V — "LECHUGA TIERNA" Y LA CONSPIRACIÓN

Marcos Onfil calló. Pero otros hablaron porque se contaban, en todas partes, detalles que Anabella no le había revelado. ¡Esa información minuciosa de los rumores...! Se afirmaba que el presidente Hensel se había opuesto a cualquier medida susceptible de dividir a la sociedad de Aurora, capaz de "crear un abismo" —éstas fueron sus palabras o quizá, como otros decían, de "cavar un abismo"— en el corazón de Aurora. Por eso se opuso a abrir un juicio que pudiera determinar la aplicación de la pancronía a determinadas personas que se señalaban por sus nombres.

Poco a poco, Marcos Onfil fue identificándose con los temas que apasionaban a los habitantes de Aurora, a sus ciudadanos naturales, y en aquellos días se sintió plenamente miembro de la comunidad donde había caído tan inopinadamente. Era un partidario furioso del presidente Hensel y no lo ocultaba en ninguna parte. Con esto se atrajo inevitablemente un odio selecto de parte del bando contrario. Sin embargo, no le reprochaban el ser extranjero. En Aurora no existía nada parecido al nacionalismo, y conforme a las leyes todo habitante era ciudadano en la plenitud de sus derechos, lo que, por supuesto, sólo podía tener consecuencias en casos muy raros, pues el Estado vivía como un mundo aparte, más aún, era un secreto, un hecho del que no tenían conocimiento los otros pobladores de la tierra. Por lo demás, en cuanto a la actuación política de "extranjeros", ambos partidos estaban en el mismo caso, porque Juan Gael se había atraído la adhesión de Hernán, el observador y compañero de Onfil.

Por primera vez desde la venida del Arcángel, y aun desde mucho antes, Aurora podía saborear a grandes tragos si amargo y excitante licor del odio. El Consejo multiplicó las exhortaciones para que se cumpliese fielmente con la práctica de la revisión psíquica semanal. El Recinto adoptó, al mismo tiempo, una serie de medidas generales tendentes a crear un clima, un ambiente anímico apacible; incluso se resolvió pintar de verde pálido todos los bancos del moviestático, así como los postes del alumbrado. Este recurso provocó las burlas de la oposición, que bautizó al presidente Hensel con el mote de Lechuga Tierna.

Lechuga Tierna -perdón: oír este mote soliviantaba a Onfil hasta el paroxismo de la furia— resolvió convocar a la Asamblea del pueblo, con el fin de que los disidentes pudieran exponer sus agravios y cambiar pacíficamente el gobierno si llegaban a obtener el apoyo de la mayoría de los ciudadanos. Fue inútil. Los jóvenes amigos de Gael promovieran tales desórdenes —algo sin precedentes en Aurora— que la Asamblea no pudo deliberar.

Entonces el presidente Hensel cambió de actitud y se dispuso a someter a los caudillos de la revuelta a un juicio por alta traición.

En ese momento se produjo un golpe de teatro. Juan Gael manifestó públicamente que no se solidarizaba con los revoltosos que habían disuelto por la fuerza la Asamblea del pueblo. Más aún: condenó expresamente esta asonada, que constituía un acto francamente sedicioso. Sin embargo, todo el mundo creía en Aurora que había sido el propio Gael quien instigó a los perturbadores. Se dedujo que este abandono súbito de sus huestes, esta deserción ante el peligro, iba a hundir el prestigio de Gael. Que las cosas no sucedieron de esta manera, lo probarían acontecimientos posteriores.

Por el momento, Aurora se enteró, no sin estupor, de que el presidente Hensel y Juan Gael habían celebrado una amistosa entrevista en el Recinto. Los detalles de aquel encuentro histórico no fueron conocidos en todos sus puntos, pero lo esencial de lo tratado llegó a noticia del público. Todo el mundo hablaba de Juan Gael en aquellos días, y Onfil comentó con Anabella:

—Este Juan Gael parece que heredó la ambición de su antepasado, el de la embajada del Arcángel.

—¡Si es el mismo!

No dejaba de ser curioso: Onfil había admitido con menos resistencia la "antigüedad" de Liliana, aun cuando le causara una repugnancia que ninguna reflexión conseguía desvanecer. En cambio, saber que el joven Gael de esta época era el mismo joven Gael que viviera y actuara en pasados sucesos históricos, le parecía algo demasiado absurdo para ser tolerado.

—Es como si hubiera conocido en el café a un tipo llamado Aníbal —explicó— y luego resultara que se trataba del mismo Aníbal que había pasado los Alpes con sus elefantes de guerra y ganado la batalla de Cannas.

Juan Gael se presentó un día, previa audiencia, en el Recinto. El presidente le acogió con su proverbial afabilidad, y el visitante, por su parte, no escatimó las muestras de respeto al "hombre cuya sabiduría nadie osaba negar en Aurora". El anciano denegó, sonriente:

—Mi querido amigo, creo que exagera usted un poco...

—Señor presidente, le aseguro que...

—¡Oh!, mi querido señor Gael, no me impedirá usted que yo "ose negar" mi sabiduría. No soy sino un viejo aprendiz. No se trata de modestia, créame. Quisiera convencerle de una cosa grave: la sabiduría es una especie de patrimonio de Aurora, un producto colectivo, por así decirlo, un estado de equilibrio entre fuerzas de signo diverso y aun adverso. Si este equilibrio se rompe un día, se producirá el fin de Aurora. No es un símil ni un modo de hablar. Será un hecho físico y fulminante. ¿No lo cree usted así?

Juan Gael asintió sin ninguna dificultad. El presidente no hacía sino repetir conceptos que eran familiares a todos los habitantes de Aurora, algo así como la filosofía oficial del Estado. Naturalmente, sólo concedió a estas palabras el crédito que merecen los lugares comunes acreditados que perdieron su eficacia emocional. Por dentro, aun cuando no llegase a formular estas ideas, estaba pensando: "¡A ver cuándo inventáis algo nuevo!"

Luego de estas cortesías y prolegómenos, pasaron a lo esencial de la cuestión. Gael expuso los agravios de los "jóvenes" contra el Consejo de los Sabios de Aurora. El presidente le escuchaba asintiendo con su noble y hermosa cabeza blanca. Estaba de acuerdo con Gael en cuanto a las premisas.

—Cierto: la integración social de Aurora bloquea todo movimiento de progreso. No lo niego. También admito que esta paralización del avance y del espíritu creador es el comienzo de la decadencia.

—En este caso, señor presidente, tendrá que admitir nuestros puntos de vista. Es preciso presentarle a Aurora una incitación estimulante.

—De acuerdo.

—Y esa incitación —prosiguió Gael— no es necesario inventarla. La tenemos en el cumplimiento, dentro de las condiciones actuales y reales del mundo, de los fines testamentarios que asignó a nuestra comunidad el venerable fundador.

Juan Gael se detuvo esperando la respuesta del presidente. Hensel meditó unos instantes, y dijo:

—Le ruego que prosiga y sea más explícito respecto a esos fines.

—Para mí son claros. Aurora ha sido fundada para salvar al mundo del otro lado de la Barrera.

—¿Qué entienden ustedes por "salvar al mundo"?

—Aurora —prosiguió Gael— es algo así como una comunidad sin pecado. Es un mundo inocente. Más allá de sus límites reina el mal y su castigo: la pobreza, la enfermedad, el odio, la ignorancia, la suciedad, la fealdad... Es vergonzoso que subsista esa humanidad de criaturas sucias, feas y entecas, cuando nosotros podríamos regenerarlas.

—¿Cuándo y cómo se llevaría a cabo esa noble empresa? —preguntó el señor Hensel.

—Respecto al cuándo, contesto categóricamente: ahora mismo, es decir, tan pronto como se hayan terminado los planes y los preparativos indispensables. El cómo dependerá de la resistencia que el mundo exterior oponga a nuestro generoso propósito.

—¿Es decir, que si el mundo exterior no acepta nuestra ayuda, tendríamos que recurrir a los medios coactivos?

—Exactamente.

—¿Qué medios?

—Disponemos de caudales de energía suficientes para que todo ceda a nuestra voluntad.

—En suma: usted piensa en los dos recursos clásicos, la destrucción y la muerte.

—No he empleado esas palabras obscenas, señor presidente.

Juan Gael enrojeció poseído de sincera vergüenza. El presidente le golpeó afectuosamente en un hombro:

—Tranquilícese, soy yo quien las dijo. Los viejos podemos permitirnos el ser mal educados de vez en cuando. Por lo demás, era necesario. Vamos, señor Gael, escúchelas de nuevo: la destrucción y la muerte. ¡La muerte!

Juan Gael volvió a enrojecer. Pero ahora saboreaba aquellas obscenidades. Sus ojos brillaban degustando interiormente, con delicia, los vocablos proscritos. El presidente sabía lo que estaba sucediendo dentro de su interlocutor. Dijo:

—Un autor olvidado que no entendería la joven generación de Aurora, un tal Dostoievsky, dijo que el hombre no aspira ni ama la felicidad pacífica. Es el hoyo en que tropiezan y caen todos los utopistas. La felicidad más embriagadora para el hombre es la desdicha y el mal. Es delicioso odiar...

Luego de una pausa, continuó:

—Sin duda, Aurora necesita una prueba estimulante que la saque de su éxtasis. Pero esa prueba, ese estímulo vital, no debemos crearlo lanzando a Aurora en la vía de la conquista y de la violencia. Tampoco debemos atribuirnos ninguna misión salvadora. No valemos tanto, querido amigo. Perdóneme que se lo diga con franqueza: son ustedes víctimas de una alucinación orgullosa. El pecado está en Aurora también. Aurora no es un mundo inocente. No hay ningún mundo inocente para el hombre. Por lo demás, usted ha invocado el testamento de nuestro fundador. Pero si algo había claro en las ideas de John Springell era su pacifismo radical. La familia de Springell era tradicionalmente cuáquera. Él también lo era aunque lo negase. Un éxito por medio de la violencia, a costa de la violencia, hubiera sido para nuestro fundador el peor fracaso. Estoy seguro de que habría preferido la desaparición de Aurora...

Esta última frase quedó vigorosamente grabada en la mente de Juan Gael.

—Si el señor presidente no tiene inconveniente, quisiera conocer los planes del Recinto para afrontar el proceso de desintegración de Aurora.

—El Recinto —contestó el presidente— no tiene aún planes decididos. Sólo algunas ideas. Un desequilibrio incitante puede ser provocado de dos formas: una, suscitando una aspiración más alta que nuestro nivel presente y superior a nuestros actuales recursos; otra, provocando una dificultad que rebaje ese mismo nivel y obligue a restaurarlo por un esfuerzo colectivo... Por ejemplo: si redujéramos la temperatura de Aurora provocando un período glacial voluntario estaríamos en el segundo sistema... Pero es sólo una hipótesis, naturalmente.

Juan Gael anotó en su memoria tan sorprendente proyecto. Protestó:

—Eso no lo consentirá nunca el pueblo.

—Tal creo. Fue sólo una hipótesis, repito.

El presidente Hensel, con instintiva prudencia, abandonó este tema.

—Por el momento lo que importa es saber si ustedes desean colaborar con el Recinto para restablecer la unidad espiritual de Aurora.

—Personalmente no deseo otra cosa —contestó Gael—. Lo que se ha dicho sobre mis actividades de agitador -subrayó la palabra irónicamente— es mentira. Puras calumnias. Me puse al frente de los jóvenes para evitar que algún irresponsable se erigiese en caudillo. Ahí existe una fuerza peligrosa y es necesario impedir que tome por cauces destructores. He tenido que hacer concesiones demagógicas. Lo reconozco. Pero fue, justamente, para que no se produjera lo peor...

Finalmente ambos hombres llegaron a un acuerdo. El presidente Hensel accedía a que se creara una guardia donde hallaría empleo el afán de novedad y de acción de los jóvenes de Aurora. Esta guardia estaría dotada de armas meramente pseudoacrónicas (en este punto el presidente fue irreductible). El Recinto conservaba —así lo explicó Hensel a los consejeros— todos los medios decisivos de protección. En el fondo, no se arriesgaba nada y era un modo de canalizar la inquietud de los turbulentos dándoles un quehacer, una responsabilidad, y encuadrando su inquietud dentro de un molde de disciplina. Gael fue nombrado jefe de la guardia, cuyos fines declarados consistían, precisamente, en proteger la seguridad y las instituciones de Aurora.

Este arreglo tuvo felices efectos. Gael formuló reiteradas declaraciones de lealtad al Recinto. Pero muy pronto se deterioró esta armonía. La guardia se dedicó a perseguir a los hombres más adictos al presidente Hensel y al orden tradicional de Aurora. Hubo sordas intrigas de una complejidad inextricable. Todo era un tejido de equívocos y confusión. Nadie sabía quién era quién. La política de Aurora, durante algún tiempo, parecía —al menos Onfil la juzgaba de este modo— una mascarada de pesadilla.

Y sin embargo el Consejo de los Sabios consiguió despejar esta amenaza. Aurora tuvo la sensación de un renacimiento, de una nueva vida.

El presidente Hensel pensaba que, en buena parte, la enfermedad de Aurora —al menos sus síntomas más flagrantes— se debía al confinamiento, al hermetismo de un círculo demasiado pequeño. No era posible dar una súbita expansión a ese círculo: los habitantes de Aurora no podían habitar ni mundo exterior sin someterlo a un previo acondicionamiento temporal, y esto les impedía lo que pudiéramos llamar "viajes de turismo". Por otra parte, era indispensable guardar el secreto de la existencia de Aurora, conforme a las instituciones de la ciudad y a los fines que presidieron su fundación. Sin embargo era preciso romper el confinamiento, ensanchar el espíritu y el horizonte de la comunidad, a fin de airearla y evitar las peligrosas fermentaciones de los últimos tiempos. El Consejo halló una solución hábil: mandó construir centenares de naves aéreas de un tipo muy característico, pues eran redondas, sin alas, y podían elevarse y descender a plomo, mantenerse inmóviles en el aire o surcarlo a velocidades formidables. En rigor, ni la idea ni los vehículos podían pasar por verdaderas novedades, salvo en algunos detalles. Muchos años antes, más o menos en la época del Arcángel, los aviadores de Aurora habían explorado reiteradamente el planeta tripulando máquinas muy parecidas, lo que promovió, en el mundo del otro lado de la Barrera, no pocas suposiciones, incluso la hipótesis de que se trataba de visitas hechas a la Tierra por habitantes de algún astro... Pues bien: las naves aéreas procedentes de Aurora volaban de polo a polo, y sus pasajeros, aun cuando no pudieran salir de la cabina, gozaban de la facultad de posarse en cualquier punto y conocer el mundo exterior, como también darlo a conocer a sus ciudadanos, pues tomaban y transmitían toda suerte de imágenes, sonidos e informaciones.

Esto tuvo un efecto excelente sobre el ánimo público y Gael empezaba a ser olvidado.

En la misma línea de nuevas actividades estaban los planes relacionados con la astronáutica, que tenía muchos aficionados en Aurora. Y en un orden diferente, cabe registrar la aparición, en aquella época, de dos nuevos deportes, un juego de sociedad que apasionó mucho a la gente, aunque por breve tiempo, y una teoría filosófica. Desgraciadamente, Onfil prestaba tan poca atención a la metafísica que no retuvo en la memoria el nombre de la nueva escuela.

Aurora hablaba de una "nueva era de expansión de la conciencia". Todo el mundo respiraba, por así decirlo, el aire de los infinitos espacios.

Nadie hubiera previsto el trauma brutal y súbito que se produjo poco tiempo después.