Capítulo 8.El problema militar
CAPÍTITULO 8
El problema militar
GABRIEL CARDONA
Universidad de Barcelona
EL REFORMISMO MILITAR
Cuando se proclamó la II República, España llevaba largos años desprovista de política exterior y de política militar. El Ejército era una enorme burocracia armada, destinada a sostener la estabilidad interna del Estado e inadecuada para la guerra moderna. Desconocía lo esencial de los avances armamentísticos y organizativos producidos por la Gran Guerra y, en algunos aspectos, parecía vivir en la época de Napoleón III. Contaba con un número desmesurado de oficiales, un material obsoleto y una organización anticuada. Hasta el extremo de conservar 24 regimientos de caballería a caballo, 8 de los cuales eran de lanceros y, en cambio, carecer de defensa antiaérea y de unidades acorazadas.
Los análisis más duros sobre el Ejército durante los últimos tiempos de la monarquía fueron obra de dos militares antirrepublicanos: Emilio Mola[1] y Nazario Cebreiros[2]. Ambos eran furibundos enemigos de Azaña, sin embargo, reconocieron la necesidad de la reforma, aunque discreparon de cómo se llevó a cabo. La necesidad de una modernización militar se había evidenciado durante la Gran Guerra. Una de las razones de descontento de los artilleros españoles era la ignorancia que parecía existir hacia el incremento que había experimentado la artillería europea y, en cambio, la caballería fuera el arma privilegiada, cuando había disminuido tremendamente en los ejércitos modernos. Sin embargo, ningún gobierno fue capaz de acometer la reforma y cuando Primo de Rivera lo intentó con bastante desmaña, obtuvo gravísimos enfrentamientos con algunos generales importantes, la artillería, el estado mayor y bastantes aviadores.
Aparecieron entonces las discrepancias en el seno del Ejército. Hasta el extremo de que la dictadura y los últimos tiempos de la monarquía, fueron agitadas por el renacer de los pronunciamientos, esta vez, de carácter republicano, aunque la mayor parte de los militares eran monárquicos.
Sin embargo, aceptaron la República sin hostilidad. Como hicieron otros muchos funcionarios conservadores, que no eran partidarios del nuevo régimen, aunque no desearon involucrarse en aventuras políticas. Sobre todo, porque la gran derecha, aún no se había repuesto del abandono de Alfonso XIII y no se mostraba dispuesta a acompañarles. Únicamente eran decididos partidarios de «hacer política» dos grupos de militares: uno minoritario de izquierda y otro más numeroso formado por antiguos primorriveristas y algunos monárquicos, tanto alfonsinos como tradicionalistas.
Los partidos republicanos habían permanecido alejados del poder durante casi sesenta años y carecían de experiencia en las instituciones armadas. Sólo Alcalá-Zamora había sido fugazmente ministro de la Guerra de la monarquía, pero ni el cargo caló en él, ni él en el cargo. Los socialistas tampoco estaban interesados en la cuestión, el PSOE carecía de doctrina al respecto y su interés se centraba en los problemas sociales, no en los aparatos del Estado, que habían sido instrumentos de presión contra la clase obrera. Históricamente, su preocupación por las cuestiones militares se había reducido a defender el pacifismo, como principio socialista, y a oponerse a las guerras de Cuba y de Marruecos.
En abril de 1931, cuando se constituyó el Gobierno provisional de la República, los socialistas se desinteresaron de los asuntos militares y de orden público, de modo que republicanos de diferentes partidos aceptaron la responsabilidad de dirigir las fuerzas armadas y de seguridad. En consecuencia, Miguel Maura asumió la cartera de Gobernación; Manuel Azaña, la de Guerra y Santiago Casares Quiroga, la de Marina. Los tres eran republicanos liberales, antiguos enemigos de la dictadura y sin vinculación con las reivindicaciones obreras.
Manuel Azaña era el único miembro del Comité Revolucionario Republicano con ideas claras sobre la cuestión militar. Defendía la necesidad de apartar a los oficiales de la política y para concentrar su actividad en la instrucción de los ciudadanos para la guerra, la movilización si ésta se producía y garantizar la seguridad exterior de España, cuya forma de gobierno era una república civilista y pacífica, inspirada en la cultura política de la democracia liberal. Por estas razones y de acuerdo con la tradición liberal, el ministro defendía la idea del soldado ciudadano y abominaba del mercenario y del soldado de oficio.
Su interés por las cuestiones militares databa de la Gran Guerra, cuando le impresionó la comparación entre Francia, donde el Ejército era «el gran mudo de la política», y España, donde las Juntas de Defensa tenían en jaque a los gobiernos y, durante los dos últimos siglos, los habitantes habían sido martirizados por los pronunciamientos, en cuya estela situaba a la dictadura de Primo de Rivera. Aunque sin considerarla fruto exclusivo de los militares, sino también de la «falta de densidad de la sociedad civil». En cambio, los generales franceses dirigían eficazmente una guerra moderna e industrializada, mientras acataban el poder del gobierno.
La visita a los frentes de guerra y el estudio de la literatura militar francesa, consolidaron sus ideas, que explicitó en 1918, en documentos al servicio del Partido Reformista, donde expresó su proyecto para un ejército apartidista, técnicamente eficaz y no excesivamente costoso. Cuando se proclamó la República ya habían pasado trece años y el proyecto de 1918 había envejecido, sin embargo, los hombres del Gobierno provisional eran conscientes de que debían resolver el problema militarista y lo dejaron en manos de Manuel Azaña.
La III República francesa era una de las inspiradoras políticas del nuevo ministro de la Guerra. Una extendida línea del pensamiento liberal consideraba ilegítimo iniciar una guerra, aunque reconocía que todo estado podía lícitamente defenderse con las armas. Esta convicción estaba muy extendida entre la izquierda francesa y el Ejército galo ofrecía un buen referente. Su doctrina estratégica era defensiva, coincidiendo con el temor popular ante la posibilidad de una nueva hecatombe como la sufrida en la Gran Guerra. Los altos mandos militares franceses eran los generales victoriosos en 1918, cuando lograron la victoria gracias a una estrategia defensiva, que desgastó a los alemanes.
Por eso, la organización militar gala se basaba en la idea de contener la próxima ofensiva alemana mediante una gran batalla defensiva en la frontera fortificada, mientras la nación se movilizaba a sus espaldas.
La Constitución de la II República española, en sus artículos 6, 76 y 77, recogió algunos principios de esta doctrina sobre la guerra defensiva, que también inspiraron la política militar de Azaña, con más razón cuando el Ejército español, durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX, había imitado la organización francesa, con algunas referencias a Inglaterra y Prusia. El Ejército francés había vencido en la Gran Guerra, era considerado el más importante del mundo y todos los estados mayores, excepto el alemán, el británico y el italiano, consideraban dogmas de fe los postulados de la Escuela de Guerra de París.
Ya antes del 14 de abril, Azaña tenía redactados los decretos básicos de su reforma. En los cinco primeros días de la II República, el Gobierno provisional disolvió el somatén, milicia armada de la dictadura; cesó a cinco capitanes generales, al presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina y a los principales mandos de aviación; repuso a los generales postergados por la dictadura; proclamó un indulto general; rehabilitó a los capitanes Galán y García Hernández que, en diciembre de 1930, se habían sublevado en Jaca por la República y fueron fusilados; prohibió los símbolos monárquicos de los uniformes y cuarteles y la asistencia de las autoridades militares, como tales, a las ceremonias religiosas.
Sólo fueron expedientados los generales que desempeñarnos cargos políticos bajo la dictadura y todos los demás militares conservaron su grado, siempre que firmaran la promesa de acatar a la República y defenderla con las armas. Muy pocos se negaron y la mayoría sólo recibió al nuevo régimen con expectación. Sin embargo, cuando Azaña ofreció el sueldo íntegro a quienes se retirasen voluntariamente, unos 10 000 miembros del cuerpo de oficiales abandonaron el servicio.
Deseaba enterrar definitivamente el viejo militarismo. Pretendía que el Ejército dejara de ser el árbitro de la política y actuara como una institución del Estado, destinada a la guerra defensiva y sin sobrecargar las obligaciones de la Hacienda. Un Ejército apartidista y respetuoso con la legalidad, dotado de un núcleo armado eficaz y no excesivamente costoso, cuyas misiones serían instruir militarmente a los ciudadanos, organizar su movilización y garantizar la seguridad exterior de la República. Cualquier intervención en el orden público debía alejarse de las preocupaciones militares, porque únicamente la policía y la Guardia Civil debían intervenir en los asuntos internos del país.
Para la reorganización de las fuerzas, se inspiró en las plantillas francesas, adaptándolas a la general escasez española de recursos y sobre todo de artillería. La situación económica de la República era angustiosa y las muchas necesidades sociales, aconsejaban atemperar las urgencias militares,
… antes de fomentar los gastos atinentes a la defensa nacional, la República debería aumentar los gastos en instrucción pública, en obras públicas, en los demás servicios de este carácter que atienden a la vida personal de los ciudadanos o a la explotación práctica del suelo y de la riqueza del país. (…) la defensa nacional, nunca podrá ser una operación barata y, es necesario ponerlo en armonía con los recursos de la nación; pero ya se sabe que defenderse cuesta caro[3].
El ministro definió personalmente las líneas generales y hechos puntuales de la reforma, como la desaparición las Capitanías Generales, o el Consejo Supremo de Guerra y Marina. Sin embargo, resultó difícil tratar con algunos militares republicanos, como Queipo de Llano, el general republicano de mayor renombre, que era un imprudente lenguaraz, y sobre todo los aviadores encabezados por Ramón Franco, que eran un conjunto de revoltosos, empeñados en hacer una revolución a su manera. Azaña debió apoyarse en militares republicanos moderados y en algunos demócratas tibios, pero disconformes con Berenguer o Primo de Rivera.
Confió el desarrollo de los aspectos técnicos a un Gabinete Militar, formado por profesionales dirigidos por el comandante de artillería Juan Hernández Saravia, sobre los cuales volcó la derecha una catarata de insultos gratuitos, omitiendo que Hernández Saravia era un católico ferviente y que otro de los principales colaboradores de Azaña era el general Manuel Goded, jefe del Estado Mayor Central durante más de un año. Hasta que se enemistó con el ministro y entró en contacto con los conspiradores monárquicos.
Los mayores logros de la reforma fueron políticos. Quedaron derogadas las leyes de Secuestros de 1877 y de Jurisdicciones de 1906. Los capitanes generales perdieron su condición de autoridad judicial y la justicia castrense pasó a depender del Ministerio de Justicia, con los fiscales militares sometidos al fiscal general de la República. Se desvinculó la dependencia militar del Comité Nacional de Educación Física, la Cruz Roja, la Cría Caballar, el Servicio Meteorológico y otros organismos que nada tenían que ver con el Ejército.
En sus aspectos técnicos, Azaña dotó al Ejército de un buen organigrama, redujo la hipertrofia del cuerpo de oficiales, dignificó a los suboficiales y redujo a la mitad la duración del servicio obligatorio de la tropa. Simplificó también las estructuras, puso las bases para crear los dos primeros regimientos de carros de combate, la artillería antiaérea y una moderna aviación, aunque las penurias presupuestarias dejaron en suspenso estos proyectos. Sin embargo, la reforma no republicanizó al cuerpo de oficiales ni hizo un Ejército mejor ni peor. Faltaron tiempo y dinero para consolidar lo reorganizado, simplificado y saneado.
Era muy difícil, casi imposible, combinar la modernización republicana con la dura praxis de los cuarteles, que habían apoyado a la dictadura. El ministro de la Guerra fue entorpecido por obstrucciones prosaicas, cuya existencia ni había imaginado. Convencido del poder de la palabra, aprovechó todas las ocasiones propicias, para explicar el sentido de sus reformas. Sin embargo, ésta fue un arma de doble filo: lo hizo popular entre los republicanos, mientras sus enemigos esgrimieron sus frases sacadas de contexto, como armas arrojadizas. Quizá fue excesivamente explícito para dirigir una reforma, que era mal vista por la mayoría de los oficiales y odiada por la derecha, temerosa del saneamiento del Ejército politizado, que históricamente había defendido sus intereses.
Percibió la incomunicación con muchos militares y como, en ocasiones, sus explicaciones públicas encrespaban a los hombres bajo su mando. Confiaba en que, en el futuro, una nueva procedencia social de la oficialidad y el fomento de su formación cultural configurarían nuevos mandos, cuya principal cualidad debía residir en la capacidad intelectual[4]. Este argumento fue interpretado por sus enemigos como el insulto de un «ateneísta contra los profesionales del valor».
Intelectual poderoso y escritor contundente, no pudo vencer la incomunicación del grupo de militares más derechistas, que no aceptaban los principios morales y políticos en que se fundamenta la democracia. Sus convicciones y su fe en el razonamiento y la palabra jugaron contra el ministro, que no articuló los suficientes mecanismos para combatir la subversión en el Ejército, sin crear algo tan obvio como un servicio de inteligencia y seguridad interior, carencia que los republicanos pagaron duramente.
Sólo tomó alguna medida ante el peligro de una sublevación bolchevique en los cuarteles, que no era un auténtico problema en la España de entonces. Al amparo de la moda europea, se habían creado algunos sistemas de vigilancia antibolchevique durante la dictadura y, en el verano de 1931, Azaña creó una Oficina de Investigación Comunista. Los comunistas sólo lograrían un escaño en las elecciones de 1933, sin embargo, eran tan intensas la propaganda y las habladurías contra ellos, que las memorias de Azaña están salpicadas de informaciones sobre movimientos bolcheviques en los cuarteles, que siempre eran falsos o exagerados[5].
LAS RÉPLICAS CONSERVADORAS
El proyecto de un Ejército dedicado exclusivamente a la guerra y su preparación, era asumido en España con mucho retraso. El republicanismo había llegado al poder, cuando muchos ejércitos europeos ya habían cedido a tentaciones intervencionistas. Desde perspectivas distintas, en Italia, Alemania, la URSS, Portugal, Turquía o Yugoslavia, las bayonetas intervenían en la política. Despolitizarlas en España era particularmente difícil.
Durante los primeros tiempos, el desorden y fraccionamiento de la derecha concedió libertad al reformismo republicano. Hasta que, en 1932, la discusión del Estatuto de Cataluña y la Ley de Reforma Agraria, exasperaron a los terratenientes y antiguos primorriveristas. El general Sanjurjo, que fue jefe de la Guardia Civil entre 1928 y 1932, había sido un hombre de confianza del gobierno republicano hasta que se enfrentó con Azaña. Desde entonces, centró las esperanzas golpistas de un grupo de conspiradores, donde figuraban los generales Villegas, González Carrasco y Fernández Pérez.
La conjura, mal preparada y sin apoyos sólidos, condujo al pronunciamiento del 10 de agosto de 1932. Sanjurjo se sublevó en Sevilla, mientras la policía derrotaba a un grupo de militares y civiles armados cuando intentaron ocupar el Palacio de Comunicaciones de Madrid. Fueron detenidos los generales Sanjurjo, Cavalcanti, Goded,
Fernández Pérez, los coroneles Varela, y Sanz de Larín, varios jefes, oficiales y civiles. El fracaso demostró que la mayoría del Ejército no estaba dispuesta a sublevarse sin un amplio apoyo civil e instruyó a los conspiradores sobre la necesidad de organizarse adecuadamente. Desde entonces, comenzaron los contactos entre algunos militares implicados en la sanjurjada con los principales conspiradores carlistas, falangistas y alfonsinos.
La reforma de Azaña careció de tiempo para transformar el interior del Ejército, aunque limitó momentáneamente la fuerza de las intrigas de los altos mandos. Existía un sólido grupo de militares republicanos o respetuosos con el poder constituido; pero también, un importante grupo de generales y oficiales que no aceptaban la democracia.
El fracaso de Sanjurjo demostró que muchos militares sólo se sublevarían si contaban con amplias garantías de triunfo. Por ello, Rodríguez Tarduchy, un teniente coronel retirado y antiguo primorriverista, creó una sociedad secreta, la Unión Militar Española (UME) que, más tarde, fue presidida por el comandante de Estado Mayor Barba Hernández, que la extendió a los miembros de su cuerpo.
La acción de Azaña había constituido el intento reformista más serio hecho en más de un siglo y puesto las bases para modernizar el Ejército. Sin embargo, era preciso mantener una política reformista durante muchos años para llegar hasta los últimos objetivos. Porque un importante grupo de militares antirrepublicanos recibía el apoyo de las corrientes más duras de la derecha.
La voluntad de avanzar hacia ese Ejército apartidista, tecnificado y profesional desapareció cuando Azaña perdió el poder en septiembre de 1933. La difícil andadura de la II República consolidó a los militares conspiradores y la inacabada reforma militar fue desvirtuada por los gobiernos posteriores.
Se sucedieron varios ministros de la Guerra sin acciones de relieve hasta que, el 23 de enero de 1934, ocupó la cartera el lerrouxista Diego Hidalgo, notario especialista en cuestiones agrarias, perteneciente a una familia de antigua tradición liberal. Su política militar fue una mezcla de buena fe, desconocimiento y demagogia, porque su partido no era popular en el Ejército y él buscó ganarse las simpatías de los oficiales. Para ello desvirtuó muchas disposiciones azañistas y liberalizó de nuevo la política de ascensos.
En 1934, se temía una sublevación en Asturias y Diego Hidalgo preparó unas maniobras militares en las montañas de León, dirigidas por el general López de Ochoa, republicano enemistado con Azaña. El ministro había conocido anteriormente al general Francisco Franco, comandante general de Baleares, lo invitó como observador y luego le rogó que permaneciera en Madrid, por si estallaba la revolución.
Cuando estalló el 6 de octubre, el general Domingo Batet, controló rápidamente la situación en Barcelona, sin embargo, en Asturias se desencadenó una revolución obrera, que desbordó a Diego Hidalgo. El general López de Ochoa marchó a Galicia para formar una columna con la que dirigirse a Asturias, e Hidalgo llamó a Franco y, sin cargo alguno, le entregó la dirección de las operaciones.
El gobierno decretó el estado de guerra, de modo que el ministro Hidalgo asumió todos los poderes, aunque fue Franco quién dirigió las operaciones, alteró los planes del Estado Mayor y envió tropas de Marruecos a Cataluña y Asturias. Mientras López de Ochoa avanzaba hacia Oviedo con su columna, en el puerto de Gijón, el teniente coronel Yagüe, amigo de Franco, organizó las fuerzas africanas, que López de Ochoa apenas pudo controlar. La presencia y actuación de los legionarios y regulares y la represión que siguió al final de la revuelta provocaron numerosos odios entre la población civil asturiana.
Esta intervención radicalizó políticamente a muchos oficiales de las tropas de Marruecos y Franco se presentó como el hombre providencial, capaz de dominar la revolución, a pesar de que varios militares republicanos, entre ellos López de Ochoa, habían combatido directamente la revuelta y, en Cataluña, la había dominado el general Batet, que era un republicano conservador y católico.
El crecimiento de la derecha y la revolución de octubre de 1934 empujaron a muchos militares al campo antirrepublicano. Una amnistía liberó a los sublevados de agosto de 1932 y Sanjurjo se refugió en Portugal, convertido en la principal referencia del golpismo. En las Cortes, José Calvo Sotelo, portavoz de la extrema derecha, culpó a Diego Hidalgo de lo sucedido en Asturias, logró su dimisión e incitó machaconamente al Ejército, considerándolo la institución fundamental del Estado.
El 6 de mayo de 1935, se formó un gobierno presidido por Alejandro Lerroux, cuya estabilidad parlamentaria dependía del apoyo que la CEDA quisiera otorgarle[6]. José M.ª Gil Robles exigió ser nombrado ministro de la Guerra.
Su referencia fundamental sería el antiazañismo. No se atrevió a modificar las leyes militares establecidas en el primer bienio republicano, pero vició las aplicaciones de la reforma o las vació de contenido. Nombró subsecretario al general Joaquín Fanjul, que, desde 1919, había sido parlamentario de las formaciones más conservadoras, combatido con dureza la política militar de Azaña y tenido relación con todos los conspiradores. Franco ocupó la jefatura del Estado
Mayor del Ejército. Manuel Goded, antiguo colaborador de Azaña y luego conspirador, fue nombrado jefe de la aeronáutica militar.
Fanjul y Goded eran dos militares ilustrados del cuerpo de Estado Mayor y, el primero de ellos, además era abogado. Franco carecía de formación académica, en cambio contaba con sólidos apoyos políticos, gracias a su hermano Nicolás, secretario del Partido Agrario, y a su cuñado Ramón Serrano Súñer, dirigente de las Juventudes de Acción Popular.
Militares próximos o implicados en el golpe de Sanjurjo ocuparon los puestos de ayudantes del ministro o se integraron en su equipo de gobierno, mientras los generales republicanos eran desplazados de sus destinos. El general Martínez Anido fue reingresado. Varela, ascendido a general aunque colaboraba con la organización armada del carlismo. Mola se convirtió en jefe de las tropas de Marruecos y Goded, sin abandonar su puesto de jefe de la aeronáutica, sustituyó a López de Ochoa como jefe de la 3.ª Inspección.
El mensaje azañista de un Ejército leal a la República y apartado de las luchas entre partidos, había sido desvirtuado. Gil Robles anunció su propia reforma militar, aunque sólo referida a la dotación de mayores medios materiales. Fueron elaboradas nuevas plantillas y se pensó en motorizar parcialmente dos divisiones, así como reorganizar algunas unidades, proyectos que tampoco pasaron de la categoría de intenciones. El ministro impulsó un plan de tres años para fabricar artillería y aviones, porque los cazas españoles tenían menos velocidad que los aviones comerciales, los obuses de 155 mm carecían de tractores, faltaba munición para muchas piezas. Tampoco había carros de combate, caretas antigás, cañones contracarro, vestuario de reserva, la defensa química era imaginaria y la munición no podía abastecer dos días de combate.
A pesar de haberlas enumerado, no se subsanaron estas deficiencias y nunca contó Gil Robles con un proyecto definido ni con un plan global referido a la defensa. Su intervención fue más política que técnica, aunque no con la intención de proporcionar poder al Ejército sino de robustecerlo como instrumento de la CEDA. Según sus propias palabras, creía en un Ejército «instrumento adecuado para una vigorosa política nacional» y encargado de «defender a la Patria de enemigos exteriores e interiores, incluso de quienes se hallan separados de nosotros por discrepancias de política partidista». Sin embargo, no incitaba al pronunciamiento, como hacían los falangistas o Calvo Sotelo, que concebían al Ejército como único instrumento capaz de salvar a la Patria y columna vertebral de ella.
La politización militar era ya un hecho inevitable. Como respuesta a la UME, apareció la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA) que, en los primeros momentos, contó con oficiales de la escolta presidencial, guardia de asalto, aviación y también mecánicos y suboficiales de ésta.
Gil Robles tampoco duró mucho en el ministerio y, cuando su caída pareció inminente, el general Fanjul se ofreció para desencadenar un golpe, pero el ministro le pidió que sondeara a «los generales de más confianza». No le hizo caso Fanjul, que, en cambio, se reunió con Calvo Sotelo, Ansaldo, Galarza, Vigón y Yagüe. Como no le garantizaron el triunfo, Gil Robles decidió abandonar el ministerio.
ENTRE LA CAZA DE BRUJAS Y EL PRONUNCIAMIENTO
Desde la Guerra de la Independencia contra Napoleón, habían existido masones en el Ejército, aunque su número se había reducido sensiblemente durante la Restauración. El número de afiliados a la Hermandad creció significativamente desde 1925, cuando algunos militares se alejaron del régimen de Primo de Rivera y buscaron amparo en las logias. Éstas vivieron en semiclandestinidad hasta la proclamación de la República, cuando la libertad permitió pertenecer a ellas sin temores y se afiliaron numerosos militares republicanos[7].
Desde los inicios de la República, la prensa católica y la de derechas desarrollaron una gran campaña contra la masonería, que salía de la semiclandestinidad en que se había mantenido durante la dictadura. Esta campaña conservadora buscó provocar una alarma social afirmando que España estaba amenazada por los masones, infiltrados en todos los organismos públicos. Desde hacía un siglo, la supuesta amenaza masónica formaba parte del discurso reaccionario español y ahora sirvió para coaccionar a los militares republicanos, acusándolos de pertenecer a la Hermanad aunque no fuera cierto. Como no era posible desprestigiarlos tachándolos de anarquistas o comunistas, la masonería proporcionó un argumento adecuado.
A comienzos de 1935, los disputados de derechas Sainz Rodríguez, Vallellano, Rodezno, Fuentes Pila, Calvo Sotelo, Maeztu, Fernández Ladreda y Cano López prepararon una aparatosa intervención de este último, que figuraba como independiente. En la sesión de Cortes del 15 de febrero, leyó una lista de generales supuestamente masones. Desde aquel momento, la relación fue tenida como cierta y quienes figuraban en ella estigmatizados. Su nombre y la condición de masón, fueron enarbolados como una afrentosa bandera.
Basta consultar la documentación del Archivo General de la Guerra Civil conservada en Salamanca para comprobar la falacia[8], contando con la garantía de que tal documentación fue elaborada durante el franquismo, con destino al Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, cuyos trabajos demuestran la grosera manipulación urdida por Cano López y sus compañeros. La reciente sistematización hecha por Manuel de Paz, ha puesto tales falacias desenmascaradas, a disposición de quién desee comprobarlas[9].
Desde entones ya no cedió la caza de brujas contra los militares republicanos. El 14 de noviembre de 1935 Manuel Portela Valladares formó un gobierno de centro-derecha sin la CEDA ni los lerrouxistas, confiando la cartera de Guerra al general Nicolás Molero Lobo. El nuevo gabinete recibió inmediatamente las andanadas de Gil Robles, que provocó su crisis y la formación de un nuevo gobierno, encargado de preparar las elecciones. Continuó en el Ministerio de la Guerra el general Molero, que nunca había pertenecido a la Hermandad y era un republicano moderado[10], sin embargo, la propaganda tronó por haber puesto al frente del Ejército a un «peligroso masón». A pesar de todo, el general Molero continuó en su puesto hasta mediados de febrero de 1936.
Al final de 1935, la UME ya se había convertido en un grupo de presión importante. No incluía generales, porque no deseaban formar parte de una sociedad dirigida con comandantes, sin embargo, había captado a numerosos jefes de estado mayor, que formaban un entramado subversivo bajo los pies de los mandos superiores.
Los militares se implicaban cada vez más en la lucha política. Los falangistas y los tradicionalistas intensificaron la captación de oficiales que, desde siempre, habían figurado en sus órganos directivos y aumentaron sensiblemente durante los ministerios Hidalgo y Gil Robles. La escuadras de pistoleros de Falange estuvieron dirigidas por los aviadores Juan Antonio Ansaldo y Julio Ruiz de Alda, mientras que los Requetés o milicia tradicionalista, contaban con el general Várela y numerosos militares como Redondo, Utrilla, Baselga y Fidel de la Cuesta. Por su parte, las milicias socialistas tuvieron entre sus instructores al capitán Faraudo y el teniente Castillo.
La propaganda antimasónica en el Ejército se intensificó durante la campaña electoral de 1936. Fue iniciada el 10 de febrero por el diario tradicionalista El Siglo Futuro, con el artículo de Marcos de Isaba «Incompatibilidad del honor militar con la inscripción en una logia». El autor argumentaba que un militar no podía obedecer a una secta internacional condenada por la Iglesia y cuya finalidad era destruir España. La campaña fue secundada por el teniente coronel retirado Nazario Cebreiros, furibundo antiazañista e impenitente conspirador, y continuó hasta el mismo día de las elecciones. Se publicaron los nombres de numerosos militares acusados de masones, a quienes se invitaba a escribir cartas a la prensa negando su pertenencia a la secta. Esta vergonzosa maniobra provocó una verdadera oleada de terror en los cuarteles y fueron tantos los generales, jefes y oficiales que enviaron escritos que el ABC abrió una sección especial titulada «La Masonería y el Ejército», donde se publicaban las cartas recibidas, seguidas por un comentario de la redacción[11].
Los generales de derechas no esperaron pasivamente el resultado de los comicios. Fanjul y Goded, que estaban destinados fuera de Madrid, se desplazaron a la capital, en espera de que ganara Gil Robles. Cuando Franco, todavía jefe del Estado Mayor del Ejército, comprobó la victoria del Frente Popular, presionó al presidente Portela Valladares para que proclamara el estado de guerra y Gil Robles, Calvo Sotelo, Goded y Fanjul tantearon la posibilidad de un golpe militar que evitara la formación de un gobierno de izquierdas.
El fracaso electoral de Gil Robles arruinó las tendencias parlamentaristas de la derecha y potenció a quienes defendían que la única forma de llegar al poder era conquistarlo con las armas. Después de las elecciones, el golpe militar contó con las simpatías mayoritarias de la derecha.
Como presidente del primer gobierno del Frente Popular, Manuel Azaña formó un gabinete sólo con republicanos y situó al general Carlos Masquelet en la cartera de Guerra. Era éste un militar ferrolano soltero, estudioso, desvinculado de cualquier partido político, que tampoco era masón, pero inmediatamente fue acusado de serlo.
Como removió de sus destinos a los generales que Diego Hidalgo y Gil Robles habían situado en puestos claves, Villegas, Saliquet, Losada, González Carrasco, Fanjul y Orgaz quedaran disponibles en Madrid y Varela en Cádiz. En cambio, conservaron el mando Rodríguez del Barrio, Goded, Franco y Mola, aunque los dos últimos pasaron a destinos de menor importancia. Franco permutó la jefatura del Estado Mayor Central por la comandancia militar de Canarias. Mola perdió la jefatura de tropas de Marruecos para marchar a la comandancia militar de Pamplona. Antes de abandonar su destino, entregó la dirección de los militares que conspiraban en África al coronel Sáenz de Buruaga y los tenientes coroneles Telia, Beigbeder y Yagüe.
La conspiración contó ahora con la adhesión de los generales resentidos, que decidieron provocar un golpe estrictamente militar, aunque contando con una trama de apoyos civiles, donde figuraban March, Gil Robles, Luca de Tena y miembros importantes de Renovación Española y de Acción Popular.
El Ejército no era monolítico. La mayoría de los militares eran conservadores acostumbrados a obedecer las órdenes. Sin embargo, existían dos grupos muy politizados: un mayoritario de derechas, que era predominante en Marruecos, y otro de republicanos, menos numeroso, que contaba con amplia implantación entre los artilleros y aviadores y era mayoritario entre los suboficiales y los técnicos de aviación y marina.
Los generales estaban divididos entre quienes habían seguido a unos u otros equipos ministeriales. La victoria del Frente Popular llevó al poder un gobierno presidido por Azaña, con los ministerios en manos de personas más moderadas que las del primer bienio, porque ni siquiera había ministros socialistas. Para la cúpula militar, el nuevo gobierno nombró a generales republicanos o respetuosos con la República.
El ministro Carlos Masquelet, el subsecretario Julio Mena y el jefe del Estado Mayor del Ejército José Sánchez Ocaña eran republicanos sin partido. En cambio, uno de los inspectores del Ejército, Ángel Rodríguez del Barrio, dirigía la junta de conspiradores mientras el otro, Juan García Gómez-Caminero, era leal al gobierno[12]. Los jefes superiores de la Guardia Civil, Sebastián Pozas, de carabineros, Gonzalo Queipo de Llano, y de aeronáutica, Miguel Núñez de Prado, eran republicanos más comprometidos[13]; en cambio, los diez altos mandos de las tropas de la Península y Marruecos eran hombres moderados[14] y estaban contra el gobierno los comandantes militares de Baleares y Canarias[15]. A pesar de las afirmaciones de la propaganda, de estos 20 generales, ninguno era marxista; tres, antigubernamentales notorios y otros tres, masones. Uno de éstos, Miguel Cabanellas, se sublevó contra la República y luego presidió la Junta de Defensa Nacional durante los dos primeros meses y medio de la guerra.
Fue imposible hacer la misma selección entre los generales de brigada, coroneles y tenientes coroneles porque el alineamiento político variaba en los distintos grados del escalafón. Así, un personaje tan peligroso con el teniente coronel José Ungría Jiménez continuó como jefe de negociado en el Ministerio de la Guerra y, al ascender a coronel, fue nombrado jefe del estado mayor de la División de Caballería.
Aunque nada era determinante, cada cuerpo tenía una sensibilidad distinta. La caballería era generalmente monárquica, había muchos republicanos en la aviación y la artillería, la mayor parte de los oficiales del cuerpo de seguridad y asalto eran republicanos y gran número de los mandos de la Guardia Civil, sentían lo contrario.
El propósito de organizar un Ejército apartado de la política había fracasado. La gran masa de los militares no conspiraba, sin embargo, escuchaba con simpatía los argumentos de los conspiradores, que se crecían en la impunidad.
La situación era muy complicada y los conspiradores provocaron diversos disturbios durante el desfile militar del 14 de abril de 1935. En Alcalá de Henares la actitud de la caballería obligó a trasladar a toda la brigada a Palencia y Salamanca y procesar a un coronel y varios oficiales.
En el desfile de Madrid se desencadenó un tiroteo donde murió un alférez de la Guardia Civil, que asistía como espectador. Al día siguiente, algunos militares intentaron convertir el entierro en una manifestación contra el gobierno. El general Sebastián Pozas Perea presidió el acto como inspector general de la Guardia Civil y allí mismo fue desobedecido públicamente por el ultraderechista teniente coronel Florentino González Valdés[16] y un oficial se encaró insultándolo: «Es usted un general mandil».
El general Pedro de la Cerda comunicó al gobierno que era imprescindible trasladar a Mola y el general Juan García Gómez-Caminero, jefe de la III Inspección del Ejército, se trasladó a Pamplona para comprobar si la situación era tan peligrosa como le habían dicho. No era ni había sido masón, sin embargo, los oficiales del Regimiento de Infantería América núm. 14, lo recibieron con un mandil masónico colocado sobre la estatua de Sancho el Fuerte y después interrumpieron su discurso con toses y ruidos de sables.
A consecuencia del nombramiento de Azaña, como presidente de la República, el 19 de mayo de 1936 se formó un nuevo gobierno presidido por Santiago Casares Quiroga, que también asumió la cartera de Guerra.
Mola no sólo continuó en su puesto sino que captó para la sublevación a los generales Miguel Cabanellas, Queipo de Llano y al coronel Aranda[17], que ocupaban importantes destinos[18] y eran republicanos descontentos con el gobierno. Un buen grupo de generales, oficiales y la mayor parte de suboficiales mantenían su lealtad al poder constituido, sin embargo, la mayor parte de la oficialidad contemplaba la conspiración con simpatía cuando no colaboraba con ella.
La situación se había complicado. La Junta Política de Falange acordó participar en la insurrección y los tradicionalistas estaba dispuestos para una nueva guerra carlista. El teniente coronel Ricardo Rada dirigía su entrenamiento militar y la policía portuguesa interceptó un barco que trasportaba una partida de material militar adquirido por José Luis Oriol para armar a los requetés: 6000 fusiles, 450 ametralladoras, 10 000 granadas y 5 millones de cartuchos. En cambio, lograron pasar la frontera francesa 1000 pistolas Máuser con culateen compradas por Antonio Lizarza.
El 23 de junio, los generales Ponte, Saliquet, Fanjul, Villegas y González Carrasco se reunieron en Madrid para reorganizar los planes de sublevación. El gobierno conocía gran parte de la conjura por denuncias de los oficiales de la UMRA. En Barcelona, la policía había intervenido todos los planes para sublevar la ciudad y fueron detenidos un capitán y tres tenientes de la Guardia de Asalto. A pesar de todo, Casares Quiroga no quiso profundizar en el asunto para no provocar un escándalo.
Insistieron en la gravedad de la conspiración militar Indalecio Prieto, Dolores Ibárruri y Monzón, delegado del Frente Popular en Navarra, sin embargo, optó por ignorar sus avisos y también despreció las advertencias del general Núñez de Prado y el comandante Hidalgo de Cisneros.
Sólo se articularon algunas medidas, como cesar en el mando de Burgos al general De la Cerda y sustituirlo por Domingo Batet. En el último momento, se le ordenó detener a cuatro conspiradores destacados: el general de brigada Gonzalo González de Lara, un comandante y dos capitanes y se envió para sustituir a González de Lara al general Julio Mena, que había cesado como subsecretario[19].
El 17 de julio de 1936, algunos oficiales republicanos denunciaron que se escondían armas en el edificio de la Comisión de Límites de Melilla donde el teniente coronel Darío Gazapo se reunía con los conspiradores locales. Ante la evidencia, las autoridades enviaron un destacamento de policía al edificio, donde sorprendieron reunidos a los conjurados. La sublevación debía comenzar el 19, sin embargo, al verse descubiertos, arremetieron contra la policía y se sublevaron antes de la fecha prevista.
Las guarniciones se unieron gradualmente al pronunciamiento, que se desordenó por el cambio de fecha, el mal funcionamiento de los enlaces y los titubeos de algunos implicados. El último factor de confusión fue la naturaleza jerárquica del golpe, porque los comandantes y capitanes de la UME, que lo habían preparado, cedieron la iniciativa a mandos de mayor graduación.
En aquel momento, formaban la cúpula del Ejército 18 generales de los que sólo se sublevaron 4[20]. De los 33 generales con mando de brigada se pronunciaron 22 y de las 51 guarniciones con efectivos superiores o iguales a un regimiento, 44. Aunque no todos tuvieron éxito.
El proyecto republicano de un Ejército apolítico había sido arruinado.