VI — SECRETO Y FIN DE AURORA

El ataque contra el Recinto fue un golpe instantáneo.

Onfil estaba, en aquel momento, en casa del presidente Hensel. Llegó la noticia de que el Centro de la Regulación Judicial del Tiempo se hallaba en poder de los sediciosos. Hensel se informó serenamente de las primeras noticias. Pero cuando supo la brutalidad con que procedían los rebeldes no pudo ocultar por completo su congoja. Dueños los sublevados de los comandos exteriores del tiempo, habían sometido a la pancronía a un centenar de funcionarios del Recinto. La destrucción fulminante de los cuerpos producía explosiones características que la gente oía o creía oír aun cuando aquellos ruidos pudieran deberse a otras causas. El terror había recluido a los ciudadanos en sus casas. Era un terror acrecentado y modificado por la estupefacción porque la mayoría de los habitantes de la ciudad no podían imaginar que tales cosas pudieran suceder en Aurora. Tenían la sensación de haber caído de súbito en una vorágine de locura, de infernal desvarío.

El presidente Hensel decidió trasladarse al Recinto, y ordenó que hiciesen lo mismo los miembros del Consejo. Casi al mismo tiempo recibió un mensaje directo de los sediciosos advirtiéndole que las baterías pancrónicas le tenían enfilado y que debía permanecer en su casa a disposición del mando rebelde.

El Recinto ya no era accesible sino por aire. Onfil declaró que no se separaría del presidente, y Anabella quiso seguir a su abuelo.

A pesar de la intimación rebelde pudieron aterrizar sin inconveniente cerca de la Torre de la Cámara Sellada. Casi en el mismo momento llegaron al Recinto cinco de los consejeros. Los demás habían sido aniquilados o dificultades insuperables les impedían reunirse con el presidente. También se sospechaba que alguno de ellos estaba de acuerdo con Gael.

Onfil pudo ver por primera vez el Recinto, en toda su extensión. Era una especie de acrópolis delimitada por una muralla que albergaba una serie de edificios construidos sobre una colina, dominando la ciudad. En la parte más alta del monte había una torre con un reloj de esfera blanquísima. Este reloj llevaba un nombre sugestivo: le llamaban el Ojo Eterno. Salvo su gran tamaño y la pura candidez de la esfera, lo único notable eran las agujas de oro.

Había en la Torre un misterio proverbial en Aurora. Era una estancia —quizá fuese una cripta— a la que se aludía de mil modos, incluso con expresiones humorísticas o burlonas, y oficialmente con el nombre de Cámara Sellada. La Cámara Sellada databa del tiempo del Arcángel, y desde entonces nadie había penetrado en ella. Más aún: ni siquiera se conocía con exactitud dónde estaba. Incluso podía no haber tal Cámara Sellada en el sentido material de la expresión, aunque, por otra parte, el nombre de la estancia hacía o diríase que hacía directa referencia a sellos y precintos reales que garantizaban su inviolabilidad, la inviolabilidad de una puerta. Los consejeros de Aurora tenían acceso a la Torre y no pocas personas la habían visitado. Sin embargo nadie podía decir dónde estaba la puerta de la famosa Cámara Sellada. Muchos suponían —es más exacto decir que la gran mayoría— que no había tal Cámara Sellada. Debía tratarse de una metáfora, un modo de mencionar una idea, un concepto, a lo sumo un dato, y quizá ni siquiera eso: podía ser meramente un símbolo, un artificio esotérico, sin duda de alguna utilidad, pero sin ninguna sustancia real. La Cámara Secreta guardaba el llamado Secreto de Aurora, al que también designaban con el nombre de "la Promesa", al parecer porque tenía relación con el "pacto del pueblo con el Arcángel". Sin embargo el pueblo ignoraba la índole de este misterio, y lo ignoraba porque se había avenido a ignorarlo, es decir, había renunciado a conocer el Secreto. Esta renuncia no consistía en una actitud pasiva y tácita. Por el contrario constaba expresamente como una ley fundamental de Aurora, y la Asamblea había aceptado esta ley en debida y expresa forma. Semejante renuncia se había logrado a instancias de los sabios de Aurora, en quienes la ciudad tenía, por aquel entonces, una confianza sin sombra.

Los partidarios de Juan Gael se referían a menudo, sobre todo últimamente, al Secreto, prometiendo terminar con este "tapujo" en el que presumían una astucia de la clase dirigente, de la gerontocracia de Aurora, para conservar el poder en sus manos. El propio Juan Gael había ridiculizado, con una frase incisiva, el misterio de la Cámara Sellada: "El Secreto de Aurora —había dicho Juan Gael—, como sucede siempre con todos los sancta sanctórum, es el vacío, la nada."

Aunque los sediciosos estaban en posesión de la primera línea de edificios del Recinto, subsistía lo que podríamos llamar el reducto interior, defendido por un sistema de aparatos pancrónicos que, hasta el momento, habían fulminado a cuantos intentaron forzar el paso de la Torre.

En la Torre estaba el presidente Hensel con los consejeros sobrevivientes, si era cierto que los demás habían sido aniquilados por los rebeldes. Apenas instalado en aquel lugar, el presidente se dirigió a los sediciosos. Les dijo, con su conocida voz serena, que en ningún caso podrían triunfar. Conforme al pacto del Arcángel y a la profecía de la Cámara Sellada, su victoria era imposible. Sólo lograrían con sus violencias atraer gravísimos males sobre Aurora y sobre sí mismos. Por el momento, el presidente se limitaba a hacer esta advertencia de cuya verdad y exactitud no debía dudar nadie para bien de todos. Les incitaba, en consecuencia, a deponer su actitud sediciosa en el acto y a. someter su querella a la Asamblea del pueblo.

Los rebeldes contestaron en seguida al breve discurso del presidente. Por vez primera, en público, le llamaron con el reciente mote de Lechuga Tierna, lo que produjo un gran efecto por lo insólito de tales expresiones y por la comicidad trágica que adquirían aquellas palabras en una coyuntura tan grave. Después de este desahogo burlesco vino la parte seria de la contestación, a cargo de Juan Gael. Juan Gael hizo un llamamiento al pueblo de Aurora empezando por revelar las criminales intenciones del Consejo de los Sabios (oficialmente Consejo de Aurora). El propio presidente Hensel —y no se atrevería a negarlo— le había dicho que los señores del Recinto tenían la intención de producir un período glacial en el valle y territorio de la ciudad. ¿Para qué un propósito tan insensato? Era transparente. Enfriar a Aurora equivalía a reducir su energía, a debilitarla artificialmente, a imponer a la gente un duro esfuerzo para sobrevivir. ¿Con qué objeto? Hizo una larga pausa al llegar aquí. No era dudoso: de este modo el pueblo, absorbido por la lucha para sobrevivir, permanecería sumiso a la tiranía. Gael denunciaba esta conspiración monstruosa y pedía a todos que colaborasen en su propia salvación combatiendo a la "casta" degenerada que aspiraba a perpetuarse en el mando al precio de la miseria y de la ruina de Aurora. Juan Gael y sus partidarios se proclamaban los intérpretes fieles de la tradición y de los ideales del fundador, el venerable John Springell.

A esta alocución siguió un ataque contra la Torre, que fue rechazado. Luego hubo unas horas de tregua. La cortina antipancrónica que defendía los edificios interiores parecía invulnerable.

Mientras Anabella dormía, agotada por las emociones de la jornada, Onfil se dedicó a explorar las cámaras subterráneas del Recinto. Tomó un ascensor, sin que nadie le cortara el paso, y descendió al último piso. Pronto se encontró en una cripta de alta bóveda con revestimiento de mármoles negros adornados con grecas y temas florales de oro. El local estaba desnudo de muebles y parecía ser a modo de un gran tránsito o corredor que terminaba en una puerta de bronce. Onfil trató de empujar la puerta, pero no cedía. Entonces se acordó de que en Aurora las puertas se abrían sin tocarlas, mediante determinados ademanes y movimientos. Ensayó sin mucha esperanza, para ver, finalmente, cómo la pesada hoja obedecía con lento movimiento y le franqueaba el paso. Cruzó el umbral respirando un silencio de cámara hermética, y desembocó en una sala, también revestida de mármol oscuro.

Lo que allí vio Onfil le produjo una emoción que tenía olvidada desde su infancia, cuando sufría de sueños terroríficos. Volvió a sentir, en aquel momento, lo que es el pavor, el miedo espeluznante. Alrededor de la sala, de pie, como celebrando conciliábulo, había una docena o más de cadáveres, todos en la misma postura, con los ojos cerrados, los brazos tendidos a lo largo del cuerpo y las cabezas ligeramente levantadas.

El miedo duró poco: duró otro tanto que la sorpresa. Pero ahora lo que sentía Onfil era otra cosa. Hay en el miedo un cierto sabor punzante, natural, un sabor de vida. Lo que sintió Onfil tras el miedo fue angustia, la angustia de sentirse perdido, la evidencia súbita de lo desconcertante de toda realidad, el golpe de ver que existían "cosas así", realidades como aquélla. Sin embargo la causa de aquella congoja que Onfil experimentaba no era la sala con sus muertos, sino asimismo las demás realidades del mundo, las realidades más comunes también, las más familiares, no diferentes en su esencia de aquel horror. Se sintió extraviado en lo desconocido, en un desconocido fantasmagórico y pavoroso que no era aquella sala de muertos, sino el mundo entero, todas las cosas. Nunca le habían acometido estos sentimientos difíciles de describir. Era como si estuviese tragando un licor de taste metálico, con regusto desabrido, ni siquiera repugnante, un sabor de cenizas, de nada, peor que repugnante. Se quedó unos instantes paralizado y luego le vino un malestar de estómago, un malestar real, físico, razonable en este sentido, conocido, lo que era algo, un alivio. Iba a retroceder, a escapar, cuando sintió que una mano de hombre se le posaba en su hombro. Creyó haber lanzado un grito. No era cierto: no hizo sino temblar con todo el cuerpo. Entonces oyó a sus espaldas una voz humana:

—¿Qué hace usted aquí?

Una "voz humana" quiere decir una voz natural, una entonación con nada de extraordinario. Pero a Onfil, sin embargo, le costó trabajo torcer el cuerpo, volverse, porque tenía los músculos como agarrotados. Ante él estaba un hombre pálido y alto, de cara larga y ojos hundidos. Creyó que no era un hombre, sino un autómata de los que se utilizaban en Aurora para los trabajos inferiores. Se parecía a esta clase de seres mecánicos. Onfil permaneció unos instantes mirando oí recién aparecido sin responder.

—¿Quién es usted? —sonó de nuevo la voz.

Onfil vio que era efectivamente un hombre. Le explicó su presencia en aquel lugar. El otro, a su vez, hizo su propia presentación:

—Temía que fuese un enemigo. Tengo a mi cargo el cuidado de estos lugares, pero con este barullo tuve que atender a otras cosas. ¡Señor!, ¿qué será de nosotros?

—¿Qué sitio es éste? —interrogó Onfil.

—¿No lo ha comprendido? Es la Casa del Buen Sueño.

Decididamente en Aurora había una predilección notoria por los eufemismos y un visible pudor de las palabras rudas. Aquello era, en realidad, la cámara donde se conservaba a los que habían sufrido la pena de acronía.

—¿Están muertos? —preguntó Onfil.

—En cierto modo sí. Pero pueden volver a la vida.

—¿Por qué los tienen aquí?

—En primer lugar para protegerlos de la destrucción. Y además, es parte de la pena.

El hombre dijo estas palabras como recitadas. Eran dogmas, axiomas profesionales de prestigio consagrado. Se mostró explícito quizá por efecto de lo anormal de las circunstancias. No era frecuente tener visitas en semejante lugar, y si Onfil había conseguido llegar hasta aquel sitio había sido gracias al desorden producido por la sublevación.

Onfil se despidió del hombre pálido que reinaba en el panteón subterráneo. Recordó el miedo que la acronía inspiraba a Liliana. Seguramente en aquel miedo tenía buena parte la idea de estar en aquella compañía muda, como un muerto entre los muertos.

Cuando Onfil regresó junto a Anabella encontró a la joven despierta e inquieta. El presidente Hensel les llamaba a la Torre.

Los rebeldes habían lanzado un nuevo y más violento ataque contra los edificios interiores del Recinto.

El presidente recibió a los dos jóvenes en una sala de la planta baja de la Torre. En el testero del fondo, a la izquierda, estaba el señor Hensel sentado a su mesa de trabajo, rodeada de estanterías con libros. Onfil paseó la mirada distraídamente por la pieza y su atención se fijó en un cuadro, aun cuando ni la factura ni el tema le interesaran. Era una pintura antigua, probablemente del siglo XIX y representaba un carrito de colores alegres —dominaban los rojos, los azules y los blancos— en el que iban dos hombres, uno de ellos en pie señalando algo en el cielo. Después le llamó la atención el fuerte y seco tictac, como de un poderoso reloj, que sonaba en el piso, debajo de sus pies. Pero le distrajo el rumor de conversaciones que venía del otro extremo de la sala. Un grupo de hombres —cuatro o cinco— hablaban sentados alrededor de una mesita baja.

El presidente levantó la cabeza y sonrió con cariño al ver a Anabella. Se puso en pie y dio unos pasos hacia los jóvenes. Besó a Anabella en ambas mejillas, teniéndola abrazada, y, sin soltarla, tendió la mano a Onfil. Después condujo a los dos muchachos junto a la mesa y les invitó a sentarse. Él tomó asiento también en otro sillón frente a los jóvenes.

—Le he llamado —dijo dirigiéndose a Onfil— para decirle que ya no hay ningún motivo para retenerle en Aurora. Queda usted en libertad de marcharse.

—Precisamente ahora no me quiero ir —respondió Onfil—. Le agradecería que me permitiera quedarme al lado de ustedes.

Hensel sacudió la cabeza negativamente:

—Por el contrario, le ruego que se marche al otro lado de la Barrera. Se lo pido como un gran favor, el único favor que podría hacerme, créalo. Le suplico que se marche al otro lado de la Barrera...

Hablaba con mucha emoción y Onfil se conmovió. El anciano era absolutamente sincero. Insistió sin embargo:

—¿Por qué no puedo quedarme?

—Pronto lo sabrá. No debemos perder un instante.

Onfil cruzó una mirada con Anabella, y dijo:

—Creo que no debo volver sin mis compañeros.

—Ya nos hemos ocupado de eso. También ellos tienen derecho a salir de Aurora. Nos pusimos en comunicación con sus dos compañeros y están advertidos. Saben que deben estar en el aeródromo, el mismo en que han aterrizado ustedes, dentro de media hora, y les han dado facilidades para trasladarse allí. Es probable que le estén esperando cuando usted llegue.

—¿Y si no estuvieran?

—En ese caso, hijo mío, debe prometerme que saldrá sin esperarlos.

—No puedo marcharme —replicó Onfil en tono bajo y obstinado—. No me iré.

—Otra cosa más —añadió el presidente—. Quería pedirle que se llevara consigo a Anabella.

Anabella cruzó una mirada con Onfil, luego se volvió a su abuelo y se le arrasaron los ojos de lágrimas.

—Abuelo, ¿por qué quieres que te dejemos?

Hensel se acercó a la muchacha y la atrajo a sí.

—No me has entendido. Lo que pido de vosotros es un servicio, una misión. Eso es. Tú eres la única persona de Aurora que podría vivir al otro lado de la Barrera. ¡Cuánto me alegro de no haber consentido en tu acondicionamiento temporal! ¿Ves cómo el viejo Hensel tenía razón? Ahora me tienes que obedecer. Me darás una gran alegría si acompañas a tu amigo. Marcos es un buen muchacho —por primera vez se oía llamar Onfil de este modo por el presidente—. ¿No quieres darle una alegría al abuelo Hensel?

Ella asintió con la cara llorosa. Onfil seguía oyendo, ahora destacado como un sonido único, aquel tictac de reloj.

—Bien —dijo Hensel—. No hay que perder un instante. La máquina que nos trajo al Recinto les espera para llevarlos al aeródromo. No teman nada. Está protegida contra las, armas pancrónicas.

El presidente se levantó y les condujo hacia la salida. Hubo un momento de silencio. El tictac del reloj sonaba creciente, como si les apremiara. Onfil se quedó atrás mientras Anabella cruzaba la puerta de salida y aprovechó para preguntarle al presidente:

—¿Qué sucede, señor?

—La Cámara Sellada se está abriendo.

Los cinco hombres reunidos en el rincón de la sala volvieron sus cabezas como para despedir a los jóvenes. Los cinco tenían una expresión de beatitud en los rostros y sonreían con cinco sonrisas iguales. Eran, sin duda, los consejeros de Aurora. Ya fuera de la Torre, Anabella le dijo a Onfil indignada:

—¿Has visto a esos viejos? Están atiborrados de frasia. ¡Es una vergüenza!

El presidente acompañó a los jóvenes hasta la máquina donde aguardaba ya el piloto, el mismo que les había traído desde la casa de Hensel al Recinto. El anciano besó a su nieta y con alguna brusquedad la empujó dentro de la nave aérea que, en el acto, comenzó a elevarse perpendicularmente.

Estaban sobre la ciudad. Aurora desde el aire tenía el aspecto de inocente serenidad que Onfil le viera el día de su llegada. Era un precioso juguete, una limpia y perfecta aldea mecánica.

En camino hacia el aeródromo —tan breve camino— el piloto puso en funcionamiento el aparato de televisión. En la pantalla apareció el presidente Hensel sentado ante la misma mesa de la Torre donde los jóvenes le habían visto hacía menos de media hora. Se oyó la voz conocida, apacible. Comenzó el presidente por anunciar que los rebeldes estaban a punto de penetrar en la Torre. En ese instante, levantó la vista, y la pantalla recogió la expresión de los ojos del anciano: Onfil sintió como si se le hubiera producido el vacío dentro del cuerpo. Hensel tenía una mirada de niño. "Se está abriendo la Cámara Sellada —dijo en seguida el presidente con un perceptible temblor de voz— y el Secreto de Aurora va a ser revelado." Las palabras que siguieron a continuación no pueden ser transcritas con exactitud, no sólo porque la memoria de Onfil no las retuvo, sino también por miedo a incurrir en graves errores a causa del matiz delicado, de sentido e intención, que puso en esta parte del discurso el presidente Hensel. Anabella, que había empezado a sollozar tan pronto como su abuelo dijo que los rebeldes iban a entrar en la Torre, contuvo la perturbadora expansión para escuchar, con las lágrimas como detenidas en su carrera, mojándole la cara, las revelaciones del presidente. La Cámara Sellada se estaba abriendo... Es decir: que la Cámara Sellada se abría, no por la acción de una voluntad personal, sino por sí misma. Sobre esto no podía caber duda. El presidente Hensel aclaró este punto lo suficiente para que pudiera entenderlo cualquiera. También quedó perfectamente definido que la apertura de la Cámara Sellada provocaba la destrucción (quizás esta palabra sea de un materialismo grosero) del factor misterioso gracias al cual el tiempo podía ser regulado en Aurora. El efecto de este hecho venía a ser algo muy semejante a lo que les sucede a los tripulantes de un submarino sumergido, posado en las arenas de un mar profundo, cuando una explosión rompe las planchas y el agua lo aplasta todo. Aurora venía a ser una cámara hermética en un abismo, y el tiempo, el tiempo detenido, no gastado, los proceses que ese tiempo había dejado en suspenso, todo eso se precipitaría sobre aquel mundo exento para igualarlo en la comunidad universal. El efecto habría de ser algo inimaginable, un anoralipsis en una pompa de jabón. ¿Qué formas tomaría el hecho racionalmente absurdo y sin embargo real? Aurora era una contradicción, una insensatez inscrita en el orden universal, una ínsula derogatoria de la lógica, que iba a ser aniquilada. En fin: de cierta manera, la destrucción de Aurora venía a ser un milagro al revés, el mismo milagro del Arcángel en el momento del reajuste brusco, instantáneo, en que iba a terminar, en que el milagro iba a reintegrarse en la ley común. Con ruda sencillez mecánica cabría decir, también, que las represas del tiempo se iban a romper de pronto descargando sobre Aurora un alud temporal, una furia invisible, sin materia, que anegaría toda cosa y todo ser viviente. Siempre con el lenguaje de las metáforas mecánicas el Secreto de Aurora venía a ser un dispositivo (la palabra no puede ser más inadecuada, aunque vigorosamente expresiva) que, desde la Cámara Sellada, destruía el sistema de la regulación del tiempo, como quien hace saltar la barrera de un gran embalse de agua. Pero ¿cuál era la causa de este hecho? ¿Qué o quién ponía en acción el "dispositivo" que determinaba la catástrofe? La respuesta merece ser tratada en punto y aparte. Este aspecto de la alocución del presidente no requiere ninguna exégesis y está al alcance de todo entendimiento normal. La Cámara Sellada se mantenía en su clausura, inviolada, por efecto del equilibrio psíquico de Aurora en determinado status al que el presidente llamó la "sabiduría de la comunidad". Podemos imaginar, en efecto, que tal status psíquico, el orden espiritual de Aurora, en suma, actuaba de una manera automática sobre la Cámara Sellada, y mientras permaneciese esta armonía, se conservaba el otro orden, el orden físico y vital, felizmente gobernado por la regulación del tiempo. Pero alterado el orden espiritual de la comunidad se desencadenaba el "mecanismo" destructor y Aurora sería anegada por la ola del tiempo detenido. El presidente manifestó sin lugar a equívocos, como para quitar toda esperanza, que ningún poder humano podía evitar el desastre. El movimiento de apertura de la Cámara Sellada era irreversible. Lo que será difícil averiguar es si la relación entre el orden espiritual de Aurora y sus fuerzas materiales respondía a un artificio humano, tal vez creado por los sabios, o bien a una especie de "karma" decretado por poderes sobrenaturales. O bien los dirigentes de Aurora cultivaban ciertas ambigüedades, jugando con lo divino o numinoso y lo humano y físico, o bien su pensamiento, aunque animado por ¡a voluntad de ser claro, se tornaba oscuro y dudoso por efecto de la complejidad misma del asunto, inaprensible para nuestra lógica demasiado elemental. El presidente Hensel no dejó de aludir al "pacto del Arcángel" como si hubiera existido una especie de "alianza", en el sentido de las Escrituras, aun cuando podemos hallarnos aquí en presencia de un símil, de un símbolo verbal útil para designar, en forma sensible, hechos rebeldes a la expresión de la palabra común, usada en manera directa. No olvidemos que esta narración nos obliga a aventurarnos en un territorio desconocido, en un mundo donde no nos pueden guiar los hilos de las ideas que forman nuestra trama intelectual, elaborada con otra materia, con otro orden de realidades, y es inevitable que nos sintamos perdidos y desconcertados, en ese extravío de una radical perplejidad.

Pero esto hay de nítido y firme: Aurora gozaba de poderes mágicos sobre la materia y sobre la vida. Aurora poseía gigantescos caudales de energía para su felicidad, para la felicidad de sus habitantes. Y Aurora era rica también en sabiduría. Cuando Aurora perdiese la sabiduría, esos poderes, esos caudales de fuerza, todo lo que era su bien y su privilegio, se volvería contra ella y la ciudad sería aniquilada.

Tal era, en el fondo, el Secreto de Aurora. Un secreto demasiado simple para que le prestasen mucho crédito, demasiado elemental para obtener el respeto de los más sutiles y el acatamiento de los comunes. Los grandes secretos suelen ser a un tiempo muy sencillos y muy complejos, transparentes y oscurísimos.

El presidente Hensel terminó su discurso con una despedida, y un adiós fraternal. Distinguimos entre despedida y adiós porque el propio presidente destacó la distinción, ya que, al final de su discurso, pareció como si abriera con sus palabras otra Cámara Sellada, una perspectiva franca de esperanza, más allá de la negación. Onfil evoca aquellas frases postreras del discurso de Hensel sin poder resucitar su más valioso sentido. Hensel habló de una puerta que se abre en la noche profunda. Nos han despertado de súbito, en la madrugada, en medio de nuestra paz. La casa arde y las llamas nos cercan sin dejarnos una salida: sólo muros infranqueables y la muerte. No hay escape. Y sin embargo, siempre hay escape. Ninguna verdad es definitiva: ni las verdades que nos halagan ni las que nos desesperan. Las evidencias más empedernidas y macizas pueden ser traspasadas porque están abiertas aún más allá, por impensable que sea. El ser y el no ser se concilian en un algo, que hay sin que exista. "Una mano te guiará a través de los muros —dijo el presidente— y sentirás en el rostro el aliento fresco de la noche oscura..."

Mientras los hombres de Gael forzaban las puertas de la Torre una ola de millones de milenios cúbicos (tal vez este modo de decir haga inteligible lo que sucedió), un huracán temporal cayó sobre Aurora. Todos los procesos retardados o detenidos se consumaron en un instante, un instante en el que sucedió todo lo que debería haber sucedido lentamente en el pasar de muchos días. Fue una monstruosa explosión. Todo se convirtió en ceniza y nada.

Entretanto, la nave en que volaban Onfil y Anabella estaba ya fuera de la ciudad y descendía cerca del aeródromo. Los dos jóvenes saltaban a tierra —más exactamente, eran lanzados a tierra— en el momento mismo en que Aurora quedaba destruida. Cuando abrieron los ojos estaba cayendo sobre ellos y sobre toda la tierra una espesa nevada. La máquina y su piloto habían desaparecido.

Estaban solos entre la nieve. El frío sobrevino, intenso y casi instantáneo; después pareció detenerse, retroceder, y en seguida dominó todo el valle, tomó posesión de un país que le pertenecía.

Cuando los dos jóvenes miraron hacia la ciudad no vieron más que la restituida blancura de los hielos.

Lucharon para acercarse al avión, el avión que trajera hasta Aurora a Onfil y sus compañeros. El aparato empezaba a parecer un fantasma bajo la nevada. La capa de nieve crecía minuto a minuto bajo los pies de ambos jóvenes. Se hundían en el suelo blando y tendían todo su ser hacia la máquina salvadora, como en los sueños.

Les sorprendió oír la altiva cólera de los motores encendidos. Era un frenesí de furia y de esperanza aquel ruido de las poderosas máquinas. Alguien estaba dentro del aparato, esperándoles. El mecánico Hefaist les abrió la puerta y les ayudó a subir.

Onfil recuperó el mando del avión con la seguridad certera de un largo hábito.

—¿Dónde está Hernán? —preguntó.

—No ha venido aún.

La voz de Hefaist era buena y real como un rumor doméstico, familiar.

Aguardaron un tiempo que pareció muy largo. Hernán no venía. Hernán se había quedado en Aurora. Onfil quiso esperarlo más tiempo, mucho tiempo, como para castigar su impaciencia, su miedo, su deseo de huir. Pensaba con rencor que Hernán se había dejado seducir, como siempre, por las delicias evidentes de Aurora y no había creído nada sino lo que sus ojos y sus sentidos le anunciaban. Aurora era la comodidad y la delicia y Hernán no se inquietaba por causa de los enigmas. Era hombre de evidencias y realidades, muy seguro de su mundo, persuadido de que todo era claro y sin misterio. Estaba a gusto en Aurora, y nada más. Por eso se había quedado sin atender la advertencia del presidente Hensel. Acaso se figuró que el presidente quería engañarlo y alejarle de Aurora y de sus palmarias ventajas asustándole con vanos peligros. Hernán nunca permitía que le engañaran. Hernán pisaba fuerte con sus fuertes pies y andaba sobre esta tierra, no como un explorador cauteloso o un forastero caído en país ajeno, sino tal como si hubiera nacido en la cuna de las rocas el primer día de la creación. Hernán lo sabía todo al modo de los que no se preguntan nada. Hernán pereció en Aurora.

Mientras le esperaban —"un minuto más, sólo un minuto más"— se oían los sollozos de Anabella. Cada instante que pasaba sería más improbable que el avión lograra elevarse.

Por último, Onfil inició la maniobra de despegue. Los motores gemían en un paroxismo de rabia y de poder. La insidiosa blandura de la nieve retenía la máquina, como una invitación al sueño, al descanso definitivo. Finalmente, en un arranque desesperado, el aparato se desprendió, para siempre, del suelo de Aurora.

Al cruzar la Barrera de hielo, Onfil pasó su brazo por el busto de Anabella y atrajo hacia sí el cuerpo de la muchacha. Ella reclinó la cabeza en el hombro viril, buscando consuelo. Los motores cantaban apaciblemente. Anabella dejaba correr las lágrimas suavemente. Onfil le señaló un extraño efecto de luz en la muralla de gélida blancura: la base de la ciclópea construcción de hielos era oscura, luego venía una franja de admirable candidez, y en lo alto erraba un tenue vislumbre rosado. Anabella sonrió. El espectáculo era de una belleza increíble y gratuita, tan inexplicable, tan misteriosa como toda la belleza del mundo. Parecía que aquel juego de luz en los gigantescos prismas de nieve existiera sólo por sí y para sí. Allí estaba desde hacía milenios, quién sabe cuántos milenios, para nada, sin sentir la necesidad de un ojo humano que lo mirase y donde mirarse. Y sin embargo parecía, al mismo tiempo, una alusión sin cifra, un mensaje, una promesa...