencias para las mujeres. Sus efectos negativos sólo se pueden medir teniendo en cuenta la significación que la experiencia republicana había supuesto para la redefinición de la ciudadanía femenina.
La II República favoreció el protagonismo de las mujeres en campos generalmente reservados a los hombres: desde la dedicación a profesiones jurídicas y al periodismo, hasta su participación en las Cortes y la actuación como dirigentes políticas e intelectuales comprometidas en el debate cultural. Cabe recordar a periodistas como Carmen de Burgos, Josefina Carabias, Magda Donato; escritoras como María Teresa León o María Martínez Sierra; conocidas intelectuales, como María Zambrano y Margarita Nelken; juristas como Clara Campoamor y Victoria Kent (que fue directora general de prisiones) y diplomáticas como Isabel Oyarzábal de Palencia, embajadora en Suecia. La propia Campoamor, además de haber participado en la comisión redactora de la Constitución, fue representante de la República, al igual que Isabel de Palencia, ante la Sociedad de las Naciones. Este protagonismo en puestos de dirección política alcanzó el nivel más alto con Federica Montseny y Dolores Ibárruri. Se trata de mujeres que contribuyeron a delinear una identidad ciudadana, en un momento de cambio y de apertura a Europa y a la modernización.
Indudablemente el hecho más destacado es la apropiación de la palabra pública en formas y modalidades nuevas. Las mujeres participaron activamente en mítines y en charlas públicas, dieron conferencias y colaboraron en experiencias innovadoras como las Misiones Pedagógicas. Es decir, comenzaron a tener papeles activos e incluso de dirección en la esfera pública. Durante el «bienio reformador» se puso en marcha, también para las mujeres, una concepción de la ciudadanía que, superando la formulación liberal —es decir como estatus individual— incluía también la idea de «práctica» ciudadana. Lo cual supone la adquisición de derechos junto a la asunción de responsabilidades en interacción con la colectividad[20]. Durante la República y la Guerra Civil las mujeres españolas se encontraron precisamente en esta encrucijada: la posibilidad de alcanzar una ciudadanía completa pero definida por «los deberes ciudadanos», según recita el manifiesto de la Unión Republicana Femenina, de noviembre de 1932. Todo ello ponía los cimientos para un cambio de mentalidad y el cuestionamiento de la construcción simbólica y cultural que había acompañado la discriminación de género durante siglos. Un cambio que desde luego dio lugar a conflictos.
La aprobación, con muchas dificultades, del sufragio activo y pasivo femenino por parte de las Cortes, el 31 de octubre de 1931, representó la superación del contraste entre la igualdad formalmente codificada y la exclusión de las mujeres de la plena ciudadanía. Un contraste que se remonta a la Revolución Francesa[21], y que había determinado significativas contradicciones en la tradición liberal, incluso en España. En efecto la formulación de los derechos del ciudadano como miembro de pleno derecho de la comunidad había sido incorporada en algunas constituciones del siglo XIX, reproduciendo la formulación de la declaración de 1789: «Todos los españoles son admisibles a los empleos y cargos públicos, según su mérito y capacidad». Se sobreentiende que la expresión, aparentemente neutral, «todos los españoles» se refiere en realidad a un sujeto concreto y dominante, es decir a los varones. Lo mismo vale para la expresión «sufragio universal».
La República había puesto en discusión, y no sólo a través de la concesión del voto, la unicidad del modelo femenino tradicional, el de mujer y madre destinada por «naturaleza» a la esfera privada. La derrota militar y la implantación del «Nuevo Estado» supusieron la liquidación de la experiencia republicana, incluyendo el protagonismo en la guerra, a través de distintas modalidades. El desmantelamiento del Estado laico determinó la supresión de la ciudadanía para todos. Sin embargo, para las mujeres, la redefinición de su identidad en cuanto sujeto integrante de la colectividad «nacionalcatólica», se produjo mediante un entramado de prohibiciones caracterizado por la recuperación de modelos de larga tradición. Todo ello fue reforzado además por la ocultación de la propia memoria de vivencias femeninas emancipadoras, debida también a la permanencia en el exilio de numerosas republicanas. Al mismo tiempo, la supresión de filones enteros del pensamiento liberal, socialista y anarquista impidió el conocimiento de aquellas fisuras y contradicciones que, respecto a la condición femenina, existían en su interior.
La visión del mundo, nacionalcatólica y dicotómica, inspirada en Menéndez Pelayo, y la estigmatización de los «heterodoxos» krausistas y de la Institución Libre de Enseñanza, comportaron durante años el desconocimiento de un paradigma de referencias y de experiencias que hubiera permitido revelar la superación del monolitismo cultural hacia las mujeres por parte de sectores liberales. Se condenan al olvido intelectuales como José María de Labra, un institucionista que, haciéndose intérprete del planteamiento de Stuart Mill, apoyó el reconocimiento pleno de la personalidad jurídica de la mujer, incluido el derecho al voto, en contraste con la tutela marital prevista por el código napoleónico. Lo mismo sucedió con el libro Feminismo (1899) de Adolfo González Posada, otro intelectual de la ILE, que captó la asimetría de género y desmontó numerosas identificaciones biológicas concernientes a la mujer. De igual modo, el término «feminismo[22]» fue casi desconocido hasta los años sesenta, salvo cuando se utilizaba seguido del adjetivo «cristiano», a menudo relacionado con aquella inagotable fuente de normas y ejemplaridades que le tocó encamar a Teresa de Jesús. Feministas pioneras como Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán fueron presentadas como intérpretes de una actuación promocional de las mujeres muy moderada y en línea con la tradición católica.
El derrumbe de todo aspecto de la laicidad y la modernidad republicanas trajo consigo la supresión del complejo itinerario hacia la superación de las discriminaciones de género, silenciando etapas importantes de la emancipación de la mujer. La condena del sufragio, en cuanto «inorgánico» al ser español y causa de desórdenes y alteraciones, según el ideario que acompañó la defensa de la «democracia orgánica», determinó reducir al silencio la obtención del voto femenino. Esta importante conquista fue ignorada por los textos de historia y ni siquiera aparece en la lista de las «funestas» reformas republicanas. Entre todas éstas es quizás la que sufrió mayor ocultación. Cuando se la menciona es para convertirla en una representación grotesca y deformadora del ser femenino. En los años cuarenta Pilar Primo de Rivera se refería al sufragio femenino y a la mujer parlamentaria «desgañifándose en los escenarios para conseguir votos».
Al divorcio se hacen más alusiones, en cuanto sinónimo de ruptura del orden familiar, social y religioso. En septiembre de 1939 se derogó el divorcio, aprobado por las Cortes republicanas en marzo de 1932. Esta ley había significado un importante paso adelante en la laicización del país y en la introducción del principio de libre elección de la pareja, a través de la separación por «mutuo acuerdo». Para las mujeres era un avance significativo hacia la construcción y la redefinición de sí mismas como sujetos autónomos.
Al divorcio se le denomina «ley votada por la República atea[23]», según la percepción de la Iglesia del momento, para la cual cualquier forma de modernización y de secularización representaba la línea divisoria entre creyentes y no creyentes. El sello confesional que motiva la derogación de la ley se contrapone rotundamente al espíritu laico e igualitario presente en el texto republicano. Como establece el preámbulo, el «Nuevo Estado» actúa en coherencia con la anunciada derogación de la legislación laica a los efectos de devolver «a nuestras leyes el sentido tradicional, que es el católico». Despreciando los principios jurídicos, la ley tiene efectos retroactivos. Las disposiciones transitorias establecen que: «las uniones civiles celebradas durante la vigencia de la ley… se entenderán disueltas para todos los efectos civiles que procedan, mediante declaración judicial, solicitada a instancia de cualquiera de los interesados». También determinan que el derecho sea sustituido por la moral, el criterio personal y la fe: «serán causas bastantes para fundamentar las peticiones… el deseo de cualquiera de los interesados de reconstituir su legítimo hogar o simplemente el de tranquilizar su conciencia de creyentes».
Igualmente, todo lo que se refiere a la participación de la mujer en la vida asociativa y cultural autónoma es objeto de desvalorización o de escarnio. El Lyceum Club y la Residencia de Señoritas son presentados como instituciones modernas, europeizantes y, por ende, «extranjerizantes», donde se realiza un estilo de vida destructivo de la esencia y la tradición españolas.
El escritor falangista Ernesto Giménez Caballero es uno de los primeros en señalar la relación entre la europeización de la República y la pérdida de la identidad nacional, subrayando su efecto dañino sobre las mujeres y transformando la promoción de la mujer en ulterior ejemplo de la actuación antipatriótica de la República. En Los secretos de la Falange condena precisamente la entrada de la mujer en espacios públicos y la asunción de prácticas modernas ilícitas, en cuanto ruptura del modelo tradicional —«la milicia de la vida íntima»— primer paso hacia la opción de hacerse miliciana:
De ahí que aquellas instituciones republicanas del Lyceum Club, y de las niñas universitarias, deportivas y poetisas, se esforzasen por hacer a la mujer española olvidar la milicia de la vida íntima, instigándola a fumar, a desnudarse y a jugar a la pelotita por la playa. Empujándola a hacerse miliciana[24].
Giménez Caballero se convierte en portavoz de un ideario que circula ya durante la Guerra Civil, tanto en los discursos de Franco como en las cartas pastorales, en los escritos de falangistas y de carlistas y que continuará prácticamente sin fisuras hasta los años sesenta. Es decir, la estigmatización como antipatrióticos y antirreligiosos de todos los comportamientos que mermen la cohesión ideológica del Estado dictatorial y confesional; por lo tanto, cualquier desviación respecto de la norma establecida se considera como un intento de trastocar el equilibrio político, social y moral. La recuperación de una idea de «nación» que tiene como punto de referencia el pasado tradicional y católico hace que la vocación europea y laica de la República sea presentada como un ataque a la unidad del país. La modernización de las costumbres es consecuencia y reflejo de una elección disgregadora. Ya durante la guerra en los periódicos nacionales aparecen mujeres con la mantilla como símbolo de la recuperación de la tradición.
Indudablemente la Guerra Civil significó una aceleración de las instancias emancipadoras puestas en marcha durante la República y la adopción de oficios y actitudes normalmente considerados masculinos. La misma posibilidad de ejercer la palabra pública en terrenos tradicionalmente masculinos permite a las mujeres, por primera vez en la historia de España, comprometerse en una oratoria política destinada a la movilización y a la participación en la lucha. Durante tres años, muchas mujeres —y no sólo Dolores Ibárruri y Federica Montseny con sus míticos discursos— hablaron en mítines y en reuniones políticas y sindicales, hicieron propaganda a través de la radio y los altavoces.
La participación de las mujeres republicanas en la lucha armada[25] fue en realidad escasa y duró poco, aunque inspiró una parte significativa de la producción iconográfica de la Guerra Civil. Y si los republicanos presentan a la miliciana combatiente como un símbolo de la emancipación femenina, para los «nacionales» la mujer «disfrazada de hombre» es la manifestación más irreverente de la destrucción de los papeles tradicionales. Ese mono azul la convierte en una especie de híbrido que la sitúa fuera del mundo civilizado y la transforma al mismo tiempo en portadora de violencia y de desorden. «Se vistió de hombre y actuó como el más salvaje de las hordas desencadenadas[26]», es el comentario que aparece al pie de una foto que representa una miliciana vestida con un mono azul y armada con un fusil.
La propaganda se encargaba también, a través de novelas y cuentos de alcance popular, de desacreditar a las mujeres combatientes presentándolas con caracteres feroces y como símbolo de degeneración moral[27]. Estos excesos en la representación deshumanizada y deformada de la miliciana, como parte de una lucha entre imágenes, se mantendrán por mucho tiempo.
En lo que atañe al protagonismo femenino falangista, ya durante la guerra los discursos de Franco y la propaganda «nacional», sobre todo en la literatura religiosa, insisten en el llamamiento a la vuelta al hogar como recuperación de la misión natural de la mujer. El trabajo en la retaguardia y el apoyo a los combatientes se enmarca dentro de la excepcionalidad del contexto bélico. Existe el temor de que, en la situación límite de la guerra, la transferencia de las actitudes «domésticas» hacia espacios y funciones extradomésticos (evacuación, alimentación, asistencia a los heridos, recaudación de dinero) pudiera contribuir a difuminar la relación jerárquica entre la esfera pública y la privada. Muchos son los instrumentos utilizados para mitigar una representación que pudiese significar una cierta superación de la «diferencia» femenina y cuestionar la discriminación y el entramado simbólico-cultural que la sostenía. El protagonismo femenino es presentado como excepcional y vinculado a la dimensión católica. Los talleres son bautizados con los nombres de Santa Teresa y de Isabel de Castilla, indicando la correspondencia con los modelos de la santa y la reina que empiezan a propagarse durante la guerra, de acuerdo con la reformulación de la identidad nacionalcatólica impuesta por el Estado confesional.
Consiguientemente, el alejamiento de la mujer de la política será preocupación constante no sólo de Pilar Primo de Rivera sino también de los jefes del Movimiento. Lo reafirma, en 1954, Raimundo Fernández Cuesta, secretario de Falange, en su discurso en el XVII Consejo Nacional de la Sección Femenina: «La Sección Femenina no ha venido al Movimiento para hacer política reclamando votos o envenenando al pueblo…»[28].
UN SIMULACRO DE CIUDADANÍA
La madre disimula todo lo defectuoso y cree todo lo bueno. La madre todo lo sufre y todo lo espera. La madre nunca se agota.
«Que tengamos madres de familia santas[29]».
La cancelación de un horizonte laico, y hasta de su memoria, significa la recuperación de la preeminencia de la Iglesia y de su orden simbólico en la conformación de la sumisión femenina, preeminencia que se presenta como un eje referencial incuestionable y permanente tan sólo interrumpido por la breve experiencia republicana. Ya a partir de la acreditación de la guerra como «Cruzada», acompañada por la interpretación de la misma como «penitencia de España» y consiguiente denuncia de la «mala prensa y las costumbres corrompidas», hace que las mujeres se conviertan en principal cauce de «enmienda» y de instrumento para la «recatolización» de España[30]. El Estado confía a la Iglesia el papel de pedagogo y de guardián de la «moral pública». Para las mujeres significa la cancelación de toda traza emancipadora y su adecuación a los modelos de comportamiento codificados por el Libro de los Proverbios, los tratados de los siglos XVI y XVII (Luis Vives, Fray Luis de León en particular).
Lo femenino predomina, en cuanto esencia innata sobre el estatus de ciudadana, y da lugar a un sentido de la existencia en función del otro, del marido, del hijo, del padre. De esta manera el confinamiento en el espacio doméstico puede contar con la amalgama entre la sacralización de la madre —«la madre santa» según se afirma— y las corrientes biologistas y positivistas. «La aguja es la gloria de la mujer. Así lo ha dicho Gina Lombroso», se escribe todavía en 1958[31].
Este planteamiento determina que lo público sea completamente absorbido por lo privado, lo cual significa el alejamiento del mundo del trabajo, en un contexto general, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta, caracterizado por la ausencia de todo poder de contratación y por la «armonía» entre empresarios y trabajadores, los denominados «productores». El disciplinamiento de éstos también requirió una patente y repetitiva demostración pública. Así que, suprimido el primero de mayo, la fiesta de la Exaltación del Trabajo, patrocinada por la Falange y convertida en representación de colaboración entre las clases que «desfilan en disciplinada unidad ante el Caudillo[32]», se celebrará el 18 de julio; en 1956, siguiendo las indicaciones de Pió XII, se restablece el primero de mayo transformado en la Fiesta de San José artesano. El Pueblo anuncia que «en toda España se celebró fervorosamente la Fiesta católica del trabajo[33]».
El encuadramiento de los trabajadores en los sindicatos verticales controlado por la Falange, la imposibilidad de ejercer presiones y la inexistencia de conflictos laborales (la huelga era «delito de lesa patria») tuvieron fuertes repercusiones sobre las mujeres. En los sectores de trabajo a los que tenían acceso (tabacaleras, textil, servicios, telefónica, trabajo domiciliario) quedaron expuestas a las discriminaciones. Se llegó a establecer, en algunos casos, la disparidad salarial por ley[34], mientras que, por ejemplo, el trabajo a destajo no tenía ningún tipo de control. Aunque la República no consiguió eliminar la disparidad laboral, abrió a las mujeres la posibilidad de denunciar el incumplimiento de la legislación haciendo presión sobre los sindicatos y los jurados mixtos, hasta a veces experimentando formas de asociacionismo dirigido a la defensa de sus derechos o a la conquista de mejores condiciones laborales[35].
Todo ello fue cancelado por la legislación franquista que procedió a la reformulación en clave gratificante del alejamiento del mundo del trabajo. Diversas leyes «protectoras», «mitigadoras» y hasta «liberadoras», según se las define, establecen la marginación, la discriminación salarial, la licencia marital y otras medidas que codifican la asimetría de género. En esta línea, la reproposición del código napoleónico —en el que aparece la «naturaleza» como factor determinante de una diferencia marginadora— sirve para recuperar todos los tópicos sobre la incapacidad femenina y la necesidad de que sea tutelada.
Con este fin se produce una re-semantización de los valores que pretende propagar un imaginario ennoblecido y sublimado del papel de esposa y madre, trasladando a la esfera doméstica códigos y significados propios del ámbito religioso y público. La familia se describe como lugar sagrado que, según Gomá, las mujeres deben transformar en «santuario[36]»; así que hasta los años sesenta se asiste a una mitificación del trabajo doméstico al que se le asigna la dignificación social y cultural femeninas. El hogar es el microcosmos en el que tiene lugar la simulación de cometidos organizativos, decisionales y administrativos propios del espacio público. Las labores del ama de casa se transforman en «ciencia doméstica[37]», la mujer «es el Ministro de Hacienda[38]» y el hogar «escuela doméstica de diplomacia[39]».
Por otro lado, la maternidad se convierte en un carácter identificador de la mujer, que la acompaña también en sus eventuales actuaciones públicas. Lo declara el propio Pemán en el manual, compendio de todos los estereotipos de género, que titula De doce cualidades de la mujer: «La mujer sale cada vez más a la vida pública, pero sale con su intacto sentido maternal[40]».
La cancelación de la República se realiza no sólo mediante la promulgación de leyes discriminatorias sino también difundiendo una concepción de la mujer compacta y monocorde. En este ámbito se sitúa también el protagonismo promovido por la Sección Femenina. En particular Pilar Primo de Rivera, exhorta a que el papel biológico —la reproducción, las madres sanas— y los deberes domésticos reflejen la tarea patriótico-religiosa confiada a las mujeres. La acentuada valoración otorgada a esta «misión» busca en realidad compensar la fuerte limitación de sus derechos. En cambio, a las afiliadas se les presenta el trabajo asistencial y de formación de la mujer como una participación dinámica y promocional en la escena pública, una especie de simulacro de «ciudadanía».
Pero ¿cuál es la actitud de la Sección Femenina frente a la República y a los derechos conquistados por las mujeres? El análisis de algunos de los principales instrumentos dirigidos a la formación de las maestras o de los manuales de Formación política, permite concluir que a finales de los años cincuenta el planteamiento y el ideario propuestos no han cambiado respecto a los años cuarenta. Por ejemplo, no se hace ninguna referencia al sufragio femenino ni al divorcio, ni mucho menos a otras conquistas femeninas de la República. También los manuales femeninos falangistas son unánimes en la condena del liberalismo, presentado como una desviación religiosa y política, un hito nefasto causante de todos los futuros males de España, condensados en la República, último eslabón de una cadena de «fracasos». En el Texto de Nacional Sindicalismo para el bachillerato, rico en referencias a Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Vázquez Mella, los orígenes del liberalismo se definen así:
Nace de la negación del pecado original y de la primacía de la voluntad sobre la razón. Al no creer en el pecado original, puede creer que el hombre es naturalmente bueno y que en manos de la sociedad se corrompe: por consiguiente, interesa dejarle en plena libertad[41].
Todavía en 1959, en la Enciclopedia Elemental[42], utilizando la fórmula de preguntas y respuestas típica del catecismo, a las maestras se les enseña el «fracaso» de la República como un gobierno que, arrastrado por «los marxistas», se caracterizó por el «desorden y el caos», se dedicó a «herir sentimientos» y a hacer «escarnio de la religión». No hay referencias al papel de las mujeres en los años republicanos, en cambio se alude al protagonismo de las «camaradas» en la Guerra Civil. Se dibuja un modelo de heroísmo centrado en la operatividad, en la asistencia y en la entrega. Se exalta el papel extraordinario, aunque muy femenino, de las falangistas durante el conflicto, subrayando su alejamiento del heroísmo masculino. La muerte heroica resulta ser una pertenencia de género, pues «por su temperamento» la mujer soporta mejor «la constante abnegación de todos los días que el hecho extraordinario». Como ejemplo se remite a las «camaradas» María Paz Unciti, las hermanas Chablás, Sagrario del Amo y María Luisa Terry, «asesinadas por lo rojos» por asistir a los soldados y a los heridos del frente. El relato del protagonismo de las falangistas en la guerra parece obedecer a la consigna, ya anunciada en el Estatuto de 1937, de un papel unilateral «de perfecto complemento» del hombre y que evita cualquier aspiración a ponerse en plano de igualdad respecto de los «camaradas» falangistas, según insistía Pilar Primo de Rivera en sus discursos.
El manual Formación Política[43] (conocido como «el libro verde») utilizado a finales de los años cincuenta repropone el relato de la Enciclopedia. En el Prólogo se aclara que las clases teóricas, dirigidas a las Flechas, están redactadas en forma de preguntas y respuestas «para que las aprendan sin errores», según un modelo de adoctrinamiento fundado en la reiteración y que no prevé ni deja espacio a la reflexión crítica ni a la discrepancia o al desacuerdo.
La República, cuya primera culpa sería la eliminación de la bandera nacional, es caracterizada a través de las mismas frases. Sólo se acentúa la descripción del escenario de violencias y represión dirigidas, sobre todo, contra los militantes falangistas y el «mártir» José Antonio. Ante este «desbarajuste», el Ejército y Franco no tuvieron otra alternativa que intervenir. A su vez, el liberalismo y la democracia, causantes de la «descomposición histórica de España», de los separatismos regionales y de las divisiones en partidos políticos, son definidos como «sistemas políticos que están deshaciendo al mundo[44]». Frente a la Guerra Civil se reitera el modelo del «verdadero heroísmo» femenino.
Esta representación, que repite de forma simplificada un ideario recurrente y una concepción de la historia como fábrica de pensamiento mítico, y caracterizada por la división entre lo bueno y lo malo, perduró hasta los años sesenta. Habrá que esperar los años setenta, cuando la movilización contra la dictadura fue acompañada por la creación de espacios culturales autónomos por parte de las mujeres. Fue entonces cuando los testimonios de la expresas políticas (comunistas, socialistas, anarquistas que habían pasado numerosos años de cárcel por haber defendido la República o por haber militado en organizaciones clandestinas), el retorno de las exiliadas y la publicación de sus autobiografías, y los primeros trabajos sobre el protagonismo femenino durante la República y en la Guerra Civil[45], plantearon la necesidad de hacer visible la historia y la memoria del complejo itinerario de las mujeres hacia la ciudadanía.