Capítulo 12.Cataluña y la Segunda República: encuentros y desencuentros

CAPÍTITULO 12

Cataluña y la Segunda República:

encuentros y desencuentros

Pere Gabriel

Universidad de Barcelona

UNA TRADICIÓN Y UN IMAGINARIO REPUBLICANOS

No hemos de recordar aquí la importancia del republicanismo ideológico y político en Cataluña. ¿En qué medida incluía esta cultura republicana y su imaginario el hecho nacional catalán o, al menos, una afirmación identitaria cultural? A principios del siglo XX, la hegemonía política de la Lliga Regionalista sobre el catalanismo había puesto difícil las cosas a la izquierda y había arrebatado una de sus principales banderas —la catalanista— a la cultura republicana federal del pasado. Ahora bien, ésta continuaba existiendo y desde muchas instancias jóvenes se buscaban alternativas a los conservadores. Además, fuera de este esfuerzo y, si se quiere, en los márgenes, no había formulación de izquierdas que pudiera ignorar la cuestión del desencaje de la realidad catalana dentro del Estado y la realidad española.

CONTRA EL ESPAÑOLISMO CUARTELARIO.

EL TRIUNFO DE MACIÁ

Fueron, quizás más que en otros lugares de España, muy sorprendentes los resultados de las elecciones del 12 de abril de 1931 en Cataluña, que ganó una neófita Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y, con ella, el movimiento republicano de izquierdas catalanista, frente tanto a la Lliga, como a la Acción Catalana Republicana. Respecto de la cuestión catalana, el primer acuerdo de referencia había sido el del Pacto de San Sebastián. La representación catalana publicó, de forma muy inmediata, una crónica del encuentro en el que se decía (traduzco del catalán):

(…) Su participación [la de los delegados catalanes] en los importantes acuerdos tomados en dicha reunión estuvo precedida del unánime y explícito reconocimiento, por parte de las fuerzas republicanas españolas, de la realidad viva del problema de Cataluña y del compromiso formal contraído por todos los presentes respecto de la solución de la cuestión catalana a base del principio de autodeterminación concretado en el proyecto de estatuto o constitución autónoma propuesta libremente del pueblo de Cataluña y aceptada por la voluntad de la mayoría de los catalanes expresada en referéndum votado por sufragio universal[1].

Más en concreto, lo acordado fue —siguiendo la interpretación de Miguel Maura— que los republicanos, caso de llegar la proclamación de la República, se comprometían a llevar a las nuevas Cortes Constituyente una propuesta de Estatuto de Autonomía, si el pueblo catalán, consultado mediante elecciones libres, declaraba que deseaba esa autonomía. El problema de fondo retomaba una cuestión tradicional en el discurso nacionalista de una y otra parte. Mientras el nacionalismo catalán apelaba a la soberanía del pueblo catalán (y en consecuencia pretendía de algún modo hablar de igual a igual con el resto de las soberanías de los pueblos de España), el nacionalismo español subsumía ésta dentro de la soberanía española y no estaba en ningún caso dispuesto a ceder en este punto.

Como es conocido, el 14 de abril Companys se adelantó y proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento de Barcelona, y junto a Eibar, inició un proceso que iba a ser imparable. La complejidad de la situación provino sin embargo de la determinación de Maciá. Éste penetró en el edificio de la Diputación, proclamó la República Catalana e inició una serie de notas que introducían variantes en la formulación dada, al compás de las conversaciones telefónicas con Madrid y el nuevo poder provisional republicano. En la madrugada del 14 al 15 de abril de 1931, ERC era omnipresente: controlaba la República Catalana, con Maciá y un gobierno provisional de unidad republicana-socialista y catalanista; Companys ostentaba el Gobierno Civil; Jaume Aiguader era el nuevo alcalde de Barcelona, y muchos otros alcaldes de las principales ciudades eran también de la ERC. Además, Maciá había logrado que en la Capitanía fuera situado el general López Ochoa, con el que mantenía una buena amistad, y en la Audiencia Territorial de Barcelona nombró a Oriol Anguera de Soja. Al final, la visita de tres ministros del Gobierno provisional de la República el día 17 forzó un compromiso, que significó la conversión de aquella fugaz «República Catalana» en una «Generalitat de Catalunya» y la aceptación de

la conveniencia de avanzar la elaboración del Estatuto de Catalunya, el cual una vez aprobado por la Asamblea de Ayuntamientos catalanes será presentado como ponencia del Gobierno Provisional de la República y como solemne manifestación de la voluntad de Cataluña, a resolución de las Cortes Constituyentes.

¿Q REPÚBLICA? ¿AUTONOMÍA O SOBERANÍA CONFEDERAL?

El establecimiento de la Generalidad de Cataluña fue decretada por el gobierno republicano de Madrid el 21 de abril. Tras la constitución solemne de la Diputación Provisional (9 de junio de 1931), con representantes de los ayuntamientos y bajo el dominio aplastante de ERC, ACR y USC, el día 11 se designó la prevista comisión redactora del nuevo Estatuto, en la que estaban Jaume Carner (que presidió), Rafael Campalans, Pere Coromines, Josep Dencás, Martí Esteve y Antoni Xirau[2]. Se reunieron en Núria y, a los diez días, el 20 de junio, ya contaron con un ante-proyecto. El pleno de la Diputación lo aprobó el 14 de julio, en una fecha llena de simbolismos. La ratificación por los ayuntamientos también fue ágil. El 4 de agosto sólo faltaban las actas de cinco ayuntamientos[3], pero los 1063 restantes habían aprobado el texto; votaron a favor 8349 concejales y sólo 4 lo hicieron en contra (hubo eso sí 402 concejales ausentes por diversos motivos). El 2 de agosto se había celebrado el plebiscito popular. El resultado fue también contundente. En el censo electoral figuraban 792 574 personas: 595 205 votaron a favor y sólo 3286 en contra. Las mujeres, sin derecho a voto, reunieron en Barcelona 146 644 firmas favorables y 235. 467 en el resto de Cataluña. Finalmente, un decreto de la Generalidad del 11 de agosto concedió carácter oficial al proyecto.

¿Cuál era el contenido de aquel texto? Constaba de un preámbulo y 52 artículos distribuidos en VIII títulos. En el preámbulo y en algunos de los primeros artículos se encontraban las definiciones identitarias y las aspiraciones democráticas más genéricas. El punto de partida se situaba en el derecho que tenía Cataluña, como pueblo, a la autodeterminación y en el «estado de derecho» surgido de los decretos del 21 de abril y 9 de mayo. Los redactores habían evitado el uso del término «nación» y «personalidad nacional», de uso corriente en las proclamas y discursos del catalanismo del momento, y aceptaron el de «pueblo». La referencia a los decretos de abril y mayo implicaba, al mismo tiempo, tanto un diálogo de poderes entre la República y la Generalidad como la aceptación de la «soberanía española». No ha de extrañar por tanto que algunos sectores nacionalistas catalanes, los más radicales y puristas, consideraran este Estatuto de Núria como una dejación, quizás una traición, tal y como habían cualificado en su momento la retirada de la «república catalana» por Maciá el 18 de abril. Como aspiraciones generales, que se proponían al poder central, estaban la reforma de la escuela primaria, la supresión del servicio militar obligatorio y la prohibición de las guerras ofensivas, y que el Estado español se estructurase de manera que hiciera posible la federación entre todos los pueblos hispánicos. En el articulado se afirmaba que «Cataluña es un Estado autónomo dentro de la República española» (artículo 1) y, además, que «el Poder de Cataluña emana del pueblo y lo representa la Generalidad» (artículo 2). La afirmación identitaria se completaba con la consideración de la lengua catalana como la única oficial en Cataluña, aunque se consideraba que en las relaciones con el gobierno de la República la lengua oficial era la castellana, y se garantizaba el derecho de los ciudadanos de habla materna castellana a usarla ante los tribunales de justicia y la administración, del mismo modo que los catalanohablantes podrían usarla ante los organismos oficiales de la República en Cataluña (artículo 5). Se abría, por otro lado, la puerta a la posibilidad de que otros territorios pudieran, si así lo querían, agregarse a Cataluña (artículo 4). En fin, las principales instituciones de la Generalidad eran el Parlamento, la presidencia de la Generalidad y el Consejo Ejecutivo y el Tribunal Superior de Justicia (artículo 14).

En el momento de fijar las competencias, el Estatuto de Núria reservaba a la República la legislación exclusiva y la ejecución directa de las relaciones internacionales, con la Iglesia, las aduanas, la defensa y la declaración de guerra, la fijación de los derechos constitucionales, el sistema monetario, la regulación de la comunicación (correos, telégrafos y teléfonos, Radio), las colonias y los protectorados, la inmigración y emigración y algún otro de menor potencia (artículo 10). Distinguía entre aquellas competencias que, siendo de la República, su ejecución correspondía al poder autónomo y aquellas otras de responsabilidad legislativa y ejecución exclusiva de la Generalidad. En el primer caso, se encontraban la legislación penal, civil y mercantil, los ferrocarriles, canales y otras obras públicas de interés general, el aprovechamiento hidráulico, las líneas de electricidad, los seguros generales y sociales, la recaudación de tributos, las minas, la caza y la pesca, la propiedad literaria e intelectual, el régimen de prensa, asociaciones y espectáculos, el régimen de pesas y medidas y algún otro (artículo 11). Como competencias y ejecución exclusivas de la Generalidad se fijaban la enseñanza, el régimen municipal y la división territorial de Cataluña, el derecho civil e hipotecario, la organización de los tribunales de justicia y el registro de la propiedad, los ferrocarriles y canales de Cataluña, beneficencia, sanidad, policía y orden interno (artículo 13). Se hacía constar que la enseñanza primaria sería obligatoria y gratuita (artículo 31). Uno de los capítulos más significativos era el de las finanzas (título IV). Para los gastos de la República se reservaban los impuestos indirectos y los beneficios de los monopolios (artículo 19), mientras que las finanzas catalanas se cubrirían a través de las contribuciones directas: la territorial, la rústica y la urbana, la industrial y de comercio, la contribución de utilidades de la riqueza mobiliaria y los impuestos de derechos reales y transmisión de bienes (artículo 20). Otro de los títulos importantes (el V) se refería a los conflictos de jurisdicción, que debía ser resueltos por el Tribunal Supremo de la Justicia (artículo 27).

Para mejor comprender los debates de fondo que acompañaron la tramitación de aquel proyecto en las Cortes, hay que tener en cuenta que el catalanismo liberal y democrático había puesto en un primer plano, desde hacía décadas y partiendo de las lecturas más catalanistas del federalismo, la idea de una Cataluña, soberana y nacional, que, en uso de ésta soberanía, pactaba y negociaba la construcción de un estado común, el español. Era esta tradición la que de alguna forma recogía ahora el conglomerado republicano de la ERC y algunos hombres procedentes de AC. Por su lado, desde la centralidad del Estado y el nacionalismo liberal español, el reformismo republicano no iba más allá de considerar que una mejor y más renovada nación española debía resolver las peculiaridades de algunas de las regiones, a las que el Estado podía reconocer instituciones autonómicas, con determinadas atribuciones y competencias. Obligados a esperar la aprobación de la Constitución de la propia República, las definiciones desarrolladas en ésta iban a contradecir reiteradamente las formulaciones y argumentaciones de los políticos catalanes. Para empezar, la consideración de la República Española como un «Estado integral», dejando de lado la ambigüedad de la definición, alejaba cualquier intento de ir hacia un Estado de corte federal. Por otro lado, al llegar a los artículos más directamente relacionados con la problemática regional, los artículos 11-20, quedó claro que el Estatuto no sólo debía ser aprobado por las Cortes de Madrid (tal y como ya se había acordado en el Pacto de San Sebastián), sino que el texto de Núria debía ser «rectificado» profundamente. Sin entrar en el detalle de los importantes debates que se desarrollaron en aquellas cortes constituyentes[4], retengamos que, fuera de la lucidez de algunos y muy especialmente de Manuel Azaña, la Segunda República no escapó de la tradición unitaria de la monarquía. Se conjugaban en esta dirección, tanto el peso de una clase política y funcionarial ya implantada y con experiencia institucional, que se mantuvo, como la voluntad del reformismo republicano de ir a la construcción de un verdadero Estado español, «nacional», moderno y abierto a la reforma, pero por esto mismo muy temeroso ante las autonomías.

El proceso de discusión del Estatuto catalán se inició, primero, dentro de una Comisión dictaminadora, presidida por Luis Bello, que elaboró un nuevo texto[5]. Después, una Comisión parlamentaria presentó su dictamen el 9 de abril de 1932. El debate sobre la totalidad transcurrió entre el 6 de mayo y el 3 de junio de 1932, no sin vencer en todo esta discusión la obstrucción de Royo Villanova, Gil Robles (Acción Popular) y Martínez de Velasco (Partido Agrario) y siendo necesaria la implicación a fondo de Manuel Azaña. El 9 de junio se inició la discusión del articulado, que no terminaría, con la aprobación definitiva, hasta el 9 de septiembre de 1932, vencida la «sanjurjada» de agosto y dispuesta, finalmente, la coalición gubernamental de izquierdas a resolver cuanto antes la cuestión. El 15 de septiembre, en San Sebastián, el presidente de la República firmó con solemnidad el texto.

El Estatuto aprobado consideraba en su primer artículo que «Cataluña se constituye en región autónoma, dentro del Estado español, de acuerdo con la Constitución de la República y bajo el presente Estatuto (…)». Evidentemente, se estaba algo lejos de la definición inicial del Estatuto de Núria y no hablemos ya de la primera definición que se encontraba en el fondo de una de las primeras notas de Macià el 14 de abril de 1931. Al lado de este recorte de fondo, fueron también importantes las rectificaciones impuestas en relación con la posibilidad de ir a la federación de regiones autónomas, que taxativamente la Constitución prohibía y en relación con la consideración de la lengua catalana. En este punto se imponía la cooficialidad y el artículo 2 del Estatuto usaba una fórmula de futuro: «El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en Cataluña». También, para el caso de las competencias, la Constitución había dejado ya muy marcado el terreno. El Estatuto de 1932 —según su artículo 5— asumía la ejecución de la práctica totalidad de las competencias que figuraban como delegables en su administración en el artículo 15 de la Constitución, aunque, en algún caso (seguros y radiodifusión por ejemplo), la Generalidad se hallaba sujeta a la inspección del poder central, o en otros (minas, ferrocarriles, agricultura y ganadería, etc.) debía aceptar la intervención de éste para su coordinación global dentro de todo el territorio español o, en fin, el mismo Estado se reservaba el derecho de mantener de forma paralela sus propias redes de servicios. Sin tantas salvedades, había otros servicios encargados a la Generalidad (pesos y medidas, carreteras, canales y puertos, sanidad, caza y pesca fluvial, prensa, asociaciones, reuniones y espectáculos, derecho de expropiación, etc.).

Unos casos recogidos de forma especial fueron los de la legislación social, cuya aplicación correspondía a la Generalidad, pero sujeta a la inspección del gobierno central (artículo 6), toda la problemática de la enseñanza (artículo 7) y el orden público (artículo 8). El debate sobre la enseñanza y las instituciones de cultura había sido muy duro en las Cortes y al final la solución adoptada fue bastante ecléctica. La Generalidad podía crear sus propios centros —artículo 50 de la Constitución— al margen de los que mantenía el Estado y siempre contando sólo con sus propios recursos. La Generalidad, eso sí, se encargaría de las instituciones de Bellas Artes, Museos, Bibliotecas, conservación de Monumentos y Archivos —la excepción era el de la Corona de Aragón. Por lo demás, a propuesta de la Generalidad, la Universidad de Barcelona podía acceder a un régimen de autonomía, sin ninguna doble línea— estatal y autonómica. La Universidad sería única, regida por un patronato mixto (con representación estatal y de la Generalidad). En cuanto al orden público, el Estado se había reservado todos los servicios extra o supraregionales, política de fronteras, inmigración y emigración, extranjería, extradición y expulsiones. Para coordinar una y otra administración se creaba una Junta de Seguridad mixta. Según el artículo 9 del Estatuto, el gobierno central podía asumir en cualquier momento la dirección de todo el orden público, si así lo demandaba la Generalidad o si creía que se hallaban comprometidos los intereses generales. Por otro lado, la Generalidad tenía plena capacidad respecto del régimen local y podía fijar las demarcaciones territoriales que considerara oportunas. Otro aspecto importante, especialmente regulado, era el del derecho y la justicia (artículo 12 del Estatuto). La Generalidad tenía competencias plenas en la legislación civil y de la administración. Se ocupaba además de la organización de la administración de justicia en todas las jurisdicciones (excepto la militar y de la armada) y nombraba a todos los jueces y magistrados en Cataluña (aunque estaba sujeta a celebrar los correspondientes concursos entre los candidatos del escalafón general). En todos los concursos abiertos era una condición precisa el conocimiento suficiente de la lengua y el derecho catalanes.

LA GENERALIDAD DEL SÍMBOLO

Y LA ILUSIÓN DEL PODER

El alcance real de las atribuciones finalmente cedidas a la Generalidad fue limitado y lleno de obsesivas cautelas. Ahora bien, Francesc Maciá supo situar la nueva institución en el centro del imaginario soberanista catalán y permitió que la clase política contara con un instrumento de poder, que se afirmaba autónomo e independiente de Madrid. En la etapa de autonomía preestatutaria, su impacto popular fue muy acusado, en un momento de negociación dulce con las autoridades republicanas de Madrid, con algunos caminos abiertos y, aún, muy pocos cerrados. Después, la concreción estatutaria impuso a todos —en especial a los hombres de la ERC hegemónica y emergente— muchas renuncias y sentimientos de fracaso y derrota. Lo sorprendente es que, a pesar de todo, se mantuvieron vivos el empuje y el entusiasmo de la agitación autonomista, y la confianza —abusiva, sin duda— en la propia capacidad para avanzar en la catalanización cultural y política de la sociedad catalana. Una afirmación catalanizadora que entremezclaba, de forma confusa pero eficaz, imágenes de modernidad, civilización y progreso, democracia avanzada con contenido social, populista si se quiere, pero al mismo tiempo responsable. El orgullo de formar parte de una sociedad dinámica y envidiable, cuyo paso venía marcado por los intelectuales, los profesionales y lo técnicos, había sin duda calado y, si quedaban sectores aún ajenos, en los márgenes —notoriamente, grupos y áreas de población proletaria inestable—, incluso en este caso pocos de sus portavoces ponían en cuestión el modelo; simplemente dejaban constancia de su existencia y reclamaban su papel. Es por todo ello que, pasada ya la primavera republicana de 1931 y cerrado el Estatuto posible en septiembre de 1932, continuó —con más fuerza si cabe— la Generalidad del símbolo y la ilusión del ejercicio del poder, que Francesc Maciá había sabido situar en una atmósfera de protocolo y retórica de Estado, con muchas promesas de futuro.

La cronología política, sin embargo, fue dura y nada favorable[6]. Hubo elecciones al Parlamento de Cataluña (20 de noviembre de 1932), ganadas ampliamente por ERC[7], elección de Lluís Companys como presidente del mismo (6 de diciembre) y posterior votación de Francesc Maciá como presidente de la Generalidad (14 de diciembre). El edificio constitucional de la nueva autonomía se completó el 25 de mayo de 1933, con la aprobación de un Estatuto Interior de Cataluña. En este camino, se presentó una primera crisis política importante. El primer gobierno de la Cataluña estatutaria (constituido el 3 de octubre de 1932 y ratificado el 19 de diciembre) era de la mayoría, con ERC, personalidades afines y la USC. El conflicto se produjo al intentar Joan Lluhí i Vallescá, Consejero de Obras Públicas y líder de la izquierda del partido, que había obtenido la delegación de algunas funciones de la presidencia, imponerse como «cap del consell executiu» (jefe del gobierno), relegando a Maciá a funciones representativas[8]. Maciá tuvo que plantear la crisis y nombrar un nuevo ejecutivo —el 24 de enero de 1933— que se situó más a la derecha. La gestión efectiva del gobierno pasó a manos de Carles Pi i Sunyer como nuevo consejero delegado, que conservó Finanzas. La defenestración de los «lluhins» —además de Lluhí, Pere Comas y Josep Tarradellas— del gobierno iba a significar al cabo de unos meses su exclusión del partido (27 de septiembre de 1933) y la posterior creación de una nueva organización (Partit Nacionalista Republicà d’Esquerrra, PNRE) el 15 de octubre de 1933. El último gobierno de Maciá se constituyó el 4 de octubre de 1933, a las puertas, por un lado, del congreso extraordinario de ERC, que iba a sancionar la expulsión de los lluhins y configurar una nueva mayoría interna; por el otro, de las elecciones de noviembre de 1933, que significarían, también en Cataluña, el retroceso electoral de los republicanos, aunque en ningún caso equiparable a lo sucedido en el resto de España.

Por sus repercusiones directas en la problemática de la autonomía y la puesta en marcha de las previsiones del Estatuto, lo importante fue el cambio de signo del gobierno de Madrid. En Cataluña, la situación política, y la Generalidad, también se vieron profundamente alteradas. Maciá murió el 25 de diciembre de 1933 y ello cambió muchas cosas. Companys le sucedió en la presidencia de la Generalitat y se vio forzado a retomar de algún modo los gobiernos de coalición. Trató de contrarrestar el peso de Estat Catalá (EC), con la incorporación tanto de ACR como de los escindidos del PNRE y Lluhí i Vallescá, manteniendo la alianza también con la USC. La nueva andadura pareció retomar pronto la fuerza de 1931-1932 y obtuvo un notable éxito en las elecciones municipales, que se celebraron, sólo en Cataluña, el 14 de enero de 1934. ERC retomó el pulso anterior y dejó atrás la crisis de noviembre de 1933, con gran desencanto de la Lliga, que había creído en un cambio de tendencia de fondo del electorado. Fue en este contexto que la Cataluña de la izquierda, considerada el baluarte y bastión de la República, no supo evitar ni la ruptura total e institucional con la Lliga —que se retiró del Parlament— ni la movilización revolucionaria que llevaría al gesto del 6 de octubre. La tensión política se agravó al seguir su curso una de las leyes de ambición reformista de la ERC, la denominada de «contractes de conreu», que abría las puertas a la reforma agraria en Cataluña. La ley fue aprobada por el Parlament y promulgada el 12 de abril de 1934, pero, a instancias de la Lliga, portavoz de los intereses de los grandes propietarios, y del gobierno del radical Samper, el Tribunal de Garantías Constitucionales, por trece votos contra diez, la anuló y declaró el Parlamento catalán incompetente en materia social agraria. Con ello, el conflicto se situaba en el terreno de la minimización de la autonomía, y, ahora, fueron los diputados de ERC que se retiraron de las Cortes españolas y les siguieron solidariamente los del PNB. El Parlamento de Cataluña, desafiante, volvió entonces a votar íntegramente la ley.

Al lado de este conflicto y otros, la creación en Cataluña de la Alianza Obrera, sin el concurso de la CNT, pero sí de las otras fuerzas obreras, presionaría para la preparación de una insurrección, si entraban en el gobierno de la República ministros de la CEDA. Es lo que ocurrió al fin el 6 de octubre de 1934. Companys proclamó el «Estat Català dins la República Federal Espanyola» y se ofreció al gobierno republicano insurrecto, que se acababa de formar en Madrid. Alejado de cualquier veleidad separatista, a la sumo Companys entrevió la posibilidad de abrir con su gesto no sólo la salvación de la República sino la implantación de una República Federal, cosa que no había sucedido en 1931. En todo caso, mal preparada, la revuelta, como es sabido, fracasó. Sólo duró en Cataluña diez horas y Companys y su gobierno se libraron al general Batet, con la excepción de Dencàs que huyó a Francia, así como Miquel Badía, el jefe del somatén nacionalista. También se rindieron los concejales de izquierdas del Ayuntamiento de Barcelona y el mismo alcalde Caries Pi i Sunyer[9]. La autoridad militar nombró al coronel Francisco Jiménez Arenas gobernador general de Cataluña y presidente accidental de la Generalidad, mientras el coronel José Martínez Herrera pasaba a ser alcalde accidental de Barcelona. El día 2 de enero de 1935, una ley votada en las Cortes suspendía indefinidamente el Estatuto de Autonomía y, aunque de forma bastante híbrida mantenía en pie la Generalidad —Manuel Portela Valladares, un independiente de centro, fue designado nuevo presidente de la misma—, cerraba el Parlament y anulaba la vida regular de las instituciones catalanas, incluida la autonomía de la Universidad. Los posteriores gobernadores generales con funciones de presidentes de la Generalidad, no alteraron esta realidad, incluso cuando llegó el tumo de Joan Maluquer y Félix Escalas, de la Lliga.

Aquellos hechos abrieron un duro paréntesis en la problemática de la autonomía y las relaciones entre Cataluña y la Segunda República. En conjunto hubo unos tres mil detenciones y numerosas condenas, aunque algunos fueron puestos en libertad a lo largo de 1935. Cuando el hundimiento de los radicales obligó a Alcalá-Zamora a firmar la convocatoria de nuevas elecciones generales, mientras en España se firmaba el Frente Popular, que giró alrededor del pacto, central, entre los republicanos de Azaña y los socialistas, en Cataluña su paralelo fue el Front d’Esquerres («Frente de Izquierdas», no «Frente Popular»), basado en la coalición de izquierdas reconstruida ya a mediados de 1935 por ERC y en la que el dominio de ésta era aplastante. En Cataluña en las elecciones del 16 de febrero de 1936 su victoria fue clara: logró un 59% de los votos y cuarenta y un diputados, frente al 40,8% de la Lliga y su Frente de Orden, que obtuvo trece diputados. La victoria de las izquierdas fue mucho más clara en Cataluña que en el resto del Estado. La victoria permitió el restablecimiento de la autonomía catalana y sus instituciones. El 1 de marzo salieron del Penal de Santa María Companys y los consejeros. El recibimiento fue apoteósico. Al llegar a Barcelona, Companys introdujo en su discurso unas palabras que iban a ser muy recordadas y reproducidas: «Venim per servir els ideals. Portem l’ànima amarada de sentiment; res de venjances, però sí un nou esperit de justicia i reparado. Recollim les lliçons de l’experiència. Tornarem a sofrir, tornarem a lluitar, tornarem a vèncer[10]». Companys volvió a nombrar el gabinete del 6 de octubre, pero excluyó a Dencàs. La exclusión del nacionalismo radical y separatista y el reingreso del grupo de L’Opinió y Lluhí i Vallescà permitió a ERC aparecer con un perfil político más coherente, con un contenido social reformista más acusado y una mayor moderación nacionalista. Esta reubicación se completó con la remodelación del gobierno de Companys llevada a cabo el 25 de mayo de 1936, que significó la salida de Comorera, secretario general de la USC, empeñado en el proceso de creación del PSUC y la adhesión de los partidos marxistas a la Internacional Comunista.

La propaganda oficial del momento intentó fijar la imagen del «oasis catalán» en aquellos meses convulsos de febrero-julio de 1936, en la medida que se registró una menor conflictividad social que en el resto de España y, sobre todo, que el enfrentamiento político con la derecha apareció atenuado. La Lliga, tras los resultados de febrero, pretendió recuperar su independencia y no siguió la deriva más ultraderechista de los cedistas, ni, a lo que parece, las conspiraciones de los militares. Sus compromisarios votaron Azaña como presidente de la República y en Cataluña sus diputados volvieron al Parlament para actuar, según dijeron, como oposición leal. Otra cosa es la actitud que tomaron Cambó y la plana mayor del partido, después del 19 de julio, en el exilio, de claro apoyo a Franco. Más confusa es la argumentación alrededor de la conflictividad social, aunque en este punto la actitud del gobierno Companys, empeñado en la readmisión de los represaliados y antiguos huelguistas, la recuperación de la Ley de Contratos de Cultivo y el restablecimiento de los aparceros y rabassaires desahuciados facilitó un tanto las cosas.

Traspasos de servicios y de hacienda

Esta cronología política no facilitó en absoluto la rapidez y solidez de los traspasos de servicios y la buena marcha de la hacienda autonómica, que exigía el desarrollo de los traspasos y de su valoración para que la Generalidad contara con los recursos económicos correspondientes[11]. De ahí la importancia fundamental de la Comisión Mixta de Traspasos, que apareció regulada por un decreto de 21 de noviembre de 1932 y se constituyó con solemnidad el 1 de diciembre de 1932 en la Presidencia del Consejo de Ministros, con anécdota incluida, en una estancia en la que colgaba el retrato de Felipe V[12]. Se acordó ir cediendo las contribuciones, impuestos y otros recursos en la medida que fueran concretándose el traspaso de los servicios, pero el problema, grave, fue que el alcance concreto de los servicios traspasados se difirió a acuerdos posteriores sobre la valoración de los mismos, con lo cual la efectividad era muy precaria y, sobre todo, se generaban múltiples dificultades a la tesorería de la Generalidad, al aumentar ésta sus funciones sin contrapartidas económicas y por tanto tener que recurrir al crédito. La negociación quedó, además, atascada en relación con el criterio a aplicar en la valoración de la contribución territorial (la previsión sobre la recaudación de 1933, mayor, o la ya realizada de 1932, menor), que era el principal impuesto cedido. En este punto central, el posible desbloqueo pactado entre Maciá y Azaña fue frenado por el nuevo ministro de Hacienda, Agustín Viñuales, sustituto de un dimitido Jaume Carner en mayo de 1933, aunque finalmente también él hubiera de dimitir. Al final, se impuso el traspaso de la contribución territorial conforme a su rendimiento líquido en Cataluña en 1933 y su cesión se difería al trimestre siguiente a aquél en que las valoraciones de los servicios traspasados sobrepasasen el rendimiento líquido calculado de la contribución (decreto de 27 de julio de 1933). La situación se paralizó a finales de 1933, al abrirse el proceso electoral de noviembre de 1933 y producirse la victoria de la derecha. De poco servían los múltiples viajes a Madrid de Companys y su Consejero de Finanzas, Martí Esteve. El traspaso no llegó sino el 13 de julio de 1934, con efectos del 1 de abril, pero la administración del impuesto continuaba de manera indefinida en manos de las delegaciones del Ministerio de Hacienda. Y la Generalidad, como afirmó Martí Esteve, no podía ni mejorar su eficiencia ni la equidad del impuesto a través de la revisión del catastro sobre la riqueza rústica.

El segundo gran impuesto a ceder era el de los derechos reales, que implicaba la valoración de las carreteras y otras obras públicas. Hubo un acuerdo, transaccional, de la Comisión Mixta el 16 de agosto de 1934, y en este caso el conflicto se situó en la cesión —como pedía la parte catalana—, o no, del llamado «impuesto del caudal relicto» (que gravaba el conjunto de la herencia en el momento de hacerse efectiva). El decreto de 22 de septiembre de 1934 excluyó efectivamente esta figura impositiva, pero, a diferencia de lo que había ocurrido con la contribución territorial, se dio al traspaso del impuesto de derechos reales un carácter definitivo, a contar a partir del 1 de octubre.

Un cuadro resumen, con cifras redondeadas, de las valoraciones (de servicios e impuestos traspasados) aprobadas hasta aquel principio de octubre de 1934 era, según los datos aportados por Martí Esteve[13]:

SERVICIOS E IMPUESTOS TRASPASADOS[14]

Tras el 6 de octubre de 1934, se suspendieron los traspasos efectuados, retomó al Ministerio de Hacienda la administración de los impuestos y se creó una «comisión revisora», dependiente de la Subsecretaría de la Presidencia (21 de febrero de 1935), para proponer la sustitución, rectificación o derogación de los traspasos efectuados. Una cierta rectificación de esta política restrictiva se inició a finales de abril principios de mayo de 1935 y, aunque el proceso de restitución fue muy lento, y en cualquier caso excluyó el orden público, poco a poco se trabajó para el traspaso de obras públicas y los derechos reales (diciembre de 1935). Un problema de fondo, y grave, era el de la deuda acumulada de la Generalidad que el 21 de mayo de 1935 ascendía a unos 188,5 millones de pesetas (unos 58 millones más que en 1931).

Después de la victoria del Frente Popular en 1936, con Gabriel Franco en Hacienda, rápidamente se pusieron en marcha, al fin, los traspasos y los impuestos cedidos. El 1 de abril fueron restituidos a la Generalidad los servicios de recaudación de las contribuciones y por decreto del día 30 se aceptó como definitiva la valoración hecha en su momento de la contribución territorial. Finalmente, el 5 de junio llegó la aprobación por la Comisión Mixta de la valoración de los servicios de la Sanidad y unas semanas después, según decreto de 19 de junio de 1936, se reincorporaba a la Generalidad, con efectos del 1 de julio, el impuesto de derechos reales. Al final, según acuerdo de la Comisión Mixta de 19 de junio de 1936 (aprobado por Decreto de 26 de junio de 1936), la situación resultante de los traspasos fue, con datos y cifras redondeados:

(CONTINUA)

Como vemos, el exceso de las valoraciones de servicios sobre el importe de las contribuciones cedidas representaba 15,18 millones de pesetas, lo cual ponía en marcha la previsión de participar en el 20% de la suma de las contribuciones industrial y de utilidades para cubrir el déficit. El mismo acuerdo establecía también los recursos comprendidos en el apartado III del artículo 16 del Estatuto, a traspasar a partir del tercer trimestre:

Como punto de comparación de todas estas cifras, puede tenerse en cuenta que el presupuesto de la Generalidad para el segundo semestre de 1936, presentado el 17 de junio, ascendía a un total de 71,75 millones de pesetas (incluyendo gastos ordinarios y extraordinarios y contando con un crédito de 7,5 millones de pesetas en el presupuesto de ingresos[15]). A pesar de sus limitaciones y provisionalidad, aquel presupuesto era en cualquier caso indicativo del juego de preferencias y del alcance de la autonomía. Los capítulos de gastos eran (siempre en millones de pesetas):

Hay que tener en cuenta la provisionalidad de las cifras en relación con la Consejería de Gobernación dada la pendiente valoración de orden público que iba a producirse de todas formas unos días después. Cuando llegó, el presupuesto del Departamento de Gobernación se incrementó en 15,892 millones de pesetas (8,437 correspondiente a los Cuerpos de Vigilancia y Seguridad y 7,455 a la Guardia Civil, contabilizadas como las 5/12 partes de su valoración anual). La importante cifra en Obras Públicas evidentemente correspondía a los traspasos efectuados desde el Estado central. Eran, por otro lado, especialmente significativas las cantidades asignadas al Presupuesto de Cultura, así como al de Trabajo —que incluía la valoración de los servicios de legislación social— y el de Asistencia social. Estaríamos hablando por tanto de un presupuesto anual de la Generalidad de alrededor de unos ciento setenta y ocho millones de pesetas. En 1935 el Presupuesto General del Estado, realizado, había ascendido a 4690,0 millones de pesetas. Es decir, los gastos presupuestados de la Generalidad representaban, en unos cálculos muy poco precisos y de forma muy aproximada, sólo un 3,8% del total del presupuesto estatal.

REALIZACIONES Y POLÍTICA IMAGINADA.

LOS EJEMPLOS DE LA CULTURA Y DEL DESPLIEGUE URBANÍSTICO

Es clara la importancia que para los hombres de la República, la española y la catalana, tenían la enseñanza y la cultura. Era sin duda un elemento emblemático, que se insertaba en cuestiones de gran alcance como el de la modernización social y económica del país y la regeneración ciudadana y democrática de la política. Ante ello, el desarrollo de la situación en Cataluña fue paradójica. En su primera etapa, la de la autonomía provisional, el margen de maniobra concedido por el gobierno central fue superior al que posteriormente fijaría el Estatuto aprobado. Fueron decisivas las buenas relaciones que se establecieron entre el gobierno de la Generalidad y el Ministerio de Instrucción Pública, cuando estuvo en manos de Marcelino Domingo (entre el 15 de abril y el 16 de diciembre de 1931), aunque también sus sucesores mantuvieron una actitud comprensiva y abierta (especialmente Fernando de los Ríos). Domingo decretó el reconocimiento del catalán en la enseñanza primaria (decreto de 29 de abril de 1931) y en la Universidad y, además, permitió y apoyó la labor del Consejo de Cultura creado por la Generalidad.

La formulación constitucional y estatutaria, en la que se impuso, como ya ha sido visto, el control del poder central sobre el sistema, con la salvedad de la Universidad y la posibilidad de mantener una línea paralela en los otros grados, significó una primera gran decepción, quizás porque abusivamente la izquierda catalana había confiado en un reconocimiento sino absoluto, sí muy amplio, de la potestad de la Generalidad en el caso de la lengua, la enseñanza y el impulso de la cultura. Ahora bien, la Generalidad fue capaz de sacar adelante algunas realizaciones, más bien experiencias piloto, que permitieron la creación de un imaginario muy potente —y perdurable— sobre su capacidad de renovación pedagógica y una obra importante de catalanización y culturalización democrática de la enseñanza. Hubo una continuidad, que nadie discutió, con la obra de la Mancomunidad de 1913-1925 y, además, sin excesivos conflictos, la Consejería de Instrucción Pública de la Generalidad, en manos de forma bastante continuada de Ventura Gassol, supo ceder el protagonismo a un Consejo de Cultura (creado por decreto del 9 de junio de 1931, y reforzado por ley a finales de 1933), del que formaban parte personalidades profesionales y culturales, bajo la presidencia del rector de la Universidad de Barcelona; Pompeu Fabra era el vicepresidente y Alexandre Galí el secretario[16].

Hubo algunas instituciones, creadas ya en los tiempos del Gobierno provisional, importantes[17]. Una fue la Escuela Normal (l’Escola Normal de la Generalitat, distinta de la del Estado), creada por decreto del 22 de agosto de 1931 firmado por Marcelino Domingo, que adoptó y difundió los principios de la «escuela activa» (Decroly, Freinet o Piaget) e introdujo estudios de «formación permanente». La otra fue el Institut-Escola, creado por decreto del 9 de octubre de 1931 bajo la dirección de Josep Estalella, según el modelo del Instituto Escuela de Madrid de 1918. En 1936 impulsó la existencia de dos sucursales: el Instituí Pi i Margall y el Instituí Ausiàs March. Era el embrión de un sistema renovado de la enseñanza secundaria catalana. La política de catalanización se desplegó centrada en la difusión y visibilidad de la lengua y, en el ámbito de la enseñanza, se creó, ya en mayo de 1931, un «Comitè de la Llengua» para la organización de cursos de correspondencia, formación de los maestros, difusión popular, etc.

La experiencia de la Universidad Autónoma de Barcelona fue también de gran impacto[18]. De nuevo, fue Marcelino Domingo quien, tras favorecer la remoción de la dirección de las facultades y del rectorado —Jaume Serra i Húnter fue elegido en mayo—, dotó de autonomía a las facultades de Filosofía y Letras, de Madrid y de Barcelona (15 septiembre 1931). En la facultad barcelonesa, los cambios fueron impulsados por Pere Bosch Gimpera (1891-1974), Joaquim Balcells y Joaquim Xirau, quienes renovaron los planes de estudio y usaron de la posibilidad de contratar encargados de curso para remozar las enseñanzas. Situaron los seminarios y la investigación en el eje de la actividad universitaria, frente a la memorística de manual anterior. El 1 de junio de 1933 llegó el decreto de la República que extendía a toda la Universidad la experiencia de la autonomía y algo después, el 18 de julio de 1933, se constituyó el correspondiente Patronato mixto de dirección[19]. Pompeu Fabra fue elegido presidente y Joaquim Balcells secretario. Existía entre las dos representaciones una coincidencia de base en relación con los métodos de la enseñanza y muy en especial la concepción y el ordenamiento de la vida cultural universitaria. No así en cuanto a la catalanidad de la institución, aunque, dada en este punto la concreción de la normativa constitucional y estatutaria, las reticencias no frenaron su puesta en marcha. Eso sí, Américo Castro, quizás el más temeroso y obsesionado, dimitió el 31 de mayo de 1934. El nuevo estatuto universitario fue redactado y aprobado sin demoras (septiembre de 1933). En su artículo 3 se decía:

La Universitat Autònoma de Barcelona (…) acollirà en recíproca convivencia les llengües i cultures castellana i catalana en igualtat de drets per a professors i alumnes, sobre la base del respecte a la llibertat deis uns i dels altres per a expressar-se en cada cas en la llengua que prefereixin.

La labor de aquel Patronato fue eficaz y los nuevos dirigentes de la Universidad, y muy en especial el rector, Pere Bosch Gimpera, la dotaron en muy poco tiempo de un gran prestigio e imagen de europeísmo y renovación, estableciéndose una importante complicidad entre buena parte del profesorado y el alumnado. Uno de los debates del momento fue el de la acción social de la Universidad. Algunas instituciones populares de cultura y enseñanza defendían la creación de estudios nocturnos para los obreros y la entrada en cualquier nivel y grado de aquellas personas que lo desearan, pero Bosch Gimpera y su equipo exigían una dedicación total del alumno al trabajo universitario (eliminaron la llamada enseñanza «libre», por ejemplo) y, por tanto, según ellos, la igualdad de oportunidades sólo podía proceder de una adecuada política de becas. Ahora bien, esta concepción de la Universidad como un centro de alta cultura, no impedía, sino todo lo contrario, una clara voluntad de divulgación y apertura. Se generó una sección específica, la de los «Estudis Universitaris Obrers», puesta bajo la dirección del dramaturgo Ambrosi Carrión, que libraba no títulos sino certificados de estudios. El mismo julio de 1933 la Generalidad había fundado el Institut d’Acció Social Universitaria i Escolar de Catalunya, con el objetivo explícito de ir hacia la «democratización» de la enseñanza.

Repercutieron los hechos de octubre de 1934, cuando se nombró en Cataluña un Comisario General de la Enseñanza, bajo la dependencia directa del Ministerio, el equipo de dirección catalán fue encarcelado y el Patronato fue suspendido (1 de noviembre de 1934). Antes de octubre, por otro lado, había continuado y con fuerte impulso, la obra de la enseñanza más profesional, técnica y artística (Universidad Industrial, Escuela del Trabajo, de Agricultura, de la Administración Pública, Altos Estudios Comerciales, Bibliotecarias, Enfermeras, Profesional de la Mujer, Bellas Artes, Instituto del Teatro, etc.), que arrancaban de situaciones y experiencias del siglo XIX y que habían sido en gran parte mantenidas por la Diputación Provincial de Barcelona y la Mancomunidad. Posteriormente, la autonomía de hecho que se impuso en Cataluña, a partir de julio de 1936 y al menos hasta mayo de 1937, posibilitó el que la catalanización fuera más activa, aunque distó de ser total. La coordinación de la enseñanza pasó a depender de un nuevo organismo, el CENU (Consejo de la Escuela Nueva Unificada), creado el 27 de julio de 1936, con representantes de las organizaciones sindicales, el Consejo de Cultura y de las universidades (la Autónoma, la Industrial y la de Bellas Artes). Al redactar su Plan General de la Enseñanza, triunfó, ahora, el discurso más populista: cualquier persona podía incorporarse a cualquiera de los ciclos o estudios desarrollados. El objetivo era la escolarización total y la incorporación de la enseñanza profesional al plan general. Aprovechó a fondo la puerta abierta por el Estatuto de Autonomía y creó por tanto su propia línea de enseñanza, al margen de la estatal, basándose en los principios de la catalanidad, el laicismo, la coeducación y una pedagogía del trabajo, la libertad y la solidaridad humana, según que rezaba el decreto constitutivo. Siguiendo en la misma línea más popularizadora y menos elitista, por otra parte, el Instituto de Acción Social iba a sustituir las becas por subsidios.

Otro de los grandes ámbitos incorporados al imaginario de la capacidad modernizadora y promesa de futuro de la autonomía catalana de la República fue el de la política urbanística[20]. Desde el empuje de la izquierda política e intelectual de 1931 nació una nueva sociología urbana, que pretendía sustentar el despliegue de un urbanismo funcional y adaptado al vanguardismo europeo del momento. Se trataba, en sus versiones más radicales, de intentar una alternativa popular al lucro y la explotación capitalista del suelo. El motor de todo el nuevo proyecto fue el GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrés de l’Arquitectura Contemporánia) fundado en noviembre de 1930. El grupo promotor, muy destacadamente, Josep Lluís Sert, Josep Torres i Clavé y Francesc Fábregas i Vehils, con actuaciones y relaciones estrechas en el ámbito español y europeo, querían mantenerse próximos a Walter Gropius y el grupo de Bauhaus. Trajo a Barcelona nombres importantes del vanguardismo arquitectónico europeo, por ejemplo en 1932, a Bourgeois, Le Corbusier, el mismo Gropius, Giedion, Van Esteren, etc… Publicó una revista de referencia y culto, AC (Documents d' Activitat Contemporánia) entre 1931-1937. Compartían ideas e influencia con el Sindicat d’Arquitectes de Catalunya y afirmaban la necesidad de controlar las casas constructoras, la municipalización de la vivienda y la colectivización sindicalizadora del sector de la construcción.

Su principal proyecto fue el del denominado Plan Maciá (presentado en julio de 1934), que quiso ser un gran proyecto global para Barcelona y alrededores, sólo comparable por su ambición con el Plan de Ildefons Cerda de mediados del siglo XIX, y contó con la colaboración de Le Corbusier. El plan contemplaba una remodelación de las manzanas de los extremos del Ensanche, y, sobre todo, una zonificación funcional de la ciudad, que debía permitir la integración de los diversos barrios industriales y de recepción de la población inmigrada, en una nueva Gran Barcelona, fijando áreas de la producción, un centro cívico, zonas de residencia y zonas de reposo; se introducía, asimismo, la consideración detallada del tráfico, el transporte y la circulación. Como realizaciones concretas, inevitablemente limitadas y todas ellas con un carácter experimental, destacaron: la “Ciutat de Repós i de Vacances”, destinada al ocio de la clase obrera, a levantar en la costa al sur de Barcelona (Viladecans, Gavá, Castelldefels) y que, con apoyó de la Generalitat se empezó efectivamente a construir, a partir de 1933 con la colaboración de unas seiscientas asociaciones obreras y populares de todo el Principado; la Casa Bloc en el barrio de Santa Andreu de Palomar (un primer encargo del Comissariat de la Casa Obrera y el Instituí contra l’Atur Forgós, a desplegar en un programa continuado de construcción de vivienda obrera); el Dispensario Central Antituberculoso; o el proyecto de un hospital en el Valle Hebrón, presentado en junio de 1936. Todo ello, aparte de diversos edificios sociales —cooperativas o centros de cultura popular— en algunas comarcas. La guerra trastocó obviamente su labor, y radicalizó sus planteamientos. Fábregas y Joan Grijalbo publicaron Municipalització de la propietat urbana. Como realización más emblemática, Sert y Lacasa realizaron el Pabellón Español de la Exposición Universal de París de 1937.

Sin una relación directa con el empuje del GATCPAC, otra pieza importante de referencia iba a ser el Regional Planning, auspiciado directamente por un decreto del gobierno catalán del 31 de octubre de 1931. El estudio y realización lo desarrolló Nicolau M. Rubio i Tudurí (1891-1881), con la colaboración de su hermano Santiago, que era ingeniero, bajo la influencia directa, de las versiones alemanas del «Regional-Planning» de origen anglosajón, y se publicó en 1932. Pretendía una planificación general «regionalizada» del territorio catalán, para el equilibrio y ordenación de las diversas actividades y los recursos naturales, incluidos los paisajísticos.

EN TIEMPOS DE GUERRA:

DE LA GENERALIDAD AUTODETERMINADA AL REPLIEGUE

Como es bien conocido, el estallido de la Guerra Civil a partir de la sublevación militar del 18 de julio de 1936 ha planteado el tema de si en España se abrió o no una situación revolucionaria y, en su caso, cuales fueron sus límites. Ahora bien, es evidente que al margen de este debate, las instituciones y el Estado republicanos quebraron. Es en este marco en el que debemos situar la real ruptura del Estado central en Cataluña, y, también, la asunción por la Generalidad de responsabilidades y poderes por encima de las previsiones estatutarias. Hubo algunos elementos visibles y espectaculares de aquella «superación» del techo fijado por el Estatuto de 1932, que generarían polémica y tensiones. Aparte de cuestiones reveladoras, pero menores (concesión de indultos, cuestiones de protocolo, etc.), un contencioso importante fue el de la creación de la Consejería de Defensa y las diversas disposiciones que prefiguraban la constitución de un Ejército de Cataluña. Por su lado, la puesta en marcha de una creciente e importante industria de guerra, sin someterse a la autoridad directa del gobierno central iba a terminar por focalizar muchas tensiones. Otro ámbito fue el de la justicia, a través de la creación de una Oficina Jurídica autónoma, en el contexto del establecimiento de los tribunales populares.

De todas formas, el tema inicialmente más acuciante fue el de las finanzas, que, al aparecer enlazado con las disputas acerca de la aplicación y desarrollo de las previsiones estatutarias, no tenía parangón con las otras situaciones provinciales y regionales del resto de España. A mediados de agosto de 1936 la Generalidad se vio precisada a pedir a Madrid dos créditos —de cincuenta y treinta millones de pesetas— para poder mantener los salarios, la actividad económica y la industria de guerra y la compra de materias primas, dado que los ingresos regulares fijados por los acuerdos de los traspasos (cédulas personales, derechos reales y contribución territorial) se encontraban paralizados. No obtuvieron ninguna respuesta, a pesar de su insistencia. Al final, el 27 de agosto, la Generalidad dictó el control de la Delegación del Banco de España en Barcelona —obviamente al margen de cualquier previsión del Estatuto— y a continuación su intervención, con lo cual forzó la obtención de diversos créditos. El gobierno Largo Caballero, en sus primeros días de actuación en Madrid, no pudo sino ratificar aquella situación de hecho.

Cataluña efectuó en un tiempo récord la adaptación de la práctica totalidad de su industria metalúrgica a las nuevas necesidades de guerra, las trabas y cortapisas del gobierno central fueron constantes, especialmente en relación con la obtención de divisas y las compras de material y equipamiento al extranjero, sin olvidar la negativa reiterada a trasladar fábricas de armamento amenazadas por Franco (como en el caso de Toledo). El problema de fondo, claro está, no era otro que el del control y capacidad de decisión sobre el armamento. Todo el debate se produjo en una situación muy confusa, al tiempo que la ayuda soviética favorecía el papel y la presión del PCE. El gobierno Negrín creó el 23 de septiembre de 1937 la Comisaría de Industrias de Guerra —con cinco representantes de Defensa y tres de la Generalidad—, el cual, de todas formas, iba a disolverse poco después, el 23 de enero de 1938, tras la instalación gubernamental en Barcelona, que significó la presencia directa del Ministerio de Defensa en la capital catalana. Por aquel entonces, ya se habían producido importantes intervenciones por la Subsecretaría de Armamento (en especial, las importantes fábricas de la Siemens, Altos Hornos de Cataluña, Maquinista Terrestre y Marítima, etc.) y, además, estaba en pleno auge la «caza del técnico», en competencia las industrias de la Generalidad y el Ministerio de Defensa. El problema venía de lejos, pero no hizo sino incrementarse dramáticamente con Negrín. En las industrias intervenidas por la Subsecretaría de Armamento, la Generalidad dejó de abonar los jornales. La política negrinista iba a tener una repercusión especialmente sonada con la incautación por el gobierno central del Parque de Artillería de Barcelona en agosto de 1937. La situación creada tuvo, quizás inevitablemente, repercusiones negativas en la productividad y alimentó sabotajes e indisciplinas. Toda la tensión alcanzó su cenit en los famosos decretos de agosto de 1938 que reportaron la dimisión del ministro de ERC y la solidaridad de Irujo, del PNV, en una crisis que implicó la sustitución de la representación catalana por el PSUC, el partido de los comunistas catalanes. El 11 de agosto el gobierno Negrín había decretado la expropiación total de cualquier fábrica del metal, para su dedicación a la producción bélica y su gestión por la Subsecretaría de Armamento.

Toda esta serie de conflictos concretos impusieron unas relaciones llenas de malentendidos y temores mutuos. Frente al creciente y rotundo discurso centralista de Negrín, hubo manifestaciones de independentismo y soberanismo, con actuaciones confusas de separación de la suerte de la República y sueños imposibles de gestionar alguna intervención internacional que impusiera la paz por separado. De todas maneras, con ciertas dosis de ingenuidad, pero al mismo tiempo de voluntad política positiva, el gobierno de la Generalidad, reconstruido a finales de junio de 1937 sin los anarquistas, pretendió iniciar con buen pie las relaciones con el nuevo gobierno de la República en Valencia, que ahora presidía Negrín. Se multiplicaron las visitas a Valencia de Pi i Sunyer, Bosch Gimpera y, con menor regularidad, Comorera, que sirvieron de bien poco. El diálogo, cuando se daba (más con Azaña que con Negrín), era de sordos. En la entrevista de Pi i Sunyer y Azaña, el 18 de septiembre de 1937, el memorial de agravios catalanes fue muy explícito. El Estado central debía más de sesenta millones de pesetas a la Generalidad por servicios de guerra. Prohibía que los trenes catalanes que trasladaban material de guerra al frente de Aragón, pudieran luego regresar llenos, con cargamentos de trigo a Barcelona. La Hacienda central había sellado cajas en los bancos con papel moneda de circulación local, a espaldas del Ministerio de Justicia y a espaldas de las correspondientes consejerías responsables de la Generalidad. Todos los mandos que habían servido a la anterior Consejería de Defensa de la Generalidad, y también todos los jefes y oficiales de orden público, habían sido relevados y nadie contaba con ellos a pesar de su experiencia y en general su buen comportamiento y eficacia. La censura que se había implantado era «despótica», ya que prohibía en Barcelona lo que se permitía en Valencia y otras ciudades. En este punto había sido especialmente lamentable que se prohibiera la difusión del desmentido que había lanzado la Generalidad contra los rumores que afirmaban negociaciones de paz entre emisarios de ésta y los rebeldes. La tensión con el ministro de Gobernación, Zugazagoitia, y con el delegado de Orden Público en Cataluña, Paulino Gómez, era especialmente alta[21]. ERC podía entender que, dadas las circunstancias excepcionales del momento, fuera necesario limitar las atribuciones y el alcance del régimen autonómico fijado por el Estatuto, pero pedían, al menos, la promesa de su restablecimiento futuro. La respuesta de Azaña volvió a la argumentación conocida y clásica sobre las extralimitaciones de la autonomía catalana.

Ante el traslado del gobierno central a Barcelona, y la consiguiente visita de Companys, Pi i Sunyer y Sbert, Negrín hizo como acostumbraba: aceptó la práctica totalidad de las propuestas generales que le hacían los políticos catalanes, para dar una imagen pública de unidad, pero no impedir ni corregir, sino todo lo contrario, una actuación contundente en lo concreto al margen de cualquier negociación. Al formalizarse, el 31 de octubre de 1937, el traslado del gobierno, los problemas de las relaciones entre unos y otros se agravaron. Los altos cargos y funcionarios recién llegados actuaron, según los políticos de la Generalidad, como virreyes y jefes de un fuerza de ocupación. El problema no era, sin embargo, sólo de incomprensiones y de recelos derivados de la contraposición de imágenes estereotipadas. La instalación de Negrín en Barcelona abrió una nueva fase de la política de la República: la de la prácticamente total gubernamentalización y militarización de la vida política y social, inmersa en una situación de guerra que se estaba perdiendo. En estas circunstancias, era inevitable el choque con la autonomía catalana, que, sin lugar a dudas, Negrín sólo entendía como un estorbo y una inconveniencia.

Los enfrentamientos también se produjeron en el ámbito del orden público y el control del quintacolumnismo. El SIM (Servicio de Inteligencia Militar), creado por Prieto en agosto de 1937, pronto entró en colisión con los esfuerzos que se estaban haciendo desde los responsables de la justicia (el nacionalista vasco Irujo en el Ministerio y el catalanista moderado Bosch Gimpera en la Consejería) para garantizar la libertad de conciencia. La creación de unos «Tribunales de Guardia», a modo de tribunales de urgencia, bajo el control del SIM y los delegados del orden público y el ascenso al Ministerio de Justicia de Mariano Ansó, de IR, muy cercano sin embargo a Negrín, iban a partir de diciembre de 1937 a aislar aún más a Bosch Gimpera y los esfuerzos de ERC, enfrentados ahora también al Ministerio de Justicia. Las autoridades catalanas se sintieron cada vez más incómodas ante lo que consideraban abusos del SIM, practicados, además, totalmente al margen de las instituciones de la Generalidad[22]. Ésta protestaba también porque la constitución de los «Tribunales de Guardia» —que sólo en la última semana de abril habían dictado en Barcelona un centenar de penas de muerte—, no había respetado las previsiones estatutarias (que atribuía a la Generalidad el nombramiento de los jueces en Cataluña). En cualquier caso, Negrín, y la dinámica militarista abierta, se impusieron. En los famosos decretos del 11 de agosto de 1938, al lado de la nacionalización de las industrias de guerra, también se dictó la militarización de la justicia.

Un aspecto que también iba a incidir en la mutua desconfianza fue el de los rumores —y realidades— de intentos de negociación con las potencias aliadas con vistas a obtener algún tipo de reconocimiento de paz separada, aunque es importante, también aquí, no olvidar que el tema se inscribe en el contexto más amplio y general de la apuesta de algunos sectores republicanos por encontrar una alternativa a la política resistente de Negrín, alternativa que se revelará difícil si no imposible[23]. En relación con Cataluña, una primera crisis fue la protagonizada por Joan Casanovas, de ERC, jefe del gobierno de la Generalidad entre el 1 de agosto y el 26 de septiembre de 1936, que en aquel convulso verano de 1936 quiso la vertebración de una opción nacionalista catalana que frenase la revolución anarquista y hubo de dimitir. Se le implicó, a continuación, a finales de noviembre, en un confuso complot para la obtención de la presidencia y la abertura de un cierto camino de paz separada de Cataluña[24].

Mayor importancia general y repercusión tuvieron los rumores lanzados al año siguiente, cuando Lluís Companys, recién confirmado presidente de la Generalidad por el Parlamento catalán el 9 de noviembre de 1937, marchó a Bélgica para visitar a su hijo, Luis, enfermo mental. Se habló de iniciativas promovidas por los republicanos, al margen de Negrín y los socialistas, para lograr algún canal para la negociación de la paz, contando con la presión de Francia e Inglaterra. Se trataría de unas actuaciones paralelas a las que hipotéticamente efectuaba el embajador en Londres Pablo de Azcárate, quizás con una relación directa con Azaña. Se decía, además, que Companys proponía una federación de dos Españas, gobernadas por personalidades ajenas a la lucha, como Salvador de Madariaga y Miguel Maura. Los rumores derivaron hacia la afirmación de que los catalanes pretendían una paz separada, no estaba lejos el «pacto» de Santoña. Al final, tanto Companys como el propio Negrín iban a desmentir todos estos comentarios, usando La Vanguardia, de Barcelona.

Otro episodio importante llegó en otoño de 1938, tras toda la cuestión de la «charca» denunciada por Negrín y la crisis de agosto. La Generalidad, aislada y ninguneada, parece que se implicó, ahora sí, en un intento de negociación internacional. En octubre de 1938, Caries Pi i Sunyer marchó a París y se entrevistó con el ministro de Asuntos Exteriores francés, Yvon Delbos, quien fue simplemente amable, y el de Hacienda, Paul Reynaud, que fue más claro. No estaban en aquella coyuntura dispuestos a una ayuda explícita y concreta a la República y menos aún a cualquier sugerencia de ayuda particular a Cataluña.

Por otro lado, en el exilio, algunos republicanos catalanes continuaban con intrigas y sueños imposibles de una negociación catalana separada. En esta dirección el 16 de noviembre de 1938 se hicieron públicas unas declaraciones de Joan Casanovas (instalado ya en Francia en el que sería su segundo y definitivo exilio), en las que afirmaba que Cataluña quería la paz y el ejercicio de la autodeterminación y que una Cataluña reconocida podía ser un elemento de equilibrio entre la Europa del norte del Pirineo y el Mediterráneo. La respuesta del gobierno fue contundente y al día siguiente una editorial de La Vanguardia («Resistencia o capitulación») amenazaba a Casanovas y los derrotistas con el piquete de ejecución, tras ser juzgados por alta traición. Ahora bien, una vez más, debemos tener en cuenta que este episodio se produjo paralelamente a la crisis derivada de los muchos rumores que acompañaron la visita de Besteiro a Barcelona, donde llegó justamente el 17 de noviembre. Besteiro se entrevistó con Llopis y Prieto, también con Companys, y se movió en los diversos contactos de los dirigentes socialistas no negrinistas, incluido destacadamente Prieto, para la puesta en marcha de una política y un gobierno alternativo al de Negrín. También destacados anarcosindicalistas presionaban en esta dirección a Azaña y éste parecía no ver con malos ojos la posibilidad de librarse de Negrín y los comunistas. Para terminar de enrarecer el ambiente político de Barcelona y de la República en aquellas últimas semanas de 1938, todo este clima coincidía con la celebración de los juicios —de alto voltaje político— pendientes contra los dirigentes el POUM (11-12 de octubre de 1938) y los altos jefes militares juzgados por su actuación en la derrota y pérdida de Málaga. Se estaba, no hace falta advertirlo, a las puertas de la derrota de enero-febrero de 1939 ante el ejército de Franco en Cataluña, y el inicio de un dramático exilio y una represión de efectos devastadores.

EPÍLOGO EXILIADO

¿Cómo respondieron los grupos políticos catalanes ante la derrota? ¿Cuándo la Segunda República —y la Constitución de diciembre de 1931— dejó de aparecer como un referente concreto del combate político de oposición al régimen de Franco? Hay que recordar que, en la última reunión de las Cortes republicanas celebrada en la Península, el 1 de febrero de 1939, en el castillo de Figueres, se aprobaron por aclamación las conocidas tres «condiciones para la paz» fijadas por Negrín: garantías de independencia frente al extranjero; que fuera el pueblo, en condiciones de libertad, quien determinase el régimen; que se renunciara a las persecuciones y las represalias. En aquellas condiciones dramáticas, por tanto, se aceptaba poner el régimen republicano a discusión, si se cumplían unas mínimas condiciones. Esta ambigüedad —hasta qué punto se debía estar dispuesto a la renuncia de la legitimidad republicana para lograr la caída de la dictadura de Franco y el restablecimiento de la democracia en España— acompañará inevitablemente el debate político del exilio.

Los políticos catalanes participaron en la reconstrucción de las instituciones republicanas españolas en el exilio, al tiempo que pretendían conservar sus propias instancias nacionales autónomas. Estuvieron presentes en la Diputación Permanente de las Cortes (reconstituida en París en 1939), en la JARE (a partir de julio de 1939) y, después, ya en el exilio americano, en la JEL (noviembre de 1943-agosto de 1945), a través de dirigentes importantes como Miquel Santaló, Josep María Andreu i Abelló y Antoni M. Sbert (todos ellos de ERC) y de Lluís Nicolau d’Olwer y Pere Bosch Gimpera (del ámbito de ACR). Ante el final de la guerra mundial, siguieron asimismo los avatares de la reconstrucción de las instituciones republicanas españolas, participando en la sesión de Cortes reunida en México el 17 de agosto de 1945, ante la que se produjo la proclamación formal de Diego Martínez Barrio como presidente de la República. A continuación, Santaló y Nicolau d’Olwer formaron parte del gobierno Giral (1945-1947) y Santaló lo hizo en el que presidió Rodolfo Llopis (1947). Cuando Giral se presentó a las Cortes (el 7 de noviembre de 1945) su discurso programático incluía una referencia explícita al respeto a las autonomías («Dejar que las regiones peninsulares puedan constituirse en régimen de autonomía. Nuestra Constitución abrió los cauces a estos deseos de los pueblos españoles…») y, aunque se admitía que el pueblo español debía elegir su propia forma de gobierno, advertía: «Sólo queremos la salvación de España por medio de la República[25]». En cualquier caso, el tiempo de la presión diplomática y la imposición de un cambio de régimen en España desde la sanción de las potencias aliadas y la ONU, si es que realmente existió, terminó en 1948-1949 con el fracaso de la operación prietista, que intentó un pacto con los monárquicos.

La actuación catalana y las diferencias internas sólo en parte fueron coincidentes con los ámbitos generales del exilio español. Existía también la discusión acerca de las posibilidades derivadas de los acontecimientos internacionales y, por tanto, el debate entre el atentismo pasivo o el activismo voluntarioso en el interior. Así mismo, la mayor o menor disposición a confiar en la legitimidad de las instituciones republicanas y el acatamiento de su autoridad. Pero había también la vieja y siempre recurrente cuestión sobre la necesidad o no de someterse al marco fijado por las estrategias de la oposición española. Y, más aún, había también, como otro eje de tensiones y disputas internas, la mayor o menor voluntad de una afirmación catalanista soberanista y radical, que negase o no tanto la realidad española.

Los «legalistas» parecen haber sido minoritarios tanto dentro de la ERC en el exilio como dentro del conjunto de las fuerzas políticas catalanas, al menos entre los elementos más activos y militantes. Significativamente, sólo pusieron en pie un gobierno —el Consejo Ejecutivo de la Generalidad, en 1945—, en la coyuntura del gobierno Giral y sólo reunieron una sesión del Parlament en el exilio, en 1954, en ocasión de la elección de Josep Tarradellas como nuevo presidente. El gobierno[26] no mantuvo una actividad regular. Su primera reunión no se celebró sino el 13 de enero de 1946, a los cuatro meses del nombramiento. En su declaración inicial, de septiembre de 1945, ponía de manifiesto implícitamente las contradicciones y la ambigüedad forzosa de la política catalana del momento y en especial del propio Josep Irla, que había asumido la presidencia de la Generalidad:

Sempre hem cregut que la lleialtat a la República no prejutja ni pot limitar els drets del nostre poble que deriven de la seva personalitat nacional. Per això, tot i complint lliurement i amb pie sentit de la responsabilitat les exigencies que l’hora imposa, no deixem de reivindicar pel nostre poble el pret de regirse segons la seva voluntat democrática[27].

Posteriormente, tras la primera reunión gubernamental, en enero de 1946, una nueva declaración concretaba aún más: ante las perspectivas de la caída del régimen de Franco, se decía que sólo un gobierno catalán de amplia «unión nacional» debía encargarse de promover en su día la consulta de la voluntad popular en Cataluña y que la opción no sería en ningún caso entre república o monarquía «sino una alternativa a la vida closa i indefensa de Catalunya, situado que implica, per conseqüència, la independencia de tota la democracia espanyola. Aquesta nova possibilitat és la d’un ordre peninsular multinacional[28]».

El gobierno catalán tuvo su última reunión el 22 de enero de 1948. Había durado unos dos años y superó en este punto la continuidad de los gobiernos españoles de Giral y Llopis. A partir de entonces, Irla —y Tarradellas— pretendieron mantener la Generalidad como símbolo y asegurar su presencia y su papel de referencia, a través de algunos nombramientos específicos de delegados en determinados países (las «delegaciones catalanas», decretadas efectivamente para América el 1 de febrero de 1950). Las tensiones internas del exilio y en especial dentro de ERC, llevarían finalmente, en un complejo y polémico proceso[29] a la dimisión en mayo de 1954 de Irla como presidente de la Generalidad y su substitución por Josep Tarradellas el 5 de agosto del mismo año. A partir de entonces se impuso en la actuación oficial de las instituciones de la Generalidad en el exilio la política de Tarradellas, que no iba a querer en ningún caso la creación de un gobierno autónomo ni la actuación del Parlament, asumiendo, muy personalmente, el mantenimiento y la presencia simbólica y representativa de la Generalidad. Terradellas no tuvo tampoco demasiado interés en mantener un apoyo explícito y regular a los gobiernos republicanos en el exilio, que, cada vez más, le parecían ineficaces y políticamente poco representativos.

Esta posición legalista republicana, incluso con sus ambigüedades y afirmaciones revisionistas, no fue la única del exilio y de la oposición política catalana antifranquista. Ya Companys (en circunstancias ciertamente muy difíciles y quizás de coyuntura) había abierto la puerta a una «superación» de las instituciones republicanas al crear en 1939 un Consejo Nacional de Cataluña, con personalidades, sin contar con su propio gobierno. Posteriormente, se constituiría en Londres, en 1940 y animado por Caries Pi i Sunyer y Josep M. Batista i Roca, un nuevo el Consell Nacional de Catalunya. Aquel CNC encabezó las argumentaciones acerca de la «superación» de la Segunda República y el Estatuto de Autonomía, aunque Pi i Sunyer nunca dejó de reconocer la legitimidad de las instituciones de la Generalidad. En una declaración política, el 24 de agosto de 1944, el Consell propugnaba la federación de los países catalanes dentro de una futura Confederación Ibérica. En 1945, aceptando la autoridad de Irla y su gobierno, se autodisolvió.

Las relaciones del exterior con el interior fueron difíciles y generalmente conflictivas, tanto en España como en Cataluña. Una primera expresión de voluntad de combate y lucha forzosamente resistente y armada fue el Front Nacional de Catalunya (FNC) que reunió diversos sectores nacionalistas en 1940. También podrían contemplarse en esta dirección las actuaciones de diversos grupos del PSUC, implicados en las estrategias de la Unión Nacional —y su política de alianzas con las fuerzas catalanistas— y la lucha guerrillera. Ahora bien, con mayores repercusiones políticas, en el interior, hubo una línea de actuación autónoma, con una significación parecida a la del Consell Nacional de Catalunya de Londres. La situación cambiante de 1944-1945 estaba generando algunas iniciativas contradictorias. Así, si el 6 de enero de 1945 en París, UDC, ACR, ERC y EC habían firmado un manifiesto de Solidarität Catalana, que defendía la restauración de la República de 1931 y el Estatuto de Autonomía de 1932, en mayo del mismo año, los mismos grupos en el interior, junto a otras organizaciones sindicales y políticas obreras (Unió de Rabassaires, CNT-ML, POUM, PSOE, JJSS, UGT) se adhirieron a la ANFD de Madrid, que no hablaba sino de «restablecer el orden republicano», sin ninguna referencia a la autonomía catalana. Frente a esta situación, Josep Pous i Pagés, inicialmente con el beneplácito de la dirección de ERC y Tarradellas, logró a finales de julio de 1945 la creación de una Aliança de Partits Republicans Catalans (APRC). Ahora bien, ante la constitución del gobierno Giral, Pous i Pages se apresuró a criticar el fácil apoyo dado por ERC del exilio al mismo y pidió una solución definitiva a la cuestión de las autonomías a través de una política de entendimiento con los partidos nacionalistas de Galicia y Euskadi y una estructuración federal del Estado.

El enfrentamiento se agudizó al formarse el gobierno Irla en noviembre. Ante la vuelta al legalismo constitucionalista de Pi i Sunyer y la inevitable disolución del Consell Nacional de Catalunya de Londres, Pous se lanzó a la ampliación de su alianza y, pese a las presiones y reticencias del exilio oficial, creó en Barcelona el Consell Nacional de la Democrácia Catalana (CN de la DC) a principios de diciembre de 1945. Lo constituían los partidos de la APRC más la organización activista Front Nacional de Catalunya —y el Front Universitari de Catalunya—y Moviment Socialista de Catalunya (MSC), así como el denominado Front de la Llibertat —que reunía gente del POUM. La intención era incorporar también las grandes centrales sindicales— tanto la CNT como la UGT —y el mismo PSUC, siempre que no pusiera condiciones de exclusión. El CN de la DC se mantuvo hasta 1952, cuando murió Pous i Pagés. No ponía en cuestión la figura representativa de Irla como presidente de la Generalidad, pero se atribuía toda la autoridad en la dirección de la oposición y lucha antifranquista en el interior, y defendía la futura constitución de un gobierno provisional catalán, tras el derrocamiento de Franco, que debería surgir de las fuerzas del propio CN de la DC. Así mismo, se negaba la simple restauración del Parlamento catalán, y apostaba por una nueva asamblea consultiva, que ayudase a aquel gobierno catalán en una etapa constituyente para la proclamación de una III República española, que fuera claramente federal.

Sin duda, esta nítida oposición del interior al gobierno Irla, dejaba a éste en un papel delicado, con el único apoyo de la ERC, grupos de Lliga Catalana y el PSUC, dado que el MSC aparecía por aquel tiempo totalmente abocado a las tesis de la CP de la DC. De todas formas, el cambio de coyuntura y el fracaso de la operación monárquica (Ley de sucesión votada el julio de 1947, entrevista Franco-Don Juan), impuso también en Cataluña un fuerte retroceso del ambiente y la dinámica política de la oposición, a la espera de la renovación, con otros parámetros, de los años cincuenta y, mucho más aún, los sesenta, cuando, cada vez más, el referente republicano de 1931 parecía lejano y, a menudo, sólo retórico.