III — LA EMBAJADA DEL ARCÁNGEL
—¿Han dormido bien? —preguntó Guillermo Ross a sus huéspedes.
Todos asintieron. Se sentían en condiciones excelentes. Guillermo Ross desayunó en compañía de los aviadores. Onfil se lamentó de que no tenía cigarrillos. Guillermo Ross le ofreció un paquete del producto de Aurora.
—Es inofensivo —explicó—. Pero muy estimulante.
—¿Sintético? —interrogó Onfil.
—La base es un líquen. Pero tiene un alcaloide, llamado frasia, que es efectivamente sintético. No hace daño. Va usted a ver.
—El gusto es delicioso —reconoció Onfil.
Trató de convencer a Hefaist de que aceptase un cigarrillo. El mecánico dio una chupada sin gran confianza, pero después aspiró el humo con delicia y, por primera vez desde su llegada a Aurora, depuso su recelo y se sintió muy contento.
Tal era el efecto de aquella droga: producía un estado de euforia, y, al decir de Ross, no hacía daño:
—Esto es Jauja —proclamó Hernán muy alegre.
—El señor Hensel desea verles —dijo Ross—. Iremos en seguida.
—¿Quién es el señor Hensel? —preguntó Hernán.
—Nuestro presidente.
Se alarmaron un poco de aquel honor. Ross les tranquilizó.
Y, en efecto, nada más tranquilizador que aquel caballero alto, de pelo blanco, sonriente. Habitaba una casa muy bella y cómoda pero no excepcionalmente grande. No había guardia a la puerta. Ross explicó que las máquinas encargadas de la administración pública y los funcionarios encargados de atenderlas —el Cerebro Comunal de Aurora, como le llamaban— tenían su asiento en una ciudadela, situada en la parte alta de la población, conocida por el Recinto. Pero el presidente vivía abajo, en su casa particular.
El señor Hensel estaba leyendo un libro cuando entraron los aviadores. No producía la sensación de un hombre ocupado e importante. Parecía más bien un señor jubilado. Se levantó para recibirles.
—Bien venidos a Aurora —dijo cordialmente, con una voz muy agradable. Y añadió—: Espero que su estancia entre nosotros les será grata.
—Muchas gracias —respondió Onfil—. Nos han tratado muy bien. Son ustedes muy amables. Desgraciadamente tendremos que volver a la base.
—Lo siento —dijo el anciano—, pero a ustedes les alcanza, como a todos nosotros, la prohibición de salir de Aurora. Y esto, señores, porque en ello va, si me permiten la grandilocuencia de la frase, el porvenir de la humanidad. Uno —concluyó, sonriendo— no puede evitar cierta grandilocuencia. Es una de las desdichas que tienen las funciones de gobierno. Aun en Aurora...
—Señor —intervino Hefaist—, yo quisiera enviarle un telegrama a mi madre. Debe de estar muy preocupada.
—No hay inconveniente en que se comuniquen con sus familias. Dígaselo a Ross.
—Yo quisiera —dijo Onfil— avisar a mis jefes de la base.
—También es posible, pero siempre y cuando no haya ninguna alusión a ¡a existencia de Aurora. Pueden saber que están ustedes vivos. Nada más.
Luego, el señor Hensel se interesó por las aficiones de cada cual. Habló de música, de teatro, de cine, de diversiones frívolas, al nivel de sus interlocutores. Afirmó que en Aurora vivían les mejores músicos del mundo, aunque desconocidos al otro lado de la Barrera de hielos.
En esto apareció Ross y terminó la audiencia.
Ross les condujo a un vehículo, un especie de automóvil que llamó mucho la atención de Hefaist. Estuvo examinándolo para encontrarle el motor. No lo vio.
—Está debajo —explicó Ross.
Ross condujo el automóvil conforme a la costumbre de Aurora. Es decir: sin tocar ningún volante: sólo con leves ademanes. La máquina obedecía como una bestia domesticada o —ésta fue la idea de Onfil— como si obedeciera a un imán.
—¿Por qué se llama Aurora la ciudad? —preguntó Onfil.
—En homenaje al fundador, al venerable señor Springell.
—¿Se llamaba Aurora su hija o su señora?
—No —aclaró Ross—. Mistress Springell se llamaba Elisabeth. Pero Mr. Springell era natural de Aurora, en Illinois. Se dudó entre varios nombres, a raíz de la fundación, pero al fin prevaleció éste. En los planes primitivos, elaborados en los Estados Unidos, se había optado por Edenia. Pero el reverendo Smith se opuso: Edenia era un nombre casi blasfemo y traería mala suerte. Recordaba el soberbio corazón de los que edificaron la torre de Babel. Bueno —añadió sonriendo—, yo no creo que el asunto diese para tanto... Sin embargo, la verdad es que Edenia resultaba algo presuntuoso. Es mejor Aurora, más eufónico, y dotado de un sentido ambiguamente significativo... Puede aludir, aunque sin compromiso, a otro amanecer del mundo, a una segunda creación...
Los aviadores no entendieron muy bien lo que quería decir Ross con estas frases un tanto esotéricas. Hefaist seguía considerando el vehículo en que viajaban, y acababa de llegar a una conclusión satisfactoria: que la línea del automóvil era un poco anticuada. Un poco o un mucho: recordaba los modelos de museo fabricados allá por los años de 1936. Esto llenó al mecánico de secreto contento, como les sucede siempre a los viajeros cuando creen poder marcar alguna superioridad nacional sobre los países extranjeros que visitan. Los viajeros suelen equivocarse en estos juicios, y probablemente Hefaist se equivocaba también al opinar con desdén acerca de los automóviles de Aurora.
—Antes de salir de la ciudad —explicó Ross— tendremos que hacer una pequeña diligencia... Verán ustedes qué hermosura de valle tenemos.
Onfil reflexionó que la vanidad de los habitantes de Aurora no se orientaba en la dirección de sus asombrosas realizaciones técnicas; lo que parecía colmarles de orgullo era la naturaleza del país, y en particular el hecho de que creciesen en él moreras. Ross aludió precisamente a las moreras por lo menos cuatro veces durante el paseo por Aurora.
Ross detuvo su vehículo delante de una estación de servicio situada a la salida de la ciudad, al borde de una carretera sensata y merecedora de confianza. La instalación y el acto de pararse ante ella produjo en Hefaist un sentimiento de seguridad reconfortante porque le hacía sentirse, por primera vez, en su casa, realizando algo familiar en un cuadro familiar.
—¿A cómo está por aquí la gasolina? —preguntó.
—¿Gasolina? —replicó Ross—. Creo saber a qué se refiere. Pero en Aurora no se utilizan carburantes como fuente de energía. El automóvil es atómico.
—¿Entonces qué es lo que está tomando? —y Hefaist señalaba un cuadrante sobre el que se movía una aguja indicadora.
Sonrió el guía:
—Estamos cargando tiempo. Unas diez o doce horas, aunque no creo que las gastemos todas.
—¿Qué dice usted? —interrogó Onfil—. ¿Tiempo?
La aguja giraba en el cuadrante hasta que llegó a las 12. Y entonces sonaron las doce campanadas.
Aquí entramos en un terreno que requiere una explicación inmediata a fin de poder seguir adelante sin un exceso de asombro. ¿Pero lograremos evitar ese exceso? Guillermo Ross lo intentó del modo más servicial. Al parecer, en Aurora se había llegado a dominar el tiempo, a represarlo, si se nos permite la expresión, con el fin de canalizarlo y hacer de él uso voluntario para mover determinados procesos, paralizar otros o frenarlos según el deseo humano. Todo podía ser congelado, suspendido en un presente intemporal, incluso la vida del hombre o la de una rosa. Todo podía ser acelerado imprimiendo a la acción una gran velocidad. Una jovencita podía continuar siendo jovencita —en cuanto a su cuerpo se refiere— en tanto en torno suyo seguían su marcha los astros, los ciclos vegetativos, las nubes y los ríos. Pero nada impedía a los habitantes de Aurora precipitar, en un solo día del entorno de un árbol, el proceso vital de ese mismo árbol, llevándolo al florecimiento y a la fructificación.
Ross intentó explicar estos milagros. Lo hizo de dos maneras. Primero, apelando a un razonamiento "científico". Tuvo éxito inmediato. Ninguno de los aviadores entendió la jerga fisicomatemática de Ross, pero la aceptaron en el acto como suficientemente tranquilizadora y aclaratoria. Era un lenguaje al que estaban acostumbrados, y les bastaba calificar una explicación de "científica" para acogerla con toda naturalidad. Sin embargo, la idea de represar el tiempo, desde el punto de vista científico, es un disparate intolerable, pero todo hombre rinde un culto ciego a sus fetiches, aunque les cambia el nombre. Puesto que se encontraban ante el hecho evidente de un tiempo represado y administrado a voluntad, y necesitaban de una razón suficiente para tranquilizarse y no sentirse perdidos en un mundo mágico, lo inteligente hubiera sido apelar a la magia precisamente para cubrir el fenómeno, si no podían contentarse con una sencilla ignorancia. Pero no. En particular Hernán y Hefaist, oído el discurso de Ross, volvieron a subir al vehículo consumidor de tiempo con la conciencia tranquila. Era una realidad "científica". Con esto bastaba. No necesitaban más, ni tampoco menos. Hubieran cabalgado sobre los lomos de un auténtico demonio del Infierno, con cuernos y rabo, si lograba demostrarles que era un demonio "científico". No puede decirse que le sucediese lo mismo a Onfil. Onfil reflexionaba, preocupado y perplejo. Pero, con todo, tampoco Onfil concedió mucha atención al segundo sistema explicativo que Ross les expuso seguidamente. No entendía cómo era factible represar y canalizar el tiempo, pero suponía que se trataba de un hecho "natural", oscuro para él, aunque inteligible para los hombres de ciencia. Lo que sí veía clara era la relación entre ese poder sobre el decurso temporal y el milagro del avión detenido en el aire. Sin avanzar y sin caer. Se lo dijo a Ross:
—Comprendo. Entonces, ustedes, cuando llegamos sobre Aurora, nos privaron de tiempo y por eso se detuvo el motor de nuestro aparato...
—Exactamente —confirmó Ross.
Pero volvamos a la segunda explicación de Ross. Una explicación juzgada por los aviadores como un cuento de vieja que se oye no sin complacencia, aunque con la idea previa y cerrada de no concederle crédito. Era una explicación mítica. Ross se limitó a contar la historia sin calificarla ni siquiera imprimiéndole un tono especial, como quien expone la misma verdad en dos lenguajes diferentes, aunque igualmente válidos.
La cosa sucedió en una hermosa mañana polar. El cielo era una campana dura y resonante, sin una nube. Parecía un cielo hecho de algún material consistente, un purísimo cristal de azul profundo. Alguien levantó los ojos, y poco después todos los habitantes de Aurora, uno tras otro, iban quedando paralizados de asombro, con los ojos fijos en las celestes alturas.
¿Qué estaban viendo los habitantes de Aurora? Veían que el cielo se había abierto, en el propio centro de la bóveda, y se había formado un círculo redondo como el brocal de un pozo, en cuyo fondo dormía el infinito. Y por este boquete, puestos de bruces, asomaban sus cabecitas curiosas miríadas de angelitos. Por encima de la guirnalda de rostros infantiles se alzaba, puesta en pie, la figura resplandeciente de un Arcángel blanco, empuñando una espada de fuego, que es un arma común de los espíritus celestes cuando son enviados a la Tierra para traer algún mensaje imperativo o para ejecutar alguna orden terrible.
Entre la muchedumbre angélica, allá arriba, y la muchedumbre humana, aquí abajo, ambas inmóviles, volaban trazando circuios indiferentes las aves de Aurora, bandadas de palomas domésticas de cuya crianza gustaban los habitantes de la ciudad. Las palomas venían a ser, de esta manera, con su giróvaga indiferencia a lo divino y lo humano, un testimonio imparcial —situado en un terreno neutro, fuera de la divinidad y de la humanidad, en cierto modo— de que aquello no era un cuadro imaginado, una fantasmagoría muerta, sino una suspensión momentánea del movimiento aparente, de un lado, del lado de arriba, por una voluntad de previa observación del campo terrenal, y del lado de abajo, por el estupor.
El cuadro de los ángeles atentos, los hombres paralizados de asombro y las palomas ocupadas en sus vuelos inciertos, duró unos instantes. Hasta que la figura del Arcángel se desprendió del borde del boquete, donde estaba de pie, y se lanzó en vuelo hacia la tierra. Cruzó en muy poco tiempo la distancia, es decir, la altura que le separaba del suelo, dejando tras sí un reguero de luz burbujeante, y vino a posarse en medio de la plaza de la ciudad.
En seguida se adelantó a recibirle el señor Hensel, presidente de Aurora, el mismo viejecito de hablar suave y pelo blanco que habría de acoger, muchísimos años más tarde, a Onfil y a sus compañeros, en la casa del gobierno, pues desde entonces había sido constantemente reelegido para la primera magistratura. Es que Hensel, amigo íntimo y partícipe de las ideas del profesor Santalba, había heredado del gran maestro, ya difunto a la sazón, es decir, cuando vino el Arcángel, una autoridad que, sin dejar de ser moral, se había hecho política. El señor Hensel —cojeando un poco, como le sucedía cuando estaba emocionado: de niño se había caído de una escalera y roto una pierna— se adelantó corriendo a dar la bienvenida al enviado celestial.
El buen viejo Hensel y las demás personas notables de Aurora estaban en duda acerca del protocolo adecuado para recibir a los arcángeles. La tradición enseña que, en presencia de estos seres, lo indicado es caer de rodillas. Pero semejante práctica yace en desuso. El Arcángel adivinó estas perplejidades, y tuvo para los magistrados y pueblo de. Aurora una sonrisa de mucha llaneza, en amable condescendencia para los sentimientos racionalistas predominantes en Aurora, ciudad fundada, al fin y al cabo, por una mayoría de librepensadores humanistas.
—Buenos días, señores —dijo—. No se molesten, tengan la bondad. Vengo, como pueden suponer, de parte del Señor, a traerles un mensaje...
Hablaba en tono natural, sin ninguna inflexión imponente.
—Ante todo —prosiguió— quiero transmitirles la felicitación de lo Alto por la obra que ustedes han realizado aquí, una obra que hasta en el Cielo no tenemos inconveniente en calificar de admirable, habida cuenta de la imperfección humana. El Señor no deja de observar, aunque otra cosa parezca, la marcha de las comunidades humanas, pero no hace lo que ustedes calificarían de intervención directa. Interviene sin intervenir, pero no es cosa de explicar ahora cuestiones ininteligibles para el hombre. ¿Qué opinión tiene el Señor de la política en general? Ni siquiera cabe decir que tenga mala opinión. El hombre, considerado en el plano racional humano, es contradictorio en su misma índole, y difícilmente sabrá encontrar un equilibrio entre lo que es y lo que no es... Pero de nuevo entro en explicaciones que no son pertinentes, ni siquiera posibles. Baste decir que al Señor le produjo alguna sorpresa (es un modo de decir nada más) la armonía social que prevalece en Aurora. Tanto le ha conmovido (también esta palabra es un modo de decir, pero más cercano de la verdad) la fraternal convivencia de los habitantes de esta república que, en Su infinita bondad, y según su inveterado principio de dar más a quien más tiene lo cual es muy justo en el fondo) decidió enviarme con el mensaje que voy a transmitirles... El Señor, en recompensa por vuestra sabiduría, os invita a pedirle cualquier don que consideréis necesario a fin de completar vuestra dicha sobre la Tierra.
Lo que va a seguir es valedero, en lo sustancial, tanto para la explicación científica como pava la explicación mítica del dominio de los habitantes de Aurora sobre el decurso del tiempo. Porque todos concuerdan en que lo; ciudadanos deliberaron en pública asamblea acerca de la conveniencia o inconveniencia de aceptar determinada innovación, ya fuese invento de algún sabio humano o don traído por un emisario divino.
Es el caso que el discurso del Arcángel fue interrumpido en aquel punto por cierto abogado joven de Aurora, Juan Gael de nombre.
—Pido la palabra —dijo.
—Lo siento, pero ahora está hablando el Arcángel —denegó el presidente Hensel.
—Es para una cuestión de orden —insistió Gael.
Evidentemente, al joven no le importaba gran cosa el orden. Lo que quería era aprovechar aquel instante único para ingresar en la Historia y destacar su nombre en una ocasión tan extraordinaria. Tentados estuvimos, por eso mismo, de silenciar ese nombre, de ocultarlo para siempre, lo que hubiera estado en nuestro poder, ya que nadie sino nosotros, en nuestra calidad de autores de la historia, puede conceder o negar la inmortalidad tratándose de los anales de la ciudad de Aurora. ¿Quién otro sino nosotros conoce los sucesos de Aurora? Podríamos, por este motivo, excluir al impertinente Gael de la inmortalidad ambicionada con tanto descaro, pero lo hemos pensado mejor y le complacemos. Pero no nos hagan caso. También nosotros hemos incurrido en una pretensión vanidosa. En realidad, aunque nadie sabe nada de Aurora, y está en nuestra mano decir y callar en cuanto a esta ciudad atañe, nos sería, de hecho, imposible, raer el nombre de Juan Gael de esta crónica. Ese personaje tenía sus razones, por reprobables que pudieran parecer, y su participación en el destino de Aurora no nos permite prescindir de su figura. El personaje nos ha vencido, nos ha dominado. He aquí, pues, lo que dijo el joven abogado Gael:
—Señor Arcángel, señor presidente, señores magistrados, señoras y señores: no intervengo con ninguna mira personal, sino con el propósito de aclarar un punto previo. Me parece indispensable saber si esta reunión tiene la calidad jurídica y formal de una Asamblea del pueblo calificada para escuchar y deliberar acerca de propuestas referentes a los intereses del Estado. Me parece indispensable dilucidar este punto antes de escuchar las palabras del Arcángel aquí presente, que, desde el punto de vista constitucional, dado que nuestras leyes fundamentales no prevén esta suerte de visitas, sólo puede tener la condición (dicho sea sin irreverencia) de embajador extraordinario de una potencia extranjera. He dicho.
—¡Conformes, conformes! —gritaron muchas voces.
—Aun cuando no se haya hecho una convocatoria regular —contestó el presidente Hensel— está claro que se encuentra aquí reunido todo el pueblo de Aurora. Considerando lo excepcional y aun diría milagroso de las circunstancias, creo que se puede prescindir de un requisito de mera forma y conferir a esta reunión espontánea el valor y la autoridad de una Asamblea soberana de la República. Queda, pues, abierta la sesión. El señor Arcángel se dignará, si lo tiene a bien, honrarnos con la exposición completa de su embajada.
—En realidad —sonrió el Arcángel, condescendiente con estas triquiñuelas humanas— debo pedirles perdón por haberme presentado de un modo tan abrupto...
—No, no, no... —gritaba la multitud en tanto ahogaba en una salva de aplausos las siguientes palabras del Arcángel.
—Gracias, gracias... —prosiguió el Enviado—. Pero el joven ciudadano tiene razón desde su punto de vista, y yo debía haberme sujetado a los usos y costumbres de una República humana. Allá arriba somos menos formalistas. Bien: no importa. Pasemos a lo esencial. Si ustedes; lo desean, y a los efectos de que conste en acta, repetiré las palabras anteriores...
—No, no, no... —volvió a clamar la muchedumbre, conmovida por tanta modestia.
—Bien; me limitaré a formular escuetamente el ofrecimiento. ¿Qué desean ustedes para completar su felicidad? Pidan lo que quieran y les será concedido.
Juan Gael intervino de nuevo proponiendo que se designara una comisión para estudiar el asunto.
Mientras la comisión deliberaba —suspendida la sesión de la Asamblea— ocurrió algo insólito en las costumbres de Aurora, donde las multitudes tenían, en general, un comportamiento muy cortés. Pero se comprende, al fin y al cabo, y el Arcángel fue el primero en comprenderlo: la ocasión era demasiado extraordinaria, y justificaba aquella conducta importuna. Es el caso que una riada de personas, empezando por la chiquillería de Aurora, se precipitó sobre el Arcángel hasta sumergirlo. El presidente Hensel, tan respetado en la ciudad, logró formar, no sin alguna pena, un círculo despejado en torno al Mensajero, librándolo del acoso excesivamente inmediato de la curiosidad pública. Sin embargo, no pocas mujeres se acercaron lo suficiente para tocar el vestido del Arcángel, pero hubo de producirles una gran decepción comprobar que la tela no se diferenciaba de cualquier otro tejido de los usados en Aurora. Ni mejor, ni más lujoso. Más bien, mediano, corriente. En cuanto al traje, era de la forma o corte común en la ciudad. El propio Arcángel hubiera podido pasar inadvertido, de haberlo deseado. Las damas reconocían que era "buen mozo", eso sí. Pero no extraordinario. Se reía con todos, contestaba amablemente las preguntas que se le hacían, daba la mano, correspondía a las bromas, un poco irreverentes, pero sin mala intención, y se reía. Todos convenían en que se trataba de un muchacho muy simpático. Los ciudadanos de Aurora le trataban con esa familiaridad medio protectora con que se acoge a los príncipes de la sangre en algunas democracias americanas. Lo peor no eran los bromistas, sino que miles de personas le preguntaban, pertinaces, la misma cosa: que cómo era el Cielo. Y él. una y otra vez, pacientemente, contestaba también lo mismo:
—Lo siento. No puedo "describirles" el Cielo. No tiene descripción...
Al presidente Hensel, que no le preguntaba nada pero estaba todo vibrante de ansia de saber y por el miedo de que se le escapara aquella ocasión única, le dijo:
—Querido profesor Hensel —efectivamente, Hensel había sido profesor—, sé lo que le sucede... Y a usted voy a hacerle una confidencia: el Cielo no "existe".
—Sin embargo, usted es una criatura celeste —replicó Hensel— y existe.
—En efecto —contestó el Arcángel—, ahora existo. Existo y consisto, tengo consistencia. Me era indispensable adquirir estas limitaciones para poder tratar con ustedes. Pero, recuérdelo, querido profesor, la existencia no es un último limite. El universo ni es cíclico, sino en campos relativos y locales, ni tampoco es un campo de concentración. Siempre se puede ir más allá. También más allá de la existencia por absurdo que a ustedes les parezca. Entre el existir y el no existir hay un algo, algos que no existen, pero los hay. Hay una esfera del hay...
»Hay Dios, pero no existe. La existencia -repitió el Arcángel— es una limitación.
Hemos subrayado estas palabras porque se trata de un mensaje venido de otro mundo, y también porque su interpretación ha fatigado mucho a los filósofos de Aurora, y aun en la época de la llegada de Onfil continuaba siendo el tema más frecuentado de sus especulaciones. Esperamos que cuando sean conocidas más acá de la Barrera de los hielos susciten el mismo interés entre los pensadores.
El presidente Hensel hubiera querido seguir hablando con el Arcángel de tan elevadas cuestiones. Pero no pudo. Nunca sintió tanto el peso de sus obligaciones políticas como en aquella ocasión. Le llamaban para que expusiera el punto de vista del gobierno ante la comisión encargada de dictaminar respecto al ofrecimiento del Arcángel.
Los comisionados no podían llegar a un acuerdo sobre tan grave punto. Los discípulos de Santalba querían que no se pidiera nada sino lo que fuese la voluntad del Señor. Sabría qué bien sería mejor para Aurora. Ningún hombre podía afirmar, y en todo caso: por el día del fin del mundo, qué era lo bueno o lo malo. La mejor fórmula era "Hágase la voluntad de Dios." Pero esto asustaba a algunos de los notables de Aurora. Cuando Dios está lejos de uno —argüían— el alma clama por Él. Pero cuando Dios se acerca y nos tiende su mano ardiente, temblamos de miedo porque tira de nosotros hacia Sí y nos desarraiga dolorosamente de muchas cosas que amamos, aunque terrenas y miserables. El bien del anacoreta es la pobreza y la humildad. El bien de Aurora, desde este punto de vista, pudiera ser el renunciamiento a su riqueza y a su poder, e incluso la desdicha terrenal y política. Empero —alegaban los de este grupo—, la pobreza y la humildad pueden ser un camino de salvación para los individuos. Para las comunidades políticas, no. El Estado es poder y el poder es riqueza. La misión de Aurora, según la voluntad de su fundador, era restaurar la civilización y aun imponerla, llegado el caso, en todo el mundo, si ocurría alguna catástrofe bélica. Aurora era un Estado, una nación, el corazón de un futuro Imperio. Esto la hacía sustancialmente incompatible con ciertas virtudes cristianas y resultaba peligroso entregar la decisión sobre el porvenir de Aurora a criterios puramente espirituales, válidos para el alma, pero no válidos para una comunidad terrena cuyo campo de relaciones era político y corporal. Por último, el presidente Hensel propuso una fórmula en extremo prudente. ¿Por qué no atenerse a los precedentes históricos? Había un precedente, por suerte. Al rey Salomón se le había hecho un ofrecimiento igual muchos milenios antes. Salomón había contestado pidiendo la sabiduría. Y Dios le concedió todo lo demás por añadidura. Pero a esto los del grupo "político" —o positivista, como alguno de ellos decía— replicaron con mucha habilidad. En primer término, la historia cambia porque cambia el condicionamiento de los hechos. En el fondo, la sugerencia del presidente Hensel no se diferenciaba de la propuesta de los místicos, del bando místico de la comisión: consistía, si vamos a ver, en dejar la decisión en manos de la Voluntad divina. Por otra parte, el propio Arcángel, en su discurso, había reconocido que si el Señor concedía a Aurora tan señalado privilegio era, justamente, para recompensar la sabiduría de la ciudad. Dado que ya poseemos la sabiduría, como lo acredita el propio testimonio divino, ¿qué sentido tiene pedirla? Ergo, en rigor lógico, la propuesta del presidente Hensel debía ser desechada...
Se acordó, en definitiva, para no hacer esperar más al Arcángel, que cada bando expusiera al pueblo, reunido en Asamblea, su punto de vista, y que el pueblo decidiera soberanamente.
Fue lo que se hizo. Habló un orador por cada grupo o tesis. Aquí sólo reproducimos el discurso cuya propuesta resultó definitivamente victoriosa.
Se levantó a hablar una dama muy bella y ya madura, una de las mujeres más hermosas de Aurora, una criatura encantadora y experimentada. Cuando tomó la palabra, el auditorio estaba cansado de oír razones sutiles pero abstrusas.
—Para mí —dijo la oradora— no hay duda alguna acerca de lo que nos hace falta, y lo diré en seguida...
—¡Diga, diga! —clamaron muchas voces impacientes.
—¿Qué tenemos y qué no tenemos en Aurora? En Aurora se desconoce el hambre y toda otra penuria material. El trabajo no es ya ni penoso ni rutinario. El trabajo, entre nosotros, se convirtió en el ejercicio gozoso de cada facultad superabundante. Sirve la creación o la ambición. No es, en consecuencia, trabajo, sino juego. Por eso podemos enorgullecemos de haber ennoblecido de verdad el esfuerzo humano. Las enfermedades que subsisten aún son frutos de perversidad, caprichos masoquistas de algunos inmorales que todos conocemos o un lujo de "snobs" que quieren llamar la atención. Aurora, con algunas despreciables excepciones, repito, es la única comunidad que logró desterrar el mal, en todo caso el mal grueso, público, gracias a los nobles espíritus que nos gobiernan —esto era un modo de congraciarse con los partidarios del presidente Hensel—. Somos felices... —la oradora hizo una larga pausa—. Es decir: lo seríamos, a no ser porque esa misma felicidad nos hace sentir, como nunca la sintieron los hombres, la terrible fuga del tiempo... El gobierno de la ciudad se preocupa tan eficazmente de combatir el tedio que aquí las horas son minutos y los minutos instantes... Queridos conciudadanos, yo os lo aseguro, no tenemos más que un enemigo, pero ese enemigo es más cruel que ninguno, y nadie padeció en la tierra como nosotros padecemos la angustia del inexorable pasar y pasar... Pasar y morir, ir muriendo gota a gota... La muerte, la súbita pérdida de todo como si nada existiera ni hubiera existido nunca... Esto es intolerable en la feliz Aurora. Por eso propongo a la honorable Asamblea que pidamos la suspensión del tiempo en Aurora...
La dama no aludió para nada, hábilmente, a su propia tragedia personal, que no era sólo el paso del tiempo con relación a la muerte, sino también por los estragos que hacía en su belleza.
El pueblo la aclamó. Los aplausos eran tan fuertes y generales que el presidente Hensel no pudo acallarlos. El presidente Hensel transpiraba de ansiedad, empeñado en hacerse oír, en traer al pueblo a su punto de vista. No quisieron oírle. Por fin, logró plantear una cuestión meramente técnica, por así decirlo. Explicó:
—Reparen en un detalle, amigos míos. Reflexionen. La suspensión del tiempo es la inmovilidad absoluta. La inmovilidad absoluta es la muerte.
Entonces Juan Gael intervino para dirigirse directamente al Arcángel.
—Sugiero que el tiempo destinado a Aurora sea represado tras altas barreras para utilizarlo a voluntad, mediante canales y otros conductos, únicamente en lo bueno y conveniente, como vivir, andar, gozar, criar y madurar flores y frutos, en mover el aire y las aguas, en dorar las piedras antiguas, pero no en envejecer y morir..., a menos que uno quisiera.
Este breve discurso, con cierta incongruencia poética, pero también con cierta belleza, impresionó mucho al público. Terminó Gael preguntando al Arcángel si era posible realizar tan seductor proyecto.
El Arcángel respondió:
—Puede todo Quien todo lo puede.
La propuesta fue votada por abrumadora mayoría, entre expresiones de júbilo delirante.
El Arcángel, a una resignada señal confirmatoria del presidente Hensel, tendió su espada de fuego a los cuatro puntos cardinales y todo quedó inmóvil en Aurora. Luego, con otro ademán, restableció la vida.
Había empezado la nueva era del tiempo represado.