Epílogo: Memoria de la República en tiempos de transición
Epílogo: Memoria de la República en tiempos de transición
JULIO ARÓSTEGUI
Universidad Complutense de Madrid
Como se sabe bien, los tiempos de la transición posfranquista, los que nos sacaron de la dictadura, no fueron propicios para la memoria. Como entonces algunos, y muchos más después, nos han recordado, aquéllos fueron, precisamente, tiempos más bien de desmemoria. Tanto que, más tarde, recordar lo que se olvidó entonces suena a otros a saturación de la memoria. Todos sabemos, decía en aquél el tiempo José Vidal Beneyto, que «la democracia que nos gobierna ha sido edificada sobre la losa que sepulta nuestra memoria colectiva». Veinte años, más o menos, entre 1975 y mediada la década de los noventa del siglo pasado, ha permanecido vigente este tiempo de desmemoria de nuestros conflictos del pretérito más cercano a los que justamente este proceso de la transición pretendía buscar un lugar, dotar de un entorno y, sobre todo, mantener a raya porque vivíamos tiempos de superación, reconciliación y, preferiblemente, olvido del pasado.
Desde mediados de la década de los noventa estas percepciones han cambiado mucho. Casi han dado un giro de ciento ochenta grados. Lo que entonces era desmemoria podríamos decir que ha llegado a ser hoy un cierto desorden de la memoria. Y se ha dicho también que ni el pasado ni el futuro eran, o son, ya lo que fueron. Y es que la memoria de nuestro pasado reciente y conflictivo es compleja y poco apacible. Por eso, la «historia de la memoria» tiene que convertirse a veces necesariamente en la historia de las amnesias, cuando no en la historia de las ocultaciones. La memoria tiene las mismas carencias y lagunas que nuestra propia historia.
Las relaciones entre la Memoria y la Historia son, sin duda, bastante menos lineales de lo que podría suponerse. Casi no se puede, o no se debe, hablar de una «memoria histórica» como elemento objetivo de cohesión o, por el contrario, como factor de conflicto en el seno de una determinada colectividad, porque esa contraposición tiene escaso sentido. La memoria es siempre conflictiva, nunca es una variable definible en el mismo sentido por todos los que la comparten. La memoria está siempre extremadamente fragmentada, de acuerdo con la naturaleza misma y las formas de la estructura social; hay diversas memorias sociales que tienen como sujetos grupos diversos. Lo que no excluye la presencia de una memoria dominante.
REPÚBLICA Y MEMORIA
La instauración de una República un cierto luminoso 14 de abril no fue en modo alguno el resultado de una transición, sino el producto, advenido de forma impensada, seguramente, de una voluntad revolucionaria explícitamente mostrada. Por aquí empieza el contenido traumático de un cambio que no ha dejado de producir polémica. La República como el resultado inesperado, y aún negociado, podría decirse, no fue nunca una transición, aunque algunos hayan querido verla así bajo el influjo de transiciones posteriores. Es completamente inapropiada la afirmación de Shlomo Ben Ami de que estamos ante «una transformación que mutatis mutandi posee algunas sorprendentes analogías con la transición del franquismo a la democracia en los fines de los años setenta[1]». En modo alguno fue así. Lo que estamos es ante una revolución puesta marcha con el protagonismo de la pequeña burguesía y el «movimiento obrero organizado» que pudo materializarse gracias a una alianza de clases por más circunstancial que fuese. Al pretender que fue una transición se busca, posiblemente, dar una concreta interpretación del periodo 1931-1975, zona «entre dos transiciones», que falsea completamente tanto el significado de los proyectos políticos presentes en las clases sociales españolas en los años treinta, como la significación del régimen de Franco[2].
La República, ciertamente, ha sido objeto y víctima de mala memoria en el tracto final del siglo XX de la historia española. Tendremos que indagar algo, aunque no sea más que de forma reflexiva e impresionista, modo ensayístico, no con los instrumentos de una rigurosa investigación, sobre las razones de esta carencia, pero conviene advertir ya que una mala memoria no equivale en forma alguna a una mala historia. La memoria y la historia no son en absoluto variables o factores culturales correlativos. No, en absoluto. A veces, incluso, son inversamente proporcionales, lo que también es explicable. Por ello resulta inútil que intentemos argumentar sobre «la saturación de la memoria» diciendo que se han escrito muchos libros de historia, lo que, al parecer, hace saturarse la reivindicación o la necesidad de la memoria. Mal entendimiento es éste de la cultura y el impulso social, colectivo, por la memoria.
La República hemos de entenderla como un momento crucial de la historia de España en el siglo XX, que en el tiempo que sigue inmediatamente a la muerte del general Franco, tiene distinta dificultad de medida según se atienda especialmente bien a su significado social general o a su presencia en el discurso político y a su peso consiguiente en la acción política. Un análisis de la primera de estas dimensiones es naturalmente más difícil. Pero una y otra deben ser atendidas al hablar de la memoria republicana. Significación social y discurso político tampoco son realidades correlativas, no están siempre interrelacionadas en el mismo sentido. No son proporcionales. A veces, significación colectiva y trascripción política de ella pueden no sólo no coincidir sino estar francamente encontradas. Y eso es lo que, a nuestro juicio, ha ocurrido con la imagen de la República y la guerra civil que le puso fin en el tiempo de la transición posfranquista y en el que le siguió inmediatamente.
Porque la mala memoria de la Segunda República española no es cosa, únicamente, de los tiempos de transición, sino que lo ha sido también de los tiempos de tribulación anteriores y de los de reconciliación posteriores a este evento central del final del régimen de los vencedores de la Guerra Civil. Hasta ahora, la República no fue nunca bien recordada. La razón de esta amnesia no precisa de instrumentos freudianos para aclararla: la memoria de la República, más aún, la imagen de la República (y ya nos advierte Ricoeur que memoria e imagen son cosas distintas) nos trae siempre la imagen inmediata y ominosa, el espectro, de su final trágico, de la Guerra Civil. Y, como dijese en una declaración oficial el gobierno socialista de 1986, «[La guerra] es definitivamente historia, parte de la memoria de los españoles y de su experiencia colectiva. Pero no tiene ya presencia viva en la realidad de un país cuya conciencia moral última se basa en los principios de la libertad y la tolerancia».
La República podía ser así difícilmente considerada una experiencia luminosa, porque concluyó en la más absoluta oscuridad. Para decirlo en términos más sencillos: la memoria de la República española de los años treinta nunca pudo ser buena porque jamás pudo desligársela de la Guerra Civil. Nunca pudo hacerse una disección lo bastante nítida y tajante como para poder establecer que la experiencia republicana no desembocó en guerra civil sino que fue destruida con la guerra por aquéllos que siempre, desde su implantación, quisieron destruirla.
La República española de 1931 no ha constituido por sí misma, con independencia de la Guerra Civil, en todo el largo tracto histórico que va de la posguerra española a los años 90 un lugar de memoria preciso y sí lo han sido otros muchos hechos, procesos, movimientos y líneas relacionados con ella, dentro y fuera de España. Porque la argumentación que desarrollamos, desde luego, no incluye, como no puede ser de otra manera, la España del exilio. Precisamente el lugar de la memoria republicana fue el exilio exterior. Ni siquiera el exilio el interior la hizo suya.
UNA LARGA DESMEMORIA…
La desmemoria acerca de la República en los años posteriores a 1975 tiene, a nuestro modo de ver, varias profundas razones que sería conveniente analizar de forma separada. Podrían reunirse, más o menos, en este tipo de consideraciones que proponemos hacer a continuación.
La República como régimen no fue reivindicada prácticamente por nadie en los años de la posguerra (con la excepción siempre, claro está, repetimos, de la España del exilio, y no de manera completa). La generación nueva que aparece a la vida política en los finales de los años cincuenta y primeros sesenta del siglo pasado, y que tiene como entelequia propia la de la oposición al franquismo, no reivindica la República. Reivindica la democracia.
El fenómeno político que se desarrolla en la transición española tiene, sin duda, unos precedentes políticos discernibles mucho más antiguos. Indudablemente, los orígenes inmediatos económico-sociales y político-culturales de la transición posfranquista es preciso buscarlos en los años sesenta, pero los orígenes remotos son aún anteriores. Esa precisa ubicación de los orígenes de la forma adoptada para salir de la dictadura explica ciertas conformaciones de la memoria histórica. La República empezó a ponerse en duda muy poco después de ser derrotada. Las primeras de tales dudas aparecen ya en 1945, recién derrotados los fascismos, y cuando se abre el momento de mayor lucha contra el franquismo de posguerra, cuando se esperaba que las potencias vencedoras ayudarían a su descabalgamiento definitivo. La opción pensada entonces por ciertos líderes en el exilio no es el regreso, sin más, de la vieja forma republicana, sino un proceso de «transición y plebiscito» que propugnan determinadas fuerzas antes republicanas, a cuya cabeza se va a encontrar el viejo líder socialista Largo Caballero, apoyado esta vez por Indalecio Prieto, cuando parecen materializarse las posibilidades de que Franco fuese obligado a dejar el poder[3]. A la muerte de Caballero fue Prieto el que mantuvo viva esa llama y fue el más firme contradictor de la instauración de un gobierno republicano en el exilio. Años después el PCE empezaría la predicación de una política de «reconciliación nacional», desde 1956, en la que es poco seguido, como había ocurrido con anteriores iniciativas comunistas. Tampoco esa iniciativa incluía la vuelta a la República.
Un hecho más ruidoso es, sin duda, el acuerdo al que llegan los opositores al régimen en la célebre reunión del Movimiento Europeo, reunido en 1962 en Munich, hecho al que el régimen consagró como «contubernio de Munich [4]». Salvador de Madariaga dijo ante ese pleno del IV Congreso del Movimiento Europeo: «la guerra civil ha terminado el día 6 de junio de 1962[5]». Es muy probable que aquello fuera el primer real exorcismo del espectro de la Guerra Civil y en ese sentido fue un precedente claro de lo sucedido después. Tampoco entonces la vuelta a la República fue proclamada como la solución para la falta de libertades que experimentaban los españoles. La ausencia del PCE de aquel contubernio es harto significativa. En cualquier caso, allí se diseñó realmente un adelanto de lo que luego sería un bloque reformista, que parece una premonición de lo que sería el posterior de 1976.
La gran reivindicación política de la oposición antifranquista hasta la desaparición del régimen del general Franco es, pues, la democracia genéricamente entendida, con abstracción del régimen preciso en que ella se plasmaría. Nunca se pediría la vuelta a la República.
Entre las mismas vicisitudes del régimen se articulan también una memoria social y una memoria histórica de la República y de la Guerra Civil que atravesarán por dos coyunturas históricas significativas, con independencia de aquella misma que generó en su momento el propio episodio de la Guerra Civil. La primera de ellas es la de los años 1961-1964, cuando el régimen de Franco emprendió una política enteramente nueva con respecto a las tragedias de los años treinta, una consideración en modo alguno «reconciliadora», pero sí, al menos, despojada de su permanente visión en negativo. Los horrores de la República habrían sido superados en una guerra decisiva, diría a partir de entonces el régimen, que había hecho posible la prosperidad española que se alumbraba en aquel momento. Era el eslogan célebre de los veinticinco años de paz, el punto de partida de una España nueva y desarrollista y ello la legitimaba y legitimaba al régimen mismo. La gran perdedora en esta imagen es precisamente la República y ello era lo que se pretendía.
La otra gran coyuntura fue, justamente, la de la transición política, a partir ya de la muerte de Carrero Blanco en 1973, en cuyo transcurso las tragedias de los años treinta, más la Guerra Civil que otra cosa, juegan un papel de importancia que, en cualquier caso, hay dificultades para calibrar con exactitud y peligros de valorar equivocadamente, casi siempre por exceso. Esa segunda coyuntura no creemos que adquiera una nueva dimensión sino a mediados de los años ochenta cuando se demanda una nueva consideración de la Guerra Civil. Una consideración también, desde luego, en la línea reconciliadora.
La transición política posfranquista, estrechamente condicionada por los planteamientos finales del régimen y de sus reformistas internos, que tienen previsto ya un modelo de salida del régimen que incluye la instauración monárquica, arruina igualmente, margina, la presencia republicana como aspiración política concreta y como ideal democrático. El proceso descrito como «de la ley a la ley» da por supuesto que el régimen político es la monarquía. La no discusión del régimen monárquico es uno de los «pactos» implícitos entre fuerzas sobre los que opera la que ya será «reforma» política y no la «ruptura», revolucionaria, democrática, pactada o cualquiera de las demás conceptuaciones que van desgranándose con rapidez en un tiempo de intensas negociaciones. El término ruptura deja de definir pronto la real entidad del proceso de cambio. El régimen político viene dado. La República queda, una vez más, fuera del horizonte de las reclamaciones y del de las aspiraciones.
La España de la transición, si se entiende con ese término el periodo político intenso que se vive en España entre 1975 —si no antes—y la relativa normalización del sistema democrático que se opera en 1982, con el triunfo socialista, opera siempre sobre el proyecto histórico de la reconciliación entre los españoles, de la superación del pasado, el olvido de los conflictos anteriores… La República, con su desembocadura en una guerra civil es la contraimagen de este sentido de la reconciliación. Es más o menos, la prefiguración de la discordia, la desunión, el enfrentamiento. La memoria del pasado político que opera en la transición tiene como punto central de referencia la guerra civil que funciona sistemáticamente como imagen negativa, reductora y limitativa. La guerra es precisamente el umbral a no atravesar. La Guerra Civil y su recuerdo condicionarán muchos comportamientos políticos. El ideal republicano quedará descartado porque su imagen acarrea excesivos reflejos negativos.
Tal vez, semejante mensaje está dirigido específicamente a la oposición externa al franquismo y al antifranquismo militante. Sería justamente la ruptura como salida final del régimen la que esos sectores presentarían como un proceso de no-reconciliación y un proceso violento. En definitiva, y esto nos parece el proceso clave, la transición española se hizo sobre la negación de la discordia y el conflicto y la República apareció siempre ligada, entre los años setenta y los noventa a la imagen de la Guerra Civil. Inseparablemente ligada. Y fue olvidada, preterida o apostrofada en la misma medida en que lo era la guerra. Por ello no ha habido una verdadera memoria de la República durante una generación.
No ha habido una memoria activa y constructiva de la República en los proyectos políticos, ni en el imaginario cultural, ni en el acervo de la ética pública, ni en ningún otro sentido de las políticas públicas cuya huella sea visible. La República no formó parte del lenguaje político de la transición ni del de las dos décadas que le siguieron. Se trata de un clamoroso silencio que merece que en algún momento le dediquemos una investigación más a fondo. Los gobiernos del PSOE durante catorce años nunca promovieron una recomposición de esa imagen de la República, de la misma manera que propendieron a pasar sobre la imagen de la guerra como aquélla de los males no repetibles.
…Y UNAS NUEVAS MEMORIAS
La idea de la Guerra Civil como la materialización de un fracaso de la República ejerció un papel esencial en los comportamientos políticos de la época de la transición y ha llegado a estar muy generalizada entre divulgadores, periodistas, historiadores, etc. Un periodista notable, Javier Pradera, señaló que: «La memoria de la guerra civil y la voluntad de impedir la repetición de sus horrores desempeñaron un papel decisivo a la hora de posibilitar la transición desde el franquismo hasta la democracia y de cerrar el paso en 1981 al golpe de Estado militar del 23-F». Algo que es en sí mismo perfectamente plausible esconde, precisamente, esa idea del fracaso republicano, de la utopía republicana como algo a lo que debe renunciarse, y el hecho de que fue la memoria de ese fracaso la que acarreó las mejores esencias de la transición se convierte en un dogma cuya relevancia no podemos medir y, por tanto, en una afirmación trivial y en gran medida gratuita.
Esta memoria del fracaso republicano es, en todo caso, difícil de medir. Depende del discurso en que se inscribiese. De ella podía desprenderse una cierta forma de catarsis colectiva: una idea de fracaso colectivo que era preciso superar. En realidad, la memoria imperante en la transición funciona así. La guerra civil de 1936 acabó siendo vista como la de los locos y la de la «locura colectiva». Como visión superficial y oportunista ello no es sino un despropósito difundido por algunos publicistas especialistas en la recreación de temas históricos, como Fernando Díaz-Plaja y otros. Pero es cierto también que a ese coro y al de los que llamaron la atención sobre el «peligro» de rememorar la Guerra Civil se sumaron autores de renombre e historiadores. Así Carlos Seco, entre los historiadores, Laín Entralgo o Julián Marías, entre los ensayistas. Anteriormente ya hemos señalado que uno de los más serios errores que se cometen en el enjuiciamiento de la Guerra Civil procede de la identificación indebida de la crisis de los años treinta con la propia forma política republicana. Una cosa es la crisis española y otra que la República fuera la llamada a resolverla. La República en manera alguna creó la crisis; la cuestión real es que no la resolvió…
El efecto ejemplarizante y coactivo de la memoria de la Guerra Civil en el final del régimen de Franco no parece discutible, aunque es difícil que podamos calibrarlo exactamente en su completa operatividad histórica. Es preciso distinguir, entre líderes políticos y masa, entre corrientes políticas, entre territorios diferentes. No sabemos si la fijación de la memoria del fracaso tiene como referente la crisis de los años treinta, el alzamiento militar y la guerra subsiguiente o la idea genérica de un enfrentamiento fratricida y sangriento…
Pero en la transición y postransición, la ideología del que sería, en definitiva, el partido dominante, en especial en la década de los ochenta, el partido socialista, debe ser objeto de algunos comentarios específicos en cuanto al comportamiento de sus dirigentes y su constante actitud ambigua hacia el pasado, lo que no debe descartarse que, tal vez, fue una de las claves de su éxito. El caso del PSOE es de gran interés porque se trata de una organización política que integra historia y relevo generacional. Recuerda este caso el de una cierta «lucha contra la memoria histórica» de los hechos concretos, pero no del pasado en bloque, en una posición sistemáticamente ambivalente hacia ese pasado. «El PSOE habla mucho del franquismo y prácticamente nada de la guerra civil», dice acertadamente Paloma Aguilar.
Mucho menos aún habló en estos momentos del hecho republicano, cuando precisamente fue el socialismo uno de los soportes esenciales de aquel régimen. Pero este discurso centrista es optimista frente al pesimista de UCD… El PSOE se abstuvo siempre de reivindicar a los vencidos, al contrario que el PCE. Y la relación que esto tiene con la integración en el partido de muchos de estos vencidos históricos no puede ser más paradójica: éstos se encuentran entre quienes más alientan y sostienen esa pérdida de la memoria histórica.
Parece, sin embargo, como si el PSOE, tan desdeñoso de su propia memoria histórica, hubiese acertado con el camino correcto de evitar los errores del pasado; los tres grandes errores, los cometidos con el Ejército, la Iglesia, la Educación. La historia de la evolución del socialismo, de la evolución del PSOE desde 1974 quiero decir exactamente, muestra claramente cómo esa evolución ha llevado a la perversión continua de la imagen de su misma historia en los años treinta. El nuevo PSOE jamás quiso saber nada del significado para su propia historia de la aventura de los años treinta; pretendió, a través de sus agentes en el aparato cultural que él mismo estructuró luego desde el poder, hacer válida la idea de que el gobierno del PSOE en los años ochenta era «la primera democracia» que el país había tenido. Una rotunda y falaz mentira.
Pero esta manipulación de la historia se apoyaba en una realidad histórica evidente: en el PSOE se había realizado la renovación generacional como en ningún otro partido histórico español; y pudo interpretarse que esa renovación iba en el sentido del progreso del país. Muchas gentes del propio partido han podido ver que esa renovación generacional ha significado tal despojo de memoria histórica que el socialismo histórico renunciaría a casi todo su legado en catorce años de poder. Esto era ya imaginable en plena época de la transición. La desembocadura fue la pérdida absoluta de casi todo referente histórico por parte del aparato y la dirigencia del partido.
Por otra parte, el diseño institucional de esa nueva España democrática tuvo también un componente de reflejo histórico que no es posible eludir. Es seguramente en tal diseño donde se encierran los reflejos más historicistas de todo el proceso. En el diseño de los Poderes, del sistema electoral. En los reflejos de los nacionalismos. Pero las soluciones que la República aportó eran desde luego más diáfanas y más radicales, aunque tuvo menos tiempo para experimentarlas. Tras el consenso de los «padres de la Constitución» estaba, sin duda, esta imagen de los años treinta y pretendieron a toda costa superar los escollos de entonces. Como ya hemos señalado, el proceso en general estuvo presidido por la voluntad y la retórica de la reconciliación.
La cuestión de la memoria de los años treinta en cuerpos fundamentales del Estado y en instituciones públicas de enorme influencia en el país es algo que todos suponemos y que, sin embargo, carece prácticamente de análisis empíricos. Qué significó en la época de la transición la visión del pasado, y las responsabilidades por él, para instituciones como el Ejército, la Iglesia, la Magistratura, son cuestiones conocidas en líneas generales, rastreables a través de muchos indicios, pero sometidas siempre a lo opinable y a las particularizaciones, ante la falta de conocimientos contestables empíricamente sobre tales extremos. La Iglesia, por ejemplo, sólo rectificó su posición acerca de la Guerra Civil bien avanzados los años sesenta gracias a la influencia del Vaticano II y a que su nueva posición frente al régimen empezó a cambiar. Sólo avanzados los años ochenta habló de nuevo del asunto[6].
El problema del Ejército era bastante más delicado por la índole misma de la institución armada. Por ello, la memoria de la República y de la Guerra Civil en la transición está estrechamente ligada a la cuestión militar en el sentimiento de la población[7]. Bajo el franquismo, el Ejército siempre estuvo en situación de «ocupación de su propio territorio», estrechamente atado todavía a la idea de la «Cruzada». Según Gutiérrez Mellado sería uno de los ejércitos «más viejos» del mundo, por lo retrógrado y por lo que la oficialidad tardaba en sus ascensos en la escala de mando siendo alcanzados los grados a mayor edad[8]. Cuando muere Franco el Ejército es visto como un bunker, pero parece claro que dentro de él había diversas realidades y algunas divisiones. Toda su cúpula de mando, no obstante, había vivido la Guerra Civil. Los generales De Santiago e Iniesta Cano hablarían en una carta pública a Suárez de traición al régimen ya en septiembre de 1976.
Aunque a veces haya podido no parecerlo, fue la derecha española en todas sus variantes la que se mostró más contraria al reconocimiento de la necesidad nítida de superación del pasado, de una manera más o menos decidida y más o menos clara. Y en ello ha perseverado, con casi los mismos argumentos hasta hoy. Precisamente en la votación de la Ley de Amnistía de 14 de octubre de 1977, la derecha se negó a votar positivamente con la increíble argumentación de que ello representaba un inadmisible borrón y cuenta nueva. La derecha de tradición franquista no sólo no ha hecho nunca una mínima exculpación por la tremenda tragedia de 1936, sino que pretendió que se exculparan los demás. Por ello resulta casi increíble el sentido de la nota del gobierno socialista en julio de 1986, cincuentenario de la Guerra Civil, haciendo equiparables ambos bandos y una alabanza de quienes lucharon contra la democracia.
UNA ESPERANZA MÁS LUMINOSA.
Tuvieron que llegar los años noventa del siglo pasado para que pudiésemos hablar de una primera recuperación de la memoria y de la imagen republicanas referida a una más clara percepción de su sentido central como imagen y memoria de la crisis de los años treinta. Y, lo que es seguramente más importante, para que esa imagen-memoria empezase a ser disociada del hecho de la Guerra Civil. De la misma manera que, según Paloma Aguilar, el pacto implícito de no emplear la Guerra Civil como argumento en las confrontaciones políticas que se materializa desde 1975 —que es, posiblemente, el resultado más tangible de un supuesto «pacto de silencio» sobre el pasado— llega a su fin en torno a la lucha electoral en las elecciones de 1993, la imagen de la República empieza a aparecer de una nueva forma también en relación con esa ruptura. Sin embargo, en los años noventa aún no se había operado la disociación de la que hablamos.
Se trataría ahora de volver a un memorial del pasado que comienza por ligarse a la idea de legitimidad y la idea de que la reconciliación es una falsa reconciliación. 1996, sesenta aniversario del comienzo de la Guerra Civil no repara aún en la identidad republicana, pero, en alguna manera, reabre un debate puesto en sordina durante veinte años. Es decir, en 1996, aún con pocas publicaciones por la efemérides, las dos ideas de la guerra vuelven al campo de batalla. Sería la derecha intelectual y política más que la izquierda la que reabriera el debate sobre el significado de la Guerra Civil. Volverían a la palestra las viejas versiones de los vencedores, silenciadas antes por las posiciones reconciliadoras. La izquierda empezará a reivindicar la legitimidad del régimen destruido a partir del golpe de 1936.
Un recrudecimiento de la pugna ideológica sobre el pasado acompañó a esa subida por vez primera en la postransición de la derecha al poder. Se abrieron ocho años que han representado una nueva época en esta historia de la memoria republicana y se ha tratado de una historia paradójica y, a la postre, reivindicativa y renovadora. Los primeros años del nuevo siglo han estado marcados por una rápida derivación hacia la nueva memoria de la República. Son otras gentes, otra generación, la que vuelve a remodelar la imagen republicana.
Justamente, al alcanzarse una nueva efemérides redonda, el 75 aniversario de la instauración de aquel régimen, que atravesamos en este año 2006, y el 70 aniversario del comienzo de su destrucción, es decir, del golpe de julio de 1936, la República alcanza una materialidad de objeto mnemónico. Se hace patente un virtual espíritu republicano, pero algo más que ello: aparece una reclamación de valores republicanos. Hay un entronque de esa memoria con nuestro presente. Además, estas nuevas efemérides decenales se suceden sobre el contexto y sustrato de nuevas reivindicaciones culturales e intelectuales sobre la memoria del pasado conflictivo español y las formas de su superación. Sobre las vías ya marcadas por movimientos nuevos, muy ligados a caracterizaciones generacionales, que discuten los parámetros históricos sobre los que se hizo la transición —obra de la generación anterior, la que gobernó en los años ochenta— que estiman que el silencio sobre el pasado republicano fue tan injusto como distorsionante y, a la postre, políticamente inútil. Esto hace que la reivindicación del espíritu republicano, e, incluso, de las virtudes políticas de un régimen tal se haya convertido en un hecho común que está en la calle. El año 2006 ha sido ya políticamente declarado el «año de la memoria». A nadie se escapa que esa memoria no es sólo la de las víctimas de la Guerra Civil, sino la de la situación política que defendieron las víctimas perdedoras.
El setenta y cinco aniversario de la instauración de la República ha reabierto el debate sobre su significación y la del conflicto que la segó. Si el levantamiento antirrepublicano había sido ya condenado políticamente años antes, exactamente, en 2002, ahora se recupera la propia significación del régimen republicano. Es verdad que en la memoria colectiva que nos ha precedido los problemas de los años treinta quedaron confinados a la discusión y consideración erudita o al debate político. Ahora, está claro que en el debate político tienen un papel nada despreciable, como nos han demostrado la prensa y el libro nuevamente. Pero han pasado en cierta manera a ser un debate de los medios y de la calle. Los años treinta siguen siendo una referencia ineludible de la vida intelectual española y en buena manera de la literaria y artística. El triunfo de la derecha en las elecciones de 1996 reabrió el debate político. Ocho años después, pareció como si de nuevo un cierto propósito de adivinación del futuro tuviera que tener presente nuestro trauma esencial del siglo XX. En el año 2006, se miraba la obra republicana con «orgullo, modestia y gratitud»…