Capítulo 6. La memoria de la Segunda República durante la transición a la democracia

CAPÍTITULO 6

La memoria de la Segunda República

durante la transición a la democracia

CARSTEN HUMLEBÆK

Copenhagen Business School

La memoria histórica de la Segunda República tuvo una importancia fundamental para la transición a la democracia aunque fuera de manera contradictoria. Por un lado, era el antecedente histórico más próximo de un régimen democrático constitucional y la similitud entre las dos situaciones históricas activó la memoria colectiva del período republicano. Por otro, no se pudo instrumentalizar como ejemplo porque la mayoría de la gente asociaba la memoria del fracaso de la República con el trauma de la Guerra Civil. La clave aquí no está en si la Segunda República fue o no la causa directa de la Guerra Civil, sino simplemente en establecer que después de tres décadas y media de socialización franquista la mayoría de los españoles, incluidos los políticos de la transición, la percibían como la causa principal.

El texto que sigue explora la interpretación de la Segunda República y el uso de su memoria por los políticos y la prensa escrita durante los años de la transición. El eje del estudio ha sido una investigación del 14 de abril, el aniversario de la proclamación de la República, como lugar de memoria. El enfoque: la celebración del aniversario de la Segunda República y su memoria o ausencia de ella y, por tanto, de su conmemoración, en la prensa escrita.

EL CAMBIO DE RÉGIMEN Y LA MEMORIA HISTÓRICA

Al morir Franco, la sociedad española se caracterizaba por una voluntad abrumadora de lograr lo que Franco no pudo o no quiso nunca: la reconciliación de las dos antiguas partes del conflicto civil y la construcción de algún tipo de sistema democrático o semidemocrático en el que pudieran convivir en paz. Por esta razón se hizo imperativo buscar una solución consensuada a la transición hacia el nuevo sistema, fuera el que fuere. Aunque las referencias directas a la Segunda República generalmente se evitaban en el discurso público, precisamente la necesidad de diferenciar el cambio de régimen post-franquista de la forma en que llegó la República en 1931 jugó un papel importante en la búsqueda de un consenso amplio. La toma del poder en 1931 era considerada ahora demasiado revolucionaria por la gran mayoría de los actores políticos y se convirtió en el principal modelo a evitar.

Mientras había un consenso relativamente amplio entre las elites políticas sobre la memoria de la Guerra Civil y ciertos aspectos de la Segunda República, no puede decirse lo mismo en cuanto a la memoria de la dictadura que, por razones obvias, estaba dividida y era muy difícil de abordar. De esa ausencia de una memoria común sobre el franquismo emergió el acuerdo mutuo de no mencionar la dictadura y dedicar los esfuerzos, en cambio, a la tarea de construir un futuro democrático. Un profundo debate político y público sobre la dictadura y un futuro democrático para España fueron percibidos como metas antagónicas por el temor a la revancha y a una repetición del conflicto civil. Se optó, entre las dos, por lograr y consolidar la democracia, que era en definitiva lo más importante. Este acuerdo tácito fue tachado más tarde de «pacto del olvido». Supuestamente en consonancia con él, las elites de la transición acordaron no mencionar el pasado en los acuerdos políticos, para evitar repetirlo. Para Paloma Aguilar Fernández, sin embargo, es necesario clarificar el alcance del pacto mencionado. Primero, el pacto no tuvo la misma fuerza en el ámbito político, social y cultural y, segundo, como ya mencionamos arriba, la memoria de la Guerra Civil y la del régimen de Franco generaron niveles de consenso muy diferentes. El pasado, sobre todo la Guerra Civil, estuvo muy presente, de hecho, en las esferas cultural y social, y el alcance del «pacto del silencio», por lo tanto, se limitó a la esfera política. Aguilar Fernández sugiere que el pacto debe definirse como «un pacto para no instrumentalizar el pasado políticamente», definición que subscribo[1] .El aprendizaje histórico que se extrajo de la experiencia de la República y la Guerra Civil, fue, por tanto, un importante factor determinante del uso de la memoria histórica de la Segunda República en sentido disuasorio durante la transición, y contribuyó igualmente al entendimiento tácito entre las elites políticas para hacer hincapié en la necesidad de consolidar la democracia, más que en un debate político y público sobre el pasado. Esto hizo que, aunque fuera el antecedente democrático más próximo, la Segunda República se incluyera en ese pasado, junto con la Guerra Civil y el régimen de Franco, sobre el que había que hablar lo menos posible. Por estas razones, las elites políticas de la transición tuvieron especial cuidado en evitar cualquier tipo de conexión entre la legitimidad del nuevo régimen democrático y la del régimen republicano. El resultado fue que se marginó la memoria histórica de la Segunda República, en tanto su recuerdo resultaba potencialmente peligroso para el nuevo régimen.

Las elites políticas de la transición estaban tan obsesionadas con evitar los problemas de la España democrática anterior a la Guerra Civil, que el andamiaje institucional de la democracia post-franquista fue construido como una verdadera antítesis de la Segunda República. Al margen de la evidencia de que la democracia se fue instalando poco a poco, cambiando el sistema franquista desde dentro, todo lo que puede considerarse opcional en una democracia fue modificado con respecto al diseño de las instituciones democráticas de los años 1930[2].

En primer lugar, el nuevo régimen era una monarquía en vez de una república, porque se consideró que la ausencia de la monarquía como poder moderador contribuyó decisivamente a la caída de la República. Además, para una parte considerable de la oposición que antes había sido republicana, la cuestión más importante ya no era monarquía versus república, sino dictadura versus democracia, y la mayoría estaba dispuesta a aceptar la monarquía si eso facilitaba la consolidación de la democracia. En segundo lugar, el nuevo Parlamento iba a tener dos cámaras en vez de solo una, porque se pensó que la segunda cámara, el Senado, tendría una influencia estabilizadora e incrementaría la moderación en los procesos legislativos. El Parlamento unicameral de la Segunda República fue esgrimido como una de las causas para explicar la falta de reflexión que caracterizó muchos de los procesos legislativos del régimen republicano. Este asunto ya se discutió en tiempos de la República y contribuyó, a mediados de los 1970, a la percepción de que el unicameralismo era un problema. En tercer lugar, el régimen electoral elegido estaba basado en el sistema proporcional en vez de en el sistema mayoritario como en la República. Esta cuestión fue muy polémica y se debatió largamente, pero al final la mayoría de los parlamentarios identificó el sistema electoral republicano como una de las causas de los desequilibrios entre las fuerzas políticas del período republicano. La proporcionalidad adoptada, sin embargo, se limitó considerablemente con el fin de evitar «la atomización» y favorecer la constitución de unos pocos partidos políticos grandes y sólidos. Por último, pero no por ello menos importante, el territorio nacional fue dividido en 17 Comunidades Autónomas relativamente uniformes en vez de copiar la división asimétrica de la República.

Uno de los problemas más difíciles a los que hubo de enfrentarse la transición fue el de las autonomías regionales. No es extraño, por tanto, que fuera el más polémico de todos. De nuevo, la percepción general de los problemas de la Segunda República en este campo fue decisiva para determinar el marco institucional a elegir para el nuevo régimen democrático. Se pensó que la división asimétrica de la España republicana que significó que solo ciertas regiones —en la práctica únicamente Cataluña y el País Vasco— pudieron acceder a la autonomía regional contribuyó a la escalada conflictiva en los años treinta. A mediados de los setenta el conflicto había cambiado. Ahora se enfrentaron, por un lado, los nacionalistas catalanes y vascos que defendían el derecho a la autonomía sólo para las regiones con una identidad históricamente diferenciada y, por el otro, la práctica totalidad de los partidos de ámbito nacional que se negaron a incluir discriminaciones en la Constitución. Esta tensión entre el principio de igualdad en el ámbito individual y los derechos colectivos que quebrantarían el principio de igualdad tendría que hallar una salida en la Constitución. Al final, se adoptó la solución de implementar una estructura territorial homogénea de regiones autónomas en todo el país. La principal concesión a los nacionalistas de Cataluña y el País Vasco fue «inventar» el término «nacionalidades», como algo intermedio entre la nación, España, y las regiones. Estas seminaciones no tendrían ningunos derechos colectivos específicos en el sentido de derechos particulares de autonomía, pero se les dieron ciertas facilidades para ayudarles a adquirir un nivel de autonomía de manera más rápida que las regiones.

De lo arriba expuesto se desprende que la memoria histórica de la Segunda República estaba muy presente en las mentes de los políticos de la transición y que jugó un papel fundamental en las decisiones que tomaron para construir el nuevo marco institucional de la democracia constitucional. Este hecho también explica por qué cualquier partido que aludiera en su nombre a la República o al republicanismo no fuera legalizado a tiempo para poder participar en las primeras elecciones en junio de 1977, incluso aunque se tratara de un partido moderado como Acción Republicana Democrática Española (ARDE[3]). Vindicar explícitamente la memoria de la República o utilizar los símbolos republicanos era considerado peligroso[4]. Este miedo se percibe, por ejemplo, en el hecho de que durante los primeros años posteriores a la muerte de Franco, el sólo hecho de ondear la bandera republicana se consideraba un delito. Por estas mismas razones las esporádicas conmemoraciones organizadas en el aniversario de la Segunda República fueron reprimidas violentamente por las fuerzas de policía. Y a ellas remite también el alto contenido simbólico que tuvo la decisión del Partido Comunista de España (PCE) de abandonar oficialmente la bandera republicana y aceptar la bandera española rojigualda. Se consideró el «precio» pagado por su legalización en abril de 1977.

A pesar de representar una minoría, los que defendían el legado de la República no dejaron de resultar incómodos para la transición. Durante los años iniciales, muchos afiliados a los partidos comunista y socialista cuestionaron la legitimidad del rey Juan Carlos y de la monarquía, pero no tuvieron éxito en sus demandas para un referéndum sobre la forma de Estado. Juan Carlos muy hábilmente se posicionó como «el Rey de todos los españoles», es decir, tanto de los vencedores como de los vencidos, y aspiró a promover activamente la reconciliación entre los antiguos adversarios. La legitimidad de la monarquía se dio por sentada en el discurso oficial precisamente porque representaba una conexión con la historia española prerepublicana. Pero la vehemencia con la que se suprimió a los republicanos demuestra que incluso el nuevo régimen democrático temía que tuvieran todavía demasiado éxito popular.

EL ANIVERSARIO DE LA PROCLAMACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

El régimen de Franco suprimió el día festivo republicano del 14 de abril inmediatamente después de tomar el poder, y durante la dictadura el aniversario fue silenciado o recordado sólo con connotaciones negativas. El discurso oficial del régimen insistía ad nauseam en la idea de que los españoles, a pesar de todas sus innumerables virtudes heroicas, eran intrínsecamente incapaces de vivir bajo un régimen democrático sin recurrir a la violencia. El pueblo español se caracterizaba por poseer defectos incorregibles —que Franco denominó demonios familiares— como, por ejemplo, la pasión incontrolable a la hora de hacer política, la crítica destructiva, una tendencia a la fragmentación política o el serio riesgo de dejarse influir por demagogos, por sólo mencionar algunos. La cultura política de los españoles era, en otras palabras, no apta para la democracia. Para ilustrar esta predisposición casi racial, el discurso franquista usaba una variedad de ejemplos tomados de la historia de la inestabilidad política de los 150 años precedentes. Pero el ejemplo favorito era la Segunda República, que encamaba, a los ojos de los franquistas, todo lo peor que podía sucederle a España, incluida la Guerra Civil, si alguna vez los españoles osaran establecer nuevamente un régimen democrático. La conclusión lógica de este razonamiento era que los españoles necesitaban a Franco y a su régimen para asegurar el progreso y la prosperidad. Este discurso legitimador lo he llamado «el mito del carácter ingobernable de los españoles» por el aprendizaje que los españoles supuestamente debían sacar de su experiencia histórica[5].

En perfecta consonancia con el mito del carácter ingobernable de los españoles, en un editorial del periódico monárquico ABC en el aniversario de la Segunda República de 1955, ésta se describió como un «paréntesis», «un paso atrás en la marcha del país», y como la causa directa de la Guerra Civil[6] .Curiosamente, no se mencionaba prácticamente a la monarquía. La legitimidad de la monarquía, entonces, era menos importante que la falta completa de legitimidad de la República, lo que se instrumentalizó para legitimar la dictadura. La historia como magistra vitae era usada para refrescar la memoria y así evitar su repetición. Veinte años después, en 1975, sin embargo, la reflexión histórica en el aniversario había cambiado y ahora el autor del artículo de opinión se interesaba mucho más por las causas de la proclamación de la República[7]. Al rey Alfonso XIII se le acusó de haber perdido varias ocasiones para salvar la monarquía y por lo tanto «estaba perdido ante la Historia, meses antes de que ésta desplomase sobre él su fallo definitivo». A pesar de esta crítica a Alfonso XIII, el autor mantenía una opinión positiva del príncipe Juan Carlos y sobre sus posibilidades para «resucitar» la monarquía. Hacia el fin del régimen de Franco, la monarquía había reaparecido como objeto del debate político y se había puesto de manifiesto la necesidad de preocuparse por restaurar su legitimidad histórica.

Por todas estas razones, a partir de la muerte de Franco, el 14 de abril tampoco se conmemoró nunca oficialmente. Paradójicamente, la no-celebración del 14 de abril después de 1975 constituía una continuidad en la práctica conmemorativa respecto al régimen de Franco. Además de no celebrarlo oficialmente en 1976 y 1977, se prohibió toda «reunión [de tipo] político» en el 14 y el 15 de abril, para —según la explicación oficial— evitar «alteraciones del orden público[8]». En realidad, se prohibía cualquier clase de conmemoración pública de la República. De hecho, varios intentos de conmemorar la República en distintos lugares de España fueron severamente reprimidos por las fuerzas de policía, se confiscaron las banderas republicanas y mucha gente fue detenida[9]. En 1978 se suavizó algo la represión, ciertas manifestaciones fueron autorizadas, pero otras no. Estas medidas represivas demuestran el temor latente que existía sobre la posibilidad de que los republicanos reabriesen la cuestión de monarquía versus república causando, en última instancia, una nueva guerra civil.

Durante los primeros años posteriores a la muerte de Franco, la reflexión sobre la República en los periódicos españoles se caracterizó por evaluaciones críticas del régimen republicano que se asimilaban a la retórica legitimadora del franquismo. Pronto, sin embargo, apareció una versión más atemperada en la que se daba por sentado la existencia de una idea pura o de un proyecto de República que sólo en un segundo momento se corrompió. Generalmente, se culpó de la caída de la República a las insuficiencias de la clase política y a la estructura social de España, fomentando también las comparaciones entre la situación del país en tiempos de la República y el presente de los años 1970, que inevitablemente desembocaban a favor de la España de la transición. En esta versión seguía insistiéndose en un componente del carácter de los españoles de los años 1930 que les incapacitó para la democracia republicana; una interpretación que seguía prestando argumentos al mito franquista sobre el carácter ingobernable de los españoles. La vindicación de la República seguía siendo considerado, por tanto, como un posible factor de desestabilización que estuvo muy presente en los primeros años de la transición[10].

ABC no publicó ningún editorial relacionado con el aniversario de la República durante los primeros años de la transición. La reflexión histórica sobre la República se limitaba a los artículos de opinión. Como periódico profundamente monárquico, las evaluaciones expresadas en las columnas de ABC fueron inicialmente muy críticas para con el régimen republicano, utilizando un lenguaje que tenía mucho en común con la propaganda franquista. En 1976, por ejemplo, describían el periodo como «las páginas más negras (…) de la Historia de España», equiparándolo con el comunismo[11]. Sin embargo, pronto se matizaron tales críticas, haciendo hincapié en que una de las razones principales para explicar la proclamación de la República fue la debilidad del régimen monárquico precedente. El historiador Ricardo de la Cierva, un par de años después, llegó a describir la República como «una gran ilusión nacional», lo que venía a admitir que las intenciones iniciales eran positivas y que sólo después el régimen degeneró[12]. No obstante, prevaleció la interpretación de la República como algo que era preciso recordar sólo para evitar su repetición, como subrayó José María Ruíz Gallardón al escribir: «quien no tiene presente su pasado está irremisiblemente condenado a repetir los mismos yerros[13]» .En Ya el primer editorial dedicado al aniversario apareció en 1976[14]. El editor criticaba la conmemoración de la República aunque expresaba su desinterés por la cuestión de la forma de Estado. El editorialista argumentaba pragmáticamente que los dos intentos de establecer una república en España habían fracasado, mientras que la monarquía recientemente restaurada era un éxito. Consideraba que los regímenes republicanos en general degeneraban hacia la dictadura, mientras las monarquías, por el contrario, permiten un nivel mucho más alto de cohabitación democrática; una argumentación muy esencialista que era similar a la interpretación histórica. La caída de la República se debió al régimen republicano mismo, a sus deficiencias innatas. Por el simple hecho de que «ninguna de las dos Repúblicas fue capaz de asegurar las mínimas condiciones de convivencia de una sociedad civilizada», el editorialista abogaba convincentemente a favor de la monarquía española.

El periódico de los franquistas convencidos, El Alcázar, únicamente dedicó un editorial al aniversario, en 1978[15], en el que defendía la opción republicana como forma de Estado. Esta posición debía, sin duda, mucho a la decepción de los franquistas con el rey Juan Carlos. El editorialista, sin embargo, reconocía que la Segunda República rápidamente degeneró hacia el desastre. La responsabilidad para aquel desvío caía en la «partitocracia» y en el «servilismo internacionalista» de la clase política republicana y no en la república como forma de Estado. Al ser franquista, el autor del editorial hacía una interpretación histórica diferente a la predominante en los otros periódicos, evaluando positivamente el destino final de la República: el régimen de Franco. Al mismo tiempo, criticaba a la monarquía de la Restauración, que precedió a la República, considerándola carente de legitimidad.

Pero el mayor número de editoriales y de otros artículos dedicados al aniversario apareció en El País. Como El País comenzó a publicarse en mayo de 1976, es decir, después del aniversario de aquel año, el primer editorial dedicado al aniversario apareció en 1977. En su mayor parte, el editorial se dedicaba a la reciente legalización del PCE y a la crisis que había provocado[16]. En él, no se discutía explícitamente la República, ni su naturaleza o consecuencias, pero el editorialista era contrario a las divisiones entre españoles y les instigaba a tomar conciencia de que todos formaban parte de una sola nación. En aquel momento eso significaba aceptar la monarquía. El autor admitía que en la situación presente no era viable una república, «sólo una Monarquía constitucional y democrática, como la que está en trance de consolidarse, que reconozca los derechos de todos los españoles —los republicanos incluidos— puede razonablemente superar esta etapa de transición». Sólo se dedicaba un artículo más al aniversario, que se hacía eco de las confrontaciones entre la policía y los que intentaron conmemorar la República[17].

Un año más tarde, los incidentes en torno a las esporádicas conmemoraciones de la República y la represión violenta de éstas por la policía dio motivo a otro comentario editorial, que no se publicó, por tanto, hasta el día después del aniversario[18]. En el editorial se distinguía entre dos maneras diferentes de conmemorarlo: bien como un proyecto o deseo para el futuro, bien como una mera conmemoración e identificación histórica, y el comentarista abogaba por la segunda. Puesto que la monarquía había sido muy eficaz para lograr la transición hacia la democracia, era inútil reabrir la cuestión de la forma de Estado. Hacerlo, por tanto, sería «un error o una provocación». La conmemoración histórica de la proclamación de la República, sin embargo, era perfectamente compatible con la aceptación política de la monarquía y el editorialista criticaba duramente las medidas represivas: «La Monarquía no será del todo sólida mientras los republicanos no puedan manifestarse libremente». Aquí el autor estaba tratando de hacer un difícil ejercicio de equilibrio al condenar, por un lado, ciertos tipos de conmemoración como innecesariamente provocadores y criticando, por otro, la represión violenta como una prueba del temor indocumentado de los republicanos. Continuaba diciendo que «la República fue una época bastante más contradictoria y compleja de lo que piensan muchos de los que no llegaron a vivirla» y criticaba el hecho de que, generalmente, se relacionaba la República mucho más con lo que vino después que con lo que le antecedió. Esta última crítica lamentaba el resultado del discurso legitimador franquista o, en otras palabras, que la mayoría de los españoles habían sido socializados en las interpretaciones históricas erróneas de la dictadura que durante 40 años relacionó la República con la Guerra Civil.

Con el tiempo, como se desprende de lo arriba indicado, se consolidaba la legitimidad de la monarquía, lo que contribuyó a mitigar la actitud antirrepublicana de las autoridades, que, después de 1978, levantaron la prohibición de las conmemoraciones minoritarias de los republicanos. Sin embargo, lo que pudo haber sido la conmemoración más grande de la Segunda República, el 50 aniversario de su proclamación en el 14 de abril de 1981, fue precedido por el golpe del 23-F, menos de dos meses antes, lo que solidificó enormemente la legitimidad del rey La conmemoración no pudo ser utilizada como una vindicación de la causa republicana y las críticas residuales de la legitimidad de la monarquía se desvanecieron. Después del 23-F era prácticamente imposible no ser «juancarlista». Entonces apareció otro tipo de comparación: ahora el proyecto «puro» de la República o las buenas intenciones que hubo detrás de ella se comparaban con los logros de la monarquía, que aparecían como una especie de continuidad. La monarquía, en esta versión idéntica a la transición, por lo tanto vino a ser la realización de todas las aspiraciones del régimen republicano y, de este modo, se construía una curiosa continuidad entre cierto imagen de la República y el presente. Implícitamente, esta comparación, sin embargo, demostraba que lo que no funcionaba en España dentro de un marco republicano, a pesar de las laudables intenciones iniciales, funcionaba bien dentro de uno monárquico, más precisamente dentro de la monarquía de Juan Carlos. Esta nueva concepción que incluía a la comunidad nacional, identificada como la cohabitación pacífica de todos los españoles, seguía siendo mérito principalmente de la monarquía y del rey Juan Carlos. En gran medida estaba basada en el silenciamiento del legado republicano y concebida como incompatible con la forma de Estado republicana.

En general, los periódicos dedicaron mucho más espacio al aniversario de República antes de 1981 que después. El año 1981 representó la culminación absoluta, pero después el número de artículos anuales relacionados con el aniversario de un modo u otro, si comparamos los publicados entre 1976-1980 con los aparecidos en el período 1981-1996[19], fue decreciendo en los periódicos de mayor tirada en un 63 por ciento. Este hecho refleja claramente que durante los primeros años de la transición la cuestión de república versus monarquía seguía siendo un asunto emocionalmente cargado, y causa recurrente —a pesar de los intentos de silenciarlo— de discusiones frecuentes. Después de haber votado la nueva Constitución, sin embargo, y sobre todo después de la acción decidida del rey en favor de la democracia durante la noche entre el 23 y 24 de febrero de 1981, dejó lentamente de interesar a la gente. Paradójicamente, el hecho de que la cuestión ya no estuviera tan cargada emocionalmente logró silenciar la memoria de la Segunda República con mucha mayor efectividad que las medias represivas aplicadas anteriormente.

Precisamente en 1981 ABC publicó su único editorial dedicado al aniversario[20]. Según el editorialista, la República se proclamó sólo porque la monarquía había decidido retirarse temporalmente del poder y, por lo tanto, el advenimiento de la República no se debió a su propio poder inherente. Además vinculaba directamente la República y la pobre gestión de la situación del país con la dictadura que vino después, lo que era otra razón para no conmemorar el aniversario. La naturaleza histórica de España, según el autor, era la monarquía, que era además la verdadera defensora de la democracia en la España de hoy Esa interpretación esencialista encontró apoyo en la intentona reciente del golpe fallido. Las dos repúblicas, por el contrario, habían sido rotundos fracasos. En consecuencia, concluía: «La II República pertenece ya al patrimonio de la Historia de España» y, por tanto, ya no había riego de que produjese ninguna convulsión en España el aniversario de su proclamación. El hecho de que la República perteneciese ya a la historia, como pertenecía el régimen de Franco, era positivo, puesto que «ante la Historia no cabe otra postura que la del espectador». Esta visión fue apoyada también por los artículos de opinión que aparecieron igualmente con motivo del aniversario, por ejemplo en el de Antonio Garrigues que afirmaba: «Es el 14 de Abril una fecha que ha sido importante en la Historia contemporánea y que va perdiendo día a día su significación[21]». A partir de 1981, habiendo relegado de este modo a la II República al interior de los libros de historia, ABC prácticamente ya no volvió a mencionar el aniversario de su proclamación.

El Ya, por su parte, no publicó ningún editorial en el aniversario durante los años 1980, pero en los artículos de opinión que aparecieron en el periódico en estos años se observa un cambio paulatino en la interpretación de la República. De la carga inicial contra el régimen republicano como causa del caos político y de la Guerra Civil, los escritores del periódico católico evolucionaron hacia un enfoque más enraizado en los antecedentes de la República y en las condiciones bajo las cuales tuvo que desarrollarse[22]. La clase política y la estructura social de la España de entonces fueron vistas como no aptos para la democracia republicana. Desde esta perspectiva, España ya estaba profundamente dividida cuando se produjo el advenimiento de la República, lo que determinó una actitud defensiva por parte de los republicanos en vez de una posición conciliadora.

El Alcázar tampoco publicó ningún editorial sobre el aniversario en 1981, pero en los artículos de opinión, los colaboradores del periódico siguieron defendiendo la opción republicana como forma de Estado[23] Consideraban más culpable de la Guerra Civil a la monarquía de Alfonso XIII, que a la República como régimen. En varios casos, se establecía una especie de división entre la república como idea (que tendía a recibir una evaluación positiva) y la república como práctica. El exactor, Marcelo Arroita-Jáuregui, por ejemplo, se definió como «intelectualmente republicano», mostrando una visión bastante matizada de la República, muy lejana de la mera repetición de la retórica legitimadora del régimen franquista que habría cabido esperar.

En el 50 aniversario, El País publicó su último editorial dedicado a la República[24]. El editorialista intentaba hacer compatible la conmemoración del 14 de abril con la celebración contemporánea de la monarquía de Juan Carlos, que se había convertido casi en obligatoria después del reciente golpe frustrado del 23-F. Tres años antes, el periódico ya se había ocupado de las distintas razones por las que conmemorar la República. Ahora se argumentaba que la conmemoración de la Segunda República antes de todo debía servir para evaluar la situación presente en España. La situación era, por supuesto, infinitamente mejor que la de los años 1930 en prácticamente todos los campos, lo que legitimaba la monarquía de Juan Carlos. La Segunda República, sin embargo, mantenía todavía la legitimidad derivada de las nobles intenciones que hubo tras ella, mientras se obviaban sus debilidades y las razones por las que tales intenciones se corrompieron. Para el autor del editorial, el régimen monárquico actual representaba la realización de las aspiraciones de la República, presentando, por tanto, a los dos regímenes íntimamente relacionados.

A partir de 1981, El País no dedicó ningún editorial al aniversario, pero siguió publicando una serie de artículos de opinión y de fondo que, por lo general, eran muy prorepublicanos. Estos artículos estaban escritos por republicanos declarados como, por ejemplo, miembros de ARDE[25], y generalmente demostraban una actitud apologética hacia el régimen republicano. Igual que en el editorial de 1981, muchos escritores argumentaban que la República y la democracia constitucional post-1978 estaban relacionadas, en el sentido de que la monarquía representaba la realización de las aspiraciones del régimen republicano. Detrás de estas representaciones persistía la idea de la existencia de un proyecto republicano puro, aunque quizá utópico, en otros lugares se llamaba buenas intenciones, que sólo en un segundo momento se corrompió.

LA GESTIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA

DE LA SEGUNDA REPÚBLICA DURANTE LA TRANSICIÓN.

Después de la muerte de Franco, la forma de Estado no fue nunca objeto de una discusión política real. La legitimidad básica de la monarquía se dio por sentada por prácticamente todos los actores políticos de la transición y la cuestión de la elección entre un modelo republicano y otro monárquico no fue nunca relevante. Esto no se debía a que los antiguos republicanos de repente se hubieran hecho monárquicos y dedicaran loas a la monarquía recién instaurada (por Franco), sino simplemente a que la aceptaron como un ineludible punto de partida para el proceso político de establecer una democracia basada en la reconciliación de los antiguos adversarios. A pesar de las demandas para un referéndum sobre la cuestión nadie, en realidad, cuestionó seriamente la legitimidad de la monarquía. Precisamente el hecho de que fuera la monarquía parlamentaria la que estaba logrando la transición pacífica no hizo sino cimentar la percepción de que el modelo republicano había sido parte del problema en los años 1930.

Este razonamiento se basó, de hecho, en el aprendizaje extraído por el discurso legitimador franquista de la experiencia de la Segunda República y de la Guerra Civil. Del mismo modo que la memoria particular de ambos episodios históricos sirvió para legitimar la dictadura, el mito franquista del carácter ingobernable de los españoles se mostró eficaz como contra-narrativa para el nuevo régimen democrático. El discurso generalmente aceptado que negaba la posibilidad de una transición pacífica a la democracia, y el hecho de que tal tipo de transición se estuviera produciendo contribuyó a aumentar su valor. Aunque el nuevo discurso se apoyaba en la negación del mito franquista y el éxito de la transición se basó, entre otras cosas, en demostrar que Franco se había equivocado, no se alteró sustancialmente la interpretación histórica de la República en la que él había basado su discurso legitimador. La Segunda República permaneció ligada a la Guerra Civil y por eso su memoria no podía rescatarse del silencio parcial en el que había caído. Igual que había ocurrido durante la dictadura, el recuerdo de la República debía permanecer ahora vinculado a un juicio negativo, en el sentido de que sólo debía mantenerse para evitar que volviera a repetirse. Sin embargo, mientras para Franco el énfasis residía en evitar la repetición de la experiencia democrática, para las elites políticas de la democracia recién creada, lo que había que evitar era la repetición de las características del marco institucional del régimen republicano que, según ellos, habían hecho inviable entonces la democracia.

A pesar de que la mayoría de los españoles y de los actores políticos del proceso de la transición optaron claramente por la monarquía, la cuestión república versus monarquía seguía en el ambiente, y tan emocionalmente cargada, que no se pudo hacer nunca un análisis desapasionado de las ventajas y desventajas de cada tipo de régimen. En su lugar, el debate estuvo dominado por argumentaciones esencialistas del tipo «la monarquía es mejor para la cohabitación pacífica de todos los españoles» o bien «la naturaleza de España es la de ser una monarquía». No estaba permitido plantearse la existencia de cualquier tipo de proyecto político republicano. Por eso, los republicanos aunque claramente minoritarios, hubieron de enfrentarse a una represión violenta primero, y, al suavizarse las medidas represivas, con advertencias sobre la oportunidad de sus conmemoraciones republicanas o, peor, de su proyecto político republicano, después. Sólo era aceptable la conmemoración de la Segunda República si se hacía compatible con una celebración de la monarquía contemporánea de Juan Carlos. Es decir, sólo podía admitirse una imagen positiva de la República si se demostraba o se presentaba como una especie de continuidad con la monarquía actual. Uno de los argumentos que se utilizaron al respecto fue la construcción de un discurso que presentaba a la monarquía constitucional del rey Juan Carlos como el continuador, y a la postre realizador, de los buenos propósitos e intenciones que sustentaron el proyecto republicano. En cierto modo, la monarquía representaba la plasmación de aquel proyecto en la actualidad