IV
Como era de esperar, las cosas estaban en orden. Buscaron a Martín hasta en los sitios más absurdos. Pero, ¿quién iba a suponer dónde y cómo hallarle? Al fin, cansados de hacer indagaciones, avisaron a la policía.
Más tarde, ella sólo pudo llegar a la misma conclusión: absurdo total.
Reunidos en el gran salón fumador, policías y empleados, director y secretaria, trataron de buscar una solución aceptable para el enigma. Pero, como es lógico, todas las hipótesis resultaron negativas.
Haldous, infatigable, barría cenizas y colillas con su maquinal adiestramiento para el orden y la limpieza.
La voz del inspector de policía sobresalía sobre el tono general del murmullo.
—Tiene que existir una explicación. Es imposible que ese hombre haya desaparecido como una nubecilla de polvo.
Haldous se detuvo en seco. La palabra «polvo» le hizo emitir un chirrido que obligó a todos a volver los ojos hacia él. Se aproximó el androide hasta las piernas de Deandrés y comenzó a empujarle.
—Creo que sabe algo —afirmó, aunque no demasiado convencido, pero dejándose llevar.
El inspector Mac y los dos subalternos le siguieron. Llegaron al sótano. Haldous levantó una alfombra puesta junto a la estrecha boca del vertedero general y señaló el montoncito de polvo gris acumulado allí.
—¡Maldito! —exclamó Deandrés—. ¿Para esta idiotez nos has traído? —Y levantó la pierna con ánimo de dar una patada al fiel androide—. ¿Cuándo me daré cuenta del hecho que sólo eres una tonta máquina?
—¿Qué ocurre? —preguntó el inspector Mac, mirando sobre el hombro de Deandrés.
—Nada. Le enseñé esta broma hace tiempo: meter basuras bajo las alfombras, y ahora un fallo en el circuito le ha hecho recordarla sin venir al caso. Vámonos.
Serían aproximadamente las cuatro de la mañana, cuando Haldous, actuando por rutina, se acercó al lugar donde Martín solía sentarse. Aún no habían puesto a otro... Un rayo de luz verde, surgiendo de algún punto en el aire, dio a Haldous en el centro de su bruñido cuerpo metálico, que al instante se tornó luminoso, luego poco a poco se apagó, disgregándose como un montón de hierro herrumbroso. Cuando Haldous II llegó al lugar, recogió rápidamente el cúmulo de polvo rojizo y lo transportó hasta el vertedero. Él no metió ni una mota bajo la alfombra.
El pasillo quedó desierto. Tenuemente iluminado por la autoluz de las paredes, tenía un aspecto fantasmal. Algo, una sustancia, una cosa transparente, se movía a lo largo del paso, llegaba del suelo al techo y rozaba los laterales; parecía agua, o un efecto así como esa reverberación de la atmósfera en los días de intenso calor de verano. La cosa abstracta avanzó hasta llegar a la pared del fondo, se detuvo un instante y luego atravesó el muro como lo haría un espíritu. Al otro lado del muro había una escalera. Al final de la escalera una gruesa puerta de acero y un hipersensible sistema de alarma contra robo. Al otro lado de la puerta de acero un botellón superblindado conteniendo cinco litros de petróleo, reliquia del pasado, que valía millones de créditos. La informa espectral no tuvo dificultad para llegar hasta allí. Y tal como la ameba se envuelve a su alimento, lo mismo hizo en torno a la bombona y, alzándola del suelo, desapareció con ella por donde había surgido.
Martín, Haldous y el Petróleo... Jamás nadie supo hallar una solución para el misterio.
Pero, a muchos años luz de la Agencia Comercial, millones de seres fantasmales revivieron gracias a cinco litros de petróleo bruto...