Capítulo 9.El afán de leer y la conquista de la cultura
CAPÍTITULO 9
El afán de leer
y la conquista de la cultura
GONZALO SANTONJA GÓMEZ -AGERO
UCM-Instituto Castellano y Leonés de la Lengua
HORA ES YA DE QUE LEAN LOS MODESTOS
Como nadie habrá dejado de recordar en el año recién vencido, conmemorativo del IV Centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, Cervantes pone en boca de su y nuestro gran personaje una certera definición del inalienable derecho a ver las cosas de muy distinta manera: «… y eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (I, 25). Y saco a colación esta cita para no enredarme en el análisis de la frase que encabeza estas reflexiones recordatorias, entresacada del texto de presentación de El Libro Popular, titulado «Nuestra razón de ser», una de las más ambiciosas —en cuanto a difusión se refiere— iniciativas de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones, aquel potente consorcio que, aspirando al monopolio, durante varios años marcó la pauta del mundo editorial y librero español[1]. La frase admite toda suerte de interpretaciones, bien que se trata de un mero reclamo publicitario, bien que responde a sinceros propósitos de extensión cultural, cuestiones tantas veces solapadas.
Sin embargo, lo verdaderamente importante es que la frase refleja y responde a una situación obvia y resplandeciente, la de que a comienzos de los años 20 había sonado, en cuanto a la lectura se refiere, la hora de las mayorías, ya superado el marco social restrictivo, limitado a las clases altas y medias, en que se venía moviendo. Y esa situación, que las empresas editoras reconocían e intentaban aprovechar, no había sido precisamente creada al amparo de la enseñanza pública ni por impulso estatal; y tampoco, claro está, era fruto de ningún milagro, obra de encantamiento o singular resultado de un repentino afán de saber. Entonces, ¿a qué obedecía?
Aunque parezca extraño, para responder a esta pregunta… comenzaré por el final, dado que muchas acciones se explican mejor —sobre todo cuando se impone hacerlo con brevedad— por el desenlace que por el principio, en tantas ocasiones vacilante, o por los medios, con falta de perspectiva. O sea, debemos situarnos en el ardiente, desolador y cainita verano de 1936, cuando la II República empieza a asumir que el conflicto no se solucionará en el plazo de unas semanas, grave espejismo de los primeros días, y en consecuencia, planteada una nueva realidad, se imponía adoptar de urgencia un rosario de normas, disposiciones y leyes que salieran al paso de los acontecimientos.
Así las cosas, esto es, bastante revueltas y muy peliagudas, los gobernantes republicanos, tan pusilánimes a la hora, por ejemplo, de armar a la población, dudan poco, más bien nada, ante el reto de la protección del Patrimonio histórico-artístico y bibliográfico, marcando un punto y aparte, que nunca se ha subrayado como es debido, en la historia de los países agraviados por la guerra, cual meridianamente demuestra el caso reciente de Iraq, con sus museos impunemente asaltados y criminalmente desprotegidos. En Madrid sucedió lo contrario, en Madrid y en el conjunto del territorio leal, al menos en teoría y en la medida de lo posible, porque el mundo canalla de los incontrolados no es, creo yo, imputable a un régimen que, contra su voluntad, enseguida empezó a conocer y sufrir episodios bien desdichados, de singular relieve y especial quebranto en Barcelona, por completo superada la Generalitat y reducido a pasto del fuego su patrimonio[2].
En Madrid, y hasta donde se extendían los dominios del gobierno republicano de España, la situación discurrió por derroteros muy diferentes. Y eso fue así gracias a las ejemplares medidas de inmediato adoptadas. Sobre el eco de los primeros combates, sin tiempo para reponerse de tantísimo sobresalto, el 23 de julio de 1936, cuando apenas se cumplía una semana de la sublevación, el gobierno de la República promulgó un decreto, tan breve como contundente, que sin paliativos demuestra el verdadero sentir de sus más hondas preocupaciones. Ningún otro gobierno, en ningún lugar del mundo, ha reaccionado al respecto con similares reflejos, no obstante lo cual esta medida, a mi entender con valor de histórico paradigma, apenas es recordado al trazar la crónica de aquellos días de sangre, movilización y resistencia.
Como punto de partida, la realidad: «habiendo sido ocupados diversos palacios que encierran riquezas históricas y artísticas de extraordinario valor», resultaba de suma urgencia proceder a su salvaguardia, «transportándolas, cuando sea necesario, a los lugares donde puedan ser protegidas de forma adecuada», fueran éstos los sótanos de la Biblioteca Nacional o las cámaras acorazadas del Banco de España, refugios al margen de cualquier contingencia.
Para ello, según disponía el artículo 1, quedaba al instante constituida una Junta de Conservación y Protección del Tesoro Artístico, bajo la supervisión directa del director general de Bellas Artes, investida de los más amplios poderes, a tenor de lo establecido en el artículo 2: «adoptando las medidas que juzgue necesarias», sin limitaciones, «para la mejor conservación e instalación» de tales obras en peligro. Por encima de tantas tareas inaplazables, se impusieron los temblores por la suerte del Patrimonio.
Y a tono con esta disposición, pocos días después, el dos de agosto, fue promulgado un segundo decreto intensificador: facultada la recién creada Junta para intervenir sobre «las obras de arte que se encontrasen en los palacios que han sido ocupados», el gobierno reconocía que la espiral de aquellos momentos, que ya empezaba a descontrolarse, «no ha tardado en demostrar que las reglas establecidas» se habían revelado de todo punto «insuficientes», porque tanta precisión («los palacios ocupados») dejaba al margen «los objetos de valor que se encuentran en las iglesias, conventos y otros edificios», a partir de aquel momento materia también de la Junta.
El arquitecto José Lino Vaamonde, que cumplió al respecto importantes funciones, cifró en más de dieciocho mil los cuadros recogidos (51 goyas, 16 grecos…), en cerca de cien mil los objetos varios (marfiles, porcelana, mobiliario), en veinte mil los tapices (nueve kilómetros medían los evacuados a Valencia) y en varias decenas de miles los libros más los fondos completos de cuarenta archivos[3].
Sentado este final, vayamos a los principios. Porque la pregunta es ésta: ¿cómo se llegó a esa situación? Entiéndase la pregunta: ¿dónde forjaron sus ideas y en dónde accedieron a la cultura esos miles y miles de milicianos anónimos que, en tan grave coyuntura, estuvieron dispuestos a jugarse la vida por salvar, por alto ejemplo, los cuadros del Museo del Prado o la biblioteca del Monasterio de El Escorial? No, desde luego, en la enseñanza pública, repleta de inmensas lagunas la red heredada por la República e insuficientes sus pocos años de vida para que esta cobrase cabal desarrollo, ni en las aulas de las universidades, bastión de las elites ¿Entonces?
LA ESCUELA MODERNA
Los comienzos del siglo XX conocieron una gavilla de iniciativas culturales, de apariencia modesta y en no pocas ocasiones cerrada sobre el fracaso, que sin embargo sentó las bases, afirmándola por las raíces, de una transformación tan paulatina y callada como decisiva y profunda.
Modestas y fracasadas, acabo de escribir. Pues mal, este juicio se queda bastante corto, al menos en ciertos casos. Verbi(des) gracia en el de Francisco Ferrer Guardia (Alella, 1859-Barcelona, 1909) y su Escuela Moderna, clausurada no ya de mala manera sino a tiros, con Ferrer ejecutado (esto es, asesinado desde la impunidad de los legalismos) y su Escuela, por descontado, condenada a la extinción y el olvido a pesar de los posteriores esfuerzos de Anselmo Lorenzo, «el hombre que tanta influencia ejerció sobre el proletariado catalán», como escribió Federica Montseny[4], toledano de pura cepa que «marcó con su sello inconfundible treinta años de movimiento obrero y anarquista catalán», de acentuado «carácter ibérico», juicios que aquí traigo a colación para recordatorio de algunos ideólogos de la confusión.
Profesor de español durante varios años del Círculo Popular de Enseñanza de París, donde trabó amistad con Anselmo Lorenzo, Ferrer estaba unido a una joven colega, Leopoldina Bonnard, que tambien se desempeñaba como señorita de compañía de una dama solterona, librepensadora acérrima, quien les hizo herederos de su fortuna para que fundasen la Escuela Moderna, entidad regida por una pedagogía laica y de alumnado mixto, prohibidos los castigos y radicalmente rechazado cualquier sistema que no se basara en la discusión. Complementaba su tarea en las aulas una editorial del mismo nombre, dirigida por Lorenzo, pronto en posesión de un catálogo verdaderamente novedoso y modernizador, salpicado de títulos fundamentales —El hombre y la tierra de Elíseo Reclus, La Gran Revolución de Kropotkin— para la consolidación en España del pensamiento y la mística del anarcosindicalismo.
Combatida la iniciativa desde los sectores tradicionales, sus actividades no cesaban de crecer hasta que la terrible espiral de acción-represión golpeó sus cimientos, lo cual sucedió a raíz del atentado de 1906, en la calle Mayor de Madrid, contra el rey, protagonizado por Mateo Morral, profesor, precisamente, de la Escuela, hecho aprovechado para dictar su cierre y la incoación de un proceso contra Ferrer. Tras varios meses de encarcelamiento, aquello se resolvió con una declaración de inocencia que las autoridades gubernativas darían en desconocer, de modo que nuestro personaje se vio abocado al exilio, en París, fundando allí la Liga Internacional para la Educación Racionalista.
De nuevo en España, en 1909 fue detenido bajo la acusación de haber instigado las manifestaciones y revueltas de la Semana Trágica, desencadenada del 25 de julio al 1 de agosto en protesta contra las movilizaciones de la Guerra de Marruecos. Dramáticos los acontecimientos e implacable el sistema, Ferrer encaró el paredón de los fusilamientos de los fosos del castillo de Montjuïc el 13 de octubre de ese mismo año, mientras sus más estrechos colaboradores de La Escuela Moderna (Anselmo Lorenzo, José Casesola, Mariano Bitiori) y aun sus familiares (su nueva compañera, Soledad Villafranca, José Ferrer y su esposa, María Foncuberta) resultaban deportados primero en Alcañiz y después a Teruel, de muy mala gana y con peores modos recibidos por los sectores acomodados de ambas ciudades, como demuestra el editorial, inequívocamente titulado «Malos huéspedes», que el 26 de agosto estampó en su portada El Noticiero de Zaragoza.
En manos de un viejo camarada de los tiempos de París, Emilio Portet, La Escuela Moderna conoció una segunda etapa, breve y poco documentada, que concluyó en sordina: falleció Portet, envejeció Lorenzo y un editor que se había levantado desde la nada, Manuel Maucci, adquirió los derechos editoriales. Al menos sobre el papel, con aquello acababa todo.
Acababa, conste, sobre el papel. Porque lo cierto es que el trabajo de Ferrer y Lorenzo, aunque parcialmente malbaratado por Maucci, negociante enriquecido a costa de imponer miserables salarios y entrar a destajo en las traducciones[5], había introducido en España unas obras y unos autores, unas corrientes de pensamiento y unas tendencias pedagógicamente renovadoras, que durante las dos décadas siguientes formaron la base de una vibrante red de ateneos y bibliotecas extendida por barriadas, pequeñas ciudades, pueblos y aldeas, impregnada por el ideario de La Escuela. En ella aprendieron a leer y forjarían su conciencia las multitudes que abrazaron el amplio abanico de las opciones anarcosindicalistas. En esos ateneos y en esas bibliotecas, que no en la enseñanza oficial.
Y así se explica, gracias a ese fermento, que andados los años fuese posible el nacimiento y la consolidación de una de las series más duraderas de lo que ha dado en llamarse el fenómeno de la novela corta, fórmula editorial ideada por Eduardo Zamacois hacia finales de 1905 que, en síntesis, consistía en publicaciones de pequeño formato y veinticuatro páginas ilustradas, con obras inéditas de autores españoles del momento que se vendían a módico precio y, fundamentalmente, a través de los quioscos de prensa, desbordando el marco minoritario de las librerías. La iniciativa de Zamacois, al principio ceñida, digámoslo así, al circuito de la literatura burguesa, no tardando mucho fue asumida desde los sectores revolucionarios[6].
Me refiero, básicamente, pero no en exclusiva, a La Novela Ideal de la familia Montseny-Urales, lanzada en 1925, en plena dictadura de Primo de Rivera, sujeta a numerosas contradicciones para lograr sortear semanalmente el delicado escollo de la censura previa pero que en sí representa una verdadera epopeya de la astucia, discutible adaptación en ocasiones del folletín lacrimógeno a la literatura revolucionaria, cuya desaparición se produjo en 1938. Y esto supone, con leves incumplimientos, que se mantuvo en el mercado, sostenida por los lectores, cerca de catorce años para renacer después, penosamente, en el exilio, en Toulouse, capital del anarquista de la diáspora, con el nombre de Lecturas ideales, episodio que en alguna ocasión sería preciso tratar.
LECTURAS PARA OBREROS
Cualquiera que se aproxime a los archivos de la incautación llevada a cabo por los funcionarios del aparato creado a tales efectos por el franquismo en armas, enseguida reparará, en cuanto se refiere al vaciado de los locales del PSOE y la UGT, casinos obreros y casas del pueblo, en la existencia de nutridas bibliotecas y también advertirá las huellas de numerosas empresas fundamentalmente orientadas al fomento del hábito de la lectura, nutridos esos fondos, en lo esencial, por obras de divulgación científica, textos de pensamiento político y libros de historia, con una presencia menor de la literatura, comprendiendo este apartado una curiosa miscelánea que abarcaba desde los enciclopedistas hasta los narradores del noventa y ocho y los autores rusos más Víctor Hugo, D’Amicis y Volney.
El año 1926 marca un hito en la historia de las publicaciones del PSOE: tras diversos conatos, Felipe Peña Cruz, militante del fecundo gremio de los tipógrafos, consiguió comprar una imprenta en Madrid, la de Dolores Buisen, viuda de López de Homo, de inmediato convertida en Gráfica Socialista[7], de modo que a partir de ese momento el Partido Socialista estuvo en condiciones de multiplicar las tiradas de sus publicaciones y afrontar nuevas empresas con entera libertad. Según Francisco de Luis Martín, estudioso exigente del tema[8], esta independencia hizo viable, por ejemplo, una recopilación de Pablo Iglesias (Páginas escogidas) situada, para empezar, en una tirada de cien mil ejemplares y la impresión de suplementos ilustrados de El Socialista, con frecuencia a cargo de Julián Zugazagoitia, periódico que además organizó un eficaz y masivo servicio de préstamo de libros, muy por encima, tanto en alcance geográfico como en variedad de títulos, al de cualquier organismo oficial, porque sumaron cada año decenas de miles los servicios rendidos. Material costoso para la economía de los trabajadores, este servicio, que hoy puede pasar inadvertido, llenó entonces una laguna demasiado profunda, abriendo un amplio horizonte de lecturas a un segmento numeroso de la población tradicionalmente privado de recursos en ese sentido.
Añádase a esto, que ya de por sí pesa mucho, el esfuerzo desarrollado por un grupo de intelectuales orgánicos que la desmemoria interesada de nuestro tiempo (de nuestro tiempo y, a veces, de sus camaradas) ha sepultado en el más negro de los olvidos, con pequeñas excepciones, entre los que me parece de justicia destacar siquiera dos nombres, los de Juan Almela Meliá, hijastro de Pablo Iglesias, y Eduardo Torralva Beci, personaje, como suele decirse, que estuvo en todas, cofundador del PSOE que años después se contó entre los promotores de la escisión saldada con la creación del Partido Comunista.
Juan Almela Meliá, hijo de Amparo Meliá, tras su separación convertida en compañera de Pablo Iglesias, y Vicente Almela Santafe, tipógrafo socialista, a su vez padre de Juan Almela Castell (Madrid, 1934), que bajo el seudónimo de Gerardo Deniz se ha convertido en uno de los poetas más reconocidos del México actual[9], empezó al lado de García Quejido en su Biblioteca de Ciencias Sociales, adaptación al pensamiento marxista de la fórmula ideada por Zamacois (cuadernos mensuales de treinta y dos páginas, vendidos a treinta y cinco céntimos), y desde muy joven se forjó un hueco en la prensa del PSOE, afrontando enseguida la tarea de poner en marcha una Biblioteca de «educación proletaria», sacada al amparo de La Revista Socialista (1903-1906), folletos de veinte céntimos en los que Marx y Kautsky alternaron, entre otros, con Rafael Altamira, uno de los puentes de enlace del regeneracionismo y la Institución Libre de Enseñanza con el obrerismo de clase.
A partir de estos ensayos, Juan A. Melia (solía firmar de este modo) se embarcó en Lecturas para obreros, colección de mayoritaria orientación literaria, algo bastante inusual en el panorama del socialismo español, en la que hicieron la mayor parte del gasto, tanto en verso como en prosa, así en los relatos como en el teatro, en programas y manifiestos, él y Torralva Beci, años de fructífero laborar en común que las diferencias políticas acabarían anulando. Obritas sencillas, de contenido elemental y mensaje directo, estas Lecturas, que contaba con una subserie dedicada a los discursos de los principales dirigentes del PSOE (con especial atención a Pablo Iglesias), comprenden un ramillete de cuentos infantiles del propio Almela, ganado en este campo por los recursos sensibleros y la acentuación hasta el extremo de los contrastes sociales. En otro lugar he escrito, y aquí sostengo, que nuestro autor «se improvisó cuentista infantil no porque le interesase el género», sino porque «le interesaba sembrar su concepción de la vida en un campo que, por virgen, consideraba propicio», especialmente receptivo e influenciable.
¿Y qué concepción era ésa? En pocas palabras, la de la moral laica y el método de la razón, previo bautismo de militancia marxista. Se difundieron mucho sus cuentos entre los hijos de los camaradas y se representaron hasta la saciedad sus cuadros teatrales, presididos por idénticos parámetros, en las Casas del Pueblo (los suyos y, una vez más, los de Torralva), pero puestos a señalar su gran obra, entiéndase, la de mayor influencia, se impone ponderar el peso de sus tres Cartillas para Enseñanza Racionalista, en cierta manera precursoras de las Cartillas Antifascistas tan en boga durante la Guerra (in) Civil, manual de la Sociedad Obrera de Escuelas Laicas, merced a las cuales (vuelvo a repetir palabras mías de hace ya algunos años, pero es que, en lo sustancial, mantengo ese juicio) «miles de trabajadores adquirieron esa cultura que el Estado, sencillamente, les negaba» de plano. Y no tiene sentido que, andados los años, haya quien ponga el dedo en el sectarismo y las limitaciones de tales enseñanzas, marcadas —qué duda cabe— por una intención adoctrinadora, porque lo único verdaderamente escandaloso —escandaloso e hiriente— es la abdicación de los gobernantes de sus más indeclinables obligaciones. Indiferentes a esa carencia, convencidos de que el mantenimiento de esa situación de atraso les beneficiaba, la alternativa nació contra ellos.
Torralva, como ya he señalado, se movía en idéntica dirección, y con frecuencia él y Almela se repartían el esfuerzo, en franca aptitud de colaboración y armonía, suma y sigue de trabajos complementarios. Así fue hasta que en la vida de ambos se cruzó la crisis de la III Internacional, esto es, las urgencias de Lenín y los bolcheviques de la URSS, nada dispuestos a la admisión de parches.
El 15 de abril de 1920 se formó el Partido Comunista Español, creado desde las Juventudes Socialistas, fruto de los dos bloques en que se dividió el PSOE en el congreso extraordinario de diciembre de 1919 (los debates, ciertamente acalorados, concluyeron en una votación que estableció una correlación de fuerzas bien apretada: 14 000 votos a favor de la II Internacional, 12 500 por la III), al instante reconocido como sección española de la Internacional Comunista. Este desgarramiento interno no fue suficiente, y la crispación siguió acentuándose de puertas adentro, de modo que terció un segundo congreso extraordinario, saldado con el envió a Moscú de dos delegados (Daniel Anguiano y Femando de los Ríos) que, supeditando el arreglo a la aceptación de tres condiciones, se encontraron con que se les exigían veintiuna, dilema saludado con la convocatoria de otro congreso en España, el tercero extraordinario, en cuyas sesiones se dirimió la batalla definitiva, resuelta con una escisión dolorosa e irreversible, de la que se erigió en portavoz, para acentuar el drama, Antonio García Quejido, maestro y mentor de Almela en sus comienzos, cofundador del PSOE y de la Unión General de Trabajadores (UGT).
La declaración de los escisionistas, que constituyeron el Partido Comunista Obrero Español, está fechada el 13 de abril de 1921, avalada por un número significativo de militantes acreditados. Entre los firmantes figuran Isidoro Acevedo, uno de los primeros novelistas sociales españoles [Ciencia y corazón, de 1925; Los topos o la novela de la mina, de 1930], del grupo íntimo de Pablo Iglesias, en realidad uno de sus mejores amigos[10] .Eduardo Torralva Beci, representante de la organización de Buñol, y un peculiar poeta revolucionario de El Burgo de Osma, Gonzalo Morenas de Tejada[11], más tres integrantes de la Escuela Nueva (Antonio Fernández de Velasco, Carlos Carbonell y Marcelino Pascua), hasta ese momento muy vinculados a Almela.
Poco tiempo después, el Partido Comunista Español y el Partido Comunista Obrero Español se fusionaban en una conferencia celebrada en Madrid del 7 al 14 de noviembre de 1921, con un órgano central (La Antorcha) y diversas cabeceras regionales (Aurora Roja en Asturias, Bandera Roja en el País Vasco, etcétera, etcétera). El nombre de Torralva Beci, volcado en esa nueva causa, se convirtió entonces en impronunciable en las Casas del Pueblo.
Ahora bien, a pesar de tales y tan hondas conmociones, las tareas de divulgación cultural, de préstamo bibliotecario y aun de introducción a la lectura, nunca dejarían de crecer. Y al igual que en el caso de la CNT y el amplio círculo del movimiento anarquista, en estos ambientes forjarían su conciencia miles y miles de trabajadores. La historia de la lectura en España tendrá que reconocer, antes o después, tales hechos y dejar constancia de dichos anhelos.
Y, apuntado sea de pasada, tampoco estaría mal que nuestras historias más o menos oficiosas del exilio reparasen el olvido que, por lo general, sigue envolviendo la obra de Almela, primer editor de Pablo Iglesias, tarea que empezó en 1935 con Reformismo social y lucha de clases (incluye el informe de Iglesias ante la Comisión de Reformas Sociales, de 1884, y los artículos de los dos años iniciales de El Socialista, 1886-1887[12]). Almela, al parecer bastante decepcionado, logró salir de Europa con su familia por el puerto de Marsella hacia México a bordo del Nyassa, en la penúltima travesía que se les escapó a los nazis, en 1942, tras haber ocupado durante la guerra la delegación de la República ante la Oficina Internacional del Trabajo, en Ginebra.
Él y su mujer, Emilia Castell Núñez, mucho más joven (tenían, respectivamente, cincuenta y siete y veintisiete años), instalaron en la azotea del Museo Nacional de Antropología el primer taller mexicano de restauración de libros y documentos, impartiendo numerosos ciclos de conferencias y cursos de aprendizaje. Suyos son, además, los dos tratados de estas materias en que se han formado, a lo largo de varias décadas, diversas promociones de estudiantes de biblioteconomía y archivística: Higiene y terapéutica del libro (México, Fondo de Cultura Económica, 1956 y 1976) y Manual de reparación y conservación de libros, estampas y manuscritos (México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 1949). Cometerá una flagrante injusticia quien deje de anotar la extensión de estos conocimientos en el bagaje conjunto de los republicanos de la diáspora.
REVISTAS Y EDITORIALES «COMPROMETIDAS»
Mientras los sectores obreros protagonizaban esos movimientos, los jóvenes universitarios empezaron a caminar en la misma dirección. Para mí tengo que el proceso comenzó a fraguar en Salamanca, a la sombra de Unamuno y con el apoyo de otros profesores de esa Universidad. Y es que el germen soterrado de las rebeldías sembradas por el mítico rector se concretó en una animosa revista, El Estudiante, con dos etapas, la primera desarrollada en la ciudad del Tormes desde el 1.º de Mayo a julio de 1925 (12 números), mientras la segunda discurrió en Madrid, entre 6 de diciembre de 1925 y el 1.º de Mayo de 1926 (14 números), fechas de partida y de cierre de manifiesta intención[13].
El núcleo de El Estudiante estuvo formado por Wenceslao Roces, futuro traductor de El capital, nombre señero en el panorama del pensamiento marxista en español; José María Quiroga Plá, yerno del propio Unamuno, sonetista consumado y trascendental conservador de su obra poética; Salvador M. Vilá, andados los años fusilado por las huestes de Franco cuando era rector de la Universidad de Granada; José Antonio Balbontín, editor y novelista, y Rafael Giménez Siles, figura decisiva en el mundo editorial español de finales de los años 20 y la década de los treinta, durante los años de paz y a través del terrible período de la guerra, destinado a ocupar un nuevo papel de protagonista en el mundo del libro en México, proyectado a toda Hispanoamérica. Su rara y precoz capacidad de convocatoria les permitió reunir en las páginas de su revista artículos, entre otros muchos, de Américo Castro, Menéndez Pidal o Negrín, nómina enriquecida con importantes primicias de Valle Inclán, nada menos que varios anticipos de Tirano Banderas, y el apoyo entusiasta de Bagaría.
La desaparición de El Estudiante no significó el final de nada, sino un suma y sigue cuya inmediata continuación se escribió desde otra revista: Post-Guerra, al frente de la cual se mantuvo el tándem Giménez Siles-Balbontín para la ocasión reforzado por José Venegas y José Lorenzo, personajes de marcada vocación editorial, y tres jóvenes intelectuales llamados a desempeñar funciones nada menores en los años inmediatos: José Díaz Fernández, acuñador de el nuevo romanticismo, Joaquín Arderíus, novelista social que para sí reclamaría el puesto de pionero entre los escritores adscritos al comunismo, y Juan Andrade, troskista de la primera hora, con amplios e influyentes contactos internacionales, militante más tarde del POUM, partido —de sobra se sabe— desdichada y cainitamente perseguido por orden de Stalin, implacables sus agentes en España, durante la guerra.
Post-Guerra, brillante en su breve ejecutoria (Madrid, 1927-1928, 13 entregas), tuvo el raro privilegio de escoger el cómo, el cuándo, el porqué y hasta el para qué de su desaparición, medida adoptada sobre la lucidez de un análisis impecable: sometida a la previa censura del régimen primorriverista, férrea con las publicaciones periódicas, no servía para nada, escritas sus páginas bajo el engaño de la autocensura o, de lo contrario, abocadas a la seguridad de la mutilación. Partidarios del pacifismo antiimperialista y de la esperanza roja de oriente frente al capitalismo de occidente, ¿qué podían esperar de unos funcionarios del lápiz rojo al servicio de un general? Era, sencillamente, como si un boletín anticlerical estuviese a merced de la censura eclesiástica. Mejor, sin duda, echar el cerrojo.
Cerrar, sí, pero haciéndolo sin claudicaciones, esto es, canalizando sus energías a través de un cauce con mínimas ataduras ¿Cuál? Entonces fue cuando aquellos jóvenes cayeron en la cuenta de que el sistema de la dictadura ofrecía un resquicio franco: el de los libros, asunto en el que la censura no se inmiscuía, admitiéndolo todo, con tal de que las obras puestas en el mercado cumpliesen dos requisitos por el poder entendidos como socialmente restrictivos: que tuviesen más de doscientas páginas y que su precio de venta al público rebasase el de las colecciones de folletos de agitación y las populares series de novelas cortas, pasando de unos pocos céntimos (diez, quince, veinticinco, treinta…) a tres o cinco pesetas, barrera infranqueable aquélla, al entender de Primo de Rivera, para el meollo de los obreros y cantidad inasumible ésta para sus modestas economías.
Además, esa permisividad respondía a otra ventaja en la peculiar óptica de tan jacarandoso general, persuadido, y persuadido sin sombra de duda, de que universitarios e intelectuales ya le habían dado la espalda y eran absolutamente irrecuperables para su causa. A partir de tal certeza, ¿qué medidas adoptar? ¿Encarcelarlos a todos? Eso no resultaba posible; de vez en cuando detenían a Valle Inclán, «eximio escritor y extravagante ciudadano», y la peripecia siempre terminaba mal, con Valle Inclán de nuevo en la calle pero golpeado el régimen por el escándalo. En una ocasión, audacia sobre audacia, entre unos (Giménez Siles, Sender, Arderíus) y otro (el propio Valle, secundado por su familia) hasta supieron ingeniárselas para tramar un montaje fotográfico que, bien divulgado, llenó de zozobras los despachos oficiales.
En consecuencia, puesto en la disyuntiva de optar por lo menos malo, Primo de Rivera llegó a la conclusión de que convenía dejarles las manos libres… siempre y cuando se conformasen con fabricar libros de aquéllos que, en su opinión, las clases populares jamás iban a comprar ni a leer. Entretenidos en esos menesteres, pensaba él, no tendrían tiempo para conspirar ni para urdir otros planes, potencialmente mucho más peligrosos. Así pues, campo libre para las editoriales cuyos productos rebasen la frontera de doscientas páginas y, en cuanto al precio, rondasen la barrera de las cinco pesetas.
Además, el grupo de Post-Guerra se inclinó por esa reconversión a partir de la experiencia de su Biblioteca Post-Guerra, servicio de venta de obras de diversas editoriales de matiz político renovador, en su mayor parte entresacados de los catálogos de las marcas, más o menos subrepticias, del Partido Comunista (Antorcha o Ediciones Europa-América, precursora de la Colección Ebro en París) y de Biblos, empresa independiente, regida por Ángel Pumarega, de su edad y con iguales inquietudes. Al darse cuenta de que aquella llama prendía, la Biblioteca decidió ofrecer a precios muy bajos (noventa céntimos) volúmenes que por el cauce normal de distribución nunca costaban menos de cuatro pesetas. Obras modernas, con temas vibrantes, de autores contemporáneos.
He aquí algunos exponentes: Los de abajo de Mariano Azuela, la epopeya de los revolucionarios mexicanos según el relato de un testigo de primera mano, de primera mano y hasta las cejas comprometido con la causa de Pancho Villa; La caballería Roja de Isaac Babel, la apoteosis de los cosacos bolcheviques; novelas de Dostoiewsky, los viajes del pintor Maroto, cuya mirada registraba esos paisajes de la miseria que tantos pintores de cámara preferían desconocer; ensayos breves de Marx, Zinoviev, Trosky, Sorel y Lenín; la memoria de Isidoro Acevedo de su viaje por Rusia… El aparato de censura debió movilizarse. Esa campaña de la Biblioteca infringía de largo los límites de lo permisible. Entonces apretarían el cerco y, por la lógica del proceso, se produjo la reconversión: clausurada Post-Guerra, sin tregua ni descanso apareció el primer título de Ediciones Oriente, China contra el imperialismo de Juan Andrade. Y luego, una tras otra, obras de Máximo Gorki (Lenín y el mujik), Trosky (Nuvo rumbo ¿A dónde va Rusia?) o Ilia Ehremburg (Julio Jurenito y sus discípulos). También de Alejandra Kolontay (La bolchevique enamorada), también André Malraux (Los conquistadores) y también, rompiendo un tabú sacrosanto para la moral ortodoxa, el célebre alegato de André Gide en pro de la homosexualidad: Corydon, «la novela del amor que no puede decir su nombre», vertida al castellano por Julio Gómez de la Serna, el curioso hermano —traductor y futbolista— del genial Ramón, prologada por el doctor Marañón con «un diálogo antisocrático» y enriquecida por diversos apéndices, cuya primera edición, de 1929, fue de inmediato agotada, al igual que la segunda y lo mismo que la tercera (1931).
En paralelo a Oriente, César Falcón ponía en marcha Historia Nueva, cuyo balance final, amén de otros aciertos, registra tres esenciales: el primero fue una colección, La Novela Social, definitiva para el lanzamiento de esa modalidad narrativa, que en apenas dos años, entre 1928 y 1929 colocó en la calle relatos del propio Falcón, Díaz Fernández, Balbontín, Joaquín Arderíus y Julián Zugazagoitia, puente de enlace (como antes lo fuese Rafael Altamira) entre esos grupos de jóvenes y el Partido Socialista; en segundo lugar, el de una serie, Ediciones Avance, en su integridad consagrada a la literatura feminista, dirigida por Irene Falcón, la histórica secretaria de Dolores Ibárruri, inaugurada por Dora Russell, la esposa de Bertrand Russell, con Hypatía, nombre de «una profesora universitaria, denunciada por los dignatarios de la Iglesia y destrozada por los cristianos», réplica militante a la literatura blanca, adormecedora y ñoña, que ciertos sectores querían para las mujeres y, en concreto, respuesta a Lysístrata, emblema al respecto de las ediciones de Revista de Occidente, traducida por un hermano del mismo Ortega y Gasset (Colección «Hoy y mañana», 1926); por último, la acuñación de un concepto de la hispanidad radicalmente distinto al de la retórica al uso, la de los juegos florales y las fiestas de la raza, basado en el antiimperialismo y sostenido por la comunidad de la lengua.
Estas marcas, pronto multiplicadas, dieron origen a un movimiento editorial de sesgo renovador, en la más amplia acepción del término, entre finales de los años 20 y el comienzo de la década de los 30. En cuanto a traducciones e introducción de corrientes de pensamiento, la vida intelectual española se impregnó de un ritmo vertiginoso. Poca relación guardaba la modernidad de aquel panorama con la atmósfera de casino provinciano imperante hasta entonces.
EPÍLOGO
Pues bien, cuanto antecede, guste o moleste, fija el proceso de acumulación de fuerzas legítimamente representado por la II República, régimen, por encima de sus inevitables contradicciones, que nunca dejó de reconocer entre sus designios irrenunciables la promoción del libro, la extensión de la lectura y el cuidado del Patrimonio histórico-artístico y bibliográfico.
Sólo desde semejante perspectiva se explica y cobra cabal alcance ese decreto, a mi entender absolutamente ejemplar, del 23 de julio de 1936. Antes que el reparto de armas, la protección de la cultura y el arte, prioridad corroborada por la intensa campaña desarrollada por el Ministerio de Instrucción Pública, el Ejército Popular con las Milicias de la Cultura (particularmente las del Ejército del Centro), oficialmente creadas en enero del 37 (en realidad nació con la guerra, gracias a los militantes de la Federación de Enseñanza de la UGT) partidos y organizaciones políticas (como el Socorro Rojo Internacional y su «Biblioteca del Combatiente»), sindicatos de clase, asociaciones, instituciones y grupos culturales (la Unión Federal de Estudiantes Hispanos o el teatro de La Barraca, la mítica aventura de Federico García Lorca, que conoció una segunda etapa) para extender el mundo de las ideas y erradicar el analfabetismo, esfuerzo que, con mejor o peor intención, suele ilustrarse con la Cartilla Escolar Antifascista, manual ciertamente presidido por una manifiesta intención adoctrinadora (lo cual, en aquella situación, no dejaba de resultar lógico), sin tomar en consideración otros materiales, como el popular Silabario para niños o Cartilla rápida de lectura de la editorial Dalmau Caries, Pla, E. C., con sede social en Gerona y Madrid, lanzado en 1937, absolutamente aséptico, en exclusiva guiado por «el procedimiento racional de no amontonar dificultades[14]», muy difundido y utilizado, aunque en este sentido aún resulta menos explicable la falta de atención prestada a la espléndida Biblioteca Popular de Cultura y Técnica de Editorial Nuestro Pueblo, una especie de editora nacional bajo la dirección experta del ya citado Giménez Siles, libritos de formato adaptado a los bolsillos del uniforme de los combatientes, con unas ochenta páginas de extensión y otros tantos céntimos de precio, que cubrieron un amplio abanico de conocimientos, con textos mucho más que aceptables.
Si de ejemplo vale una muestra, sirva el del Resumen práctico de Gramática española, obra de Samuel Gili Gaya (1937), profesor del Instituto Escuela de Madrid y del Instituto Obrero de Valencia, de tirada masiva (los títulos de la Biblioteca partían de un mínimo de veinticinco mil ejemplares) y amplio, amplísimo, nivel de utilización, al margen y por encima de cualquier tentación sectaria. Textos densos y sin concesiones a los espacios en blanco, estaban pensados para satisfacer las ansias de formación en los ratos de ocio, «sin necesidad de preparación escolar», y como «colección de trozos escogidos de los mejores prosistas españoles e hispanoamericanos» (desde Cervantes hasta Clarín, Guiraldes y Ramón Gómez de la Serna, pasando por Azorín, Valle Inclán los hermanos Álvarez Quintero, Pío Baroja o Jacinto Benavente), unida la ciencia de la gramática al placer de la lectura para explicar de ese modo «el papel que desempeña cada palabra dentro de la frase». En cuantos a técnicas de aprendizaje y criterios de enseñanza, estos volúmenes abrigaron novedades de considerable incidencia para la causa de la educación popular.
Decía Linneo que «la naturaleza no procede por saltos». Pues a dicho tenor la II República supuso la culminación de muchos desvelos, primero casi solitarios, abnegados y heroicos, pero poco a poco de mayorías, realizaciones forjadas desde abajo con santa (sin perdón) tenacidad. Y es que, como decía Mateo Alemán, «de pequeños principios resultan grandes fines».