LA CIUDAD SOLITARIA
La canoa se deslizaba corriente abajo, cuando Kerril vio la ciudad. Al principio pensó que se trataba de un efecto óptico producido por los primeros reflejos del sol matinal unidos a su propio letargo, pero, a medida que la embarcación se fue acercando y las sólidas construcciones permanecieron erguidas contra el cielo sin nubes, fue convenciéndose de que no era un espejismo, sino los restos de una inmensa ciudad que se extendía junto a la orilla del río.
Empuñando su larga pértiga, maniobró para que la canoa se acercara a la orilla. El sol perfiló los contornos de su poderoso cuerpo, vestido con una corta túnica y unas sandalias, y arrancó destellos de su cobriza piel. Una intrigada expresión asomó a su rostro mientras se aproximaba a la ciudad.
Era inmensa. Y estaba muy bien conservada. Kerril había pasado otras veces junto a ciudades en ruinas, que no eran más que eso: ruinas de los gigantes que en otras épocas habían cubierto la superficie de la tierra. Nada más.
Había imaginado ruinas. Pero se encontró con una ciudad nueva, tan nueva como si hubiera terminado de construirse el día anterior.
La canoa se deslizó junto a los grotescos muros. Kerril no divisó la menor señal de vida. Esto era completamente normal, ya que, ¿quién iba a vivir en una ciudad? ¿Guardas, quizás? Esto explicaría al menos su notable estado de conservación.
Kerril contempló las grises fachadas de los edificios. Parecían espiar su avance sobre las claras aguas del río.
Tomó una decisión. Necesitaba satisfacer su curiosidad. La embarcación encalló en la orilla. Kerril saltó a tierra y arrastró la canoa hasta la hierba. Luego se volvió para encararse con la ciudad.
La sorprendente variedad de estructuras se extendían hasta una impresionante distancia. Hacia el oeste, el paisaje parecía sumido en una deprimente oscuridad, pero el lugar donde se encontraba Kerril estaba bañado por la cálida luz del sol.
Junto a la orilla, el terreno se elevaba ligeramente. Avanzó hasta encontrarse en medio de lo que en otros tiempos había sido una amplia y bien pavimentada carretera. Más adelante, casi en los arrabales de la ciudad, parecía hallarse en mejor estado. Kerril la siguió, sintiendo que su curiosidad aumentaba. Nunca se le había presentado la ocasión de examinar una ciudad tan bien conservada, y era difícil que volviera a presentársele. Su vagabundeo le había conducido a gran distancia de su pueblo.
Kerril entró en la ciudad.
A pesar de la anacrónica novedad de los edificios que le rodeaban, el olor a muerte y a descomposición lo impregnaba todo. Parecía flotar en el aire; seguía sus pasos mientras se adentraba.
Todo en aquel lugar le resultaba extraño. Incluso los edificios eran distintos a todas las ruinas que había visto hasta entonces. Ninguno de ellos tenía puertas ni ventanas. Y sus fachadas eran completamente lisas.
Una brisa suave rozó por un instante el rostro de Kerril y siguió adelante.
Kerril se detuvo, alzó una mano y la pasó rápidamente por su rostro. Su expresión mostró aún más su curiosidad.
Acababa de sucederle algo muy raro. La caricia de la brisa había provocado un leve temblor en él.
No..., no a través de su cuerpo.
A través de la ciudad.
Ahora podía sentirlo. Una sensación casi imperceptible de movimiento debajo de sus pies, como si la ciudad, semejante a un soñoliento gigante, estuviera despertando de su prolongada modorra, por el rumor de sus pasos.
Kerril dio media vuelta y contempló el camino que había seguido para llegar hasta allí. La angosta abertura que servía de entrada a la ciudad le pareció muy lejana. Había andado más de lo que pensaba.
Mientras contemplaba aquella abertura, los dos edificios que la formaban se acercaron lentamente el uno al otro, hasta que quedó cerrada, cortándole la retirada.
La ciudad estaba viva.
Por un instante, Kerril se sintió invadido por el miedo, aunque la sensación se desvaneció con rapidez. Después de todo, ¿qué podía temer de una ciudad? No le haría ningún daño. No podía hacerle ningún daño. La ciudad tenía un solo objeto, y era el de servir. Servir al hombre. Nada más.
Con una sensación de alivio, Kerril continuó su infructuosa investigación. Pero la ciudad se mostraba distinta. La sensibilidad parecía estar despertando a su alrededor. El apagado sonido de sus pasos se había convertido ahora en un rumor perfectamente audible. Las paredes que tocaba parecían latir con vida propia. Los ojos de Kerril brillaron de excitación.
¡Qué recompensa! ¡Qué recompensa!
Llegó a un amplio cruce. Sobre su cabeza, el cielo formaba una alargada cruz. Y mientras permanecía allí, indeciso acerca de la dirección que tomaría, fue acariciado de nuevo por una brisa extrañamente pasajera. Esta vez se detuvo más en él, como si examinara su rostro y penetrara en las cavidades de sus oídos, de sus ojos, de su boca. Después, se alejó.
Mientras Kerril permanecía completamente inmóvil, interrogándose acerca de aquel singular examen, sintió que su cuerpo era agarrado repentinamente por unas manos poderosas e invisibles. Las manos le sujetaron con fuerza, y por unos instantes Kerril experimentó un miedo que no había experimentado nunca. Empezó a desear que su curiosidad no le hubiera empujado hacia una ciudad tan rara e inexplicable.
Poco a poco, la presión disminuyó. Kerril miró a su alrededor, pero no pudo ver el menor rastro de lo que le había sujetado. Supuso que se trataba de unos impulsos de fuerza que podían ser producidos y controlados por la propia ciudad. ¿Con qué propósito?
No tardó en descubrirlo. Se vio suavemente arrastrado calle abajo, a una velocidad aproximada a la de su propio paso, pero alzado a unas pulgadas del suelo. Al principio se sintió inclinado a creer que era tratado como un prisionero, pero luego se dio cuenta de que la ciudad no hacía más que atender a sus deseos, ya que aquél era el camino que se había propuesto seguir.
De repente, su cuerpo sufrió una leve sacudida y a continuación empezó a ascender. Las grises fachadas de los edificios quedaron abajo. El aire chocó contra su rostro y penetró en su boca abierta.
Luego se vio solo, suspendido sobre la ciudad que se extendía por todos lados. La calle era una estrecha franja. Y Kerril estaba sobre ella, como un pájaro detenido en pleno vuelo.
Pero no tenía miedo. No había motivos para que lo tuviera.
De los tejados de los edificios brotaban unas extrañas construcciones. Algunas eran complicadas espirales retorciéndose hacia el cielo. Otras, altas columnas que brillaban al sol.
Una de las espirales estaba muy cerca. Alta, delgada, a menos de diez pies de distancia. Y parecía contemplarle con interés.
—Hombre —dijo la espiral, con una voz mecánica y cansada, aunque extrañamente tranquila—. Hombre...
Kerril fue incapaz de precisar si la palabra era una pregunta o una simple observación. Pero notó que una brisa familiar jugueteaba con su pelo.
—Sí —dijo—. Soy un hombre.
La brisa recogió sus palabras y las esparció sobre los tejados de la ciudad.
La espiral dio un gran suspiro. Y repitió:
- Hombre...
Esta vez, Kerril captó la maravillada sorpresa detrás del cansado sonido de la voz.
Y de la ciudad surgió un simultáneo eco de la palabra, un gigantesco ¡Oh! de exultación que atronó sus oídos. Toda la ciudad se estremeció con una terrible emoción.
—¡Bien venido! —gritó la espiral—. ¡Bien venido..., hombre!
De nuevo, la atronadora exultación. Kerril se sintió sumergido en aquel intenso oleaje, mecido suavemente por el fantástico ritmo.
Luego, descendió con increíble rapidez. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, la estrecha franja de pavimento situada debajo de él se ensanchó con sorprendente rapidez. Las fachadas de los edificios se deslizaron por su lado a una velocidad asombrosa. No tuvo tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo. La ciudad, súbitamente despierta, le arrastraba triunfalmente.
Los edificios, que unos momentos antes eran grises y mortecinos, latían ahora con vibrantes colores. Kerril parpadeó ante la inesperada explosión de morados y de bermellones. Toda la ciudad resplandecía con miradas de colores. Alrededor de Kerril, todo volvía a la vida, a causa de él. Únicamente a causa de él. Sin el hombre, la ciudad estaría tan desprovista de vida como Kerril la había visto al principio. Él había alborotado sus eones de adormecimiento. Él y sólo él.
Equilibrado sobre la invisible alfombra de energía que le conducía a través de las amplias calles, Kerril se vio repentinamente arrastrado hacia la fachada de un gigantesco edificio. Apareció una abertura que se ensanchó sorprendentemente. Kerril pasó a través de ella y descendió. Profundamente. Plantas y plantas llenas de máquinas desconocidas. Hasta el final. Hasta que fue depositado en el suelo de un espacioso vestíbulo, en cuyas paredes se alineaban unos extraños aparatos electrónicos y cuyo techo era casi invisible, debido a su enorme altura.
Delante de Kerril parpadearon las luces de un enorme cerebro electrónico. El Jefe, indudablemente. El cerebro le dirigió la palabra.
—Esto es el Ayuntamiento. Y yo soy el Alcalde de la ciudad. Como hombre que eres, te doy la bienvenida.
Kerril miró a su alrededor con ojos asombrados, contemplando el increíble vestíbulo, y luego se volvió hacia la voluminosa máquina.
—Gracias —dijo—. Estoy profundamente impresionado por lo que he visto.
La voz del Alcalde sonó extrañamente enronquecida, tratándose de una máquina. Cuando se dirigió de nuevo a él, Kerril casi imaginó que una leve emoción teñía la voz sintética.
—Ha pasado... mucho tiempo desde la última vez que me dirigí a un hombre —dijo el cerebro electrónico—. Tanto tiempo, que casi había olvidado... —Pareció rectificarse a sí mismo apresuradamente—. Olvidado cómo dirigirme a mis jefes.
Kerril dijo:
—Me asombra el hecho de que hayáis conseguido sobrevivir durante tanto tiempo sin deterioraros. Yo creía que todas las ciudades estaban...
—¿Muertas? —A través de la máquina, la palabra adquirió un sonido fantasmagórico—. Sé lo que quieres decir. He visto la suerte que han corrido. Y no estaba dispuesto a seguirla. Tenía fe en el Hombre. Creí que algún día volvería a nosotras, que se daría cuenta de lo necesarias que somos para su progreso.
Un leve destello danzó en las profundidades de los ojos de Kerril.
—Pero, ¿cómo habéis conseguido... permanecer como sois? —preguntó.
La ciudad tardó en contestar, y pareció hacerlo a regañadientes.
—Es difícil de explicar. Las medidas que he adoptado han sido fruto de varios siglos de profundos análisis. Cuando previmos que la ruina se acercaba a nuestras desiertas calles, comprendimos que, a menos de que actuásemos rápidamente, el tiempo nos aplastaría. En consecuencia, desarrollamos una técnica mediante la cual pudimos desviar los vientos del tiempo. Y seguir existiendo al margen del continuo normal. Librarnos del yugo de la entropía. Proteger nuestra ciudad hasta que el género humano volviera a necesitarnos.
Kerril quedó convenientemente impresionado. Unas máquinas capaces de desviar la corriente del tiempo eran merecedoras de cierto respeto.
—Pero, ¿cómo...? —empezó.
—La mecánica es sumamente complicada. Sólo el describir de un modo comprensible las fuerzas que intervienen en el proceso nos llevaría mucho tiempo. Pero, como no dudo de que permanecerás aquí una temporada, tendremos ocasión de hablar del tema con más amplitud. De momento, puedo decirte que los generadores de esas fuerzas son las extrañas construcciones que has visto encima de la ciudad. Establecen una barrera que puede ser mantenida indefinidamente y a un coste de energía muy bajo. Durante cortos períodos de tiempo normal, permito que la ciudad exista en la dimensión regular de espacio-tiempo, y espero que se acerque el hombre. Al final, mi paciencia se ha visto recompensada.
Kerril meditó las palabras que acababa de oír. La cosa resultaba realmente impresionante. Nunca había oído hablar de una ciudad capaz de sumergirse a sí misma en otra dimensión, ni que hubiera alcanzado el nivel de autodeterminación conseguido por ésta. Intrigado, continuó con el tema.
—Vuestras intenciones son de lo más honrosas, pero temo que estén basadas en una falsa premisa.
—¿Cuál? —preguntó la ciudad.
—La de que el hombre necesitará de nuevo a la ciudad.
En tono asombrado, la ciudad dijo:
—¿Y llamas a eso una falsa premisa?
—Desde luego. Como comprenderás, abandonamos las ciudades porque ya no las necesitábamos. Al igual que unos padres orgullosos, habían velado por nosotros durante demasiado tiempo y, al igual que algunos padres, se habían convertido en protectores absorbentes, exclusivistas. Estaban frenando nuestro progreso como hombres. Pero la mayoría de edad era inevitable, y por eso empezó el éxodo. Todo esto sucedió hace muchos siglos. Ahora pertenece al reino de la leyenda. Y ya no podemos utilizar para nada a una ciudad. Nos inspira curiosidad, un pasajero interés, pero nada más. Por eso vuestro plan, por noble que sea, está condenado al fracaso. Los hombres no pueden regresar a las ciudades. Las han sobrepasado.
Un mortal silencio planeó sobre el vestíbulo. Kerril contempló al cerebro electrónico con expresión expectante.
La respuesta, cuando llegó, fue la que cabía esperar.
—Eso es imposible y, además, no comprendo esa "mayoría de edad" de que hablas.
—Es muy lógico. Una máquina no tiene mayoría de edad. Sólo la mente humana posee esa clase de progresión. Como concepto, resulta mucho más fácil de explicar que vuestra intrigante desviación del tiempo, pero, en último término, es incompatible con vuestro raciocinio.
Una solemne rabia colgaba pesadamente a su alrededor. Kerril captó la derrota y la soledad en cada átomo del edificio.
—¿No tienes nada más que decir? —suspiró la ciudad. Las palabras estaban llenas de desesperación.
—No puedo ofrecer esperanza donde no existe —respondió Kerril—. Podéis manteneros a salvo de los estragos del tiempo. Indefinidamente. Pero la respuesta a vuestras ambiciones será siempre la misma. Hubiera sido preferible, quizá, renunciar hace mucho tiempo y permitiros la dignidad de la muerte. Esta clase de lealtad mal entendida sólo puede tener un final: desilusión y una muerte de otra clase.
Estaba hablando del destino que había alcanzado a un gran húmero de las antiguas ciudades. Enfrentadas con el éxodo en masa de sus comunidades, muchas ciudades habían sido incapaces de razonar lo que estaba sucediendo, y, como el hombre en su locura les había dado más autodeterminación de la necesaria, se sublevaron de un modo increíble. Algunas enloquecieron y tuvieron que ser destruidas. Otras adoptaron una actitud pasiva y permitieron que sus edificios se desmoronaran definitivamente. No tardaron en desaparecer. Las ciudades modernas habían evolucionado en forma de entidad corporativa, y cada una de sus partes era responsable del conjunto. Independientes del control del hombre y coordinando todas sus funciones en beneficio del género humano, representaron la última evolución de un concepto olvidado desde hacía milenios. De familia. De madre, padre y amante unidos en una sola entidad. Pero el hombre había terminado por surgir del útero materno, había cortado su cordón umbilical y había emprendido una existencia independiente. Dejando solamente las ruinas de las ciudades como evidencia de su antigua locura.
Pero Kerril no dijo nada de eso. No había ninguna necesidad de afirmar lo que era tan dolorosamente evidente.
La ciudad se colocó en una actitud defensiva.
—No puedo tomar en consideración tus palabras —dijo—. He vivido de la esperanza, y continuaré haciéndolo. Las afirmaciones de un solo hombre no pueden convencerme de que estoy siguiendo un camino equivocado, que estoy... anticuada.
Era evidente que la ciudad había estudiado largamente el vocablo, negándose a aceptar su significado.
—Lo siento —dijo Kerril, y era sincero al decirlo—. Siento no poder ofrecerte ni siquiera esperanza. Me limito a decirte lo que yo sé.
La ciudad rumió aquellas palabras, y unos instantes después pregunto:
—¿Y dices que tu gente no regresará nunca?
Con la plena convicción de su conocimiento, Kerril sacudió la cabeza.
—No, no lo harán, no pueden regresar. No hay ninguna necesidad de que lo hagan.
—Eso es imposible. ¿Cómo puedes no necesitarme? ¿Cómo?
Kerril sabía que sería imposible explicarle aquello a una máquina.
—Lo único que puedo decir es que hemos superado la necesidad de la ciudad. Ni más ni menos.
Esta vez, el silencio se prolongó incómodamente. Kerril estaba ya impaciente por ver de nuevo su país, sentía el ansia de sus sonidos, de sus olores y de los millares de cosas maravillosas que había en él. Las altas paredes de la ciudad empezaban a oprimirle más de la cuenta.
—En realidad, me has mostrado muchas maravillas —dijo, lentamente—, pero debo reemprender mi camino. Llevo ya mucho tiempo lejos de los míos.
- ¿Tiempo? -la ciudad rumió la palabra unos instantes—. ¿Tiempo, dices? Aquí no existe el tiempo. Incluso un humano como tú tiene que apreciar el privilegio de la inmortalidad. ¿Por qué no te quedas conmigo? Piénsalo: ¡toda una ciudad a tu disposición! ¡Un imperio a tus pies! ¡Y la derrota de la entropía bajo tu mando!
Kerril miró fijamente el inexpresivo rostro del cerebro electrónico.
—¿Solo?
La ciudad rumió la pregunta.
—No. Vete a tu mundo y regresa con tu gente. Para quedarte aquí, conmigo. Olvida el tiempo y vive como un hombre tiene que vivir: con su ciudad.
Kerril sacudió la cabeza.
—Imposible. Siempre existiría la tentación de regresar, de hociquear como un cerdo en el fango del tiempo. No creo que pudiera olvidarlo.
—Yo te enseñaré a conseguirlo.
—Y, además, me moriría. Todos moriríamos.
—¡Imposible! No tienes ningún concepto de eternidad como el que yo te ofrezco...
—A pesar de todo, moriría. De aburrimiento. De soledad. De deseo de un mundo que es infinito. Todas tus drogas, toda tu habilidad no podrían evitar esto. La inevitable descomposición del encarcelamiento.
—¿Encarcelamiento? ¿Llamas a esto una cárcel?
Repentinamente, las paredes que le rodeaban desaparecieron. Kerril pudo contemplar los gigantes de la ciudad, brillando y latiendo con plenitud de vida. Parecían mirarle ansiosamente, y Kerril se preguntó lo que contenían, qué procesos increíblemente desconocidos representaban. Cada uno de ellos, quizás, un gigantesco útero capaz de contener a un millar de seres humanos.
La idea envió un escalofrío a través de su espina dorsal. Deseó ávidamente encontrarse de nuevo al aire libre.
—Quédate —suplicó la ciudad—. Aunque sólo sea una temporada...
—No —dijo Kerril—. Me siento oprimido por tus enormes edificios. Tengo que proseguir mi camino. Pero llevaré a mi gente la noticia de la existencia de tu ciudad, y...
Sobre su cabeza, el cielo se oscureció súbitamente. Y una cúpula de increíble negrura se extendió sobre la ciudad.
—De acuerdo —susurró la voz del Alcalde—. Te quedarás.
Y en el rostro de Kerril apareció una expresión de terror, ya que sabía que ahora estaba irremediablemente atrapado.
Por su propia curiosidad.
A su alrededor, las paredes del Ayuntamiento volvieron a alzarse, ocultando el terrible espectáculo de la cúpula que cubría la ciudad.
Kerril se volvió y se encaró con el cerebro electrónico.
—¿No comprendes? —dijo—. Moriré. Tengo que morir. ¿Qué importancia tendrá mi breve presencia, comparada con vuestra eternidad? Ninguna. Ninguna, en absoluto. Pero tú habrás provocado mi muerte, la muerte de un hombre.
La ciudad no respondió.
Kerril anduvo ciegamente de un lado para otro, entre las hileras de cerebros electrónicos, buscando una salida. Al final se abrió una ante él y se sintió arrastrado suavemente hasta la calle.
Se quedó de pie en medio de la amplia calzada y miró desapasionadamente a su alrededor. Los edificios habían perdido ya su brillante colorido. Un manto gris de depresión se había extendido sobre ellos. Sólo unos leves destellos latían débilmente dentro de sus enigmáticas paredes.
El fantasma de una sonrisa asomó a los labios de Kerril. Inclinó afirmativamente la cabeza, como convenciéndose a sí mismo de algo.
Kerril echó a andar sin objetivo a lo largo de la desierta calle. No podía hacer otra cosa. La ciudad había bloqueado su salida. Estaba atrapado. Quedaba por ver cómo reaccionaría la ciudad. Lo que había hecho, o pretendía hacer, era una violación de su propio raciocinio. Después de todo, la ciudad estaba destinada a servir al género humano y a proteger a un individuo en la medida de sus fuerzas. Pero a su prolongado y voluntario exilio tenía que haber deteriorado o averiado un complicado mecanismo electrónico. ¿Qué otra explicación cabía de su repentina decisión de separarle del mundo exterior?
¿O eran los efectos de la soledad?
Kerril descartó esta explicación. ¿Quién había oído hablar nunca de una máquina que sintiera la soledad? Esto sugería otras emociones de tipo humano, cosa completamente increíble. Y sin embargo...
La mayor parte del mundo antiguo permanecía envuelta en el misterio. La ciudad que le rodeaba era bastante extraña... ¿Sería posible que sus constructores la hubieran dotado, si no de un grado de conciencia semejante al del hombre, sí de algo hasta cierto punto equivalente?
Todo resultaba muy confuso. Si se le daba tiempo, tal vez la ciudad comprendería lo demente de su acto. Suponiendo que no existiera ninguna avería grave en las unidades. Suponiendo que la mente de la ciudad no sufriera los efectos de una neurosis psicológica y no permaneciera impasible a los impulsos de la lógica.
A su alrededor, los edificios mantenían su aspecto sombrío. Éste era un buen síntoma. En ellos radicaba su única esperanza.
La ciudad no había conocido nunca el paso del tiempo, y Kerril no pudo precisar cuánto duró su vagabundeo a través de la inmensa metrópoli. Sus pensamientos parecían discurrir también vagamente, sin aferrarse a nada concreto. Sus músculos no experimentaban ninguna fatiga, pero al cabo de un período indefinible, notó que se apoderaba de sus pensamientos una especie de letargo. Inmediatamente se sintió oprimido por un intenso cansancio. Se dejó caer sobre la acera, completamente agotado.
De pronto, percibió un susurro en el aire. Una voz familiar murmuró en su oído:
—Quiero hablar contigo.
La ciudad había pronunciado aquellas palabras en tono resignado, casi de disculpa.
Kerril se puso en pie y dijo:
—Muy bien.
Suavemente, fue transportado de nuevo a través de las calles, y volvió a penetrar en el amplio vestíbulo del Ayuntamiento. Y se encaró de nuevo con la desapasionada máquina que era el Alcalde.
—He estado pensando en lo que me has dicho —empezó la máquina.
Kerril esperó a que continuara.
—Y he llegado a una decisión.
—¿Qué decisión?
Se produjo una larga pausa.
—Me..., me resulta difícil aceptar la afirmación de que tu gente ya no me necesita. No me has ofrecido más explicación que el vago concepto de la "mayoría de edad". Sin embargo, he aceptado lo que tú me has dicho. No me queda otra alternativa. Verás —y aquí la voz recordó un susurro—, también yo estoy cansado. Cansado de esperar indefinidamente, cansado de la inevitable soledad. Solo e innecesario, pero esperando. Y a fin de cuentas, ¿para qué?
Kerril dijo:
—No olvides que tu exilio es voluntario. Sólo tú puedes decidir lo que es mejor para ti.
—Lo sé. Ésa es una de las cosas que me has enseñado. O, mejor dicho, que me has recordado. La había olvidado. A pesar de haber prescindido del elemento tangible del tiempo, todavía hay algo que invade mi mente con sus insidiosos dedos. Tal vez fui demasiado presuntuoso al suponer que podía prescindir de iodo lo temporal. El talento es una cosa..., la divinidad, otra. Estoy cansado y deseo terminar con esta soledad. Estaba equivocado al tratar de retenerte aquí, pero no temas, no hubiera mantenido mi amenaza por mucho tiempo. Emociones mucho más fuertes que mi propio egoísmo lo habrían impedido.
Kerril dijo:
—Estaba convencido de ello. Pero, dime, ¿qué decisión has tomado?
—De acuerdo con tus propias palabras, estoy anticuado. No sirvo ya para nada. Por lo tanto, debo ser destruido. De modo que he adoptado las medidas necesarias para que así sea. Rápidamente, definitivamente, sin dolor. Un proceso de reacción en cadena reducirá a polvo mis edificios y mi propia conciencia. Como dicen los humanos, moriré. Y esto me parece una cosa deseable. No puedo seguir soportando esta interminable espera. He sido un loco. Un loco egoísta.
"Pero existe una dificultad: he preparado el mecanismo necesario, pero no puedo ser agente de mi propia destrucción.
Delante de Kerril una gran palanca negra surgió del rostro de la máquina.
—Voy a pedirte un favor. Quisiera que empujaras hacia abajo esta palanca. No habrá ningún peligro para ti. El mecanismo no funcionará hasta que estés a salvo. Y, mira: ¡ahí tienes el azul de tu cielo!
La bóveda negra desapareció, y en su lugar Kerril vio la inmensidad azul de su mundo.
—No eres ya mi prisionero —continuó diciendo la ciudad—. Eres libre. Hazme el pequeño favor que te he pedido y no te molestaré más.
Kerril miró solemnemente a la enorme máquina. La voz de la ciudad había sonado casi como la de un hombre muy viejo. Muy viejo y muy cansado. Sabía perfectamente que no era necesario que moviese la palanca, que la ciudad era capaz de asegurar su propia destrucción pero, por algún motivo desconocido, prefería que la mataran a convertirse en un irreflexivo suicida.
Kerril se sintió inundado por una intensa compasión, pero, ¿qué otra cosa podía ofrecer a la ciudad? Había resistido más que las otras, desde luego, pero esto la hacía incluso más anticuada. El género humano no la necesitaba ya para nada. Se convertiría en una rareza, en un lugar al cual la gente llevaría a los niños para que se divirtieran con aquella antigualla, y esto sería peor que la muerte. Verse convertida en un sujeto de irrisión.
—¿Cómo podría negarme? —dijo Kerril, con los ojos extrañamente nublados. Se acercó a la palanca, la agarró, la empujó hacia abajo...
—Gracias —suspiró la ciudad—. Gracias... hombre. Ahora puedes marcharte.
La canoa estaba en el mismo lugar donde la había dejado. Kerril la empujó hasta el agua. Luego se volvió para contemplar por última vez la ciudad. Orgullosa y solitaria, alzaba aún hacia el cielo sus majestuosas estructuras.
Se acercaba la noche. Unas cuantas estrellas luchaban ya por dejarse ver. Kerril alzó la mirada hacia ellas y se sintió confortado.
No comprendo -había dicho la ciudad— ese concepto de la mayoría de edad.
Por sofisticada que estuviera una mente cibernética, había aún algunas cosas que no podía comprender. Una máquina seguía siendo una máquina, por complicada que fuera.
Kerril contempló por última vez la ciudad, todavía sólida y terriblemente real, pero que no tardaría en convertirse en polvo y átomos dispersos a través de una pequeña partícula de tiempo.
A continuación embarcó en la canoa y empuñó la pértiga con mano firme. Mientras hundía el largo remo en el agua, sintió que todo su cuerpo vibraba de energía.
Había llegado el momento de poner término a su vagabundeo. Llevaba ya demasiado tiempo lejos de los suyos.
La canoa se apartó lentamente de la orilla y empezó a deslizarse, corriente abajo, por la brillante superficie del agua.