UN MUNDO EXTRAÑO
Exactamente tres minutos después de que el galáctico saliera del apartamento neoyorquino del profesor John Hamis McLeod, Ph.D., Sc.D., el grupo de agentes del U.B.I. entró en acción.
McLeod oyó resonar el timbre, abrió la puerta y tuvo que echarse atrás mientras los ocho hombres invadían el piso. El que encabezaba el grupo mostró una tarjeta de identificación y dijo:
—Oficina de Investigación de la Unión. Es usted el profesor Mac-Lee-Odd.
Era una afirmación, no una pregunta.
—No —replicó McLeod—. No soy ese individuo. Nunca he oído tal nombre. —Hizo una breve pausa, mientras el agente del U.B.I. parpadeaba, y luego añadió—: Si busca usted al profesor McLeod, soy yo.
Siempre le irritaba que la gente pronunciara mal su nombre, y en este caso no había disculpa para ello.
—De acuerdo, profesor McLeod —dijo el agente, esta vez pronunciando bien el nombre—, como usted quiera. ¿Le importa que le haga unas cuantas preguntas?
McLeod le miró brevemente antes de contestar. Ocho hombres, todos ellos por debajo de los treinta y cinco años, en excelente condición física. El profesor tenía quince años más que el mayor de aquellos hombres, y había limitado su ejercicio físico a lo que Chauncey de Pey llama "actuar como plañidera de los amigos que hacen ejercicio". No es que fuera un hombre canijo, en realidad, pero, desde luego, no podía discutir con ocho individuos como aquellos.
—Adelante —dijo al fin, invitándoles a pasar con un gesto.
Seis de ellos entraron. Los otros dos se quedaron en el vestíbulo.
Cinco de los seis permanecieron de pie. El jefe aceptó la silla que McLeod le ofreció.
—¿Cuáles son sus preguntas, Mr. Jackson? —inquirió McLeod.
Jackson pareció ligeramente sorprendido, como si no estuviera acostumbrado a que la gente leyera su nombre en su tarjeta de identificación durante el breve espacio de tiempo que les permitía verla. La expresión de sorpresa se desvaneció casi inmediatamente.
—Profesor —dijo—, nos gustaría saber qué clase de temas ha estado tratando con el galáctico que acaba de salir de este apartamento.
McLeod se retrepó en su asiento.
—Permítame hacerle dos preguntas, Mr. Jackson. Primera, ¿qué diablos le importa a usted? Segunda, ¿por qué me lo pregunta, si ya lo sabe?
Jackson encajó el golpe sin pestañear.
—Profesor McLeod, nos preocupa el bienestar de la raza humana. Necesitamos su... ejem..., colaboración.
—No ha venido usted aquí con un grupo de hombres armados sólo para solicitar mi colaboración —dijo McLeod—. ¿Qué es lo que quiere saber?
Jackson sacó un cuaderno de notas del bolsillo de su americana.
—En primer lugar, deseamos aclarar unos cuantos hechos, profesor —dijo, hojeando el cuaderno de notas—. Hace cuatro años, el 12 de enero de 1990, fue abordado usted por primera vez por un galáctico, ¿no es cierto?
McLeod, que había sacado un cigarrillo de su paquete y estaba a punto de encenderlo, interrumpió su gesto y miró a Jackson como si el agente del U.B.I. fuera un embrión de dos cabezas.
—Sí, Mr. Jackson, es cierto —dijo lentamente, como si hablara con un retrasado mental—. Y la capital de California es Sacramento. ¿Hay alguna otra materia de conocimiento público acerca de la cual desee interrogarme? ¿Le gustaría saber cuándo empezó la guerra de 1812 o quién está enterrado en la tumba del general Grant?
Los músculos de Jackson se tensaron, pero inmediatamente se relajó.
—No necesita mostrarse sarcástico, profesor. Limítese a contestar las preguntas. —Consultó el cuaderno de notas—. De acuerdo con mis datos, usted, en su calidad de zoólogo, acompañó a una expedición de animales a un planeta llamado..., ejem..., Gelakin. Regresó al cabo de ocho meses. ¿Es cierto?
—Que yo sepa, sí —dijo McLeod con amargo sarcasmo—. Y los normandos invadieron Inglaterra el año 1066 de nuestra Era.
Jackson apretó los puños y cerró los ojos.
—¡Basta! —Era evidente que hacía un enorme esfuerzo para dominarse. Abrió los ojos—. Tenemos muy buenos motivos para formularle estas preguntas, profesor. Muy buenos motivos. ¿Quiere usted dejarme terminar?
McLeod había acabado por encender su cigarrillo. Cerró el encendedor y volvió a metérselo en el bolsillo.
—Tal vez —respondió amablemente—. Pero, antes, ¿puedo decir algo?
Jackson inhaló una buena provisión de aire, lo retuvo unos instantes en sus pulmones y luego lo exhaló con lentitud.
—Adelante —dijo.
—Gracias —ahora no había el menor sarcasmo en la voz de McLeod, sólo paciencia—. En primer lugar, y en lo que respecta a sus datos, diré que considero una impertinencia que venga usted en busca de información sin una explicación previa. No, Jackson, no diga nada. Hemos quedado en que podría hablar. Gracias. En segundo lugar, quiero dejar bien sentado que estoy enterado de los motivos por los cuales se me formulan esas preguntas.
"¿Ningún reacción, Mr. Jackson? ¿No cree usted lo que digo? Muy bien, permítame continuar.
"El día 12 de enero de 1990 me fue ofrecido un trabajo por determinados ciudadanos de la Civilización Galáctica. Aquellos ciudadanos de la Civilización Galáctica deseaban transportar un cargamento de animales terrestres a su propio planeta, Gelakin. No sabían apenas nada acerca de los cuidados y de la alimentación de los animales terrestres. Necesitaban un experto. Debieron haberse llevado a un verdadero experto: uno de los empleados del Zoo de Bronx, por ejemplo. No lo hicieron; prefirieron contratar a un zoólogo. Dado que la petición fue dirigida a América, fui escogido yo. Había otros siete hombres capaces de realizar aquel trabajo, pero fui escogido yo.
"De modo que me convertí en el primer terrestre que salía del Sistema Solar.
"Cuidé de los animales. Les enseñé a los galácticos a manejarlos y a alimentarlos. Cumplí con la tarea por la cual me pagaban, y debo confesar que fue un trabajo duro. Los galácticos no sabían absolutamente nada acerca de los elefantes, caballos, jirafas, gatos, perros, águilas o cualquier otra de las centenares de formas de vida terrestres que embarcaron en aquella nave.
"Todo aquello se llevó a cabo con la autorización del Gobierno de la Unión Terrestre.
"Regresé a la Tierra el diecisiete de julio de mil novecientos noventa y uno.
"Fui llevado inmediatamente al cuartel general de la U.B.I. y sometido a un riguroso interrogatorio. Luego fui sometido a otro interrogatorio, estando conectado a un polielectroencelógrafo. Después tuve que escuchar las mismas preguntas, encontrándome bajo los efectos de varias drogas... tomadas por separado o mezcladas. Se llegó a la conclusión de que yo no mentía ni había sido sometido a lo que se conoce por el nombre de "lavado de cerebro". Mis recuerdos eran exactos y completos.
"No conocía, y continúo ignorándolo, el emplazamiento del planeta Gelakin. La información no me fue negada por los galácticos; sencillamente, no pude comprender los términos que utilizaban. Lo único que puedo decir ahora —y lo único que pude decir entonces— es que Gelakin se encuentra a unos 3,5 kiloparsecs de distancia del Sol, en la dirección general de Sagitario.
—¿No sabe usted ahora algo más acerca de Gelakin que lo que sabía entonces? —inquirió Jackson súbitamente.
—Eso es lo que he dicho —replicó McLeod—. Y eso es lo que he querido decir. Permítame terminar.
"Mi trabajo fue remunerado espléndidamente con moneda galáctica. Los galácticos utilizan la palabra inglesa "crédito", pero no estoy seguro de que la palabra inglesa tenga el mismo significado que el vocablo galáctico. De todos modos, mis salarios, si puede dárseles ese nombre, fueron confiscados por el Gobierno de la Tierra; me entregaron su equivalencia en dólares americanos... tras haber deducido el ochenta por ciento de impuestos, desde luego. A fin de cuentas, me encontré con el mismo dinero que hubiera tenido quedándome en casa y cobrando mis salarios de la Universidad de Columbia y del Museo Americano de Historia Natural.
"Entonces decidí escribir un libro a fin de sacarle un poco de provecho a mi viaje. Interstellar Ark fue una obra que me produjo bastante dinero, ya que en la Tierra existe una gran curiosidad en lo que respecta a los galácticos. En el libro conté todo lo que sabía acerca de aquella gente. Y, puesto que el libro es del dominio público, me niego a contestar cualquier pregunta, ya que todo el mundo conoce las respuestas que puedo dar. No pretendo mostrarme testarudo; en realidad, estoy cansado y asqueado de todo este asunto.
De hecho, la popularidad que le habían reportado el viaje y el libro no complacía demasiado a McLeod. Nunca había tenido la apetencia de ser famoso, pero si la fama le hubiese llegado como consecuencia, de sus trabajos en el campo de la Zoología, hubiera aceptado la carga. Si su Ecología de las Regiones Polares Marcianas hubiese alcanzado una centésima parte del éxito que obtuvo Interstellar Ark, se hubiera sentido muy satisfecho. Ahora, todo aquel asunto estaba resultando fastidioso.
Jackson contempló su cuaderno de notas como si esperase ver en él respuestas, en vez de preguntas. Luego miró a McLeod.
—Bueno, profesor, vamos a hablar de la conversación de esta tarde. El tema de esa conversación no es del dominio público.
—Y, técnicamente, no es materia que le incumba a usted tampoco —dijo McLeod en tono cansado—. Pero, teniendo en cuenta que posee usted una cinta magnetofónica en la que está grabada totalmente la conversación, no veo la necesidad de que se moleste en interrogarme.
Jackson se mordió los labios y miró de soslayo a otro de los agentes, el cual enarcó ligeramente las cejas.
McLeod sonrió, complacido del desconcierto que revelaban aquellos gestos. Su piso estaba controlado, desde luego, pero el galáctico había conseguido neutralizar los instrumentos. Sin embargo, McLeod decidió que era preferible facilitar voluntariamente la información, antes de que le amenazaran con el Acta de Seguridad Planetaria. Sabía que aquella amenaza le pondría furioso y podría decir algo que le pusiera en un verdadero apuro.
No estaba mal fastidiar a Jackson hasta cierto punto, pero sería estúpido pasarse de la raya...
—Sin embargo —continuó McLeod—, dado que el asunto no es del dominio público, como usted dice, estoy dispuesto a contestar las preguntas que quiera hacerme.
—Háblenos del tema general de la conversación —dijo Jackson—. Si tengo que formularle alguna pregunta, lo haré..., ejem..., en el momento oportuno.
McLeod procuró explicar en pocas palabras lo que el galáctico deseaba. En realidad, había muy poco que contar. El galáctico pertenecía a una raza desconocida de McLeod: era un humanoide de piel roja —roja como el fuego, no amerindio— y rostro de facciones más bien agradables, comparadas con los rasgos acocodrilados de los habitantes de Gelakin, Se había presentado a sí mismo con un nombre impronunciable, y luego había explicado que, puesto que aquel nombre significaba "amable" o "misericordioso" en uno de los idiomas más antiguos de su planeta, se encontraría más en situación si McLeod le llamaba "Clement". Al cabo de unos instantes habían sido "Clem" y "Mac" el uno para el otro.
McLeod se dio cuenta de que Jackson no acababa de creer aquello. Los galácticos, cualquiera que fuese su raza, eran huraños, corteses, reservados y, a veces, fastidiosamente condescendientes. En fin, McLeod no podía evitar que Jackson opinara a su modo; lo importante era que él estaba diciendo la verdad.
Clem deseaba algo muy sencillo. Clem era una especie de agente literario. Al parecer, el sistema galáctico de editar libros no funcionaba como el sistema terrestre; Clem cobraba su comisión del editor en vez de cobrarla del autor, pero estaba considerado como un representante del autor, y no del editor. McLeod no había comprendido del todo cómo funcionaba aquello, pero no trató de profundizar en la materia. Había un montón de cosas que no comprendía acerca de los galácticos.
Lo único que Clem deseaba era actuar como agente de McLeod para la publicación de Interstellar Ark.
—¿Y qué le dijo usted? —preguntó Jackson.
—Le dije que deseaba meditar su proposición.
Jackson se inclinó hacia adelante.
—¿Cuánto dinero le ofreció? —preguntó ávidamente.
—No mucho —respondió McLeod—. Por eso le dije que quería pensarlo. Clem me habló del elevado coste del transporte, de la traducción, etc., y me ofreció la milésima parte del uno por ciento en concepto de derechos de autor.
Jackson parpadeó.
—¿La qué?
—La milésima parte del uno por ciento. Si el editor vende cien mil ejemplares a un crédito el ejemplar, me enviarán un cheque de un crédito.
Jackson resopló.
—Eso es una estafa.
—Clem dijo que era el porcentaje normal para los autores noveles.
Jackson sacudió la cabeza.
—Por el hecho de que carecemos de naves interestelares y estamos encerrados en nuestro propio sistema solar, nos tratan como si fuéramos unos ignorantes salvajes. Le están estafando a usted, no lo dude.
—Es posible —dijo McLeod—. Pero, si realmente quisieran estafarme, podrían hacer ediciones piratas de mi libro. Y yo no podría reclamar nada.
—Sí. Pero a fin de que no pueda decirse que faltan a la ética, nos echan un mendrugo. Y lo malo es que tenemos que aceptarlo. Usted aceptará, naturalmente.
Era más una orden que una pregunta.
—Le dije a Clem que quería pensarlo.
Jackson se puso en pie.
—Profesor McLeod, la raza humana necesita todos los créditos galácticos que puedan caer en sus manos. Tiene usted el deber de aceptar la oferta, por miserable que sea. No podemos escoger. Y un crédito galáctico vale diez dólares americanos, cuatro libras inglesas o cuarenta rublos soviéticos. Si vende usted cien mil ejemplares de su libro, podrá almorzar regiamente en un buen restaurante, y la Tierra dispondrá de otro crédito galáctico. Si la venta no alcanza esa cifra, no habrá perdido usted nada.
—Supongo que no —dijo McLeod lentamente. Sabía que el Gobierno podía obligarle a aceptar la oferta. Bajo el Acta de Seguridad Planetaria, el Gobierno tenía amplios poderes..., muy amplios.
—Bueno, mi misión ha terminado —dijo Jackson—. Sólo quería saber lo que acaba de contarme. Tendrá usted noticias nuestras, profesor McLeod.
—Estoy convencido de ello —dijo McLeod.
Los seis agentes desfilaron hacia la puerta.
Cuando se quedó solo, McLeod contempló fijamente la pared y meditó.
La Tierra necesitaba todos los créditos galácticos que pudiera conseguir; esto era cierto. La dificultad estaba en conseguirlos.
La Tierra no poseía absolutamente nada que los galácticos desearan. Bueno, tal vez sin el absolutamente, pero casi, casi. Desde luego, no existía ninguna base para el comercio. Para los galácticos, la Tierra era un diminuto e insignificante planeta. Nada de lo que se fabricaba en la Tierra tenía utilidad para los galácticos. Ninguno de los productos agrícolas terrestres era apreciado por ellos. Habían adquirido animales y plantas con miras científicas, pero los animales y plantas de la Tierra no tenían ningún valor desde el punto de vista comercial. El Gobierno había añadido unos cuantos créditos a sus magras reservas cuando los galácticos adquirieron los animales, pero la cifra era muy pequeña.
McLeod pensó en los nativos de Nueva Guinea y llegó a la conclusión de que, para los galácticos, la Tierra era una especie de Nueva Guinea. Con la excepción de que en Nueva Guinea se había encontrado oro. Los galácticos no tenían el menor interés en los minerales terrestres; les resultaba mucho más fácil conseguirlos en los cinturones de asteroides que casi todos los sistemas planetarios parecían tener.
Los galácticos no estaban interesados tampoco en civilizar a los bárbaros de la Tierra. No tenían bienhechores para "elevar el nivel cultural de los nativos". No eran dadivosos con nadie. Si los terrestres querían algo de ellos, debían pagarlo al contado.
Quince años antes, una nave galáctica había aterrizado en la Tierra. Al igual que los exploradores ingleses de los siglos XVIII y XIX, los galácticos parecieron creer en la necesidad de instalar a uno de sus representantes en un planeta recién descubierto, pero no demostraron el menor deseo de colonizar ni de apoderarse del Gobierno de la Tierra. El Residente galáctico no era en ningún sentido un Gobernador Real, y ni siquiera podía dársele el nombre de embajador. El Residente y su plana mayor —muy reducida y destinada a hacerle compañía más que a desempeñar alguna tarea— vivían apaciblemente en una casa que se habían construido en Hawai. Nadie sabía lo que hacían allí, y no parecía prudente preguntárselo.
El primer Residente galáctico fue asesinado a tiros por un fanático. No habían transcurrido veinticuatro horas cuando la Flota Espacial Galáctica —si es que podía dársele ese nombre— se presentó a reclamar el cadáver. No hubo reproches, ni represalias. Llegaron, "más apenados que furiosos", en busca del difunto. Se presentaron en una nave espacial que se hizo visible mucho antes de penetrar en la atmósfera: una esfera de tres kilómetros de diámetro. Los proyectiles dirigidos con cabezas termonucleares que fueron disparados para interceptar la nave quedaron destruidos en pleno recorrido, y ni los galácticos ni los terrestres volvieron a mencionarlos. Había sido la más impresionante exhibición de fuerza desplegada nunca sobre la Tierra, y los galácticos no habían amenazado a nadie. Sólo vinieron a recoger un cadáver. No hace falta decir que existían muy pocas posibilidades de que se vieran obligados a repetir la exhibición.
Los gobiernos nacionales de la Tierra se habían organizado apresuradamente en una Unión Terrestre. Con ciertas dificultades al principio, la Unión había terminado por adquirir estabilidad y fuerza. Lo primero que quiso el Gobierno de la Unión fue enviar un embajador al Gobierno Galáctico. El Residente galáctico había explicado cortésmente que su concepto del gobierno era distinto del terrestre, que los embajadores no tenían cabida en aquel concepto, y que, de todos modos, no había ninguna capital a la cual enviar un embajador. Sin embargo, si la Tierra deseaba enviar una especie de observador...
La Tierra lo deseaba.
Muy bien. Llegaron las tarifas del viaje. Naturalmente, dado que no existía ninguna nave de pasajeros que efectuara un servicio regular, habría que fletar una nave especial. Sería un poco caro, desde luego...
Si un salvaje de Nueva Guinea desea fletar un avión para trasladarse a Europa, ¿cuál será el importe del pasaje pagado con conchas?
Que McLeod supiera, su libro era la primera cosa producida en la Tierra por la que los galácticos demostraban un remoto interés. McLeod tenía una opinión más elevada que la de Jackson acerca de la ética de los galácticos, pero la milésima parte del uno por ciento no dejaba de parecerle un porcentaje muy bajo. Además, no acertaba a comprender qué interés podía tener su libro para un galáctico. Clem le había explicado que el libro daría a los galácticos una oportunidad de comprobar el aspecto que tenían a los ojos de un terrestre, pero el argumento no convenció a McLeod.
A pesar de todo, sabía que aceptaría la oferta de Clem.
Ocho meses más tarde, llegó una nave cargada de turistas galácticos. De momento, pareció que el problema que se le planteaba a la Tierra para conseguir créditos iba a quedar resuelto. El turismo ha sido siempre un excelente sistema para obtener dinero de otros países..., de un modo especial si el propio país es suficientemente pintoresco. Los turistas siempre tienen dinero, ¿no es cierto? Y lo gastan generosamente, ¿no es cierto?
No.
En aquel caso, no.
La Tierra no tenía nada que venderles a los turistas.
¿Han oído hablar alguna vez de los baluks? Los melanesios del sur del Pacífico los consideran un manjar exquisito. Se coge un huevo de pava, fertilizado, y se entierra en la cálida arena. Seis meses después, cuando ha "madurado", se desentierra, se rompe el cascarón por uno de los extremos, como si fuera un huevo pasado por agua, y se sorbe.
Baluks.
Ahora ya saben ustedes el efecto que les causaban a los galácticos las exquisiteces de los restaurantes de la Tierra.
La Tierra era demasiado pintoresca. Los turistas gozaban del paisaje, pero comían a bordo de su nave. Y no compraban nada. Se limitaban a mirar.
Y a reír.
Y, desde luego, lo único que todos deseaban era conocer al profesor John Hamis McLeod.
Cuando la noticia se extendió y fue conocida por la población de la Tierra, se produjo una inmediata reacción.
Editorial en Pravda:
"El estúpido libro escrito por el americano J. H. McLeod ha convertido a la Tierra en un motivo de risa para toda la galaxia. Su incapacidad para captar los más finos matices del Socialismo Galáctico ha hecho aparecer como imbéciles a todos los terrestres. Fue una verdadera lástima que no se escogiera a un zoólogo soviético para el viaje que efectuó McLeod; un hombre adecuadamente adiestrado en la comprensión de las fuerzas históricas del materialismo dialéctico se hubiera dado cuenta de que cualquier sociedad galáctica tiene que ser necesariamente un Estado Comunista, y lo hubiera interpretado así. La mente burguesa de McLeod ha hecho imposible para cualquier terrestre el asomarse a la libre sociedad socialista de la galaxia. Hasta que este asunto quede debidamente rectificado..."
Noticia aparecida en el Manchester Guardian:
"El profesor James H. McLeod, el zoólogo americano cuyo libro ha provocado, al parecer, una incontenible hilaridad en los círculos galácticos, ha declarado hoy que la Universidad de Columbia y el Museo Americano de Historia Natural han aceptado su dimisión. Los motivos de la dimisión se basan en la reciente declaración de un portavoz de la Universidad, afirmando que el profesor McLeod había "manchado para siempre el honor de los terrestres." (Véase Editorial.)
Editorial del Manchester Guardian:
"...Es una verdad incontestable el hecho de que un hombre considerado como gracioso sólo tiene que decir "Pásame la mantequilla" para que todo el mundo estalle en una carcajada. Sin embargo, el profesor McLeod, lejos de ser un hombre gracioso, parece encontrarse en la situación de un bufón de las Cortes Medievales, destinado a que se rieran de él, y no con él. En consecuencia, todos los terrestres han sido catalogados como bufones..."
Declaración de un senador americano por Alabama:
"Nos ha hecho aparecer a todos como asnos a los ojos de los galácticos, y en esta precaria época de la historia de la humanidad opino que tales actos constituyen una traición a la raza humana y a la Tierra, y deben ser considerados y juzgados en consecuencia."
Crítica de libros, Literary Checklist, de Helvar III, por Bomis Cluster:
"Interstellar Ark, la Galaxia vista por un terrestre, traducido del idioma original por Vonis Delf. Pr.: 5 créditos. Este pequeño volumen, nada caro, por cierto, es uno de los libros más divertidos que hemos leído. El autor, un tal John McLeod, es un miembro de una raza tipo 3-7B que habita en un planeta de los Bordes Exteriores... Como un ejemplo del humor inconsciente del libro, hemos escogido dos perlas al azar.
"Ésta:
"«Poco antes de despegar me acompañaron a mi alojamiento. El capitán Benarly me había asignado un espacioso camarote, amueblado casi con lujo. La cama era una de las más cómodas en que nunca había dormido.»
"O ésta:
"«Descubrí que los miembros de la tripulación se mostraban animosos y cooperantes, de un modo especial Nem Cronzel, el médico de la nave.»
"Auguramos un éxito fabuloso a esta pequeña joya, y no dudamos de que será una verdadera gallina de los huevos de oro para sus editores."
Todavía no me han colgado, pensó McLeod. Estaba sentado en su apartamento, solo, meditando en el desconcertante curso de los acontecimientos.
¿Cómo era posible que un libro hubiese levantado tanta polvareda? McLeod conocía la respuesta a esa pregunta. No se trataba del libro. Nadie, entre los que lo leyeron dos años antes, había dicho nada contra él.
No, no se trataba del libro. Se trataba de la reacción galáctica al libro. Sintiéndose ya inferior a causa de la actitud altanera de los seres de las estrellas, la risa homérica de aquellos mismos seres había colmado la medida. Y el hecho de que la risa hubiese sido provocada por un terrestre empeoraba las cosas. Contra un terrestre, su rabia estaba lejos de ser impotente.
Nadie comprendía por qué era divertido el libro. Lo jocoso se hallaba en los cerebros de aquellos seres, y esto ponía más furiosos aún a los seres humanos.
Recordó un párrafo de un libro que había leído en cierta ocasión. Un miembro de una tribu africana había sido, internado en un hospital blanco y describía su experiencia.
"El brujo doctor blanco se protege poniéndose un espejito redondo en la cabeza para rechazar a los malos espíritus." ¿Podía comprender aquel salvaje lo que había de humorístico en su observación? No. Aunque le hubieran explicado por qué el médico se ponía aquel espejo de aquel modo?
Y ahora, ¿qué?, pensó McLeod. Se había quedado sin empleo y su cuenta del banco disminuía en forma alarmante.
McLeod oyó girar una llave en la cerradura. La puerta se abrió de par en par y entró Jackson con su grupo de agentes del U.B.I.
—¡Eh! —protestó McLeod, poniéndose en pie de un salto—. ¿Qué procedimientos son éstos?
—Cierre el pico, McLeod —gruñó Jackson—. Póngase el abrigo. En el Cuartel General quieren verle.
McLeod estaba a punto de decir algo, pero terminó por callarse. Todo lo que dijera sería inútil. Nadie protestaría si sus derechos eran ignorados. Si salía de la aventura con los dientes rotos, lo más probable sería que concedieran una medalla a Jackson.
De modo que no dijo nada. Se limitó a cumplir las órdenes. Se puso el abrigo y acompañó a Jackson al enorme edificio del East River, construido originalmente como sede de las Naciones Unidas.
Le llevaron a una oficina y le hicieron sentar en una silla.
Alguien le mostró un papel.
—¡Firme esto!
—¿Qué es? —preguntó McLeod, tras un esfuerzo por encontrar su voz.
—Un recibo. Por dos mil dólares. Firme.
McLeod miró el papel, y luego levantó los ojos hacia el hombre que se lo había entregado.
- ¡Cincuenta mil créditos galácticos! ¿Qué significa esto?
—Son los derechos de autor del asqueroso libro que escribió usted. El Gobierno se queda con el noventa por ciento en calidad de impuestos. ¡Firme!
McLeod empujó el recibo a través del escritorio.
—No. No quiero firmar. Puede usted confiscar mi dinero. Supongo que no puedo impedirlo. Pero no sancionaré legalmente este atropello con mi firma. Ni siquiera he visto los dos mil dólares correspondientes a este recibo.
Jackson, que estaba detrás de McLeod, agarró su brazo y se lo retorció.
—¡Firme! —aulló.
Por consiguiente, McLeod acabó por firmar.
—¿Otra cerveza, Mac? —preguntó el camarero con una amistosa sonrisa.
—Sí, Leo; gracias.
McLeod empujó su vaso a través del mostrador con una mano y se rascó indolentemente la barba con los dedos de la otra. En esta vecindad nadie le hacía preguntas. La barba, que había tardado dos meses en crecer, desfiguraba su rostro, y su nombre era ahora el de McCaffery.
Estaba esperando. Le habían obligado a marcharse de su piso; nadie quería tener como vecino al despreciable McLeod. Además, se estaba quedando sin dinero. No había visto los dos mil dólares. "Los cobrará cuando el Banco Galáctico haga efectivo el cheque por sus derechos de autor", le habían dicho. De modo que estaba esperando.
No había ni que pensar en ocultarse. Imposible. El U.B.I. no tardaría en encontrarle. Para eludir a una eficiente organización policíaca, un hombre necesita amigos. Y John Hamis McLeod no tenía ningún amigo. "Jack McCaffery" los tenía, puesto que era un individuo agradable al que le resultaba fácil encontrar amigos cuando los necesitaba. Pero McLeod no se hacía ilusiones acerca de sus nuevos amigos. Si llegaban a sospechar que el viejo Jack McCaffery era en realidad el profesor McLeod, su actitud cambiaría radicalmente.
El U.B.I. podía encontrarle cuando quisiera. Y McLeod esperaba que sería pronto, porque sus últimos cien dólares se estaban evaporando.
Y, mientras esperaba, McLeod pensaba en aquellos cincuenta mil créditos galácticos.
La operación era sencilla. Para obtener cincuenta mil créditos por derechos de autor de un libro que se vendía a cinco créditos el ejemplar, al porcentaje de una milésima parte del uno por ciento, había que vender mil millones de ejemplares.
McLeod escribió las ecuaciones sobre el mostrador con la punta de un dedo húmedo, y luego las borró rápidamente.
Mil millones de ejemplares durante el primer año. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta?
¿Cuántos planetas había en la galaxia?
¿Cuántos habitantes en cada planeta?
Las comunicaciones, incluso a velocidades superiores a la luz, eran lentas. La galaxia era demasiado grande para ser medida por la mente humana... o incluso por la mente de un galáctico, sospechó McLeod.
¿Cómo se editaba un libro para el consumo de toda la galaxia? ¿Cuánto se tardaba en saturar el mercado de cada planeta? ¿Cuánto se tardaba en extender el libro de un planeta a otro? ¿Cuánta gente había en cada planeta dispuesta a comprar un buen libro? O, por lo menos, un libro divertido.
McLeod lo ignoraba, pero suponía que la cifra era enorme. McLeod era zoólogo, no astrónomo, pero había leído lo suficiente acerca de la astronomía para saber que sólo el número de planetas tipo Tierra —de acuerdo con los últimos cálculos— ascendía a decenas de millones, o centenares de millones. El...
Un hombre se sentó en el taburete contiguo al que ocupaba McLeod y dijo algo que interrumpió la cadena de pensamientos del zoólogo.
—Dame un trago, Leo —añadió el hombre en tono enfurecido.
—Desde luego, Peter —dijo el camarero—. ¿Qué es lo que pasa?
- Turistas -rezongó Peter—. Se pasan el tiempo mirándonos como si fuéramos monos del zoo. Hoy han llegado un montón de ellos. —Se tragó el whisky de un sorbo y dejó ruidosamente el vaso sobre el mostrador. Leo volvió a llenarlo inmediatamente—. Me parece que he pillado la gripe. No me extrañaría que la hubiesen traído esos tipos.
McLeod sonrió.
Y esperó.
Acabaron por ir a buscarle, tal como McLeod había supuesto.
Pero se presentaron antes de lo que McLeod había calculado. McLeod calculó que tardarían seis meses en presentarse, como mínimo. Y lo hicieron al final del tercer mes.
Era Jackson. Tenía que ser Jackson. Entró en la pequeña habitación alquilada por McLeod, seguido del inevitable grupo de agentes.
Sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó a McLeod.
—Una carta para usted, humorista. Ábrala.
McLeod se sentó en el borde de la cama y leyó la carta. El sobre ya había sido abierto, cosa que no le sorprendió.
La carta decía:
Querido Mac:
Tengo la satisfacción de informarle de que su libro Interstellar Ark ha tenido una favorable acogida y va en camino de convertirse en un auténtico best setter. Como ya sabrá usted a través de la liquidación de sus derechos de autor correspondientes al primer año, se han vendido mil millones de ejemplares. La venta aumentará en años sucesivos, a medida que se extienda la fama del libro. Naturalmente, nuestros servicios de propaganda trabajan activamente en su difusión.
Felicidades.
Hablando de derechos de autor, parece ser que existe alguna irregularidad en lo que respecta a los de usted. Lo lamento mucho, pero de acuerdo con las normas, el cheque debe ser ratificado en presencia del Residente galáctico antes de que pueda cobrarse. Su firma en el dorso no significa nada para nuestros banqueros.
Acuda al Residente galáctico, el cual se ocupará gustosamente de todos los trámites. El próximo cheque le llegará a usted muy en breve.
Le saluda cordialmente,
Clem.
Eso está mejor, pensó McLeod. No creía poder hacer nada hasta que llegara el próximo cheque. Pero, ahora...
Miró a Jackson.
—De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer?
—Venga con nosotros. Vamos a volar a Hawai, Póngase el abrigo y el sombrero.
McLeod obedeció en silencio. De momento, no podía hacer nada más. En realidad, no deseaba hacer nada más.
El Residente galáctico concedió inmediatamente audiencia a McLeod. Pero al ver que iba escoltado por Jackson y sus agentes, el grupo fue detenido ante la puerta principal.
El Residente, un ser muy alto, con un rostro de color grisáceo y una cabeza acocodrilada, a pesar de su forma humanoide, inquirió:
—¿Conducen ustedes a un detenido?
—Ejem..., no —dijo Jackson—. No. Se encuentra bajo custodia, simplemente.
—¿Ha sido encontrado culpable de algún delito?
—No —dijo Jackson, con voz insegura.
—Muy bien —dijo el Residente—. Un delincuente no puede utilizar los créditos de la sociedad hasta que se ha rehabilitado. —Hizo una breve pausa—. Entonces, ¿a qué obedece la custodia?
—Verá usted —dijo Jackson, escogiendo cuidadosamente las palabras—, hay mucha gente que opina que el profesor McLeod ha procedido de un modo desleal con la raza humana..., ejem..., la raza terrestre. Existen motivos para creer que su vida puede estar en peligro.
McLeod sonrió con ironía. Lo que Jackson decía era cierto, pero al mismo tiempo no dejaba de ser un equívoco.
—Comprendo —dijo el Residente—. No obstante, creo que lo más sencillo sería informar a la gente de que el profesor no ha procedido de ese modo; de que, en realidad, su obra ha aportado inmensos beneficios a su raza. Pero eso es asunto de ustedes. Y aquí, el profesor no está en peligro.
Jackson comprendió el sentido de aquellas palabras y supo que no le permitirían pasar más adelante.
—Con su permiso, señor Residente —intervino en aquel momento McLeod—, me gustaría que Mr. Jackson asistiera a nuestra entrevista.
El Residente galáctico sonrió.
—Desde luego, profesor. Pueden entrar los dos.
Nadie se molestó en registrarles, a pesar de que debían saber que Jackson llevaba un revólver. McLeod estaba convencido de que el revólver no serviría para nada si Jackson trataba de afirmar su autoridad con él. Si Clem pudo neutralizar los aparatos de escucha del U.B.I., era más que probable que el Residente galáctico estuviera en condiciones de anular las armas terrestres.
—Sólo hay que atender a unas cuantas formalidades —dijo el Residente en tono agradable, señalando unas sillas con un gesto.
McLeod y Jackson se sentaron, en tanto que el Residente se instalaba en el sillón de su escritorio. Sonrió levemente y miró a McLeod.
—Ejem... ¡Ah, sí! Muy bien.
Pareció que acabara de recibir alguna información sobre un tema desconocido a través de un ignorado conducto, pensó McLeod. Evidentemente era así, ya que a continuación dijo:
—Veo que no se encuentra usted bajo la influencia de ninguna droga ni está hipnotizado. Excelente, profesor. ¿Desea usted que el cheque se haga efectivo? —Hizo un breve ademán—. Sólo tiene que expresarlo. Sería difícil explicárselo, pero puedo asegurarle que la expresión de su voluntad, mientras esté sentado en esa silla, quedará impresa en el cheque y será el equivalente de una firma. Con la diferencia de que nadie podrá falsificarla.
—¿Puedo formular antes unas preguntas? —dijo McLeod.
—Desde luego, profesor. Estoy aquí para contestar a sus preguntas.
—Ese dinero... ¿está sometido a algún impuesto galáctico?
Si el Residente galáctico hubiese tenido cejas, es probable que las hubiera enarcado a causa de la sorpresa.
—¡Mi querido profesor! Aparte del hecho de que nosotros manejamos nuestros asuntos de..., ejem..., gobierno de un modo completamente distinto, consideraríamos inmoral desposeer a un hombre de parte del fruto de su trabajo. Le cobraré a usted cinco créditos por esta convalidación, puesto que le estoy prestando un servicio. Y el banco percibirá la décima parte del uno por ciento de la suma total, debido a las dificultades que entraña enviar dinero desde tan lejos. El resto es suyo, profesor.
Cincuenta y cinco créditos a descontar de cincuenta mil -pensó McLeod—. No está mal.
Y, en voz alta, preguntó:
—¿Podría, por ejemplo, abrir una cuenta en un banco o comprar un billete para un vuelo interestelar?
—¿Por qué no? Ya le he dicho que el dinero es suyo. Se lo ha ganado usted honradamente; puede gastárselo honradamente.
Jackson estaba mirando a McLeod, pero no dijo nada.
—Dígame, señor Residente —dijo McLeod—, ¿cómo calificaría el éxito de mi libro, comparándolo con el éxito de la mayor parte de los libros en la galaxia?
—De muy favorable —dijo el Residente—. El promedio de ingresos que proporciona un libro que se venda bien es de unos cinco mil créditos al año. Algunos producen incluso menos. No estoy demasiado familiarizado con el negocio editorial, desde luego, pero ésa es mi impresión. De acuerdo con los niveles galácticos, es usted un hombre muy rico, profesor. Cincuenta mil créditos al año son unos ingresos sustanciosos.
—¿Cincuenta mil al año?
—Sí, más o menos. Creo que en el negocio editorial pueden fijarse unos ingresos anuales que no varían mucho de los del primer año. Si un libro tiene éxito en una zona de la galaxia, tendrá el mismo éxito en las otras.
—¿Cuánto se tarda en saturar el mercado? —preguntó McLeod, impresionado.
—¿Saturar el...? ¡Oh! Comprendo. Sí. Vamos a ver. La mayoría de editoriales no pueden propagar y vender el libro en más de un millar de planetas a la vez: sería una tarea de gigantes. Eso significa que puede usted vender un millón de ejemplares por planeta. Ahora bien, si sus editores continúan extendiendo su libro a razón de un millar de planetas por año, su libro estará en circulación durante un siglo. En realidad, sus editores continuarán imprimiendo mil millones de ejemplares al año, equilibrando con las ventas en nuevos planetas el descenso que pueda introducirse en los planetas más... saturados. Mientras viva, profesor, tiene usted una fuente segura de ingresos.
—¿Qué hay acerca de mis herederos?
—¿Herederos? —El Residente galáctico parpadeó—. Temo que no le comprendo.
—Mis parientes. Alguien que heredera mis bienes después de mi muerte.
El Residente parecía desconcertado.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Durante cuánto tiempo seguirán cobrando los derechos de autor?
El desconcierto del Residente galáctico se desvaneció.
—¡Oh, mi querido profesor! No irá usted a creer que alguien puede..., ejem..., heredar dinero que no ha ganado. Los derechos de autor dejan de pagarse a la muerte de usted. Ni sus hijos ni su esposa han hecho nada para ganar ese dinero. ¿Por qué tendrían que continuar cobrándolo después de la muerte del que lo ganó? Si desea usted asegurarles alguna suma mientras viva, es cuenta suya; pero debe asegurársela con dinero que ya haya ganado.
—Entonces, ¿quién percibe ese dinero? —preguntó McLeod.
El aspecto del Residente galáctico se hizo pensativo.
—Bueno, el mejor modo de explicárselo sin entrar en detalles engorrosos será decir que pasa a manos de nuestro..., ejem..., gobierno. La palabra adecuada no es exactamente "Gobierno", ya que carecemos de él en el sentido que le dan ustedes. Digamos simplemente que el dinero pasa a un fondo común, y que con él se paga a los..., ejem..., funcionarios públicos como yo mismo.
McLeod tuvo una visión de un funcionario de la Corona Británica tratando de explicar a un indígena de Nueva Guinea a lo que se refería al decir que los impuestos van a la Corona. El indígena se preguntaría, probablemente, por qué motivo el Jefe de la Tribu inglesa tenía que llenarse el sombrero de monedas.
—Comprendo. ¿Y si me encarcelan por algún delito? —preguntó.
—Los pagos son suspendidos hasta que la..., ejem..., rehabilitación es completa. Es decir, hasta que la ley le declare libre.
—¿No hay otro motivo que pueda suspender los pagos?
—No, a menos que la casa editora quiebre, lo cual es muy improbable. Desde luego, un hombre que se encuentra bajo los efectos de una droga o de una influencia hipnótica no está considerado como legalmente responsable, y no puede efectuar ninguna transacción comercial mientras se halla en tal estado: los cheques son retenidos hasta que desaparece el impedimento.
—Comprendo —asintió McLeod.
Sabía perfectamente que no comprendía el funcionamiento de la civilización galáctica más de lo que un indígena comprende la civilización de la Gran Bretaña, pero también sabía que comprendía más de ella que Jackbon, por ejemplo. McLeod había sido capaz de barruntar algo de lo que el Residente había dicho.
—¿Podría hacerme el favor de abrir una cuenta a mi nombre en algún banco local? —preguntó McLeod.
—Sí, desde luego. En mi calidad de Residente, estoy autorizado a efectuar cualquier gestión de negocios que usted me encomiende. Mis honorarios son muy razonables. Creo que en este caso podríamos fijarlos en la vigésima parte del uno por ciento. Si ésta es su voluntad, me encargaré gustosamente de la gestión.
—¡En! —Jackson recobró el uso de la palabra—. ¡El Gobierno de la Unión Terrestre tiene algo que decir en ese asunto! ¡McLeod debe cuarenta y nueve mil créditos galácticos de impuestos!
Si el Residente galáctico quedó sorprendido por la insinuación de que el "gobierno" galáctico pudiera quedarse con dinero ganado por un hombre, la noticia de que el gobierno de la Tierra lo hacía no le sorprendió lo más mínimo.
—Si es así, estoy convencido de que el profesor McLeod es amante de la ley. Puede autorizar un cheque por esa suma, y el banco la pagará. No tenemos el menor deseo de entremeternos en las costumbres locales.
—Yo estoy seguro de que podré llegar a un acuerdo equitativo con las autoridades de la Tierra —dijo McLeod, poniéndose en pie—. Si hay algo que tenga que firmar...
—No, no. Ya ha expresado usted su voluntad. Gracias, profesor McLeod; ha sido un verdadero placer tratar con usted.
—Gracias. El placer ha sido mutuo. Vamos, Jackson. No debemos molestar más al Residente.
—Pero...
—¡Vamos, he dicho! Tengo que hablar unas palabras con usted —insistió McLeod.
Jackson comprendió que sería inútil tratar de seguir discutiendo con el Residente, y salió en compañía de McLeod. Tenía las mejillas encendidas de rabia. Subieron al automóvil acompañados por el grupo de agentes y se marcharon.
En cuanto se hubieron alejado de la Residencia, Jackson agarró a McLeod por las solapas de la americana.
—¡De acuerdo, humorista! ¿Qué es lo que se propone? ¿Empeorar las cosas para usted?
—Quíteme las manos de encima —replicó fríamente McLeod—. Si no se porta usted como es debido, conseguiré que le expulsen del cuerpo.
—¿Qué tonterías está diciendo? —inquirió Jackson. Pero soltó al profesor.
—Piense un poco, Jackson. El Gobierno no pondrá las manos sobre ese dinero a menos que yo lo permita. Como ya he dicho, podemos llegar a un acuerdo equitativo. A base de una cifra muy inferior al noventa y ocho por ciento de mis ganancias, créame.
—Si se niega usted a pagar... —empezó a decir Jackson.
—¿Qué van a hacer? ¿Meterme en la cárcel? —McLeod sacudió la cabeza—. Mientras yo esté en la cárcel no podrán tocar un centavo.
—Esperaremos —dijo Jackson—. Cuando lleve usted una temporadita en una celda, se avendrá a razones y firmará esos cheques.
—Su cerebro no funciona como es debido, Jackson. Para firmar un cheque, tengo que presentarme en casa del Residente. En cuanto me lleven a su presencia, autorizaré un cheque para pagar el importe del viaje a algún agradable planeta donde no existan los impuestos.
Jackson abrió la boca y volvió a cerrarla, con el ceño fruncido.
—Piénselo un poco, Jackson —continuó McLeod—. Nadie tocará ese dinero mío sin mi consentimiento. Ahora bien, se da el caso de que deseo ayudar a la Tierra; la raza humana me inspira cierta simpatía, a pesar de su inconcebible atraso con relación a los galácticos. Tenemos tantas posibilidades de convertirnos en personajes importantes dentro de la galaxia como los aborígenes australianos de convertirse en personajes importantes de la política mundial, pero unos cuantos millares de años de evolución pueden producir algún individuo que sea capaz de hacer algo. No estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es de que no permitiré que cuatro cabezotas se queden con mi dinero.
"Da la casualidad de que en estos momentos, y por una rara veleidad de la suerte, soy la única fuente de ingresos de la Tierra en lo que respecta a la galaxia. Desde luego, pueden encerrarme en la cárcel. Pueden matarme, si quieren. Pero eso no les dará el dinero. Soy la gallina de los huevos de oro. Pero no soy tan estúpido como para dejar que me levanten la cola para robármelos.
"La Tierra no tiene otra fuente de ingresos. Ninguna. Los turistas son escasos y apenas gastan nada. Mientras esté vivo y goce de buena salud, la Tierra tendrá un sustancioso ingreso de cincuenta mil créditos galácticos al año.
"La Tierra, he dicho. No el Gobierno, excepto indirectamente. Procuraré que mi dinero no sea confiscado.
McLeod tenía también otros planes, pero no consideró oportuno mencionárselos a Jackson.
—Si la conducta del Gobierno no me satisface, me limitaré a cortar la fuente de suministro. ¿Comprende, Jackson?
—Um-m-m —dijo Jackson.
Lo comprendía, no le gustaba, y no sabía cómo salir del atolladero.
—Una de las primeras cosas que vamos a hacer será iniciar una pequeña campaña de información —dijo McLeod—. No me gusta la idea de vivir en un planeta donde todo el mundo me odia, de modo que, tal como sugirió el Residente, procuraremos desvirtuar las acusaciones que han sido difundidas acerca de mí. Para ello, quiero hablar con alguien con un poco más de categoría dentro del Gobierno. Será mejor que me conduzca a la presencia del jefe del U.B.I. Él sabrá a quién tengo que dirigirme.
Jackson no había salido aún de su asombro, aunque parecía darse cuenta de que McLeod tenía todas las bazas en la mano.
—¿Cómo..., ejem..., qué decía usted, señor? —inquirió, emergiendo a medias de su estado de aturdimiento.
McLeod suspiró.
—Condúzcame a la presencia de su jefe —dijo, en tono paciente.