LA RUEDA
Lo primero que acudió a mi mente al abrir los ojos fue el asombro de estar vivo y de que mi nave no se hubiera pulverizado, sino que se hallara posada sobre el amplio espacio verde, apoyada en sus soportes de aterrizaje, señalando con el pico hacia lo alto, justo como es debido. ¡Pues Señor, habíamos aterrizado bien, aunque me fuera imposible comprender cómo lo había logrado!
Lo último que recordaba de antes del accidente (si es que podía llamarse accidente) era a mí mismo cumpliendo la misión de vigilancia en una zona aún poco conocida, en la región fronteriza al llamado Gran Abismo. De pronto, perdí el control de la nave y ésta comenzó a adquirir cada vez mayor velocidad, en forma incomprensible.
He debido de entrar en la zona de atracción de gravedad de algún planeta, me dije, inmediatamente, lo confieso avergonzado, también perdí el control de mí. El control de mis nervios y de mis movimientos. ¡Dios nos asista!, empecé a apretar botones sin ton ni son, deseando que fueran los de los cohetes de freno. De repente vi que una bola luminosa se precipitaba en línea recta hacia la aeronave; me tapé la cara con las manos y pedí a Dios que salvara mi vida.
Y sí había sido. Di gracias desde lo profundo y, después de emplear un buen rato en tratar de reorganizar un poco mi cabeza y reunir los fragmentos de mis pensamientos más recientes, empecé a analizar la situación. Yo estaba vivo, no cabía duda, pero no podía decir lo mismo de la nave. De nuevo empecé a pulsar botones y mandos, con ánimo de hacer una especie de lista de lo que funcionaba, pero pronto me convencí de que sería una tontería. Podía decirse que, aparte de la radio, poco había en buen uso.
La radio funcionaba, es cierto. Podía enviar a la Madre Tierra un mensaje; decir a mi base que había llegado no sabía cómo a un planeta ignorado, de una constelación desconocida que se hallaba en vaya usted a saber dónde: un mensaje clarísimo y esperanzador; si lograban dar conmigo se apuntarían un buen tanto.
Y como las posibilidades de salir de allí por mis propios medios eran nulas, mi única esperanza estaba en aquel planeta.
Eché una mirada por la ventanilla, lleno de un temor que se fue desvaneciendo a medida que contemplaba lo que me rodeaba.
La nave estaba en medio de un prado extraordinariamente verde y bien cuidado, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Aquí y allá, manchas más oscuras de macizos de árboles y otras, alegres y multicolores, de flores, aliviaban lo. que de otra forma hubiera sido monotonía. Sobre mí brillaba un cielo azul, exactamente igual que el nuestro, y del borde de la hierba se levantaban reverberaciones que desdibujaban el paisaje, como ocurre en la Madre Tierra cuando el vaho caliente del aire tiembla al borde del suelo.
¡Aire! ¡Dios mío, aire! Aquélla era la cuestión primordial. ¿Habría allí algo parecido al aire que respirábamos en la Tierra? Necesitaba aire por encima de todo, porque, aun suponiendo que la escafandra de mi traje espacial no fuera una baja más entre las muchas que se habían producido en la nave, sólo me significaría una autonomía de unas cuantas horas. Y luego, ¿qué?
¿Qué sería mejor: ponerse la escafandra y salir a investigar y estudiar las condiciones del planeta, amparado en la seguridad de que disponía, o salir a pecho descubierto a encararme de una vez con lo que me estuviera reservado? La duda era terrible, porque equivalía a buscar la muerte o esperarla, metido en una pecera de cristal, durante unas horas.
No me decidía por ninguna de las soluciones y seguía dándole vueltas al asunto cuando, a lo lejos, vi avanzar hacia mí un ser bípedo.
Aquélla era una complicación adicional. Nunca se sabe cómo van a recibirle a uno los indígenas de planetas ignotos. El ser que se iba acercando era un homínido a todas luces y llevaba una especie de túnica blanquísima; me tranquilicé un tanto, ya que no puede ser muy salvaje un ser vestido con tal pulcritud.
¡Santo Dios, qué homínido ni qué ocho cuartos! O me había vuelto loco o lo que avanzaba hacia mí era un hombre: un hombre hecho y derecho, exactamente igual que usted y que yo.
Siguió acercándose y, al llegar ante la portezuela de la nave, se paró. Anciano venerable: ésas fueron las palabras que acudieron a mi pensamiento. Ignoro la impresión que le causé, pero sospecho que debió de ser muy pobre, porque yo estaba completamente aturdido. Como quiera que fuese, guardó para sí su impresión; se inclinó haciendo con toda naturalidad un saludo perfecto, exacto, ni altanero ni servil, y dijo tranquilamente:
—Buenos días, señor. Bienvenido.
Entonces fue cuando me convencí de que había perdido el oremus para siempre; porque el hombre había hablado en mi lengua, en mi propio idioma: la Lingua Terrae que hablábamos todos en la Tierra. En las primeras décadas de la Era Postatómica, cuando la Tierra empezó a surgir penosamente de la cataclísmica Era de la Desolación y los hombres volvieron a salir de las cuevas, pálidos como gusanos, y se atrevieron a vivir una vez más bajo el sol, se reunieron los cabecillas de las tribus formadas por los sobrevivientes y llegaron al acuerdo heroico gracias al cual pudo el hombre hallarse a sí mismo de nuevo y seguir otra vez su camino. Los cabecillas de las tribus firmaron tratados de Paz. Unidad, Mutua Ayuda, etcétera y, merced a ellos, se llegó a la época dorada en que vivimos: la Edad de la Gran Paz y Entendimiento, época en que todo el planeta Tierra se regía bajo un solo gobierno y hablaba un solo idioma: la Lingua Terrae, que se había formado mezclando las palabras más bellas y expresivas de los anteriores idiomas.
Bueno, pues el hombrecillo que tenía ante mí me había hablado en Lingua Terrae; no salía de mi asombro y él, creyendo sin duda que no le había oído bien, repitió más alto:
—Buenos días, señor; sea usted bienvenido.
Y luego añadió:
—Puede salir de su cabina sin miedo; el aire es completamente respirable.
Puesto que estaba viviendo una pesadilla, la seguiría hasta el fin, me dije; ya veríamos cómo acababa todo si me despertaba. Abrí la portezuela y aspiré con fuerza, como una provocación. El aire puro fue como una caricia después del de mi nave, regenerado y regenerado mil veces; era como estrenar pulmones, y la sensación casi me emborrachó. Hice un esfuerzo y volví a lo que me interesaba. Pregunté:
—¿Es usted un hombre?
—Evidentemente.
—¿Cómo llegó aquí? ¿Cuándo?
—No llegué; nací aquí.
—¿Cuándo?
—Hace mucho, pero ¿importa eso?
—No. Lo que en realidad quiero decir es si sus padres llegaron aquí en alguna nave que se haya perdido en tiempos anteriores.
—Tampoco ellos llegaron; nacieron aquí. Y sus padres, y los de éstos, a su vez.
—O sea que éste es un planeta habitado por aborígenes... —Enrojecí y luego murmuré, por si las moscas—: Perdón, quiero decir...
Pero me interrumpió, riendo:
—Conozco exactamente el significado de la palabra aborigen y no veo en ello posibilidad siquiera de insulto, sino motivo de orgullo. Sí, soy aborigen de este planeta.
—¿Cómo se llama? El mío es el planeta Tierra.
El hombre se echó a reír de nuevo, alegremente:
—Bueno, teniendo en cuenta que "la Tierra" quiere decir "el suelo que nos cobija y sustenta", este planeta también se llama la Tierra, aunque nosotros empleemos otras sílabas para la misma idea; pero como lo que cuenta es la idea, ¿para qué emplear otras palabras?
¿Se percataría aquel hombre de mi aturdimiento y del lío que me estaba haciendo? Cambió de tono bruscamente y me invitó:
—¿Quiere usted que nos vayamos, señor? Nos espera un largo trecho.
Anduvimos en silencio un rato; luego, mi curiosidad volvió a asomar.
—¿Adonde vamos?
—¿Tiene miedo, señor? —replicó, sin contestar.
—No —titubeé.
—¿Prefiere quedarse aquí, en su nave inútil, donde no se podrá guarecer del frío cuando nuestra lumbrera se apague?
—¿Lumbrera?
Señaló un astro rojizo que brillaba, ya bastante bajo, en el cielo, y explicó, sonriendo:
—El sol.
—¿Le llaman así?
—¿Por qué no? ¿Prefiere quedarse, señor?
—No. Prefiero que me lleve a su ciudad, si es que tienen.
—Si los lugares donde se reúnen las gentes para convivir son ciudades, las tenemos.
¡Qué manera tan rara tenía de hablar! Me entendía perfectamente y su dicción era correcta, pero se escurría siempre hacia la evasiva, como si no quisiera hablar de sus cosas, y lo extraordinario era que sus evasivas no sonaban impertinentes ni inspiraban suspicacia; eran más bien una manera de ser completamente serena y objetiva. Anduve meditando un rato y por fin volví a mostrar mi curiosidad.
—¿Cómo sabe mi idioma?
—Lo aprendí, señor.
—No cabe duda —no pude evitar la ironía—. Lo que quiero saber es cómo lo aprendió.
—No es difícil; muchos de nosotros lo sabemos. Es un idioma puro y sencillo. Por otra parte, cuando una idea se forma nítidamente en la cabeza, los sonidos, cualesquiera que sean, que se empleen para expresarla, son claros e inteligibles.
Bueno, que me colgaran si él era claro e inteligible para mí. Y lo curioso era que sus evasivas, en lugar de irritarme, me tranquilizaban. No era, descubrí, que no quisiera contestar, sino que contestaba tan bien, no a la pregunta, sino al fondo que la originaba, que no había quien le entendiera.
Y de pronto recapacité en que llevábamos un buen rato andando pisando césped. Era una sensación agradabilísima y no cansaba nada al andar porque mi primera impresión de bien cuidado era cierta y aquella hierba cortada al tamaño preciso y con el grado justo de humedad era mullida de pisar y una delicia pura, pero yo era un ser civilizado y mi civismo se sobresaltó. No estaba bien no ir por el camino; hay que respetar las plantas.
—¿Por qué no vamos por el camino?
Me miró, asombrado.
—Pero seguimos nuestro camino, señor; vamos a la ciudad.
—Lo que quise decir es por qué no vamos por un sendero.
—Si sendero es la línea por la que vamos de un sitio a otro, por el sendero andamos, señor.
Renuncié. Seguiríamos yendo por la hierba, pateándola; después de todo, resultaba muy agradable y el césped no era mío.
¡Qué hombre tan raro! Era la imagen del comedimiento en su voz y sus ademanes. Me llamaba señor al final de cada frase y sin embargo ni una sola vez dio sensación de servilismo, ni siquiera de respeto. Era, simplemente, una cortesía, empleada, una vez más, en la justa medida. Tenía el don de permanecer en el fiel exacto.
Su sol estaba ya muy bajo, su ocaso era más rápido que el nuestro; los últimos rayos oblicuos eran de un vivo tono verdoso que, al reflejarse en el suelo y los árboles, hacían que todo pareciera uno y lo mismo. El verde uniforme del prado no se acababa nunca.
Pero no, se acababa; de pronto aparecieron sobre él manchas blancas y rojas de distintos tamaños, que maculaban la belleza del verde y le daban una nota alegre. No pude evitar mi sorpresa:
—¡Casas!
Mi acompañante se echó a reír a carcajadas francas y largas.
—Sí. Dondequiera que se hallen, como quiera que se llamen, los seres procuran defenderse y defender su intimidad.
Me sonrojé. El anciano no sólo había contestado a mi exclamación, sino que tradujo a palabras mis pensamientos; con la diferencia a su favor de que su traducción era mucho más clara que mi pensamiento, que no fue más que una ráfaga imprecisa.
Luego me di cuenta de que su carcajada había contestado a mi sorpresa de hombre orgulloso de su civilización, que la ve de pronto repetida donde no la espera. Y, sin embargo, en su tono no había ni rastro de ironía ni ofensa, sólo franca diversión, pura y simple.
Las casas cada vez estaban más cerca y eran más numerosas. Se repartían a lo largo en hileras, formando calles, o se ensanchaban a veces, formando plazas, pero lo que debía haber sido calzada y aceras seguía siendo césped. Todas las casas se hallaban separadas entre sí y disponían de lo que debían ser jardines, pues estaban cuajados de flores y había también muchos árboles, pero entre unas y otras no vi vallas ni nada que señalase separación alguna.
Como ya había caído la noche, una noche púrpura, sorprendente, las pocas personas con que nos cruzamos se dirigían presurosas a su destino, sin prestarnos gran atención, y los pocos que nos la prestaron no mostraron ni sorpresa ni recelo ante mi presencia; nos saludaron con el mismo ademán exquisito que me dedicó mi guía, y eso fue todo.
Mi amigo me hizo entrar en una de las casas, diciendo:
—Entre, señor; está en su casa.
Él mismo trajo algo de comer y luego me condujo a un dormitorio donde dormí de un tirón hasta que la luz del sol me dio en los ojos.
Cuando salí de la habitación el viejo estaba ya esperándome en la contigua; se levantó y me saludó con extraordinaria cordialidad.
—Buenos días, señor. ¿Descansaste bien? Deseo una vez más que te sientas como en tu casa.
No me chocó el tuteo porque yo ya le consideraba también como un amigo. Decidí mostrar que en la Tierra también sabíamos ser corteses:
—Buenos días tengas, anciano venerable. Me miró cálida y directamente a los ojos y murmuró: "Gracias", aunque pudiera ser que ni siquiera lo dijera, pero ambos nos entendimos muy bien y nuestro orgullo mutuo nos unió más.
—Dime, anciano —le pregunté mientras desayunábamos juntos—. ¿Cuál es tu nombre?
—La palabra con que me designan mis amigos tal vez no despertara ecos en tu mente. ¿Cuál es el nombre que tú me das?
—Marcus.
Lo respondí sin vacilar, ante mi propia estupefacción. Lo dije así, en latín, en primer lugar porque en la reunión de las tribus al final de la Era de la Desolación, se decidió que los nombres propios en la Tierra se darían siempre en latín —lengua llamada clásica en la balbuceante y primitiva cultura de la Era Preatómica— para evitar fricciones debidas a amores propios heridos, y luego porque esas dos sílabas fueron las que se me ocurrieron al instante.
—Marcus —repitió el viejo—. Ése es, exactamente, mi nombre.
—¿Te ofenden mis preguntas? ¿Por qué me contestas con evasivas?
Habló muy despacio, buscando las palabras.
—No me ofendo ni me evado; al contrario, busco contestarte con la más exacta verdad; pero ésta es varia, sutil; el más ligero matiz puede desvirtuarla y cambiarla en absoluto. Por eso espero a conocer tu pensamiento. Quiero emplear sólo tu verdad para que te resulte más clara, porque soy tu amigo.
Lo era. En días sucesivos me lo fue demostrando en su modo de desvivirse por mí. Estaba casado y tenía varios hijos e hijas, que en el acto fueron también mis amigos.
Todos, hombres y mujeres, en toda la ciudad, vestían las mismas túnicas cómodas, de distintos colores y tamaños. Las personas de edad hasta los pies, la gente joven hasta las rodillas, y los chiquillos cortísimas. A mí también me dieron una para sustituir a mi traje espacial, que maldito para lo que me servía. Al principio me sentí ridículo, pero cuando me acostumbré reconocí que era cornudísima.
Llevaba ya una semana en la ciudad y conocía a mucha gente y todos eran tan amables y cordiales como la familia de Marcus, que me había adoptado.
—Sí quieres, Yago —me dijo un día—, podemos hacer una casa para ti, a tu gusto. Pero mi deseo y el de todos los míos es que te quedes aquí, en calidad de hijo. ¿Qué prefieres?
—Indudablemente, quedarme contigo. ¿Qué haría en una casa para mí solo, Marcus? Además, que tendré que irme a la Tierra un día u otro y si me hicierais una casa os habría hecho trabajar en vano.
Así fue como me adoptaron, sin más, sin una palabra. Ni siquiera se hizo alusión a mi comentario de que algún día me iría. Pasaba el tiempo charlando con ellos, o escuchándoles cuando hablaban en su propio idioma; o paseando por la ciudad y entablando amistad literalmente con cualquiera, porque todos eran cordiales y abiertos y jamás vi el menor temor ni sombra de suspicacia; o pescando en el río cercano, en compañía de la menor de las hijas de mi amigo, una chica deliciosa que se llamaba, se lo llamé yo, Marcia.
Me chocó que entre sí hablaban poco a pesar de ser muy alegres y expresivos y de quererse mucho. Y, sin embargo, se entendían muy bien y a veces alguno hacía a otro un pequeño favor o atención sin que mediasen palabras. Su idioma, cuando lo empleaban, era extraordinariamente fluido y rápido y a veces se fundía en un sonido puramente musical. ¿Se entendían todos por una especie de telepatía? ¿Era posible, Señor, que una ciudad entera estuviera habitada por telépatas? ¿Tan adelantados eran? Pero no eran seres adelantados en modo alguno, señores, y eso es lo que no podía caber en mi cabeza de ser supercivilizado, orgulloso de su Civilización Técnica y Mecánica, capaz de vencer al tiempo y al espacio. Aquella gente tan simpática, cortés e inteligente, vivía, no obstante sus casas limpísimas y su ciudad tan cuidada, en el más puro y sencillo primitivismo. ¡Aquellas gentes ni siquiera conocían la rueda!
¡Y a pesar de no conocer ni la rueda, son seres superiores y conscientes de esa superioridad, aunque jamás alardean de ella!
"Aquí Yago M N 135, intentando conectar con la base M N en Tierra." "Aquí Yago M N 135 intentando conectar con la base M N en Tierra... Llegado arribada forzosa, planeta desconocido en Galaxia ídem, posiblemente cerca Gran Abismo. Imposible más detalles. Aparatos científicos nave destrozados..."
Aquella mañana, quince días después de mi llegada, le había pedido a Marcus que me acompañara a donde quedó mi nave, para intentar establecer contacto con Tierra. No sé cuánto tiempo llevaba intentándolo en vano, repitiendo vez tras vez el mensaje, sin recibir contestación. ¡Y sin embargo la radio funcionaba, estaba seguro! ¡Tenía que funcionar, no podía quedarme completamente aislado de mi tierra! De pronto, sentí que la mente se me nublaba de alegría. En el más allá, ¡Dios mío, exactamente en el más allá!, una voz tenuísima habló. Fue la más dulce música que oyera jamás.
Decía:
"Atención. Aquí base M N intentando comunicar con Yago 135. Recibimos su mensaje, muy poco claro y muy débilmente. ¿Dónde está usted? Su radiación es muy imperfecta y apenas le entendimos. Procure ampliar detalles. Intentaremos localizarle y enviar rescate. Procure mantener contacto con nosotros. No desespere. Suerte."
¡Me habían oído y sabían por lo menos que estaba vivo y solo, en no se sabe dónde! ¡Que Dios fuera loado!
Y entonces me entró una nostalgia inmensa de mi tierra, de sus enormes ciudades, no de casitas sueltas, sino de edificios de metal antirradiactivo; de nuestra Civilización, de nuestra Técnica, de nuestros conocimientos. ¡De todo!
Miré a Marcus con pena y un poco de rabia, lo confieso. Un hombre encantador, pero ignorante de nuestra magnífica civilización. Me encontraba encerrado en un planeta delicioso pero que no era el mío, entre unas gentes simpáticas e inteligentes, pero absurdamente primitivas e ignorantes, que tejían sus túnicas a mano y araban la tierra personalmente y cuyos medios de comunicación eran sus propios pies, descalzos la mayoría de las veces o, todo lo más, viajaban a lomos de muías.
¡Y un elevadísimo porcentaje de aquellas gentes hablaba mi propio idioma, la Lingua Terrae de la Era de la Supercivilización! Absurdo y monstruoso.
Y de pronto recapacité en que si eran tan inteligentes podía intentar civilizarles y que podía empezar a intentarlo ahora mismo. Mientras volvíamos a la ciudad inicié la primera lección:
—Dime, Marcus. ¿No se os ha ocurrido nunca pensar en abrir caminos? Ya sabes —no quise hablar de nuestros circuitos rodantes, pero por algo había que empezar—: sendas que van de un lugar a otro y no puede uno perderse.
—No hay miedo de que nos perdamos, no te preocupes.
—Pero no es eso sólo; las sendas se abren entre el césped y puede irse más de prisa.
—Si quitas el césped saldrán las piedras, que tienen aristas dolorosas.
—Se quitan las piedras, naturalmente.
—Y queda entonces la tierra, desnuda y áspera.
—Se alisa y se cubre con una capa de asfalto, o grava, o mil cosas distintas.
—Y dime tú, Yago. ¿Tus caminos de grava y esas cosas son tan cómodos de pisar y tan suaves como el césped?
—No, pero no se trata de eso...
—¿Y por qué no andar entonces por la hierba, que es tan grata?
¡Oh, Dios! ¿Cómo explicarle que porque eso era civilización y que el hombre no puede ir descalzo por la alfombra perfumada y dulce del césped, como un salvaje?
¿Cómo puede uno razonar con gentes que acaban por decir siempre: para qué, como si la razón suprema de la vida no fuera la Técnica y el Trabajo, en lugar de sólo el disfrute? El hijo mayor de Marcus. por ejemplo, era un gran aficionado a la pesca. Pescaba en el río peces moteados de oscuro, muy parecidos a las truchas y deliciosos por cierto. ¡Y los pescaba a mano! Ni el más inculto salvaje isleño de la oscura Era Preatómica vivía tan atrasado. Le dije un día:
—Si te vales de un gancho torcido y pinchas en él un insecto pescarás más peces.
—¿Y será tan delicioso como sentir al animal debatirse y temblar entre mis manos bajo el agua?
—No, tal vez no; pero pescarías más.
—¿Para qué?
Le hubiera pegado, pero perseveré.
—Podrías dárselos a tus amigos, por ejemplo.
—Ellos cogen también cuantos quieren.
—Alguno te los cambiaría tal vez —hablar de comprar sería tontería pura— por algo que te gustara. Fresas, por ejemplo.
—¡Pero yo puedo coger en los campos todas las fresas que quiera!
Era inútil; con todo ocurría lo mismo; aquellas gentes trabajaban, y se divertían incluso, lo justo para cubrir sus necesidades y el resto del día lo dedicaban a tumbarse al sol, contemplar el magnífico firmamento durante la noche, reírse como locos bajo las cataratas de lluvia si ésta caía y, en general, ser amables unos con otros, hacerse favores o hablar en aquel dulce idioma suyo, que acababa casi siempre como un cántico o un suspiro. Su principal ocupación era la de ser felices, despreciando la necesidad que siente el hombre de luchar encarnizadamente para crearse una civilización, y aquello resultaba indignante.
Sí; aquello era lo más indignante de todo: su falta de interés en adquirir nuevas luces. Y no sería porque no tuvieran a mano una buena fuente, porque aunque en mi viejo planeta yo no fuera más que un vulgar policía del espacio, comparado con ellos. mi sabiduría era infinita y podía enseñarle? cosas como para convertir aquella égloga en un país civilizado, lleno de ajetreo y lucha.
Si no fuera por aquella falta de interés, la vida sería un encanto, porque todos eran amabilísimos.
La ciudad no era grande y parecía un constante jardín. Las calles, si se podían llamar así, eran amplias; se distribuían en forma de rosa de los vientos e iban a converger en una inmensa plaza, en cuyo centro se elevaba un altísimo obelisco de algo absolutamente liso, parecido a mármol rosado, cuyo ápice casi se perdía de vista en lo alto. Cuando lo vi por primera vez pregunté inmediatamente qué era.
—Su historia se pierde en el tiempo. Lo levantaron las generaciones pasadas.
—¿Qué conmemora?
—Nada.
—¿Qué simboliza?
—Nada.
—¿Para qué está ahí entonces, señalando a lo alto?
—Para eso sólo. Para que los hombres miren al cielo.
Hay otros dos grupos de calles en estrella. Uno de ellos tiene en el centro otra plaza en la que se levanta un inmenso edificio liso y sin ventanas, al parecer de algo muy semejante a cristal traslúcido. La otra estrella va a desembocar en una tercera plaza, también con un edificio igual, aunque de dimensiones más modestas. Ambos edificios ostentaban en las puertas inscripciones ilegibles para mí; las puertas estaban siempre cerradas y eran como de acero o un metal así de brillante. Todo ello me tenía asombrado. ¿Cómo habían edificado mis encantadores pero ignorantes amigos aquellos monumentos? ¿Eran tal vez obras del pasado y me hallaba ante una raza en decadencia? No pedía sacar nada en limpio, porque todos los ciudadanos, incluso mis amigos, se sentían reacios a hablar de aquello, y cuando no podían eludir mis preguntas, contestaban, bajando la voz:
—No es bueno para ti, amigo.
"Atención. Aquí Base Interespacial M N al habla con Yago 135. Su búsqueda infructuosa por ahora, pero no desespere. Intente volver por sus medios e informe asimismo sobre posibilidad de instalar una colonia en ese planeta. Si es posible, capture algunos salvajes vivos, para su exhibición y estudio. Cierro."
¡Santo Dios! ¿Se habían vuelto locos en mi viejo planeta? ¡Salvajes! Una cosa es que fueran ignorantes en grado sumo y otra exhibirlos como a fieras. Me avergoncé sólo de pensar en que alguien pudiera adivinar el contenido del mensaje.
El clima (por entonces llevaba ya tres meses en el planeta) era como un verano tardío y Marcia y yo pasábamos gran parte del día paseando por los bosques, cogiendo bayas silvestres, montando a caballo a pelo o corriendo por los prados, detrás de algún animalillo.
Marcia tenía el pelo negro, los ojos claros y la piel color de miel clara y muy suave. Adivinaba siempre mi pensamiento, cosa que, por otra parte, parecía hacer todo el mundo en la ciudad, y se adelantaba siempre a hacerme cualquier pequeño favor: buscar agua fresca, por ejemplo, o sentarse bajo un copudo árbol, cuando estaba cansado, para dejarme apoyar la cabeza en sus piernas, escasamente cubiertas por la túnica corta. Otras veces dábamos grandes paseos con otros muchachos y chicas de la ciudad, y entonces el mundo se llenaba de risas y trinos; o me quedaba a charlar con Marcus, sentados ambos entre las flores de su jardín, al caer el día, contemplando las estrellas y hablando quedamente:
—Dime, Marcus, ¿hay otras ciudades en este planeta?
—Naturalmente. Más pequeñas que ésta, pero las hay.
—¿Puedo ir yo?
—Claro, si quieres.
—¿Tú vas alguna vez?
—Alguna vez.
—¿No sientes necesidad de saber de la gente de allá?
—Sé de ellos, Yago; nos comunicamos.
—¿Cómo?
—No es bueno para ti, aún.
—Marcus, dijiste que ésta era la ciudad principal.
—Sí.
—¿Tienen las otras ciudades los edificios altos de aquí?
—No.
—¿Por qué no me llevas a verlos algún día?
—Porque aún no es bueno para ti.
—Marcus, he observado que aunque no trabajas más allá de lo estrictamente necesario no eres un gandul. Aras lo justo los campos; cuando tienes suficiente fruto dejas de recogerlo; tu hijo sólo trae los peces que necesita; tu mujer sólo teje la tela que hace falta, y el resto del día os sentáis, cerráis los ojos y ni siquiera habláis. ¡Y ésa parece vuestra principal obligación! ¿Qué hacéis?
—Pensar.
—Sí, claro; yo también pienso, pero no tanto tiempo. ¿Y en qué?
—Ya lo sabrás.
—Marcus, he estado pensando. ¿Por qué haría Dios este planeta tan parecido al nuestro? Es totalmente una réplica.
—¿Réplica? ¿Puede Dios repetirse? ¿No será sencillamente que a las mismas causas obedecen efectos idénticos?
¡Causas y efectos! ¿Cuál era la solución de aquellos misterios? Cada vez estaba más convencido de que la explicación estaba en aquellos edificios cerrados herméticamente.
Un día ocurrió algo extraordinario. Cuando pasaba por delante de uno de los edificios, un hombre hizo ademán de entrar; se llegó hasta la puerta y ésta se abrió de par en par, el hombre entró y las puertas quedaron abiertas. Como estaba solo, me dije que había llegado el momento y fui hacia la entrada sin vacilar. La puerta se cerró sin el menor ruido ante mis propias narices; me alejé mohíno y cuál no sería mi asombro al ver que la puerta se abría. Me enfureció la sensación de que alguien me estaba tomando el pelo y volví a avanzar, pero la puerta se cerró otra vez. Un chiquillo que pásala me dijo, como se habla a un niño:
—No pruebes, señor; ¿no ves que es inútil?
—Antes ha entrado un hombre.
—Sí, claro, señor.
—¿Por qué ha podido entrar él?
—Porque para él era bueno.
—¿Y por qué no puedo hacerlo yo?
—Porque no es bueno para ti, señor.
Me sentía furioso y le hubiera pegado. ¿Qué sabía nadie lo que era bueno para mí? Tercamente volvía a intentar entrar en el edificio. En cuanto me acercaba a cierta distancia, la puerta se cerraba indefectiblemente.
Células fotoeléctricas. ¡Células fotoeléctricas, gran Dios! En aquel país que se hallaba prácticamente a la altura de los mayas, había puertas que se abrían y se cerraban gracias a células fotoeléctricas, que poseían, además, un resorte que les permitía la discriminación y selección. La cabeza empezó a darme vueltas. Decidí no hablar de ello a Marcus, porque presentí que si, igual que el niño, me decía que aquello no era bueno para mí, iba a haber un asesinato en el planeta.
Lo que tenía que hacer era informar a mis superiores, porque mi descubrimiento podía ser trascendental, revolucionario. Puse en seguida manos a la obra, enviando un mensaje de estilo telegráfico, para ahorrar energía en lo posible:
"Aquí Yago M N 135 hablando a base M N. Hallazgo sensacional. Aborigen posible culto épocas pretéritas. Descubrimiento interés arqueológico..."
Me interrumpieron bruscamente, sin ahorrar energía ellos.
"Déjese de estudios arqueológicos e informe a la mayor brevedad sobre las posibilidades de instalar una colonia en ese planeta. Si no informa más claramente sobre su situación no se le podrá rescatar y se le acusará, posiblemente, de negligencia. Urge sobre todo saber las posibilidades de instalarse allí; estamos en situación crítica. Ha habido una gran sequía que agostó las cosechas y luego inundaciones en la provincia de la India amenazan con dar al traste con el resto. Nos hallamos ante un peligro de Hambre Universal, porque los cultivos hidropónicos son insuficientes y en algunas provincias los han descuidado criminalmente. Una posible solución sería su planeta. Informe."
¡Informe! ¡Qué fácil era decirlo! Sólo sabía que aquél era un lugar delicioso, sin hambres, inundaciones, cultivos hidropónicos, ni nada. Ignoraba dónde estaba, porque no poseía ningún aparato científico, e incluso el cielo era distinto del mío. ¿Qué podía hacer? ¿Negligencia? ¡Que se fueran al diablo! ¿No acababa de informarles de mi descubrimiento arqueológico?
Aquello me llevó a pensar de nuevo en los edificios. Era seguro que las inscripciones que había sobre la puerta eran letras, de donde se desprendía que lo que procedía antes que nada era aprender el idioma.
Se lo dije a Marcus una noche, bajo el cielo púrpura:
—Marcus, anciano venerable, ¿te importaría enseñarme tu lengua?
Me miró a los ojos con una intensidad que comprendía que seguía mi pensamiento hasta su última senda. Luego dijo:
—Sí, ya es tiempo. Te lo enseñaré si tú quieres.
No era muy difícil, y al principio adelanté con gran rapidez y lo hallé simple y primitivo a no poder más, como los seres que lo hablaban. Pero luego, a medida que avanzaba, observé que sólo era sencillo en apariencia, en su estructura externa; en el fondo resultaba bastante más complicado, porque tenía miles de matices distintos y, según el énfasis o el ritmo de las palabras, cambiaban por completo de sentido. En ocasiones se interrumpían las voces o se les daba distinta inflexión, que podía fundirse al final en una especie de canto melodioso que hacía que me desesperase, porque jamás lograría gorjear como ellos.
—¡Los hombres no pueden contentarse con piar como los pájaros! ¿Comprendes, Marcus? —me enfadaba.
—¿No pueden? Ya te dije en una ocasión que cuando una idea se forma limpiamente en la mente cualquier sonido que la exprese es válido.
—Bueno, eso es transmisión de pensamiento, telepatía.
Pero, ¿cómo podéis estar absolutamente seguros de que no os equivocáis al interpretarlo?
—Dime, Yago, hijo. Tu planeta girará en torno a algún sol, ¿no?
—Naturalmente; de uno.
—Bien. ¿Quién le dijo con palabras que lo hiciera? ¿Necesitó alguna vez de sonidos para no errar su camino?
Una explicación preciosa, que no llevaba a nada práctico. ¿De modo que en esas lucubraciones se entretenía cuando miraba al cielo, holgazaneando? Desde entonces me dediqué con más ahínco a estudiar el idioma y no tardé en comprenderlo correctamente.
Entonces fui a visitar los edificios misteriosos. En uno, el de menores dimensiones, los caracteres rezaban: "Gran Dispensador del Bien"
Y en el mayor: "Gran Prevención del Mal"
El asombro no me cabía en el cuerpo. Aquellos dos edificios venían a ser la sede del gobierno y la policía. Desde el interior de uno de ellos se impartían órdenes sin palabras que se obedecían, por lo visto, indefectiblemente, "como la Tierra gira en torno al Sol".
Y si alguien se desmandaba a pesar de todo, supongo que en "La Gran Prevención del Mal" se encargarían de él.
¡Santo Dios! ¿Qué cosas horribles ocurrirían tras aquellos muros infranqueables, defendidos por células inteligentes, capaces de seleccionar?
"Base M N hablando a Yago M N 135. Las altas esferas indignadas con su extraño proceder y negligencia. Se le ordena informar urgentemente. Nos hallamos en un caso extremo; a las víctimas habidas por el hambre hay que añadir las ocasionadas por el frío, que amenaza con destruir las regiones alejadas de los trópicos. Tenemos grandes contingentes preparados para ser enviados a su planeta en cuanto sea posible."
Me indigné. ¿Cómo podían ser tan locos como para organizar contingentes para venirse a no sabían dónde? Muy mal tenía que estar la vieja Madre Tierra para cometer esa especie de suicidio. ¡El frío! ¿Empezaba, como decían, a helarse la costra del planeta? ¡Pobre Madre Tierra! Aquí, en cambio, el clima era una pura delicia. Marcia me había dicho que siempre era así sobre poco más o menos, porque su sistema constaba de dos soles y cuando se alejaban de uno se acercaban al otro. La única diferencia, al parecer, era que el cielo, de noche, se teñía de violeta en lugar de ser púrpura; por lo demás, todo era igual; después de una primavera y verano, venía la primavera y verano del otro sol y la tierra daba sus frutos por dos veces y las gentes podían dedicarse tranquilamente a disfrutar de su paraíso, procurando, me dije, obedecer al Gran Dispensador del Bien y no caer en las garras del Perseguidor del Mal.
Aquello me trajo a la memoria que debía actuar, y en un arranque me fui al edificio que estaba más cerca.
"Gran Prevención del Mal", leí. El miedo, lo confieso, hizo que las letras temblaran. La puerta estaba abierta y me dirigí a ella sin vacilar. Creo que si algún chiquillo me hubiera dicho algo sobre "mi bien" se hubiera producido una baja en el censo, pero nadie me dijo nada ni las puertas se cerraron.
Me hallé en un inmenso vestíbulo de mármol al que daban cuatro puertas, tres de las cuales se cerraron al entrar yo. Sobre ellas se leía:
Sobre la cuarta leí:
Puesto que sólo se me permitía visitar el museo, lo haría; no puede haber mal en instruirse. La entrada daba a otro vestíbulo con otras tantas puertas. No había ventanas, a pesar de lo cual había luz y el aire no parecía cargado. Aquellas gentes serían ignorantes, pero en cuanto a edificar, y vaya usted a saber cómo, nos daban sopas con honda. Además de las puertas había una lápida negra llena de caracteres, que leí:
"El Hombre fue creado con el solo designio de procurar ser feliz e ir luego al Seno de su Hacedor para ser verdaderamente feliz para siempre.
"Se le dio para ello una inteligencia, pero, ¡ay!, esa inteligencia en ocasiones se cegó, fue por el camino del mal y creó monstruos. Pero otras veces anduvo por el camino del bien y, siendo feliz, creó obras bellas.
"He aquí lo bello y lo monstruoso que hizo."
Sobre las puertas se leía:
"Historia." "Arte." "Literatura." "Males de la Humanidad."
Mi sentido morboso me llevó a empezar la investigación por la última puerta. Me llevaba a una sala tapizada absolutamente en rojo y completamente vacía, a excepción de un pedestal negro que sostenía algo blanco de forma circular. Una inscripción en el pedestal decía:
"La Rueda. Primer invento del Hombre. Causa remota y principal de casi todos los males acaecidos a la Humanidad."
Un segundo después estaba en la plaza, borracho de pasmo, intentando asimilar aquella monstruosidad: los habitantes del planeta conocían la rueda y seguramente una civilización bastante aceptable, y execraban de ella, considerándola mal. La cabeza me daba vueltas. Al llegar a casa, sólo dije, afirmando:
—Y tú lo sabías, Marcus.
—Lo sabía, Yago, hijo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Sólo se puede hablar de lo que el interlocutor es capaz de comprender.
—¿Y crees que no puedo comprender mi propia civilización?
La telepatía de aquellas gentes funcionó de maravilla una vez más. Marcia entró sonriente, con los ojos más bellos del mundo mirándome con cariño, y me invitó a ir con ella a bañarnos al río. Cuando me sentí en el agua tibia, rozando al nadar el suave cuerpo de Marcia, y cuando ésta salió del río con la túnica mojada pegada a su juvenil figura, mandé al diablo el Museo del Mal y cuanto contuviera.
Pero luego, en días consecutivos, volvía a pensar en él mil veces y a visitarlo otras tantas. Iba directamente al Museo del Mal y allí, en distintas salas, estaban todos los descubrimientos e inventos del hombre que hayan producido una calamidad u otra.;Dios mío, TODOS han producido calamidades! Mudo de asombro, fui avanzando en el tiempo, desde la rueda; seguían hachas, flechas, dagas, pólvora, galeras, ferrocarriles... ¡para qué seguir! Con decir que hasta la inofensiva máquina de escribir: "Galera de galeotes en el siglo XX" estaba representada. En lugares de honor, igual que la rueda, estaban expuestos inventos excepcionalmente atroces, que marcan un hito. Así vi la primera bomba atómica: "Arrojada en un lugar llamado Japón. Redujo a cenizas el noventa por ciento de la población." Y la de cobalto, que: "Al estallar en cadena el año 97 de la Era Postatómica, convirtió el planeta en un horno, dando lugar a la Era de la Desolación."
Venían luego los inventos de mi propia época, los cuales me resisto a considerar monstruosos, pues todo el mundo conoce su magnífica eficacia, y de pronto me quedé turulato, porque ante mis ojos tenía mi nave espacial. Mi propia nave, que se hallaba despachurrada sobre el césped, sólo que ante mí la tenía nueva y flamante, con todos sus aparatos en perfecto funcionamiento al parecer, a menos que fueran de pega. Renuncié a leer el letrerito injurioso que había al pie y salí del museo dando tumbos.
Si no hubiera sido por la tranquila comprensión y la paciencia de Marcus y la alegría y belleza de Marcia, no sé lo que hubiera sido de mí.
Cuando empecé a serenarme se me apareció claramente que mi deber era informar a la Tierra, aunque me sintiera ya muy alejado de ella. Cuando fui a hacerlo, interrumpieron mi mensaje, como siempre, porque, por lo visto, sólo les interesaban sus cosas, y me dijeron:
"Escuche bien, Yago M N 135. Nos encontramos en una situación de extrema urgencia. Las tribus de las provincias de Manchuria, Albión y África se han sublevado a causa del hambre y amenazan con una guerra total que podría ser la última. Necesitamos enviar gente a su planeta en previsión de una nueva Era de Desolación. Díganos urgentemente su situación si no quiere ser juzgado en rebeldía."
Dije una palabrota y cerré la conexión. ¿Qué me importaba a mí lo que pudiera ocurrir en un planeta envejecido, allá no se sabe dónde? Anduve enfurecido, pero a medida que avanzaba por el césped me fui tranquilizando, con la sensación de que la tierra que pisaba era la mía.
Me hallé de pronto ante el edificio del Gran Dispensador del Bien. La puerta estaba abierta y entré sin vacilar. Ante mí se extendía un pasillo y varias habitaciones, en las cuales gentes jóvenes o viejas estaban charlando tranquilamente, o en meditación. Nadie me dijo nada y algunos me sonrieron; las puertas se abrían ante mí como obedeciendo a un impulso y yo avanzaba sin el menor temor. Cuando llegué a una habitación iluminada por claridad diáfana, una voz me dijo:
—Bien venido, Yago, amigo; siéntate a mi lado.
Un hombre de expresión benévola me sonreía, invitándome.
Uno siempre espera encontrar cierta forma de boato en torno a los jefes, pero a pesar de que nada absolutamente distinguía al anciano de cualquier otro, algo, una luz interior tal vez, me hizo comprender que estaba ante el Gran Dispensador del Bien en persona. No hablé palabra, pero él contestó a mi pensamiento:
—¿Qué te asombra, Yago? Un hombre es igual a otro y yo no soy más que un eslabón en una larga cadena que se pierde en el tiempo y se proyectará adelante, en el tiempo.
—Dime, anciano. Tú tienes poder y sabiduría, basta verte. Sabes que he visitado frecuentemente vuestro Museo y no llego a comprender nada. ¿Cómo es posible que siendo de otro planeta seáis iguales a nosotros? ¿Cómo conocéis nuestra civilización y cómo, sobre todo, conociéndola, pudiendo adoptarla para vivir mejor, la despreciáis?
—En tus preguntas se encierra toda nuestra historia.
»Yago. ¿Qué importan los planetas y las distancias si, como creo que te dijo Marcus, a las mismas causas obedecen idénticos efectos? ¿Y cómo podríamos dejar de ser iguales si imagen y semejanza del Hacedor sólo puede haber una? ¿Quién de nosotros fue primero? ¿Crees que importa, Yago? Y tal vez fuéramos unos. La mente, Yago, es algo prodigioso, capaz absolutamente de todo. No descansa jamás y tiende siempre a crear, a ir más allá, a vencer; ésa fue la fuerza que os empujó a vosotros. Pero también puede detenerse a pensar, a meditar; el pensamiento puede ser sutil e inaprensible, pero una vez dominado convenientemente se convierte en un aparato de precisión infalible, un aparato de radio, por ejemplo, y mucho más potente que todos los vuestros, creados por él, en resumen. Cada pensamiento, cada imagen que se forma en el cerebro origina una onda que se proyecta en el espacio y en el tiempo y puede ser captada por un aparato receptor suficientemente capaz y que no es más que otro cerebro. Nuestros antepasados descubrieron esto hace, ¿cuánto tiempo? El ejercicio y la práctica constante de la transmisión y recepción del pensamiento desarrolla —ha desarrollado desde siempre— el cerebro, poniendo en funcionamiento partes que en vosotros permanecen dormidas, en potencia, sin desenvolver, porque, embriagados por el relumbrón de los aparatos científicos y las conquistas brillantes de la técnica, sólo habéis hecho avanzar a vuestras mentes en una dirección.
»Nuestro campo de acción crecía y un día supimos que podíamos comunicar con otros seres, vosotros, a pesar de ellos; podíamos conocer la más leve partícula de vuestros pensamientos. Os conocíamos por completo.
»Y vieron los antiguos que os afanabais penosamente en inventar, construir, crear cosas y sólo cosas, descuidando lo importante: ¡ser felices!
»¿De qué servía aquello?, decían los sabios. ¿Para qué quieren la rueda, que sólo les va a servir para transportar cargas diez veces mayores, cien veces mayores, cada vez mayores y más de prisa, agobiados por su peso? Construíais máquinas cada vez más rápidas que hacían vuestro trabajo en menos tiempo. ¡Y el tiempo que así os sobraba lo empleabais en fabricar nuevas máquinas que anduvieran más de prisa y os ahorraran más tiempo! ¡Y jamás, jamás, os salíais de esa cadena para deteneros un momento a oler una flor! ¿No es monstruoso?
»Hacíais cosas buenas, maravillosas, magníficas, ¡cómo yo!, pero la inmensa mayoría del tiempo —la inmensa mayoría del tiempo, fíjate bien, Yago— erais desgraciados. Y la felicidad estaba allí, a vuestro alcance, sólo con conocerla. Si Newton se hubiera comido la manzana, por ejemplo, disfrutando de su pulpa, si Papin hubiera compuesto una sinfonía al compás de las burbujas de su marmita, ¡cuánto más felices podíais haber sido todos!
»Nuestros padres se dijeron que puesto que éramos unos podíamos obrar igual y, en consecuencia, decidieron escarmentar en vuestra cabeza. Desearon que la humanidad nuestra fuera feliz y eliminaron cuanto pudiera estorbarlo. Nos enseñaron con la mente a huir de la ambición, la vanidad, la avaricia..., ¡de la tontería, en una palabra!; de todo cuanto impide ser tranquilamente feliz y gozar sin trabas y sin daño del mundo maravilloso que se nos ha dado.
»De vosotros lo tomamos todo. Lo bueno, para gozarlo. Sé que tú sólo te has dejado llevar por la curiosidad del Museo del Mal, pero visita las otras salas y verás todos vuestros músicos, oirás sus melodías; verás los cuadros de vuestros pintores; las obras de vuestros poetas las conocemos todos, y cuantos pensamientos profundos, bellos o felices se producen en vuestras mentes los hacemos llegar a los nuestros, para que los disfruten.
»Lo malo lo eliminamos y lo exponemos como algo nocivo, para escarmiento; ya lo has visto.
—¿Y conseguís que obedezcan todos?
—Claro; la inteligencia desea instintivamente el bien, y eso ayuda.
—Sin embargo, alguno habrá que yerre.
—Sí, cierto, pero le convencemos en más o menos tiempo.
—¿Empleando qué clase de razones? —Mi voz tuvo un deje mordaz. A saber qué tormentos emplearían bajo las puertas que aún se me resistían.
—Ningún sufrimiento, créeme; sería una contradicción; solamente sostenemos conversaciones con el individuo y le convencemos de que lo que realmente importa es ser feliz; le convencemos de que no debe, no puede dejar de serlo.
—¿Hipnotismo?
—Podríamos, puesto que la hipnosis pertenece al reino de la mente y dominamos ese terreno, pero no hace falta.
—¿Entonces?
—Evidencia. Dime, Yago, tú, cuya mente es tan práctica, ¿no te convencería la evidencia de que a mayor rendimiento mayor producción?
—Claro.
—Bien. Nosotros les convencemos de que la bondad no puede dejar de ser buena.
—Dime, Gran Dispensador del Bien —dije un momento después—. ¿Sabías que llegaría aquí, antes de venir?
—No. ¿Cómo podía saberlo si tú lo ignorabas? Si no estaba en tu mente, tu pensamiento no lo detectaba. Sólo puedes decirnos lo que sabes.
—¿Fue, así, una sorpresa?
—Sí.
—¿Cómo, entonces, vino Marcus a buscarme?
—En cuanto llegaste, tu terror nos transmitió sus ondas.
—¿Os preocupasteis?
—¿Preocupa un pobre ser aterrado? Supimos en seguida que no había por qué.
—Y si hubiera habido, ¿qué habríais hecho? ¿Me habríais matado?
—No; eso sería monstruoso. Una aberración.
—¿Me hubierais dejado libre, como ahora?
—Sí.
—Y si hubiera deseado transmitir información a mi planeta, ¿me habríais dejado?
—Dime, Yago. ¿Sería eso deseable para nosotros?
Pensé en la peste, el hambre, las revoluciones y el contingente que preparaban, y bajé la cabeza, avergonzado, al contestar:
—No.
El anciano no dijo nada y yo comprendí en el fondo de mi alma que nunca sentiría deseos de informar a mi viejo planeta.
Otras muchas veces vi al Gran Dispensador del Bien. Nuestras conversaciones eran largas e interesantísimas, por lo menos para mí, que bebía las palabras del anciano, pendiente materialmente de ellas. La segunda primavera había llegado y estaba en todo su esplendor. Marcia me llevaba a pasar casi todo el día nadando en el río o montando a caballo bajo los copudos árboles y, cuando no, me sentaba en el umbral de la casa junto a Marcus y, aunque en ocasiones ninguno decía nada, ambos comprendíamos perfectamente nuestros silencios. No diré que sabía hablar con el pensamiento como ellos, porque sería ridículo, pero apreciaba ya el silencio en todo su valor, y cada día que pasaba la vieja Tierra se alejaba más de mí.
Un mes o más pasó sin que me acercara a la nave; cuando lo hice, el mensaje que me llegó de la Tierra era aterrador:
"Base M N llamando a Yago M N 135. Se le ordena volver inmediatamente a la Tierra. Las tribus del Este se han sublevado, llevando hasta más allá de sus límites una guerra que amenaza ser total. Los aborígenes de Venus y Marte, aprovechando la momentánea debilidad producida por la crisis, organizan guerrillas de independencia y han quemado gran parte de las naves espaciales. Estamos llamando urgentemente a todas las naves leales. Debe hacer cuanto esté en su mano para presentarse o será considerado desertor, con la pena consiguiente."
El mensaje fue como un trallazo. ¡Presentarme inmediatamente! ¿Cómo? ¿Es que aún no habían comprendido que mi nave y una bicicleta eran igual de útiles para cruzar el espacio? ¿Qué me importaban a mí sus asuntos? ¡Si se hubieran parado a pensar un poco!
Desertor, sería declarado desertor, maldita fuera. Algo se rebeló en mí, porque después de todo pertenecía a ellos y no intentar nada para ayudarles repugnaba a mi naturaleza.
Mis pasos, como siempre, me llevaron al Museo, y allí, como un relámpago, se me ocurrió lo que tenía que hacer.
¡La réplica de mi nave! Estaba allí, esperándome, y no tenía más que desmontar sus piezas y recomponer con ellas la mía.
Con paso firme, anduve hasta la puerta y ésta se cerró sigilosamente ante mis narices, dejándome petrificado en medio de la plaza.
Decir que me consoló el pensamiento de que indudablemente mi intención no era buena, sería mentir. Durante unos instantes sentí una rabia asesina, pero luego me calmé poco a poco y empecé a meditar. Después de todo, ¿qué probabilidades tenía de llegar? ¿Qué hallaría allí después? Tal vez una nueva Desolación más horrible que la anterior; las gentes que sobrevivieran se retrotraerían a la animalidad; en su desesperación querrían obligarme a traerlas a este planeta paradisíaco, para empezar una nueva vida.
Una nueva vida bajo su signo, con sus virtudes, que las tienen, cierto, pero con sus defectos: ambición, avaricia, cobardía; estudipez, en suma.
¿Qué sería del planeta? ¿Podrían sus benévolos sabios conjurar el mal sólo con razonamientos? ¿Qué sería de las gentes? ¿De Marcia?
¡Marcia! La imagen de su bella figura apareció vividamente en mí, y sus ojos me sonreían, invitándome. ¡Marcia! En aquel momento comprendí que ella era mi mundo en adelante y para siempre jamás.
Vi en el acto lo que debía hacer y tomé mi decisión.
Eché a correr bajo el violeta cielo del segundo astro y, sin preocuparme de lo tarde que era, fui a ver al Gran Dispensador del Bien.
—Dime, Gran Dispensador del Bien, ¿podrías prestarme un buen mazo?
Sonrió, desapareció un momento y volvió con el mazo; parecía muy fuerte. Me lo dio sin decir una palabra y salí a la calle con el corazón ligero. Si el propio Gran Dispensador del Bien me había dado el mazo, señal de que era bueno.
No ahorré energía. ¿Para qué?
"Aquí Yago M N 135 llamando a la base M N. Me es imposible volver. Algún loco ha destrozado esta noche el fuselaje de mi nave, convirtiéndola en chatarra y virutas a puro mazo. Lo único que ha respetado ha sido la radio, pero tengo la impresión de que de un momento a otro habrá un ¡crac! y también la radio irá a reunirse con sus antepasados."
Y, en efecto, lo hubo.