JERABURBA
Decepcionada, Clara volvió a leer el último párrafo de la carta mientras se tomaba una segunda taza de café.
«En tal situación, la Oficina de Cooperación Intermundial sólo puede aconsejar un acercamiento comprensivo y tolerante. Puede usted transmitir a sus vecinos la simpatía de este departamento. Pero, analizando bien las cosas, tenemos que admitir que la presencia de los cónsules en nuestro medio resulta indispensable para unas cordiales relaciones interplanetarias. Estamos convencidos que, teniéndolo en cuenta, se hará usted cargo de la necesidad de soportar la conducta del hijo del Cónsul de Dartha, la cual, después de todo, no es más que la expresión de una característica psico-biológica natural.»
La carta estaba firmada por el Secretario de la Oficina.
Con un gesto impaciente, Clara volvió a introducir la carta en el sobre y miró a su marido con aire de desaliento.
—¿No hay solución? —preguntó Bob.
Clara suspiró.
—Dice que tenemos que aguantar al chiquillo..., y resignarnos a la mala suerte del hecho que el Cónsul sea vecino nuestro.
—Ya te lo dije.
Las voces de los niños en período de vacaciones resonaban a través de la ventana. Con mucho más abandono, pensó Clara, que en cualquier momento, desde que Jebaburba —los niños le llamaban «Jeb»— y su padre diplomático se habían instalado en la amplia casa de la esquina.
—¿Qué vamos a hacer, Bob? —preguntó Clara en tono preocupado.
- Yo voy a tomar el tren. Dentro de dos horas, aproximadamente, estaré en la oficina. —Se puso en pie, consultando su reloj—. Pasaré el resto del día en el campo de golf.
Clara frunció el ceño, irritada.
—Estoy hablando en serio, Bob. Tiene que haber alguna solución. Podrías llamar a nuestro diputado, y...
Bob se echó a reír y besó a su esposa en la frente.
—Las habladurías de la vecindad, el sombrero nuevo de la señora Smith, los niños incorregibles..., todo eso pertenece a la misma categoría: responsabilidad femenina. Tú ocúpate de los quebraderos de cabeza domésticos; yo me ocuparé del negocio. De todos modos, lo único que Jeb necesita es una buena zurra, lo cual no creo que sea privilegio mío.
—Pero...
Pero Bob se había marchado ya y Clara estaba sola. ¿Lo estaba, en realidad?
Con aire vacilante, miró a su alrededor, escuchando, mirando aprensivamente hacia todos los rincones de la habitación.
—¿Jeb? —murmuró en voz baja.
Un clamor de la chiquillería en el exterior de la casa fue la única respuesta. Las exuberantes risas infantiles eran ahora más espontáneas: como si la inhibición provocada por la presencia de alguien «diferente» entre ellos hubiese desaparecido por el momento.
- ¡Jeb! —repitió Clara, levantando la voz.
Muy tensa, Clara se dio cuenta instintivamente que Jeb estaba allí —una simple sombra por debajo del nivel de la presencia concreta—, observando, escuchando.
Una tostada untada con mermelada se elevó por sí misma, se movió en el aire y desapareció.
—¡Jeb! —gritó Clara.
La voz llegó de alguna parte.
—Sí, señora.
—¡Hazte visible inmediatamente!
A un lado de la mesa, el aire tembló, para dar cuerpo a un delgado chiquillo de cinco años, de cabellos revueltos. La mermelada de naranja cubría únicamente unas cuantas de las numerosas pecas de su rostro.
Clara le miró en silencio; en su exasperación, se había quedado sin habla.
Jeb se relamió los dedos.
—Está muy buena, señora Peterson.
Clara aspiró una profunda bocanada de aire y luego se entretuvo en alisarse un pliegue del vestido, tratando de recobrar la calma.
—Jeb, ahora mismo vas a ir a casa de tu padre y vas a decirle que has estado hurtando otra vez.
—Sí, señora. ¿No tiene otra tostada para mí?
—¡Jeb!
El niño asumió una expresión de contrariedad y desapareció.
Se oyó un grito en el comedor de los Sanders, en la casa contigua. Inmediatamente reapareció Jeb, con otra tostada untada de mermelada en las manos.
—De todos modos, la mermelada de la señora Sanders es mucho mejor —afirmó, antes de desaparecer por segunda vez.
En el exterior, los alegres gritos de los chiquillos se interrumpieron bruscamente.
Clara se asomó a la ventana. Sus sospechas eran ciertas. Jeb estaba ahora con los otros niños, los cuales le miraban con aire de desconcierto.
—Vamos a jugar al escondite —propuso Jeb.
—Contigo, no —protestó Bobby, el hijo de Clara.
—¡Contigo, no! ¡Contigo, no! —corearon Katherine y Mary.
- ¡Cotigo, no! —declaró David, con su media lengua de cuatro años—. Mamá ice que yo no jugo cotigo.
—Tú estás siempre viva..., viva... —Sammy, de seis años, luchó con la palabra—. Viva-nosequé.
Katherine echó a correr hacia su casa.
—Creo que mamá me está llamando.
Jeb, sonriendo malévolamente, se dejó caer sobre sus manos y rodillas, con la espalda arqueada como el lomo de un gato.
Desapareció.
Volvió a materializarse inmediatamente. Uno de sus pies estaba delante de la apresurada Katherine. Las rodillas de la niña chocaron contra la espalda de Jeb.
Katherine cayó al suelo, gritando de terror.
—Puedo asegurarle, señor T’Arah —dijo Clara, muy seria—, que no hago más que expresar la opinión de todos los vecinos: hay que tomar alguna medida con respecto a Jeb..., a Jebaburba.
El Cónsul General de Dartha limpió cuidadosamente sus gafas, evitando mirar a la visitante que había recibido en su estudio.
—Puedo garantizarle, señora Peterson, que ninguno de los darthanianos aprueba tal conducta por parte de sus hijos.
Clara sonrió, esperanzada.
—Entonces, ¿cuidará usted que no vuelva a hacerlo?
T’Arah se encogió de hombros.
—¿Puede usted sugerirme algún medio para corregir a Jebaburba?
—Creo que lo mejor sería una buena azotaina. Si mi Bobby tuviera...
T’Arah se echó a reír.
—Le aseguro, señora Peterson, que la costumbre de ustedes de zurrar a los niños se revelaría impracticable si un darthaniano tratara de imitarla. La desmaterialización, como ustedes la llaman, es un mecanismo de defensa. Un niño lo utiliza de un modo instintivo.
—Pero, dispondrá usted de algún otro medio para castigarle...
—¿Encerrándole en una habitación, quizás?
Clara se puso en pie.
—Muy bien, señor T’Arah...
El Cónsul se levantó precipitadamente.
—Le ruego que no interprete mal mis palabras. Siento la mayor simpatía por usted y por sus vecinos. Mi tarea consiste precisamente en favorecer la cordialidad con los otros pueblos. Pero las medidas punitivas, tal como las practican los terrestres, no pueden ser aplicadas a los niños darthanianos. En Dartha nos vemos obligados a ser pacientes..., a esperar hasta que los niños alcanzan la edad de la comprensión..., a hacernos cargo del hecho que los impulsos de un chiquillo de cinco años están provocados por una insaciable curiosidad.
Su simpatía y su evidente deseo de cooperar eran convincentes. Esperanzada, Clara volvió a sentarse.
—Créame, señora Peterson —continuó T’Arah—, intentaré de nuevo hacerle comprender las cosas. Pero Jebaburba no es más que un niño. ¿Ha tratado usted alguna vez de razonar con un chiquillo de cinco años?
—Pero, ¿no hay nada que podamos hacer?
—Temo que no..., como no sea solicitar mi traslado. Si se decide a solicitarlo, no pondré ninguna objeción. Comprendo la situación de ustedes.
Hizo una pausa, y luego añadió:
—Por otra parte, tal vez le sorprenda saber que si mi hijo y yo representamos un problema en esta vecindad, hay cónsules terrestres cuya presencia en otros mundos resulta igualmente molesta para los habitantes de aquellos planetas.
Clara le miró, intrigada.
—Verá, los darthanianos se enfrentan también con el problema de la adaptación de los diplomáticos terrestres destinados allí. La raza de ustedes es la única que posee procesos mentales incidentes. Aunque ustedes son congénitamente inmunes a las emanaciones mentales de los demás, los darthanianos carecen de esa inmunidad y reciben continuamente las corrientes de pensamiento sub-vocales de ustedes.
Era un modo discreto de recordarle que sus vecinos podían ser más cordiales, y Clara se sintió avergonzada por su actitud descortés.
T’Arah plegó los brazos pensativamente y se arrellanó en su silla.
—En mi último destino, en Europa, Jebaburba era también un problema. Se mostraba traviesamente agresivo hacia una niña, y la fastidiaba tanto con su vivaportaje, que llegamos a temer que la niña enfermara. Resolvimos el caso eliminando la superioridad de Jebaburba sobre ella. La niña fue instruida en la práctica del vivaportaje, y cuando Jebaburba se dio cuenta que ella era su igual, dejó de...
—¿Está usted sugiriendo, señor T’Arah, que debo aprender a marcharme de este mundo y regresar de nuevo? —preguntó Clara, enarcando las cejas.
—Desde luego que no, señora Peterson. Temo que sería imposible. Carece usted de la..., ejem..., flexibilidad necesaria para adquirir esa facultad. Todos los hombres y todas las mujeres terrestres carecen de ella. Sin embargo, existe una posibilidad de eliminar la sensación de superioridad de Jebaburba, tal como hicimos en Europa. No la había mencionado hasta ahora, porque tengo serias dudas en lo que se refiere a la obtención del equipo necesario.
Clara alzó la mirada, interesada.
—Pero, dada la preocupación de usted, trataré de conseguirlo. Voy a solicitar, a través del Cuerpo Diplomático darthaniano, un bozal vivaflexor.
—¿Quiere usted decir que hay algo capaz de impedir que Jebaburba desaparezca y aparezca a su antojo? —preguntó Clara, en tono de incredulidad.
—El bozal anulará por completo su capacidad vivaportiva..., del mismo modo que una persiana le impediría a usted ver. Nuestro Cuerpo Diplomático dispone de siete bozales, para casos de emergencia. Dudo del hecho que esta situación pueda ser clasificada como una emergencia, pero voy a intentarlo.
—Pero, un..., un bozal... ¿Duele? ¿Perjudicará a Jeb?
—En absoluto. Lo llamamos bozal, pero en realidad se trata de una argolla de material antivivaportivo que puede ser adaptada a su muñeca. Sin embargo, no quisiera alimentar en usted unas esperanzas que pueden ser infundadas. Repito que es sumamente improbable que lo consiga.
Clara notó una conmoción en el aire cerca de su codo y se sobresaltó, mientras Jeb se hacía visible.
—Hola, señora Peterson —el niño alzó la mirada hacia ella, sonriendo—. ¿Dónde está Bobby?
—¡Jebaburba! —dijo T’Arah en tono severo—. Quiero que dejes de vivaportar. Ahora no estamos en casa, y...
—Perdón —dijo el muchacho distraídamente, y se desvaneció.
Pero regresó en seguida, acariciando a un enorme gato maltés propiedad de los Donnors.
T’Arah reprendió al niño.
—¡Jebaburba! ¡Vas a devolver ese animal..., ahora mismo!
—Sí, papá.
—¡Y dejarás de vivaportar de una vez!
—Sí, papá —dijo Jebaburba, desapareciendo.
Pero la semana siguiente no fue más apacible que los dos meses transcurridos desde que T’Arah se había instalado en la amplia casa de la esquina, sometiéndose en compañía de su hijo a los lingüisticadores para una inmediata asimilación del idioma.
El lunes, la gata de los Donnors, Gabby, desapareció.
El afecto de Jebaburba al animal atrajo inmediatamente las sospechas sobre él. Pero una visita de los Donnors, acompañados por los Sanders, a la casa de T’Arah fracasó en su objetivo de conseguir que el niño admitiera su complicidad en la desaparición.
Los Donnors estaban dispuestos a olvidar el asunto. Pero, poco antes de medianoche, los frenéticos maullidos del animal arrancaron a John Donnor de la cama. No existía la menor duda: era Gabby.
Un minucioso registro de la casa no permitió encontrar a ninguna Gabby, a pesar del hecho que sus maullidos eran misteriosamente más clamorosos en el centro del dormitorio.
John localizó el lugar de origen de los gritos del animal y se inclinó de repente, tratando de atrapar lo que no podía ver.
Enfurecidos, los Donnors, escoltados esta vez por los Sanders y por Clara, hicieron una visita de medianoche a T’Arah. Jebaburba acabó por admitir que había estado jugando con Gabby a última hora de la tarde.
—¿Dónde la dejaste? —preguntó T’Arah.
Jebaburba entreabrió unos ojos soñolientos.
—Creo que iba conmigo cuando fui a ver a David a su casa.
Miró a la madre de David para que lo confirmara.
Ethel Sanders sacudió la cabeza.
—Se presentó repentinamente en casa, diciendo que quería jugar con David. Pero Gabby no estaba con él.
—¡Piensa, Jebaburba! —insistió su padre—. ¿Qué hiciste con el animal?
Pero el niño estaba dormido.
El Cónsul General suspiró.
—Yo encontraré a Gabby.
—¿Dónde? —inquirió Clara en tono de duda.
—¿Dónde? En alguna parte del vivaplano, desde luego. El señor Sanders dice que puede oír al animal en su dormitorio.
El grupo se encaminó a la casa de los Donnors. T’Arah se colocó en el centro del dormitorio. Luego desapareció.
Un momento después regresó, luchando por desasirse de una asustada y furiosa Gabby.
Aquello ocurrió el lunes.
El martes, Jebaburba pareció haberse ganado la confianza de los niños.
Clara se asomó a la ventana del comedor y vio a los chiquillos sentados a la sombra de la pequeña encina..., contando cuentos, al parecer.
—¿Por qué no te olvidas de una vez de esos chicos? —preguntó Bob desde la mesa.
Bob estaba fresco y descansado, ya que los maullidos de Gabby no habían interrumpido su sueño.
—Estoy preocupado por ellos, Bob —dijo Clara—. Supongamos que pasara algo...
—¿Qué puede pasar?
Clara se acercó a su marido.
—Ese niño... Jebaburba. Podría ser... peligroso.
Bob se echó a reír.
—Querida, ¿no estás convirtiendo en una montaña un grano de arena?
—Jebaburba hizo desaparecer a Gabby. Supongamos...
—Tonterías. A fin de cuentas, si estás tan preocupada, no dejes que Bobby juegue con él.
Clara sonrió sin la menor alegría.
—Jeb entra y sale de esta casa cincuenta veces al día..., incluso a través de las puertas cerradas. ¿Crees que puedo apartar a Bobby de un niño como ése?
—Y aunque pudieras —replicó Bob, encogiéndose de hombros—, no deberías hacerlo. El Secretario de la Oficina nos ha pedido que hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para adaptarnos a la situación. Condenar al ostracismo al hijo de un diplomático no resolvería nada. Y Jeb no es un mal chico. Distinto a los nuestros, sencillamente.
—¿No es peligroso?
—Desde luego que no. T’Arah no lo permitiría. No hay motivo para preocuparse.
Cuando Bob se hubo marchado, Clara regresó a la ventana. Los niños no estaban ya debajo del árbol. Sus alegres gritos llegaban ahora desde el interior del garaje.
El miércoles, Jebaburba pareció perder su interés en los niños y se concentró en los adultos.
—No creo que pudiera resistir a ese niño otro día —le dijo Lucy Donnor a Clara por el visófono—. Ha estado aquí un millar de veces.
—Yo he descubierto que si se le ignora acaba por perder el interés y la deja a una en paz, por lo menos durante un rato —dijo Clara.
- ¿Ignorarle? ¿Cómo puede ignorarse a una cosa así? Había encerrado a Mary y a Katherine en su cuarto, por haberle faltado al respeto a su padre. Pues bien, Jeb llevaba ya una hora con ellos, sin que yo lo supiera, cuando oí el estrépito que me puso sobre aviso.
En la pantalla del visófono apareció otro rostro: Maud Clark se unió a la conversación.
—Frank y yo hemos decidido adelantar nuestras vacaciones —dijo—. Queremos apartar a Sammy de ese niño.
Lucy se encogió de hombros, con aire de desaliento.
—¿Qué van a ganar con ello? Cuando regresen, Jeb continuará estando aquí.
—¡Ganaremos muchísimo! Verás, Jeb se ha pasado media mañana delante de nosotros, sin que lo supiéramos. ¡Y las cosas de las que hemos hablado! Asuntos personales que se hablan en familia..., ya sabes.
—Sí, lo sé —asintió Lucy con énfasis.
—Una no puede saber nunca cuándo lo tiene cerca —se lamentó Clara.
- ¿De quién está usted hablando, señora Peterson?
Clara dio media vuelta, asombrada.
Jebaburba la miraba de un modo inquisitivo. Clara desconectó el visófono, preguntándose por qué se sentía culpable de haber sido sorprendida en aquella conversación.
—A la gente le gusta hablar de otras personas, ¿verdad? —observó el chiquillo, mirando hacia la apagada pantalla.
—Esas son cosas que a ti no te importan —le reprendió Clara.
El hijo del Cónsul se echó a reír.
—Eso fue lo que me dijo la señora Sanders. Oí que le decía a la señora Sanders que los vestidos nuevos de la señora Donnor eran atro..., atroces. Y yo le pregunté qué significaba atroces, y ella me dijo...
Clara le agarró por los hombros y le empujó amablemente, pero con decisión, hacia la puerta.
—No tengo el menor interés en saber lo que la señora Sanders decía de la señora Donnor.
—También dijo cosas de usted. Dijo que Clara (se llama usted Clara, ¿verdad?) tiene un marido holgazán. ¿De veras es un holgazán el señor Peterson?
—¡Jeb! ¡Si no te marchas, voy a avisar inmediatamente a tu padre!
—¡Caramba! —protestó Jebaburba.
Pero desapareció.
Sin embargo, antes que Clara pudiera lanzar un suspiro de alivio, Jebaburba se presentó de nuevo.
—La señora Donnor también dice que el señor Peterson es un holgazán, de modo que tiene que ser verdad, ¿no?
Clara alargó impulsivamente la mano hacia la oreja de Jebaburba.
Su mano se cerró sobre... nada.
El jueves, la inesperada aparición de Jebaburba en la mesa, «mientras ella y Bobby estaban almorzando, agotó la paciencia de Clara. Y no porque con la impresión hubiera dejado caer la fuente de la carne al suelo. Toda la mañana había transcurrido para ella en un estado de nerviosa ansiedad, anticipando la inevitable llegada de Jebaburba mientras seguía la pista, vía visófono, a sus vagabundeos a través de la vecindad. Y ahora, repentinamente, espantosamente, estaba allí.
La tensión estalló en un torrente de lágrimas casi histéricas, y Clara le ordenó a Jebaburba que saliera de la casa en un tono tan severo que el niño se marchó sin rechistar.
Se imponía otra conversación —esta vez desesperada— con el Cónsul General. Clara salió de la cocina sin entretenerse siquiera a fregar los platos.
Mientras llenaba la bañera, se preguntó cómo podría convencer a T’Arah para que buscara algún medio de obligar a su hijo a observar las costumbres de la Tierra. Era evidente que no llegaría ningún bozal vivaflexor de Dartha; si el Cuerpo Diplomático hubiese atendido la petición de T’Arah, el bozal habría llegado ya.
Podía sugerir al Cónsul que enviara a su hijo a Dartha, al menos por una temporada. La esperanza renació en su corazón mientras se desvestía y se introducía en el agua caliente.
En aquel momento llamaron a la puerta.
—Mamá, ¿puedo ir a jugar a la calle?
Era Bobby.
—Sí, querido. Pero no te ensucies. Tu padre no tardará en llegar.
—Bien, mamá.
—Y, Bobby..., no juegues con Jeb, si puedes evitarlo.
—¿Por qué, mamá?
—Haz lo que te digo. Si Jeb se presenta y quiere jugar contigo y con los otros niños, vente a casa.
—¡Oh, mamá! Jeb es ahora muy divertido. Antes era malo y nos molestaba, pero...
El griterío de los niños en la calle ahogó las palabras de Bobby.
—Haz lo que te digo —repitió Clara—. No juegues con él. No es necesario que te muestres brusco. Dale cualquier excusa y vuelve a casa.
En el silencio que siguió, Clara sintió la presencia de Bobby pegado a la puerta del cuarto de baño.
—Y, Bobby..., si Jeb trata... de llevarte a alguna parte, como hizo con Gabby, dile que no quieres ir.
No hubo ninguna respuesta.
—¡Bobby! ¡Sé que estás ahí! —Clara miró hacia la puerta con impaciencia—. ¡Será mejor que me contestes!
Era absurdo que su hijo tratara de engañarla, haciéndola creer que ya se había marchado.
- Bobby está en la calle, jugando, señora Peterson.
Clara quedó asombrada. Jebaburba estaba de pie junto al lavabo, jugando con los grifos.
Clara trató de correr la cortina de la bañera.
—¿Qué pasa, señora Peterson? ¿Se está usted ahogando?
Jebaburba se apartó del lavabo y echó a andar hacia la bañera, preocupado.
—¡Vete! —gritó Clara, a punto de llorar, detrás de las cortinas.
Jebaburba llegó al lado de la bañera.
—¿Se encuentra usted bien, señora Peterson?
—¡Fuera de aquí! —gritó Clara—. ¡Fuera! ¡Pequeño monstruo!
Los ojos de Jebaburba se abrieron como platos. Luego, el niño retrocedió y empezó a sollozar.
—¡Nadie me quiere! ¡Nadie me quiere y me gustaría estar en otra parte!
—Entonces, vete a tu casa... Haz algo..., pero márchate de aquí.
Los sollozos de Jebaburba se hicieron más desgarradores y su rostro enrojeció hasta el punto que sus pecas apenas eran visibles.
Desconcertada, Clara le miró. Después de todo, no era más que un niño. Alcanzó su bata y se la puso.
Luego se arrodilló delante de Jeb y le tomó por los hombros.
—¿No sabes, Jeb, que no puedes introducirte en los cuartos de baño de la gente?
—¿No puedo? —El niño la miró, sorprendido—. ¿Por qué, señora Peterson?
Clara hizo un gesto de desaliento.
—El porqué no importa, Jeb. Ahora, vete a la calle a jugar.
—¿Y no se enfadará usted conmigo nunca más? —preguntó Jebaburba ávidamente.
—Ahora, vete a jugar, Jeb —insistió Clara—. Más tarde hablaremos de eso.
Jebaburba sonrió. Un instante después había desaparecido.
Clara contempló la bañera con aire vacilante, pensando en la posibilidad de un rápido remojón. Pero, por prudencia, decidió no dárselo.
Media hora más tarde, después de haberse vestido, Clara se encontraba en el salón de los Sanders, contando lo que le había sucedido a las otras mujeres reunidas en consejo.
—Esta mañana —dijo Ethel, cuando Clara hubo terminado—, tuve problemas para que se marchara de mi habitación. Estando él allí, no podía salir de la cama.
Maud sacudió la cabeza con desconsuelo.
—Y yo encontré finalmente la estola de visón que anoche dejé colgada en la percha del vestíbulo. Tuve que suplicarle que la sacara del..., del lugar donde suele ocultar las cosas.
- ¡Bueno! —exclamó Lucy, desesperada—. Yo estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, después de haberle encontrado jugando con mi Mary y mi Katherine anoche..., dos horas después que todos nos habíamos acostado.
Clara se enfrentó con el grupo.
—Supongamos que visitamos al señor T’Arah y le explicamos lo que ha estado sucediendo.
—Hay cosas que no resultan fáciles de explicar a un hombre —dijo Maud.
—¿Crees que se hará cargo de nuestra situación? —preguntó Ethel.
—¡Le obligaremos a ello! —Clara cerró los puños con aire decidido—. Le diremos que existe una gran diferencia entre las costumbres de la Tierra y las de Dartha, y que no podemos permitir que nuestros hijos jueguen con Jebaburba.
Lucy, de pie junto a la ventana, anunció:
—Ahora están todos jugando con él. Han vuelto a introducirse en el cobertizo.
—¡Tenemos que acabar de una vez con eso! —declaró Ethel, furiosa—. Vamos...
Se interrumpió, mirando más allá de las otras mujeres a su hijo, que estaba de pie en el umbral de la puerta.
—¿Qué pasa, David? —preguntó, enojada.
El niño se acercó a ella y le susurró algo al oído.
—¿Se ha marchado? —repitió Ethel—. ¿Adónde?
El niño volvió a susurrar.
—¡Habla más alto, David! —ordenó Ethel—. ¿Qué le ha pasado a Bobby?
—¡Bobby! —gritó Clara, alarmada.
David se volvió hacia ella.
—Se ha marchado. Jeb y él entraron en el cobertizo, tomados de la mano. Y cuando nosotros llegamos allí, Bobby había desaparecido.
—¡Oh, no! —murmuró Clara, con voz ronca—. ¡Oh, Dios mío, no! —Agarró frenéticamente el brazo de David—. ¿Entraron caminando en el cobertizo?
—No, señora. Estaban viva..., viva..., bueno, Jeb le enseñaba a Bobby a desaparecer.
Sollozando frenéticamente, Clara encabezó el éxodo de las angustiadas mujeres.
Sammy, corriendo escaleras arriba, se cruzó con ellas. Maud se detuvo para levantarlo en sus brazos.
—¿Dónde está Bobby? —preguntó.
—Se ha marchado, mamá. Ha desaparecido.
Clara lanzó un grito.
—¿Dónde está Jeb? —preguntó Maud.
—Ha desaparecido, también.
—¡Oh, Dios mío! —sollozó Clara, mientras corrían a través del césped hacia Katherine y Mary, las cuales estaban de pie debajo del árbol, con una expresión asustada en sus caras.
Clara apenas se dio cuenta que Lucy abrazaba frenéticamente a sus hijas.
—¡Bobby! —gritó—. ¡Bobby! ¿Dónde estás?
—¡Bobby! —dijo Ethel débilmente, agitando los brazos—. ¿Estás aquí, Bobby?
Clara echó a andar de un lado para otro, con el terror reflejado en su rostro.
Trató de tranquilizarse a sí misma. ¡Bobby tenía que estar a salvo! No podía encontrarse lejos... La gata de los Donnors había desaparecido y había regresado sana y salva, ¿no? Pero en el caso de Gabby sabían que el animal estaba cerca. Habían oído sus maullidos. ¿Por qué no podía ella oír hablar a Bobby? ¿Por qué no podía oír que la llamaba?
Agotada, se dejó caer en un banco. Ethel se acercó a ella y la abrazó.
—No te excites, Clara —murmuró—. Maud ha ido en busca del señor T’Arah. Él hará algo.
En medio del pánico que la atenazaba, las pesadillas de todas las posibles cosas que podían haberle sucedido a su hijo desfilaron por su atormentado cerebro.
Clara lloraba cuando la mano del Cónsul General se posó en su hombro.
—No se asuste, señora Peterson —dijo T’Arah—. No hay ningún peligro. Encontraremos a Bobby.
—¿Dónde está? —sollozó Clara—. ¿Dónde está?
—Se encuentra en el sub-vivaplano..., donde estaba la gata de los Donnors. Le localizaremos en seguida. Y, señora Peterson, me complace poder comunicarle que el bozal viviflexor ya ha llegado. Acabo de colocarlo en la muñeca de Jebaburba. A partir de ahora, se comportará como los niños terrestres.
Clara no experimentó ninguna sensación de alivio.
—Traiga a mi Bobby —suplicó.
T’Arah dio media vuelta y desapareció.
Transcurrió un minuto..., cinco..., quince. Las mujeres rodeaban a Clara en silencio. Katherine, Mary, Sammy y David estaban agrupados temerosamente cerca de la casa.
De repente, T’Arah se hizo visible. Tenía el rostro contraído por el fracaso.
—Supongo que Bobby se ha trasladado a un segundo o un tercer subplano —explicó, con evidente turbación—. Es posible que tarde un poco más, señora Peterson, pero le encontraré.
T’Arah volvió a desaparecer.
Clara, afligida con una ansiedad casi entumecedora, esperó.
Jebaburba cruzó la calle y se quedó algo apartado de las mujeres, mirándolas compasivamente a ellas y a los niños. La argolla metálica que llevaba en la muñeca brillaba al sol.
Se acercó un poco más.
—Señora Peterson, sólo quería enseñarle a Bobby...
Clara sollozó y se volvió de espaldas. Ethel profirió un sonido de disgusto, muy parecido a un gruñido.
—Yo no pensaba... —murmuró el niño, en tono contrito—. Verá, con David y Sammy y Katherine y Mary...
Maud miró ceñudamente a Jebaburba y le volvió también la espalda.
Jebaburba miró a los otros niños.
—¿Puedo jugar con ellos, eh? ¿Puedo jugar con ellos, señora Donnor?
Lucy avanzó hacia él con aire amenazador, pero Ethel la tomó del brazo.
—No es más que un niño...
En aquel momento reapareció T’Arah..., con Bobby.
Clara se abrazó al chiquillo, riendo y llorando al mismo tiempo.
—Bueno, bueno —murmuró T’Arah, muy satisfecho—. ¿No le dije que todo acabaría bien?
—No me perdí, mamá —declaró Bobby con toda tranquilidad—. De veras que no. Jeb no tuvo la culpa de nada. Yo trataba de...
Pero Clara le apretó aún más contra su pecho, ahogando sus palabras.
—¡Oh, Bobby! ¡Bobby!
Al cabo de un largo rato, se secó las lágrimas que mojaban su rostro y sonrió.
T’Arah resplandecía literalmente y se frotaba las manos con entusiasmo.
—Ahora, todos nuestros problemas quedarán resueltos. No pueden imaginarse lo preocupado que estaba al ver que Jebaburba no era aceptado por ustedes y por los otros niños.
Levantó el brazo de su hijo de modo que todos pudieran ver la argolla que rodeaba su muñeca.
—Ahora no habrá problemas de ninguna clase. Jebaburba podrá jugar con los otros niños tanto como quiera sin molestar a nadie.
Las mujeres se miraron con recelo unas a otras.
—¿Puedo jugar ahora con los niños? —suplicó Jebaburba.
—¿Tienen ustedes inconveniente en que alterne con ellos? —preguntó T’Arah cautelosamente.
Clara miró a las otras mujeres. Lucy y Ethel sacudieron sus cabezas. Maud sonrió.
—Desde luego que no, señor T’Arah —dijo Clara—. Jeb puede jugar con los niños.
Jebaburba lanzó un grito de alegría y echó a correr a través del césped, sin que al parecer le preocupara el bozal viviflexor y la limitación que el llevarlo significaba para él.
Todos los niños estaban contentos. Katherine, Mary, Sammy y David se tomaron de la mano y echaron a correr hacia el garaje. Jebaburba y el hijo de Clara les siguieron más lentamente.
—Vamos, Bobby —dijo Jebaburba cuando se acercaban a la puerta—. Empezaremos con...
T’Arah se volvió hacia las mujeres.
—En nombre de Dartha y en el mío propio les agradezco la oportunidad que nos han ofrecido de demostrar la gran utilidad diplomática de los bozales viviflexores. Aunque de momento no disponemos de más bozales, dentro de unos tres años esperamos encontrarnos en condiciones de fabricar unos cuantos.
En su dormitorio, Clara se sentía agotada y aliviada al mismo tiempo. Pero predominaba en ella la primera de aquellas emociones, de modo que echó las persianas y se tendió encima de la cama, convencida del hecho que no corría ya el peligro de verse molestada por el terrible Jebaburba.
Estaba casi dormida cuando resonó el agudo grito, alarmantemente cerca.
Clara se sentó en la cama.
Sammy, sonriendo, saltó desde lo alto del armario y aterrizó en el suelo. Mary se materializó sobre el armario y saltó a su vez, mientras Sammy se subía a la cama y desaparecía, gritando alegremente. Cuando Mary llegó al lugar de la desaparición de Sammy, Katherine y Bobby se hicieron visibles encima del armario.
—¡Sigan a vuestro jefe! ¡Sigan a vuestro jefe! —gritó Bobby entusiasmado. Luego miró de soslayo a su asombrada madre—. ¿Te das cuenta, mamá? Ahora soy capaz de hacerlo sin ayuda de nadie...
Saltó sobre la cama y desapareció.
Pero Katherine no lo hizo.
Bobby reapareció a su lado. Clara les miraba, estupefacta.
—¡Vamos Katy! —apremió Bobby, tomándola de la mano—. ¡Sigue al jefe! Es muy fácil. Sólo tienes que hacer lo que Jeb nos enseñó.
Los dos niños se desmaterializaron bruscamente, y Sammy reapareció... cerca de la pared, corriendo.
Clara, arrancándose con un violento esfuerzo de la parálisis de horrorizado asombro, corrió hacia la puerta.
Dos manos diminutas aterrizaron sobre ella.
- Señora Peteson, señora Peteson, ¿por dónde se han machado?