Capítulo 3. El traidor: Franco y la Segunda República, de general mimado a golpista

CAPÍTITULO 3

El traidor: Franco y la Segunda República,

de general mimado a golpista

PAUL PRESTON

London School of Economics and Political Science

A finales de diciembre de 1930, el general Franco, a la sazón director de la Academia General Militar de Zaragoza, escribió a su amigo y compañero africanista, el coronel José Varela Iglesias, una carta en la que le expresaba su indignación por la rebelión de la guarnición de la diminuta ciudad pirenaica de Jaca en la provincia de Huesca. Adelantándose a lo que supuestamente tenía que ser una acción coordinada de carácter nacional, la rebelión de Jaca tuvo lugar el 12 de diciembre. Sin embargo, lo que enfureció a Franco no fue que el Ejército interviniese en política, sino el hecho de que los políticos republicanos intentasen involucrar a algunos mandos progresistas en un complot para realizar un pronunciamiento contra la monarquía. Imbuido de un nuevo carácter cosmopolita tras un período de estudio en la Escuela Militar francesa de Saint Cyr, Franco comentaría que en Europa no «conciben estos pronunciamientos que tantas desdichas causan al país. Parece mentira también que los hombres públicos que se dicen amantes de la libertad y demócratas fomenten en el Ejército los pronunciamientos. Lo de Jaca es un asco. El Ejército está lleno de cucos y de cobardes… ¡Qué limpia necesita nuestro Ejército!». Obviamente los cucos y cobardes a los que se refería Franco no eran los africanistas, sino los elementos más republicanos que había dentro de los cuerpos de Artillería e Ingenieros. Como se pudo ver a través de su comportamiento a lo largo de los siguientes cinco años y medio, a Franco no le suponía ningún problema moral la intervención de los militares en política, siempre y cuando tal intervención fuese contra la izquierda[1].

EL VALOR DE LA DISCIPLINA

Cuando empezaron a conocerse los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, Franco sintió una honda preocupación por la situación. Especial indignación le causó el regocijo por el triunfo republicano de los artilleros que formaban parte del personal en la Academia[2]. Llegó a considerar por un momento marchar sobre Madrid con los cadetes de la Academia, pero desistió de ello después de una conversación telefónica con su amigo y antiguo jefe de la Legión, el general José Millán Astray[3]. Éste le preguntó si en su opinión el rey debía luchar para defender su trono. Franco contestó que todo dependía de la postura que adoptase la Guardia Civil. Durante los siguientes cinco años y medio, la postura de la Guardia Civil sería siempre la principal consideración de Franco al contemplar cualquier tipo de intervención militar en política. El Ejército español, a excepción de las fuerzas coloniales en Marruecos, estaba formado en su mayoría por reclutas sin experiencia. Franco siempre tuvo muy presente los problemas que acarrearía utilizarlos para hacer frente a los aguerridos profesionales de la Guardia Civil. En esta ocasión, Millán Astray le comunicó a Franco que el general Sanjurjo le había confiado que no se podía contar con la Guardia Civil y que Alfonso XIII no tenía más opción que abandonar España. Franco respondió que, en vista de lo que había dicho Sanjurjo, estaba de acuerdo con que el rey debía marcharse[4].

Durante la primera semana de la República, Franco utilizó distintos medios para expresar de forma inequívoca, aunque cautelosa, su aversión al nuevo régimen y persistente lealtad al viejo. Era ambicioso, pero se tomaba la disciplina y la jerarquía muy en serio. El 15 de abril dictó una orden a los cadetes en la que anunciaba la proclamación de la República y exigía una disciplina estricta: «Si en todos los momentos han reinado en este centro la disciplina y exacto cumplimiento del servicio, son aún más necesarios hoy, en que el Ejército necesita, sereno y unido, sacrificar todo pensamiento e ideología al bien de la nación y a la tranquilidad de la Patria[5]». No era difícil desentrañar el sentido oculto de estas palabras: Aunque les rechinasen los dientes, los oficiales del Ejército debían superar su natural aversión al nuevo régimen. Según la hermana de Franco, éste no sentía más que aborrecimiento por la República[6].

Durante una semana, la bandera roja y gualda de la monarquía continuó ondeando en la Academia. Cuando el gobernador militar, Agustín Gómez Morato, telefoneó a Franco y le ordenó izar la bandera de la República, éste le contestó que los cambios de insignia sólo podían decretarse por escrito. Franco no mandó arriar la bandera monárquica hasta después del 20 de abril, cuando Leopoldo Ruiz Trillo, el nuevo capitán general de la región, firmó la orden para que se izara la enseña republicana[7].

En 1962, Franco escribió en el borrador de sus memorias una interpretación parcial y confusa de la caída de la monarquía, en la que culpaba a los guardianes de la fortaleza monárquica de abrir las puertas al enemigo. El enemigo al que se refería estaba formado por una «conjura de republicanos históricos, masones, separatistas y socialistas… ateos, traidores en el exilio, delincuentes, defraudadores, infieles en el matrimonio[8]». Además, el incidente de la bandera revela que la caída de la monarquía afectó tanto a Franco como para querer establecer cierta distancia entre su persona y la República. No se trataba de un caso de indisciplina manifiesta ni tampoco puede pensarse que Franco estuviese intentando hacer méritos por adelantado entre círculos políticos conservadores. Más bien, al mantener enhiesta la bandera de la monarquía, Franco quería dejar claro que su reputación estaba limpia de toda mancha de deslealtad al rey, a diferencia de lo que ocurría con ciertos oficiales que habían formado parte de la oposición republicana, o al menos habían tenido contacto con ella. Quizá, Franco no se estuviese limitando a marcar distancias con los oficiales prorepublicanos a los que tanto despreciaba, sino también, e incluso más todavía, con su hermano Ramón, cuya traición al rey había sido una de las más notorias de los militares. Franco claramente consideraba que su propia postura era mucho más encomiable que la del general Sanjurjo a quien no tardaría en culpar, al igual que a Berenguer, de la caída de la monarquía[9]. Sin embargo, Franco no permitiría que su nostalgia por la monarquía fuese un obstáculo en su carrera militar, pese a sentir un gran desprecio por aquellos oficiales que se habían opuesto a ésta y habían sido recompensados con puestos importantes bajo la República.

La hostilidad inicial de Franco hacia la República, aunque subyacente, no tardaría en recrudecerse. El nuevo ministro de la Guerra, Manuel Azaña, quería reducir el tamaño del Ejército de acuerdo con el potencial económico de la nación para así incrementar su eficacia y erradicar la amenaza del militarismo de la política española. Esto implicaba acabar con las irregularidades vinculadas a la dictadura de Primo de Rivera. Franco admiraba la dictadura, había ascendido bajo su abrazo y le indignaba cualquier ataque a su legado. Le molestaba, además, que Azaña se dejase influir y tendiese a recompensar los esfuerzos de aquellos sectores del Ejército más leales a la República, entre los que se encontraban inevitablemente los militares opuestos a la dictadura y afiliados a las Juntas Militares de Defensa, en su mayoría artilleros, a los que Franco había acusado de ser «cucos y cobardes» en su carta a Valera[10].

En un intento generoso y costoso de reducir su número, el 25 de abril se anunció un decreto, conocido con el tiempo como la «Ley Azaña», en el que se ofrecía el retiro voluntario con la paga íntegra a todos los cuerpos de oficiales. Tan pronto como el decreto se hizo público, comenzaron a correr rumores alarmistas acerca del despido, e incluso exilio, que esperaba a aquellos oficiales no adictos a la República[11]. Un alto número se acogió al retiro voluntario: más de un tercio del total, y dos tercios entre aquellos coroneles que no tenían opción alguna de ascender a general[12]. Obviamente, Franco no fue uno de ellos. Un grupo de oficiales de la Academia le visitó para pedirle consejo sobre cómo reaccionar ante la nueva ley Su respuesta revela el concepto que tenía del Ejército como árbitro final del destino político de España. Franco les dijo que como soldados ellos servían a España y no a un régimen en particular y que, ahora más que nunca, España necesitaba que el Ejército tuviera oficiales que fuesen auténticos patriotas[13]. Como mínimo se puede decir que Franco no quería cerrarse ninguna puerta.

La hostilidad latente de Franco hacía la República casi aflora con las reformas militares de Azaña. Le indignó, especialmente, la abolición de las ocho regiones militares históricas, que pasaron de llamarse Capitanías Generales a convertirse en «Divisiones Orgánicas» al mando de un General de División sin ningún poder legal sobre los civiles. También se eliminaron los poderes jurisdiccionales de carácter virreinal de los antiguos capitanes generales, y desapareció el grado de Teniente General, considerado como innecesario[14]. Estas medidas rompieron con la tradición histórica poniendo fin a la jurisdicción del Ejército sobre el orden público. Asimismo, dieron al traste con cualquier posibilidad de que Franco alcanzase el tope del escalafón del rango de Teniente General y el puesto de Capitán General. En 1939, Franco aboliría ambas medidas. La misma sorpresa le produjo el decreto de Azaña del 3 de junio de 1931 que determinaba la revisión de los ascensos por méritos de guerra en Marruecos. El decreto reflejaba la intención del gobierno de acabar con el legado de la dictadura, revocando en este caso algunos ascensos arbitrarios concedidos por Primo de Rivera. La publicación de la medida hizo temer que todos los ascensos de la dictadura se viesen afectados, en cuyo caso Goded, Orgaz y Franco volverían a ser coroneles y otros oficiales africanistas de alto rango serían degradados. La comisión de revisión tardó más de año y medio en emitir sus conclusiones, una demora que en el mejor de los casos llenó de inquietud a los afectados y en el peor los atormentó. Cerca de mil oficiales esperaban verse afectados, aunque la comisión sólo había examinado la mitad de estos casos cuando un cambio de gobierno puso fin a sus actividades[15].

La aversión de Franco a la política cotidiana era de todos conocida. La rutina diaria de la Academia Militar consumía todo su tiempo y dedicación. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que le distrajesen los cambios que estaban teniendo lugar. Los periódicos conservadores que leía, ABC, La Época, La Correspondencia Militar, presentaban a la República como responsable de los problemas económicos de España, la violencia callejera, el anticlericalismo y la falta de respeto al Ejército. La prensa, y el material que recibía y devoraba de la Entente Internationale contre la Troisième Internationale, retrataban al régimen como el Caballo de Troya de los comunistas y masones, decididos a desencadenar las hordas impías de Moscú contra España y todas sus grandes tradiciones[16]. Sin duda, el desafío a las prácticas del Ejército que suponían las reformas militares de Azaña, provocó, cuando menos, nostalgia de la monarquía. Tampoco le fue indiferente la noticia del 11 de mayo de la oleada de quemas de iglesias en Madrid, Málaga, Sevilla, Cádiz y Alicante. Los ataques habían sido llevados a cabo principalmente por anarquistas, convencidos de que la Iglesia estaba detrás de las actividades más reaccionarias de España. Probablemente, Franco no se enterará de las acusaciones de que la gasolina de aviación que se había utilizado para los primeros incendios la había sacado su hermano Ramón del aeródromo de Cuatro Vientos. De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que estaba informado sobre la declaración publicada por su hermano en la que decía: «Contemplo con gozo aquellas llamas magníficas como la expresión de un pueblo que quiere liberarse del oscurantismo clerical[17]». Treinta años después, Franco describiría en apuntes tomados para sus futuras memorias, que los incendios de iglesias fueron el hecho que definió a la República[18]. Esto refleja su catolicismo subyacente, y también hasta que punto la Iglesia y el Ejército se veían cada vez más como las principales víctimas de la persecución de la República.

Sin embargo, ningún otro suceso ocurrido a raíz del 14 de abril cimentó más el rencor de Franco hacía Azaña que la clausura de la Academia General Militar de Zaragoza, ordenada el 30 de junio de 1931. La noticia le llegó estando de maniobras en los Pirineos. En un primer momento reaccionó con incredulidad, quedando desolado una vez se hizo a la idea. Le apasionaba su trabajo en la institución castrense y nunca perdonaría a Azaña y al llamado «gabinete negro» habérselo arrebatado. Al igual que otros africanistas, Franco creía que se había condenado a muerte a la Academia por el mero hecho de ser uno de los logros de Primo de Rivera. Asimismo, estaba convencido de que su espectacular carrera militar había levantado la envidia del «gabinete negro», que ahora quería hundirle. En realidad, la decisión de Azaña se había basado en sus dudas sobre la eficacia de la instrucción impartida en la Academia y también en la certeza de que su coste era desproporcionado en un momento en el que se trataban de reducir los gastos militares. A Franco le costó contener su disgusto[19]. Escribió a Sanjurjo con la esperanza de que pudiese interceder ante Azaña, pero éste le contestó que tenía que resignarse a la clausura de la Academia. Unas pocas semanas más tarde, Sanjurjo diría a Azaña que Franco había reaccionado como «un niño al que le han quitado un juguete[20]».

La ira de Franco se pudo percibir a través de la retórica formal de su discurso de despedida en la Plaza de Armas de la Academia el 14 de julio de 1931. Comenzó lamentando que no se fuese a celebrar la jura de bandera debido a que la República laica había suprimido el juramento. Asimismo, destacó la importancia de la lealtad y cumplimiento del servicio de los cadetes para con la Patria y el Ejército, y añadió que la disciplina «reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando». Finalmente, aludió con evidente amargura a aquéllos que la República había premiado por su deslealtad con la monarquía y que ocupaban ahora los puestos más importantes del Ministerio de la Guerra, «ejemplo pernicioso de inmoralidad e injusticia». Franco finalizó su discurso con el grito de ¡Viva España[21]!. Treinta años más tarde comentaría orgulloso: «Yo jamás di un viva a la República[22]».

AZAÑA Y FRANCO

El discurso le supuso a Franco una amonestación en su hoja de servicios[23]. Dada la importancia que otorgaba a su intachable historial militar, es fácil imaginar el resentimiento que sintió al ser informado al respecto ese 23 de julio. No obstante, temeroso por el futuro de su carrera, Franco se tragó su orgullo y escribió al día siguiente una ardiente, aunque poco convincente, carta de autodefensa al jefe del Estado Mayor de la V División, bajo cuya jurisdicción se encontraba la Academia. En ella le pedía que trasmitiese al ministro de la Guerra su «respetuosa queja y sentimiento, por la errónea interpretación dada a los conceptos contenidos en la alocución que, con motivo de la despedida de este centro, dediqué a los cadetes y que procuré sujetar a los más puros principios y esencias militares que fueron norma de toda mi vida militar[24]».

Parece que Azaña llegó entonces a la conclusión de que había que bajar los humos al soldado antaño favorito de la monarquía. Sus contactos con Franco, a través de la carta y de una reunión en el mes de agosto, le convencieron de que éste era suficientemente ambicioso y oportunista como para ser sometido a sus propósitos con relativa facilidad. En su valoración básica Azaña probablemente estuviese en lo cierto, pero calibró mal lo fácil que sería obrar en consecuencia. Si le hubiera otorgado la misma facilidad para ascender de la que había gozado bajo la monarquía, es muy posible que Franco se hubiese convertido en el niño mimado de la República. En realidad, la actitud de Azaña con Franco fue mucho más comedida, aunque el ministro de la Guerra pensase que era generosa. Después de perder la Academia, Franco permaneció a la expectativa de destino, cobrando tan sólo el 80 por ciento de su sueldo, durante casi ocho meses, tiempo que aprovechó para dedicarse a sus lecturas anticomunistas y antimasónicas. Sin fortuna personal, con su carrera aparentemente truncada, viviendo en la casa de su esposa, Franco acumuló contra el régimen republicano un considerable rencor que también se ocupó de azuzar doña Carmen[25].

Durante el verano de 1931, los oficiales del Ejército estaban que echaban humo por causa de las reformas militares y del espectáculo de anarquía y desorden que trajeron consigo en Sevilla y Barcelona las huelgas del sindicato anarquista CNT (Confederación Nacional del Trabajo[26]). Dado el descontento ocasionado por las reformas de Azaña y la búsqueda por parte de los monárquicos de paladines pretorianos que derrocasen la República, no eran infundados los rumores sobre una posible conspiración militar. Se barajaban con insistencia los nombres de los generales Emilio Barrera y Luis Orgaz y ambos fueron puestos brevemente bajo arresto domiciliario a mediados de junio. Finalmente, en septiembre, tras la constatación de nuevas conspiraciones monárquicas, Azaña desterró a Orgaz a las Islas Canarias. Los informes que llegaron al Ministerio le habían convencido de que Orgaz y Franco conspiraban juntos, y el ministro consideraba que el primero era «el más temible» de los dos. Sin embargo, a parte de los diarios de Azaña, hay pocas pruebas de que Franco estuviese envuelto en alguna actividad subversiva durante esta época[27]. A medida que pasaba el verano, las sospechas de que Franco estaba envuelto de alguna forma en una conspiración continuaron acechando a Azaña. En los informes sobre los contactos entre el coronel José Enrique Varela, activista derechista y amigo de Franco, y Ramón de Carranza, poderoso y extremista jefe monárquico, salían mencionados los nombres de Franco y Orgaz. El ministro ordenó que se vigilasen todos los movimientos de Franco[28].

Cuando la Comisión de Responsabilidades empezó a recabar pruebas para el inminente juicio de los implicados en las ejecuciones que tuvieron lugar tras la sublevación de Jaca, Franco apareció como testigo. En el curso de su interrogatorio, el 17 de diciembre de 1931, Franco recordó al tribunal que el código de justicia militar permitía ejecuciones sumarias sin la aprobación previa de las autoridades civiles. Cuando se le preguntó si deseaba añadir algo a su declaración, prosiguió defendiendo, de manera reveladora, la justicia militar «como una necesidad jurídica y una necesidad militar de que los delitos militares, de esencia puramente militar y cometidos por militares, fuesen juzgados por personal preparado militarmente para esta misión». Por consiguiente, declaró Franco, los miembros de la Comisión, carentes de experiencia militar, no estaban capacitados para juzgar lo que había sucedido en el consejo de guerra de Jaca.

Cuando se reanudó el proceso al día siguiente, Franco básicamente puso en cuestión uno de los mitos más queridos de la República, al declarar que Galán y García Hernández habían cometido un delito militar, desechando así la premisa principal de la Comisión que consideraba la sublevación como una rebelión política contra un régimen ilegítimo[29]. Aunque se protegió incluyendo en su discurso declaraciones de respeto a la soberanía parlamentaria, implícita estaba la observación de que la defensa de la monarquía por parte del Ejército en diciembre de 1930 había sido legítima, contrario a lo sostenido por la mayoría de las autoridades de la República. Su declaración también dejó en evidencia su punto de vista acerca de la canonización de los rebeldes de Jaca. No obstante, en cuanto a la aceptación disciplinada de la República, su declaración encajaba con la orden que había emitido el día 15 de abril y con su discurso de despedida de la Academia. Por tanto, una vez más se puede observar que Franco, a diferencia de exaltados como Orgaz, estaba aún muy lejos de trocar su descontento en rebelión activa.

Las oscuras declaraciones de lealtad disciplinada que había hecho Franco distaban mucho de ser el compromiso entusiasta que le hubiera granjeado el favor oficial. Después de la pérdida de la Academia, la puesta en cuestión de su historial de ascensos y el descontento de la clase obrera acentuado por la prensa de derechas, la actitud de Franco hacia la República no podía estar más cargada de desconfianza y hostilidad. No es de extrañar que tuviera que esperar bastante tiempo antes de obtener destino, aunque es muestra tanto de sus méritos profesionales como del reconocimiento de éstos por parte de Azaña que el 5 de febrero de 1932 fuese nombrado Jefe de la XV Brigada de Infantería de Galicia, con sede en La Coruña, a donde llegaría a final de mes[30].

Franco no quería poner en peligro su nuevo puesto. Cuando llegó el momento, se distanció precavidamente del intento de golpe del general Sanjurjo del 10 de agosto de 1932. Como era de esperar, sin embargo, dado el pasado común de ambos en África, Franco había estado al tanto de los preparativos. Sanjurjo visitó La Coruña el 13 de julio para inspeccionar el cuerpo local de Carabineros, cenó con Franco y habló con él acerca del inminente levantamiento. De acuerdo con la versión de su primo, Franco le dijo a Sanjurjo que no estaba dispuesto a participar en un golpe[31]. El conspirador monárquico, Pedro Sainz Rodríguez, organizó una nueva reunión, cuidando mucho su carácter clandestino, en un restaurante de las afueras de Madrid. Durante el encuentro Franco expresó sus dudas sobre el resultado del golpe y dijo no haber decidido aún cual sería su postura cuando éste se produjera. Prometió a Sanjurjo, sin embargo, que decidiera lo que decidiese nunca tomaría parte en una acción del gobierno contra él[32]. Sin duda, la vacilación y vaguedad de Franco mientras esperaba a que se aclarase el resultado dieron esperanzas a Sanjurjo y a sus compañeros golpistas de que acabaría participando. Cierto es que Franco no informó a sus superiores de lo que se estaba fraguando. A pesar de todo, sintiéndose abandonado por su compañero, Sanjurjo diría en el verano de 1933 durante su encarcelamiento tras el fracaso del golpe: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito[33]».

La derecha conspiradora, civil y militar, concluyó entonces lo mismo que Franco había concluido en un primer momento: no se podía volver a caer en el error de un golpe mal preparado. Miembros del grupo de extrema derecha Acción Española y el capitán Jorge Vigón del Estado Mayor, crearon a finales del mes de septiembre de 1932 un comité de conspiración monárquico para poner en marcha los preparativos de un futuro levantamiento militar. Acción Española, la revista del grupo a la que Franco estuvo subscrito desde la publicación de su primer número en diciembre de 1931, defendía en sus páginas la legitimidad teológica, moral y política de una sublevación contra la República[34].

En esta ocasión, Franco mostró cierto interés pero se mantuvo muy cauteloso. Cuando Sanjurjo le pidió que le defendiera en su juicio, se negó a hacerlo[35]. Tampoco se unió a la actividad conspiradora que llevó a la creación de la Unión Militar Española, organización clandestina de oficiales monárquicos[36].

El 28 de enero de 1933 se anunciaron los resultados de la revisión de ascensos. El ascenso de Franco a coronel fue impugnado, el de general validado. Más que degradarle se le congeló en la escala de antigüedad hasta que una combinación de vacantes y antigüedad le permitió alcanzar la posición a la que había llegado por méritos de guerra. Franco mantuvo su rango con efectos de la fecha de su promoción en 1926. Sin embargo, bajó del número uno en el escalafón de generales de brigadas al 26, de un total de 34. Al igual que la mayoría de sus camaradas, el resultado de la revisión le llenó de rencor ante lo que percibía como cerca de dos años de ansiedad innecesaria y una humillación gratuita[37]. Años más tarde, Franco seguiría escribiendo sobre «el despojo de ascensos» y la injusticia de todo el proceso[38].

En febrero de 1933 Azaña le otorgó la comandancia militar de las Islas Baleares, «donde estaría alejado de cualquier tentación[39]». Este destino normalmente hubiese correspondido a un general de división y pudo bien haber formado parte de los esfuerzos de Azaña para atraer a Franco a la órbita de la República, en recompensa por su pasividad durante la Sanjurjada. Sin embargo, su rápido ascenso en el escalafón militar facilitado por el rey y Primo de Rivera, hizo que Franco no percibiese el mando de Baleares como un premio. En el borrador de sus memorias lo calificaba como una postergación, lejos de lo que merecía por su antigüedad[40]. A continuación, en un acto de clara irreverencia cuidadosamente calculado, Franco retrasó más de dos semanas tras su nombramiento, la visita reglamentaria al ministro de la Guerra para darle cuenta de su nuevo destino[41].

Como simpatizante de la CEDA, a Franco le agradó la victoria de la coalición de ésta y los radicales de noviembre de 1933, que le acercaría considerablemente al centro de influencia política. Después de las vejaciones de los dos años precedentes, el período de gobierno del centro-derecha volvió a poner a Franco en medio de la acción. Detrás quedaba la cruel persecución de Franco y otros oficiales de ideas afines por parte de Azaña; a los cuarenta y dos años de edad, Franco se encontró con que los políticos volvían a agasajarle tanto como durante la dictadura. El motivo era obvio: Franco era el general joven de ideas derechistas más famoso del Ejército, y nadie podía acusarle de haber colaborado con la República. La nueva fama y aceptación de Franco coincidió con la mordaz polarización de la política española durante ese período, y se alimentó de ésta. La derecha consideró su éxito en las elecciones de noviembre de 1933 como una oportunidad para dar marcha atrás a las reformas iniciadas durante los 19 meses precedentes por el gobierno de coalición republicano-socialista. En un contexto de aguda crisis económica, con uno de cada ocho obreros sin empleo en el ámbito nacional y uno de cada cinco en el sur del país, una sucesión de gobiernos empeñados en desmontar el proceso de reforma sólo conseguiría causar desesperación y violencia entre las clases trabajadoras rurales y urbanas. Los dirigentes del movimiento socialista, ante la amargura de las bases por la derrota en las elecciones y la indignación por la despiadada ofensiva de los empresarios, adoptaron una táctica de retórica revolucionaria con la vana esperanza de amedrentar a la derecha para que contuviese su agresividad, y de forzar al presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, a convocar nuevas elecciones. A largo plazo, esta táctica reafirmó la opinión de la derecha, y especialmente de los altos mandos del Ejército, de que para hacer frente a la amenaza de la izquierda era necesario el uso de medidas autoritarias radicales.

El ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, diputado conservador radical por Badajoz, sabía más sobre el problema agrario que sobre cuestiones militares. Pese a todo, con encomiable humildad, admitió su falta de conocimientos militares y su necesidad de asesoramiento profesional[42]. Asimismo, se propuso cultivar las simpatías de los militares hacia su partido suavizando algunas de las medidas adoptadas por Azaña y revocando otras[43]. Franco conoció al nuevo ministro de la Guerra cuando éste llevaba en el cargo escasamente una semana, a principios de febrero. Hidalgo, claramente impresionado con el joven general, logró a finales de marzo de 1934 la aprobación por parte del Consejo de Ministros de su promoción a general de división, rango en el que volvió a ser el más joven de España[44]. Su relación con Hidalgo se consolidó en junio durante una visita de cuatro días realizada por el ministro a las Islas Baleares donde Franco era comandante general. Al ministro le causó especial admiración su capacidad de trabajo, su meticulosidad y su frialdad para encarar y resolver problemas. Era tal su admiración por el general que, antes de marcharse de Palma de Mallorca y rompiendo con el protocolo militar, le propuso asistir como su asesor a unas maniobras militares en los montes de León ese septiembre[45].

Conforme avanzaba 1934, Franco se convirtió en el general favorito de los radicales, y cuando el clima político se volvió más hostil después de octubre, pasó a ser el general de la CEDA, cuya política de derechas era más agresiva. El favoritismo que le mostraba Hidalgo contrastaba fuertemente con el trato que Franco creía haber recibido de Azaña. Además, el gobierno radical, respaldado en las Cortes por la CEDA, seguía una política social conservadora y estaba minando poco a poco el poder de los sindicatos, por lo que la República comenzó a parecerle a Franco mucho más aceptable. Aunque procuró distanciarse de los generales que formaban parte de las conspiraciones monárquicas, compartía indudablemente algunas de sus preocupaciones.

En asuntos sociales, políticos y económicos, Franco se dejaba influir por los boletines de la Entente Internacional contra la Tercera Internacional con sede en Ginebra, que recibía con regularidad desde 1928. En la primavera de 1934, adquirió una nueva suscripción con dinero de sus propio bolsillo y mandó una carta a Ginebra el 16 de mayo expresando su admiración por el trabajo que llevaban a cabo[46]. La Entente era una organización ultraderechista que por entonces ya tenía contacto con la Antikomintern del doctor Goebbels, y que buscaba y contactaba a personas influyentes convencidas de la necesidad de prepararse para la lucha contra el comunismo. Asimismo, proporcionaba a sus subscriptores informes que pretendían desvelar inminentes ofensivas comunistas. Vistas desde el prisma de las publicaciones de la Entente, las numerosas huelgas de 1934 ayudaron a convencer a Franco de que en España se avecinaba un asalto comunista de importancia[47].

La política vengativa de los gobiernos radicales, jaleada por la CEDA, dividió a España. La izquierda veía el fascismo detrás de cada acción de la derecha; la derecha y muchos oficiales del Ejército, presentían una revolución de inspiración comunista en cada manifestación y huelga. En septiembre, Franco abandonó las Baleares y viajó a la Península para aceptar la invitación de Diego Hidalgo. Éste le había ofrecido ser su asesor técnico personal durante las maniobras militares que iban a tener lugar en León a finales de mes bajo el mando del general Eduardo López Ochoa. No está claro por qué el ministro necesitaba un «consejero técnico personal» cuando López Ochoa y otros oficiales de más alta graduación, incluyendo el jefe del Estado Mayor, estaban a sus órdenes. Por otro lado, si lo que le preocupaba en realidad era la habilidad del Ejército para aplastar una acción de izquierdas, Franco sería un consejero más firme que López Ochoa o el general Carlos Masquelet, jefe del Estado Mayor. De esta forma, cuando estalló la revolución de Asturias, Franco estaba aún en Madrid. Diego Hidalgo decidió que permaneciera en el Ministerio como su asesor personal[48].

LA REVOLUCIÓN DE ASTURIAS

Aunque Alcalá-Zamora rechazó la propuesta de conceder formalmente a Franco el mando de las tropas en Asturias, Diego Hidalgo le colocó, de forma oficiosa, al frente de todas las operaciones. Así, Franco probaría por primera vez las mieles embriagadoras de un poder político-militar sin precedentes. El ministro utilizó a «su consejero» como jefe oficioso del Estado Mayor Central, marginando a su propio personal y firmando servilmente las órdenes que Franco redactaba[49]. De hecho, los poderes que Franco ejercía oficiosamente fueron más allá de lo que se pudo pensar entonces: la declaración del estado de guerra transfirió al Ministerio de la Guerra la responsabilidad del orden público que en principio correspondían al Ministerio de la Gobernación. En la práctica, la total dependencia de Hidalgo respecto de Franco le dio a éste el control de las funciones de ambos ministerios[50]. Debido a la especial dureza con que Franco dirigió la represión desde Madrid, los acontecimientos de Asturias adquirieron un cariz que posiblemente no hubiesen tomado si el personal permanente del Ministerio hubiese tenido el control de la situación.

Franco asumió con naturalidad la idea de que un soldado tuviese tanto poder. En lo fundamental encajaba con la visión del papel de los militares en política que le habían inculcado en sus años como cadete en la Academia de Toledo. Era como dar marcha atrás hacia los años dorados de la dictadura de Primo de Rivera. Franco daba por hecho el reconocimiento implícito de su posición y capacidad personal. En general, Asturias fue una experiencia intensamente formativa que reforzó su convencimiento mesiánico de que había nacido para gobernar. Intentaría repetirla sin éxito tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, antes de conseguirlo de forma definitiva en el curso de la Guerra Civil. Franco, influido por el material que recibía de la Entente Anticomuniste de Ginebra, opinaba que la sublevación de los obreros había sido planeada por agentes del Komintern. Este razonamiento le hacía más fácil utilizar tropas contra civiles españoles como si fuesen el enemigo extranjero.

En la sala de telégrafos del Ministerio de la Guerra, Franco estableció un pequeño cuartel general que, junto a él, integraban su primo Pacón y dos oficiales de la Armada, el capitán Francisco Moreno Fernández y el teniente coronel Pablo Ruiz Marset. Como no tenían nombramiento oficial, trabajaban vestidos de civil y durante dos semanas controlaron los movimientos de las tropas, los barcos y los trenes que se iban a emplear para aplastar la revolución. Franco incluso dirigió los bombardeos de la costa por parte de artillería naval, utilizando su teléfono de Madrid como enlace entre el crucero Libertad y las fuerzas de tierra en Gijón[51]. Mientras que algunos de los oficiales de alto rango de tendencias más liberales no se decidían a utilizar todo el peso de las fuerzas armadas debido a consideraciones humanitarias, Franco encaraba el problema que tenía ante sí con gélida crueldad.

Los valores derechistas a los que era fiel tenían como símbolo central la reconquista de España con la expulsión de los «moros». Sin embargo, ante la posibilidad de que los reclutas obreros se negasen a disparar contra civiles españoles de su misma clase, y queriendo evitar la extensión del movimiento revolucionario debilitando otras guarniciones de la Península, Franco no tuvo escrúpulos en embarcar mercenarios marroquíes para luchar en Asturias, única zona de España en la que no hubo dominación musulmana. La presencia de estos mercenarios no implicaba ninguna contradicción por la sencilla razón de que Franco sentía por los obreros de izquierdas el mismo desprecio racista que habían despertado en él las tribus del Rif. «Esta guerra es una guerra de fronteras», le diría Franco a un periodista, «y los frentes son el socialismo, el comunismo y todas cuantas formas atacan a la civilización para reemplazarla por la barbarie[52]». Con inusitada velocidad y eficacia, se enviaron a Asturias dos banderas de la Legión y dos tabores de Regulares. Fue decisión de Franco utilizar al despiadado teniente coronel Juan Yagüe; también por consejo suyo Hidalgo encargó las operaciones policiales posteriores al comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval, con fama de violento. Franco y Doval habían coincidido en El Ferrol de niños, en la Academia de Infantería de Toledo y en Asturias en 1917. La prensa de derechas presentó a Franco, más que a López Ochoa, como el auténtico vencedor contra los revolucionarios y como el cerebro que había detrás de la fulminante victoria en Asturias. Diego Hidalgo se deshizo en halagos al valor de Franco, su experiencia militar y su lealtad a la República, y la prensa de derechas empezó a describirle como el «Salvador de la República[53]». En realidad, Franco había manejado la crisis con firmeza y eficacia, pero con escasa brillantez. Sus tácticas, no obstante, resultan interesantes como anticipo de los métodos que utilizaría durante la Guerra Civil. Básicamente, la idea era sofocar al enemigo obteniendo superioridad local y sembrando el terror en sus filas, tal y como indicaba la selección de Yagüe y Doval[54].

En 1934, Franco seguía siendo contrario a cualquier intervención militar en política: su participación en la represión de la insurrección de Asturias le había dado la seguridad de que una República conservadora, dispuesta a utilizar sus servicios, podía mantener a raya a la izquierda. Pero no todos sus compañeros de armas compartían su optimismo. Fanjul y Goded estaban hablando con personajes importantes de la CEDA sobre la posibilidad de un golpe militar para impedir la conmutación de las sentencias de muerte por los sucesos de Asturias. Gil Robles les informó a través de un intermediario que la CEDA no se opondría al golpe. Se acordó consultar a otros generales y a los comandantes de las guarniciones más importantes. Tras sondear a Franco y a otros, llegaron a la conclusión de que no contaban con apoyo suficiente para el golpe[55]. Franco, recientemente nombrado comandante en jefe del Ejército de Marruecos, no tenía motivos para arriesgar su carrera en un golpe mal preparado. A raíz de la publicidad que recibió su actuación en la represión militar de la revolución de Asturias, la derecha empezó a considerarle como un salvador potencial y la izquierda como un enemigo.

En mayo de 1935, cinco cedistas, entre ellos Gil Robles como ministro de la Guerra, entraron en el nuevo gobierno de Lerroux. Gil Robles colocó en altos cargos a conocidos adversarios del régimen, haciendo regresar a Franco de Marruecos para nombrarlo jefe del Estado Mayor. A mediados de 1935, a Franco aún le quedaba camino por recorrer para empezar a contemplar una intervención militar contra la República. Siempre que Franco tuviese un cargo que considerase acorde con sus méritos, estaría en principio contento de desempeñar su trabajo con profesionalidad. En cualquier caso, tampoco olvidaba el fracaso del golpe de Sanjurjo del 10 de agosto de 1932. Además, dada su buena relación con Gil Robles, su trabajo cotidiano le producía una enorme satisfacción[56].

Como jefe del Estado Mayor, Franco pasó muchas horas dedicado a la que consideraba su principal tarea: corregir las reformas de Azaña[57]. Interrumpió la revisión de promociones que había iniciado Azaña y llevó a cabo una purga entre los oficiales leales a la República, que fueron relevados de sus cargos por su «indeseable ideología». A cambio, rehabilitó y ascendió a otros que eran conocidos por su hostilidad hacia la República. Emilio Mola fue nombrado comandante militar de Melilla y poco después jefe de las fuerzas militares de Marruecos. José Enrique Varela fue ascendido a general y se distribuyeron medallas y promociones entre aquéllos que habían destacado en la represión de Asturias[58]. Gil Robles y Franco trajeron a Mola a Madrid en secreto con el objeto de preparar planes detallados para el uso del ejército colonial en la España peninsular en caso de que se produjesen nuevos disturbios[59]. Franco recordaría su etapa como jefe del Estado Mayor con gran satisfacción, pues sus logros durante este periodo facilitarían el posterior esfuerzo de guerra de los nacionales[60].

Cuando Alcalá-Zamora convocó nuevas elecciones a finales de 1935, Gil Robles se planteó la posibilidad de preparar otro golpe de Estado. El general Fanjul le dijo que el general Varela y él estaban dispuestos a utilizar las tropas de Madrid para impedir que el presidente llevara a cabo sus planes de disolver las Cortes. A Gil Robles le preocupaba que la iniciativa de Fanjul pudiera fracasar y por ello le sugirió que tanteara a Franco y a otros generales antes de tomar una decisión definitiva. La noche en que Fanjul, Varela, Goded y Franco sopesaban las posibilidades de éxito, Gil Robles no pegó ojo. Todos eran conscientes del problema que presentaba el hecho de que, casi con toda seguridad, la Guardia Civil y la policía se opondrían al golpe[61]. José Calvo Sotelo también envió a Juan Antonio Ansaldo a que presionara a Franco, Goded y Fanjul, para que dieran un golpe que acabase con los planes de Alcalá-Zamora. Pero Franco les convenció de que, a la luz de la fuerza de la resistencia obrera durante los sucesos de Asturias, el Ejército todavía no estaba preparado para la acción[62]. El plan mucho más irresponsable de enviar a varios cientos de falangistas a unirse a los cadetes en el Alcázar de Toledo para iniciar un golpe, también se abandonó cuando Franco le dijo al coronel José Moscardó, comandante militar de Toledo, que estaba condenado al fracaso[63].

Las elecciones se fijaron para el 16 de febrero de 1936. Durante todo el mes, la intensidad de los rumores sobre un golpe militar en el que participaría Franco hicieron que el presidente interino, Manuel Pórtela Valladares, enviara un día de madrugada al director general de Seguridad, Vicente Santiago, al Ministerio de la Guerra para ver a Franco y clarificar la situación. El jefe del Estado Mayor actuó con la misma cautela que había mostrado ante el general Moscardó pocos días antes. No obstante, sus palabras tenían un doble sentido: «Son noticias completamente falsas; yo no conspiro ni conspiraré mientras no exista el peligro comunista en España[64]».

La victoria obtenida por el Frente Popular el 16 de febrero sembró el pánico entre los círculos de derechas. Franco y Gil Robles, de forma coordinada, trabajaron sin respiro para que no se divulgara el resultado de las urnas, y su objetivo principal fue el presidente del gobierno, Portela Valladares, que también era ministro de la Gobernación. Gil Robles le dijo a Portela que el éxito del Frente Popular traería violencia y anarquía, y le pidió que decretara la ley marcial. Franco, por su parte, estaba convencido de que los resultados de las elecciones eran el primer paso en el plan de la Komintern de conquistar España. Por consiguiente, envió a Carrasco a que advirtiese al coronel Valentín Galarza, de la conspiradora Unión Militar Española, para que pudiese alertar a los oficiales clave en las guarniciones provinciales. A continuación, Franco telefoneó al general Pozas, director general de la Guardia Civil, un viejo africanista que pese a todo era leal a la República, y le dijo que los resultados suponían desorden y revolución. Franco propuso, en un lenguaje tan cauteloso que era casi incompresible, que Pozas se uniera a una acción para imponer el orden. Pozas descartó sus temores y le explicó con calma que la presencia de muchedumbres en las calles era únicamente la legítima expresión de alegría republicana.

Franco decidió presionar al ministro de la Guerra, el general Nicolás Molero. Le visitó en sus habitaciones e intentó en vano que tomara la iniciativa y declarase un estado de guerra. Finalmente, convencido por los argumentos de Franco acerca del peligro comunista, Molero instó a Portela a que convocase un consejo de ministros para discutir la proclamación del estado de guerra[65]. Franco decidió que era esencial que Portela hiciese uso de su autoridad y ordenase al general Pozas el uso de la Guardia Civil contra la población. Antes de que pudiera hablar con Portela, el Consejo se reunió y aprobó, con la firma del presidente, un decreto que declaraba el estado de guerra y que se mantendría en reserva hasta y cuando Portela lo juzgase necesario[66]. Franco marchó a su despacho y con la llegada de informes sobre pequeños incidentes en el transcurso de la mañana su inquietud no hizo más que aumentar. Decidió enviar entonces un emisario al general Pozas para pedirle, de forma más directa que horas antes, que usara a sus hombres para «reprimir a las fuerzas de la revolución». Pozas se volvió a negar. El general Molero se había mostrado totalmente incompetente y en la práctica Franco era el que gobernaba el Ministerio. Habló a continuación con los generales Goded y Rodríguez del Barrio para averiguar si en caso necesario se podía contar con las unidades que tenían bajo su mando. Poco después de que acabase el Consejo de Ministros, Franco se propuso lograr que entrase en vigor el decreto que declaraba el estado de guerra, que Portela había obtenido del gabinete y cuya existencia conocía a través de Molero[67]

Minutos después de ser telefoneado por Molero, Franco utilizó la existencia del decreto como tenue velo de legalidad bajo el que convencer a los jefes militares locales para que declarasen el estado de guerra. Franco estaba intentando recuperar el papel que había desempeñado durante la revolución de Asturias, asumiendo los poderes de facto del Ministerio de la Guerra y del Ministerio de la Gobernación. Pero el j efe del Estado Mayor no tenía autoridad para usurpar el puesto del director de la Guardia Civil. Sin embargo, Franco hizo caso a su instinto y en respuesta a las órdenes procedentes de su despacho en el Ministerio de la Guerra, se declaró el estado de guerra en Zaragoza, Valencia, Oviedo y Alicante. Lo mismo estuvo a punto de ocurrir en Huesca, Córdoba y Granada[68]. Sin embargo, no respondió el suficiente número de comandantes de provincia; la mayoría contestó diciendo que sus oficiales no secundarían un movimiento que tuviera en contra a la Guardia Civil y a la Guardia de Asalto. Cuando los jefes locales de la Guardia Civil telefonearon a Madrid para averiguar si se había declarado el estado de guerra, Pozas les aseguró que no era así[69]. La iniciativa de Franco había fracasado.

Por eso, cuando Franco vio al jefe del gobierno por la tarde, tuvo cuidado de no desvelar todas sus cartas. En términos muy corteses le dijo a Portela que, en vista del peligro que constituía un gobierno del Frente Popular, le ofrecía su apoyo y el del Ejército si decidía mantenerse en el poder, lo que suponía de hecho una invitación para que autorizase un golpe militar con el fin de anular el resultado de las elecciones. Franco dejó claro que necesitaba el acuerdo de Portela para eliminar el principal obstáculo a su propuesta, la oposición de la Guardia Civil y de la policía[70].

Pese a que Portela se negó en rotundo a acceder a las pretensiones ilegales e inconstitucionales de Franco y Gil Robles, no cesaron los esfuerzos para organizar la intervención militar. La clave continuaba siendo la actitud de la Guardia Civil. Al anochecer del 17 de febrero, el general Goded intentó sacar a sus tropas del cuartel de la Montaña en Madrid en un intento de complementar los esfuerzos de Franco unas horas antes. Sin embargo, los oficiales de éste y otros cuarteles se negaron a rebelarse si no existían garantías de que la Guardia Civil no se opondría. En círculos gubernamentales se daba por hecho la total implicación de Franco en la iniciativa de Goded. Tal era la opinión de Pozas y del general Miguel Núñez del Prado, jefe de la policía, que, pese a todo, le asegurarían a Portela el 18 de febrero que la Guardia Civil se opondría a cualquier militarada. Asimismo, Pozas rodeó todos los cuarteles sospechosos con destacamentos de la Guardia Civil[71]. El día 18, a punto de dar la medianoche, José Calvo Sotelo y el militante carlista Joaquín Bau fueron a ver a Portela al Hotel Palace y le instaron a que apelará a Franco, a los jefes de los cuarteles militares de Madrid y a la Guardia Civil para imponer el orden[72]. Toda esta actividad en torno a Portela y el fracaso de Goded, confirmaban las sospechas de Franco de que el Ejército no estaba preparado para dar un golpe.

Los esfuerzos de Gil Robles, Calvo Sotelo y Franco no disuadieron a Portela y al resto del gabinete de su decisión de dimitir, y es más, lo más probable es que al asustarlos sólo consiguieran hacerles tomar la decisión con mayor celeridad. A las diez y media de la mañana del 19 de febrero acordaron entregar el poder a Azaña con efecto inmediato, sin esperar a la apertura de las Cortes. Antes de que Portela pudiese informar a Alcalá-Zamora de su decisión fue informado de que el general Franco le había estado esperando durante una hora, desde la dos y media del mediodía, en el Ministerio de la Gobernación. Durante la espera, Franco le había comentado al secretario de Portela, José Martí de Veses, que las amenazas al orden público hacían necesario que entrase en vigor el decreto de declaración del estado de guerra que Portela tenía en el bolsillo. Martí dijo que eso dividiría al Ejército. Franco contestó con seguridad que el uso de la Legión y de los Regulares mantendría unido al Ejército, lo que confirma una vez más que no tenía reparos en utilizar el ejército colonial en la España peninsular y que estaba convencido de que era esencial hacerlo si se quería lograr la derrota definitiva de la izquierda. Al pasar al despacho del presidente del gobierno, Franco volvió a intentar convencerle sin éxito de que no dimitiera[73].

En la tarde del 19 de febrero, Azaña se vio forzado a tomar el poder prematuramente para disgusto de la derecha y, de hecho, para su propia irritación. No cabe duda de que Franco, pese a cubrirse bien las espaldas, nunca había estado tan cerca de unirse a un golpe militar como durante la crisis del 17-19 de febrero. En última instancia, sólo le impidió hacerlo la actitud firme del general Pozas y Núñez del Prado. No es de sorprender, por tanto, que cuando Azaña volvió a ocupar la presidencia del gobierno, Franco fue reemplazado como jefe del Estado Mayor. Este hecho sería un paso fundamental para que el resentimiento latente de Franco se convirtiese en agresión abierta hacía la República.

El 21 de febrero, el nuevo ministro de la Guerra, el general Carlos Masquelet, propuso al ejecutivo una serie de nombramientos: entre ellos estaba Franco como Comandante General de Canarias, Goded como Comandante General de las Islas Baleares y Emilio Mola como Gobernador Militar de Pamplona. Franco no estaba de ninguna forma contento con el que, en términos absolutos, era un destino importante. Pensaba sinceramente que como jefe del Estado Mayor podía desempeñar un papel fundamental para frenar la amenaza de la izquierda. Como demostraron sus actividades tras las elecciones, su experiencia de octubre de 1934 había desarrollado en Franco el gusto por el poder, razón de más para que el nuevo gobierno le quisiese mantener lejos de la capital.

La comandancia militar de las Islas Canarias estaba bajo el mando de un general de división y era sólo ligeramente menor en importancia a la de las ocho regiones militares de la Península. Al fin y al cabo, Franco era sólo el número 23 en la lista de 24 generales de división en activo[74]. Pese a que tuvo suerte de que el nuevo ministro de la Guerra le otorgase un puesto tan importante, Franco lo percibió como una degradación y como un nuevo desaire por parte de Azaña. Años más tarde calificó ese destino de destierro. Por encima de todo, le preocupaba que se rehabilitase a los oficiales liberales que él había relevado de sus cargos[75].

DE GENERAL MIMADO A GOLPISTA

Apartado otra vez de un trabajo que le apasionaba, Franco se volvió más peligroso de lo que nunca había sido. Mientras aguardaba su partida a las Islas Canarias, Franco se dedicó a hablar sobre la situación con el general José Enrique Varela, el coronel Antonio Aranda y otros oficiales de ideas afines[76]. El ocho de marzo, antes de salir para Cádiz, primera escala de su viaje, Franco se reunió con numerosos oficiales disidentes en la casa de José Delgado, importante corredor de bolsa y compinche de Gil Robles. Entre los presentes estaban Mola, Varela, Fanjul y Orgaz, así como el coronel Valentín Galarza. Debatieron la necesidad de un golpe y acordaron entre todos que el general Sanjurjo, en el exilio, debía encabezarlo.

Franco se limitó a sugerir astutamente que el levantamiento no tuviese una etiqueta específica. No asumió ningún compromiso sólido. Al finalizar la reunión se había acordado iniciar los preparativos del golpe con Mola como director absoluto y Galarza como enlace principal[77]. Cuando Franco llegó a Las Palmas, le recibió una multitud de seguidores del Frente Popular. La izquierda local había decretado un día de huelga para que los trabajadores pudieran ir al puerto a abuchear al hombre que había sofocado el levantamiento de los mineros de Asturias[78]. Franco se puso enseguida a trabajar en un plan de defensa de las Islas y sobre todo en las medidas a adoptar en caso de disturbios políticos. También aprovechó las oportunidades que le ofrecía su nuevo destino y empezó a aprender golf e inglés[79]. Durante este tiempo, no colaboraría activamente en los planes del golpe militar. Sí se presentó, sin embargo, como candidato al Parlamento en la repetición de las elecciones que tuvieron lugar en Cuenca[80]. Sus admiradores han sugerido que Franco decidió participar en el sistema electoral de la República para hacer efectivo su traslado a la España peninsular, donde podría jugar un papel clave en la conspiración, o por razones más egoístas. Sin embargo, Gil Robles sugiere que el deseo de Franco de incorporarse a la política era prueba de sus dudas sobre el éxito de un levantamiento militar. No habiendo declarado aún su postura respecto a la conspiración, Franco quería tener una posición segura en la vida civil desde donde aguardar los acontecimientos[81]. Fanjul confiaría una opinión similar a Basilio Álvarez, diputado radical por Orense en 1931 y 1933: «Quizá Franco quiera ponerse, si piensa actuar en política, a recaudo de molestias gubernativas o disciplinarias, con la inmunidad de un acta[82]». Llegado el momento, fue irrelevante pues no pudieron presentarse más que los candidatos que habían estado incluidos en las listas de las elecciones originales.

Franco se mantuvo al corriente del progreso de la conspiración a través de Galarza. Como parte de la campaña propagandística posterior a 1939, cuyo fin era limpiar cualquier recuerdo sobre la escasa participación de Franco en las preparativos, se afirmó que dos veces a la semana mantenía correspondencia con Galarza, escribiendo un total de treinta cartas en clave, que nunca se han encontrado[83]. De hecho, Franco no era nada entusiasta y comentó a Orgaz, eterno optimista desterrado a Canarias a principio de la primavera, que el levantamiento sería «sumamente difícil y muy sangriento[84]». A finales de mayo, Gil Robles se quejó al periodista americano H. Edward Knoblaugh de que Franco había rehusado encabezar el golpe, diciendo supuestamente que «ni toda el agua del Manzanares borraría la mancha de semejante movimiento». Ésta y otras observaciones indican que Franco seguía teniendo muy presente la experiencia de la Sanjurjada de 1932[85].

El rápido avance de los planes de la conspiración hizo que la cautela de Franco mermase la paciencia de sus amigos africanistas. Es evidente que su colaboración les hubiese supuesto una enorme ventaja. El 30 de mayo, Goded envió al capitán Bartolomé Barba a Canarias para comunicar a Franco que había llegado el momento de abandonar la prudencia y tomar una decisión. El coronel Yagüe comentó a Serrano Súñer que le resultaba desesperante la mezquina prudencia de Franco y su negativa a asumir riesgos[86]. El propio Serrano Súñer quedó desconcertado cuando Franco le dijo que lo que de verdad le hubiese gustado habría sido fijar su residencia en el sur de Francia y dirigir la conspiración desde allí. Dada la posición de Mola, era del todo imposible que Franco organizara el levantamiento. Su actitud dejaba ver claramente que su principal preocupación era cubrir su propia retirada en caso de que el golpe fallase[87]. Asimismo, se puede deducir que la motivación principal de la candidatura electoral de Franco en Cuenca no había sido su abnegada dedicación al golpe.

Los estériles esfuerzos de las autoridades republicanas para identificar y acabar con los conspiradores nos desvela uno de los misterios de la época: una curiosa advertencia a Casares Quiroga de la pluma de Franco. El 23 de junio de 1936, Franco escribió una carta al presidente del gobierno llena de ambigüedades, en la que insinuaba al mismo tiempo que el Ejército era hostil a la República y que sería leal si se lo trataba adecuadamente. Según el esquema de valores de Franco, el movimiento organizado por Mola, sobre el que estaba plenamente informado, reflejaba meramente las legítimas precauciones defensivas de unos soldados con pleno derecho a proteger su idea de la nación por encima de cualquier régimen político. Franco, preocupado junto a otros de sus compañeros oficiales por los problemas de orden público, instó a Casares a buscar el consejo «de aquellos generales y jefes de Cuerpo que, exentos de pasiones políticas, vivan en contacto y se preocupen de los problemas y del sentir de sus subordinados». Franco no mencionó su nombre, pero su inclusión en este grupo estaba implícita[88].

La carta era una obra maestra de ambigüedad. En ella Franco insinuaba que Casares sólo tenía que ponerle a cargo para que se pusiese fin a las conspiraciones. A estas alturas, Franco hubiese preferido restaurar el orden, como a él le pareciese y con el respaldo legal del gobierno, que arriesgarlo todo en un golpe. La carta tenía el mismo objetivo que sus apelaciones a Portela a mediados de febrero. Franco estaba listo para lidiar con el desorden revolucionario como lo había hecho en Asturias en 1934, y ofrecía sus servicios con discreción. Si Casares hubiese aceptado su oferta, no habría habido necesidad de un levantamiento. Ésa fue la visión retrospectiva de Franco[89]. Sin duda, la falta de respuesta por parte de Casares tuvo que ayudarle a optar finalmente por la rebelión. La carta de Franco representaba un ejemplo típico de su inefable amor propio, la convicción de que tenía derecho a hablar en nombre de todo el Ejército.

Franco seguía manteniendo la distancia con los conspiradores. Al empeñarse en estar siempre en el lado ganador sin asumir riesgos excesivos, le fue muy difícil sobresalir como líder carismático. Unos días después de que escribiese a Casares, se hizo el reparto de funciones entre los conspiradores. Franco debía estar al mando del levantamiento en Marruecos[90]. Por diversas razones, Mola y los demás conspiradores eran reacios a actuar sin Franco. Al haber sido tanto director de la Academia de Zaragoza como jefe del Estado Mayor, su influencia entre los cuerpos de oficiales era enorme. También contaba con la lealtad del ejército español de Marruecos, necesaria para el éxito del golpe. Franco era pues el hombre idóneo para desempeñar la posición que le habían asignado. Pese a todo, a comienzos del verano de 1936, Franco seguía esperando entre bastidores. A menudo, Calvo Sotelo abordaba a Serrano Súñer en los pasillos de las Cortes para preguntarle con impaciencia: «¿Qué le pasa a tu cuñado? ¿Qué hace? ¿No se da cuenta de lo que se está tramando?»[91].

Su elusivas vacilaciones llevaron a sus frustrados camaradas a apodarle «Miss Islas Canarias 1936». Sanjurjo, que aún no había perdonado a Franco que no le hubiese apoyado en 1932, comentó: «Franco no hará nada que le comprometa; estará siempre en la sombra porque es un cuco». También se dijo que había afirmado que el levantamiento iría adelante «con o sin Franquito[92]». Las dudas de Franco indignaban a Mola o Sanjurjo, no sólo por el peligro e inconveniente de tener que hacer sus planes en torno a un factor dudoso, sino también porque se daban cuenta, con mucho acierto, de que su decisión influiría en muchos indecisos.

Los preparativos para la participación de Franco en el golpe se trataron por primera vez en la instrucción de Mola sobre Marruecos. El coronel Yagüe dirigiría a las fuerzas rebeldes de Marruecos hasta la llegada de «un general de prestigio». Para asegurarse de que fuera Franco, Yagüe le escribió instándole a que se uniese al levantamiento. También había planeado con Francisco Herrera, diputado de la CEDA, presentar a Franco un fait accompli enviándole un avión que le trasladase desde Canarias a Marruecos, 1200 kilómetros de viaje. Francisco Herrera, amigo íntimo de Gil Robles, era el enlace entre los conspiradores de España y los de Marruecos. Yagüe, por su parte, era un incondicional de Franco. Como consecuencia de sus discrepancias con el general López Ochoa durante la campaña de Asturias, Yagüe fue trasferido al primer regimiento de Infantería de Madrid, pero una intervención personal de Franco le devolvió a Ceuta[93]. Tras recibir a Yagüe en Ceuta el 29 de julio, Herrera emprendió el largo viaje hacia Pamplona, a donde llegó agotado el 1 de julio para arreglar los preparativos del avión que llevaría a Franco. Aparte de las dificultades financieras y técnicas que implicaba conseguir un avión en tan corto plazo, Mola seguía teniendo serias dudas sobre si Franco acabaría uniéndose al levantamiento.

Sin embargo, después de consultarlo con Kindelán, el día 3 de julio dio luz verde al plan. Herrera propuso ir a Biarritz para ver si los exiliados monárquicos que estaban descansando allí podían resolver el problema financiero. Así, el 4 de julio, se entrevistó con Juan March, un hombre de negocios multimillonario que había conocido a Franco en las Islas Baleares en 1933. March prometió poner el dinero. Herrera también tanteó al marqués de Luca de Tena, propietario del periódico ABC, para conseguir su ayuda. March le dio a Luca de Tena un cheque en blanco y éste se marchó a París para iniciar los preparativos[94]. Una vez allí, el 5 de julio, Luca de Tena telefoneó a Luis Bolín, corresponsal de ABC en Inglaterra, y le dio instrucciones para que alquilara un hidroavión capaz de volar directamente de las Islas Canarias a Marruecos y, si no podía ser, entonces el mejor avión convencional que encontrase. Bolín, a su vez, telefoneó al inventor aeronáutico español, el derechista Juan de la Cierva, que vivía en Londres. De la Cierva voló a París y le dijo a Luca de Tena que no había ningún hidroavión adecuado y le recomendó a cambio un Havilland Dragon Rapide. Como buen conocedor de la aviación privada inglesa, De la Cierva era partidario de utilizar el Olley Air Services de Croydon. Bolín fue a Croydon el 6 de julio y alquiló un Dragon Rapide[95].

El avión despegó de Croydon a primera hora de la mañana del día 11 de julio y llegó a Casablanca al día siguiente vía Espinho, en el norte de Portugal, y Lisboa[96]. Aunque la fecha de su viaje a Marruecos era inminente, Franco se debatía casi con más fuerza que antes sobre su postura, acechado por la experiencia del 10 de agosto de

1932. Alfredo Kindelán logró mantener una breve conversación telefónica con Franco el 8 de julio, y se quedo horrorizado al enterarse de que seguía sin haber tomado una decisión sobre el golpe. Mola fue informado al respecto dos días más tarde[97]. El mismo día en que el Dragon Rapide llegó a Casablanca, Franco envió un mensaje en clave a Kindelán en Madrid para que a su vez éste se lo transmitiese a Mola. Decía «geografía poco extensa» y significaba que se negaba a unirse al levantamiento alegando que las circunstancias, en su opinión, no eran lo suficientemente favorables. Kindelán recibió el mensaje el 13 de julio y Mola un día después en Pamplona. Encolerizado, Mola mandó que se localizase al piloto Juan Antonio Ansaldo y que se le ordenase llevar a Sanjuijo a Marruecos para hacer el trabajo de Franco. También informó a los conspiradores de Madrid de que no contaban con su apoyo[98]. Sin embargo, dos días más tarde, llegó otro mensaje que decía que Franco estaba con ellos. El asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio le había hecho volver a cambiar de postura.

El asesinato ayudó a muchos indecisos a adoptar una posición, entre ellos a Franco. Cuando conoció la noticia a última hora de la mañana del día 13 de julio, exclamó ante el mensajero, el coronel González Peral, «la Patria ya cuenta con otro mártir. No se puede esperar más. ¡Es la señal!»[99]. Poco después envió un telegrama a Mola. A última hora de la tarde, Franco encargó a Pacón que comprara dos pasajes para su esposa y su hija en el barco alemán Waldi, que zarparía de Las Palmas el 19 de julio en dirección a El Havre y Hamburgo[100]. La profesora de inglés de Franco escribiría más adelante:

La mañana después de que nos llegase la noticia sobre Calvo Sotelo, le encontré totalmente cambiado cuando vino a dar sus clases. Parecía diez años más viejo y era obvio que no había dormido en toda la noche. Por primera vez, parecía estar a punto de perder su firme dominio de sí mismo y su serenidad inalterable… Se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir la lección[101].

La embriagadora contundencia con la que Franco respondió a las noticias no es incompatible con el comentario de Dora Lennard sobre la noche en vela del general[102]. La decisión era lo suficientemente trascendental como para provocar en él dudas agonizantes, como puede verse en las precauciones que tomó para la seguridad de su mujer y de su hija. Sin embargo, Franco había tomado una decisión, el Dragon Rapide estaba de camino y él era ahora un golpista.