EL ELEMENTAL

Frank Belknap

Al principio, Wheeler pensó que era una coincidencia. Ebony Lady perdía terreno a ojos vistas. Había retrocedido al cuarto lugar, siendo sobrepasada por Radio Crooner. Parecía galopar rápidamente, pero hacia atrás.

Sin embargo, se trataba de una simple ilusión óptica. En realidad, lo único que hacía la yegua era imitar un poste de telégrafo visto desde la ventanilla de un tren expreso.

Entonces se produjo la "coincidencia". Ebony Lady dejó de galopar hacia atrás y en menos de cinco segundos volvió a colocarse en cabeza, adelantando a tres caballos como un chorro de petrolato líquido.

Wheeler se frotó los ojos. ¿Se habría convertido en un hombre capaz de hacer ganar a un caballo con un simple pensamiento? Desde hacía varias horas se había dado cuenta de que poseía un extraño y nuevo poder. Con un mero acto de concentración mental, podía apartar a la gente a un lado cuando paseaba. Y podía abrirse camino a través de la más compacta de las muchedumbres.

Pero Ebony Lady galopaba por la pista a un cuarto de milla de distancia... Y en la mente de Wheeler no había el menor síntoma de tensión. Se limitaba a pensar:

"Quiero que ese caballo vaya más aprisa. Quiero que ese caballo gane."

Push, push. Un diminuto pensamiento moviéndose en el interior de su cerebro...

Alguien le tiró de la manga.

—¡Es asombroso, amigo! ¡Mire cómo corre ese caballo!

A Wheeler no le gustaba que le tocaran. Emitiendo una especie de gruñido poco amistoso apartó la mirada de la pista. A su lado había un hombre calvo y rechoncho, que llevaba un traje a cuadros y tenía el rostro empapado de sudor. Los ojos parecían bailarle en las órbitas.

—¡Nadie puede detenerla! ¡Va lanzada! ¡Mire cómo corre!

Wheeler dijo:

—Es posible que yo pueda detenerla, señor.

El hombre soltó el brazo de Wheeler y le miró con cierta aprensión.

—Le falta un tornillo —murmuró.

Wheeler se frotó la manga con un gesto desdeñoso y volvió a fijar su atención en la pista. Ebony Lady parecía volar, camino de la recta final, con su largo cuello erguido. El jockey, doblado sobre la silla, tenía serias dificultades para mantener el equilibrio.

Wheeler no quería que Ebony Lady perdiera. Necesitaba desesperadamente los cinco dólares que había apostado por ella. Pero... bueno, tenía que comprobarlo. Era vital para la paz de su mente.

¿Podría detener la impresionante carrera de Ebony Lady con un pensamiento? ¿Era el nuevo poder tan terrible como él temía? Pensó: "Quiero que ese caballo vaya más despacio. Quiero que ese caballo se quede atrás."

Como chorros de petrolato líquido, tres caballos, incluido Radio Crooner, sobrepasaron a Ebony Lady.

El hombre del traje a cuadros se quedó con la boca abierta. Dio un respingo y miró a Wheeler con ojos intrigados.

Wheeler dijo, con voz trémula:

—¿Se ha dado cuenta?

Aquel hombre tenía algo que repugnaba a Wheeler. Pero estaba terriblemente impresionado. Tenía que hablar del asunto con alguien.

El hombre del traje a cuadros dijo:

—¿Qué ha hecho usted? ¿Aflojar el paso de Ebony Lady? ¿Espera que me trague eso?

Los labios de Wheeler estaban pálidos.

—No trato de convencerle —dijo—. Me limito a dar constancia de un hecho.

—Un hecho, ¿eh? —se mofó el otro—. Entonces, supongamos que vuelve usted a colocar a esa yegua en cabeza. ¿Qué le parece?

Wheeler suspiró.

—Muy bien —dijo—. Mire a Ebony Lady.

Permitió que el pensamiento se formara.

"Quiero que ese caballo gane."

Push, push. Un pequeño pensamiento dirigido hacia la pista donde galopaban los caballos.

Ebony Lady voló literalmente hacia adelante. Se colocó en tercera posición..., en segunda..., a un cuerpo del caballo que iba en cabeza. Cruzó la línea de meta con una ventaja de más de dos cuerpos.

El público gritaba hasta enronquecer. Ebony Lady pasó por delante de la tribuna de los jueces como un demoníaco hipógrafo, en tanto que los altavoces anunciaban:

—¡Ganadora, Ebony Lady, damas y caballeros! ¡Ebony Lady acaba de ganar el Derby!

El hombre del traje a cuadros estaba visiblemente aturdido.

—Es..., es increíble —murmuró.

Wheeler hizo un gesto de asentimiento.

—Desde luego —dijo—. Ni yo mismo lo comprendo.

El hombre del traje a cuadros proyectó la cabeza hacia adelante, con un brillo de codicia en los ojos.

—¿Podría hacerlo otra vez? —inquirió.

—¿Qué quiere usted decir?

—En otra carrera..., en cualquier momento.

Wheeler asintió.

—Estoy seguro de que podría hacerlo —dijo.

El hombre del traje a cuadros se acercó un poco más.

—¿Hacia dónde va usted, amigo?

Wheeler dijo:

—Tengo que ir a recoger diez dólares de un apostador.

El hombre del traje a cuadros sacó un voluminoso fajo de billetes y extrajo uno.

—Acepte esto y venga conmigo —dijo—. Le invito a un trago.

Wheeler vaciló. Pensó:

"No quiero beber licor. Pero puedo pedir un vaso de leche y dársela a probar."

El hombre del traje a cuadros le tiraba de la manga.

—Vamos, amigo. Unos sorbos de whisky sientan bien a todas horas.

Cinco minutos más tarde estaban sentados en el mostrador circular de uno de los puestos del hipódromo autorizados para la venta de bebidas no alcohólicas. En el exterior, la multitud se dispersaba lentamente, marchando en grupos hacia el norte, el este y el oeste.

Wheeler sostenía un vaso de leche con tanta fuerza que sus nudillos blanqueaban. Su compañero dedicaba su atención a un vaso de whisky.

Miró de soslayo a Wheeler.

- ¡Leche! -exclamó, en tono desdeñoso.

Wheeler dijo:

—Servir bebidas alcohólicas en el hipódromo va contra la ley, Mr. Sheed. Este puesto no cumple las disposiciones legales.

—Llámeme Ted —dijo el hombre del traje a cuadros—. Mire, Harry, ¿por qué no se relaja un poco y se muestra humano? Podríamos ayudarnos el uno al otro. Yo tengo mucho dinero para invertirlo en una cosa segura.

Wheeler dijo:

—Admito que es una tentación. Llevo dos meses sin trabajo, alojado en pensiones baratas y comiendo muy poco...

Súbitamente, se estremeció. Se había olvidado de la leche. Levantó el vaso hasta sus labios y sorbió temerosamente. Una expresión de horror asomó a su rostro.

Sheed dijo:

—Bueno, ¿qué opina usted de mi propuesta?

Con mano trémula, Wheeler depositó el vaso sobre el mostrador y lo empujó hacia su compañero.

—Pruebe esa leche, por favor —dijo. Sheed hizo una mueca.

—¿Por qué diablos tengo que probarla? La leche no me gusta. Se me indigesta.

—Pruébela, por favor —insistió Wheeler.

—¡Oh! De acuerdo...

Sheed alzó el vaso y lo acercó a sus labios. Inmediatamente dejó caer el vaso sobre el mostrador.

—¡Está agria! —exclamó—. ¡Tan agria como un arenque rancio!

Wheeler palideció.

—Entonces, es cierto —gimió—. No eran imaginaciones mías.

—¿De qué está usted hablando?

—Cada vez que pruebo la leche se pone agria —dijo Wheeler.

Sheed gruñó impacientemente.

—Bueno, ¿y qué? Tendrá usted acidosis o algo por el estilo. Ocurre con frecuencia.

—No, no se trata de eso —insistió Wheeler—. Da la casualidad de que sé algo acerca de la diátesis acidular. He trabajado en un laboratorio de ensayos patológicos. Nadie puede agriar la leche simplemente con probarla. Una persona que padezca diátesis reumática o gotosa, la más acidular de todas, puede hacer gárgaras con leche sin que ésta se agrie.

Sheed estaba perdiendo la paciencia.

—Puede usted hacer ganar a un caballo —gruñó—, y se preocupa por una insignificancia como ésa. ¡Bah!

Súbitamente, Wheeler cogió el vaso de su compañero y apuró su contenido de un trago.

—¡Eh, un momento! —protestó Sheed—. No tenía usted que hacer eso. Ya le he dicho que le invitaba a un trago.

—Pida un whisky doble para mí —dijo Wheeler.

La bebida produjo un curioso efecto en Wheeler. Su desesperación remitió, y una ola de indignación moral inundó su espíritu. Empezó a ver a su compañero bajo una luz menos favorable. Se inclinó hacia adelante.

—¿Quiere usted decir que el asunto es una mina de oro? —inquirió.

—Algo por el estilo. Yo escojo los caballos y usted los hace ganar. Un negocio redondo, amigo.

Wheeler dijo:

—Es usted un tipo asqueroso, Slieed. Me inspira repugnancia.

—¡Oiga! ¿Se ha vuelto loco?

—¡No me gusta su sebosa cara!

Sheed enrojeció. Poniéndose en pie de un salto, se plantó delante de Wheeler con los ojos brillantes de cólera.

—Voy a romperle a usted... —empezó a decir.

El pensamiento se formó rápidamente:

"Quiero que este hombre se marche aprisa, y lejos."

Sheed gritó. Algo le levantó del suelo, al tiempo que le retorcía. Echó a volar a través del pequeño establecimiento, con el cuerpo girando alrededor de sus rodillas.

Se oyó un ruido de cristales rotos. Sheed cruzó la ventana del establecimiento y continuó volando por encima del hipódromo. Finalmente cayó sobre la pista, boca abajo.

Wheeler sonrió, se puso en pie y dejó cuatro monedas de veinticinco centavos al lado de su vaso vacío.

—Eso ha valido la pena —dijo.

Salió del puesto y se mezcló con la muchedumbre en dispersión.

La gente le rozaba. Wheeler reía y enviaba a la gente lejos, rodando ligeramente. Siendo un hombre de instintos amables, no abusaba de su poder. En su mente no había ninguna animosidad. Pero le divertía ver cómo la gente giraba y giraba, alejándose, como hojas llevadas por el viento. En aquel instante se sentía como un israelita andando a través del mar Rojo.

Continuó andando, ignorando las miradas intrigadas o enfurecidas. Levantó a una mujer seis pies en el aire y la envió volando como una pluma a través del hipódromo. Aterrizó a treinta pies de distancia, gritando histéricamente. Una muchedumbre se congregó a su alrededor. Wheeler envió a todo el grupo de hombres, mujeres y niños a cincuenta pies de distancia.

Inmediatamente se reprochó a sí mismo: "Ha sido vergonzoso. No debiste hacer eso."

Arrepentido, levantó a su propio cuerpo. Ascendió ligeramente y voló sobre el hipódromo, avanzando por encima de las cabezas de la multitud en dispersión. En un momento determinado descendió sobre los hombros de un hombre gordo, el cual empezó a aullar.

—Lo siento —se disculpó Wheeler, ascendiendo de nuevo.

Estaba pensando:

"Siempre deseé volar. Y ahora estoy volando."

Agitó los brazos como si fueran alas.

"Me gustaría remontarme", pensó.

Inmediatamente ascendió a más de dos mil pies de altura y planeó como un cóndor por encima del hipódromo. Debajo de él vio unas pequeñas manchas en dispersión. Ascendió todavía más, voló con más audacia.

Flap, flap, flap.

Debajo de él se extendían ahora inmensos espacios verdes. Vio vacas en los pastos, carreteras y caminos, arroyos que brillaban a la luz del sol. Vio un prado tachonado de blancos asfódelos.

Pensó:

"Tengo que conservar la calma. No debo excitarme."

Kentucky era un Estado muy hermoso. Ahora, Wheeler volaba por encima de una antigua mansión sureña. Vio a varias personas que se movían por los alrededores de la casa, a los obreros que trabajaban en las plantaciones.

Siguió volando hacia el este, remontándose por encima de las Montañas Negras de Virginia, en dirección a la costa.

Pensó:

"Esto es más divertido que viajar en autobús."

Descendió en espiral para observar a un airón de cresta amarilla que surgió de una sombría espesura y emprendió el vuelo hacia las brillantes aguas de la bahía Chesapeake.

Wheeler siguió al airón sumido en una especie de trance. En las profundidades de su mente se agitaba el terror, pero éste no llegaba a inundar su conciencia..., excepto ocasionalmente y en pequeños remolinos.

Tenía momentos de repentina y terrible duda, de perplejidad y de temor. Pero estaba tan maravillado por su don de volar, que se estremecía de placer e ignoraba las oscuras premoniciones que de cuando en cuando le asaltaban.

Flap, flap, flap.

Ahora volaba por encima del estuario del Pokomoke. La costa de Virginia era una brillante línea azul, muy lejos, hacia al oeste. El avión se había desvanecido, y Wheeler se encontraba solo bajo el sol.

Había estado volando incansablemente durante horas enteras, pero no se sentía fatigado. ¿O sí? Era posible que estuviera un poco cansado. Tuvo que repetirse a sí mismo, una y otra vez:

"Estoy volando sin el menor esfuerzo. Soy tan ligero corro una pluma."

El sentido de ligereza disminuyó un poco cuando dejó de concentrarse, y de pronto se encontró descendiendo hacia las resplandecientes aguas del estuario.

Las aguas estaban enrojeciendo cuando la fatiga hizo presa en Wheeler. Volar se convirtió en un esfuerzo. Pero Wheeler continuó agitando los brazos y asegurándose a sí mismo que era más ligero que el aire.

Volaba muy bajo, por encima de unas islas, cuando su ligereza disminuyó poderosamente. Las piernas le pesaban como plomos. Al mirar hacia abajo se sintió horrorizado. Había cesado de remontarse y las aguas ascendían hacia él rápidamente.

Cayó sobre una pequeña isla que apenas tenía cuarenta pies de diámetro: un montón de rocas que emergían precariamente de un mar color vino.

Wheeler permaneció unos instantes completamente inmóvil, aturdido por el choque. Luego se incorporó lentamente.

Una voz dijo:

—Tienes menos juicio que un niño.

El rostro de Wheeler adquirió un tono ceniciento. Remolineando a su lado sobre la roca había una masa cónica de espuma, con la cumbre de los colores del arco iris y dos iridiscentes órbitas brillando en su tenue magnitud.

El rojo disco del sol se hundía en el horizonte, pero había aún suficiente claridad para mezclar las sombras de Wheeler y del cono. La sombra del cono estaba devorando ávidamente la sombra de Wheeler, consumiendo sus perfiles humanos con evidente fruición.

Wheeler notó que la sangre se helaba en sus venas. Empezó a retroceder pero, en cuanto se movió, el cono se acercó más a él.

—Ten cuidado, estúpido —advirtió el cono—. Estas rocas son muy resbaladizas.

La voz del cono era resonante, pero inexpresiva. Wheeler se sintió sobrecogido de terror.

—¿Qui... quién eres? —tartamudeó.

El cono dijo:

—Un elemental. Una fuerza elemental. No voy a hacerte ningún daño. Tengo tantos motivos como tú para avergonzarme de esta..., de esta calamidad.

—Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Me has traído tú —respondió el cono—. Cuando has agotado mis energías, no he podido continuar sosteniéndote.

—¿Quieres decir que has venido conmigo?

—Desde luego. He estado habitando en el interior de tu cuerpo durante varios días. Ha sido un experimento del que ahora estoy arrepentido.

—¿Has estado viviendo...?

—Tomé posesión de tu cuerpo temporalmente. Ya sabes lo que es un elemental, ¿no?

Wheeler vaciló un instante.

—Sí..., creo que sí —terminó por decir—. Un espíritu de la naturaleza. Un espíritu de tierra, aire, fuego o agua.

—Eso es sustancialmente correcto —dijo el cono—. Me alegro de que no hayas dicho una fuerza de la naturaleza. No soy una fuerza, en el sentido científico. Soy un verdadero espíritu.

—¿Un verdadero espíritu?

—Sí. Soy tan real como un duende o un trasgo. Los hombres de ciencia niegan nuestra existencia. Y levantamos mesas en el aire bajo sus mismas narices. Rompemos la loza, enviamos objetos rodando, y se empeñan en negar nuestra existencia...

—¿Quieres decir que eres un fantasma? —inquirió Wheeler, estremeciéndose.

—Puedes llamarme así, si te place. Cada época ha tenido un nombre distinto para nosotros. Los griegos preferían pensar en nosotros como en unos espíritus de la naturaleza capaces de cuajar la leche, de desencadenar el viento nocturno, de encender misteriosas fogatas y de hundir a las naves en el mar.

Wheeler tartamudeó:

—Pe... pero... ¿por qué me has escogido a mí?

—Fue una locura —dijo el elemental—. Pero..., bueno, tú eres una nueva frontera. Hasta ahora, ningún elemental se había atrevido a morar en un hombre. En algunos niños, sí. Sus arrebatos son de corta duración y no nos agotan. Pero los mortales adultos tienen ideas propias.

—¿Quieres decir que estás sujeto a los caprichos de mi mente?

—En cierto sentido, sí. Cuando piensas en algo que deseas hacer, estoy obligado a ayudarte. Lo del hipódromo ya fue bastante fatigoso, pero este vuelo me ha agotado por completo.

—Tu presencia fue la que me produjo aquella extraña inquietud —dijo Wheeler—. Quería volar, porque estaba seguro de que podía hacerlo.

—Lo sé —dijo el elemental—. Estamos atrapados en un círculo vicioso. Yo te doy ideas y una sensación de poder, y tú me agotas. Mientras permanezco unido a ti, estoy obligado a satisfacer las exigencias de tu voluntad.

—Pero puedes abandonarme cuando quieras, ¿no?

—No. Puedo salir de tu interior y mover objetos a distancia, o moverme a tu alrededor, como estoy haciendo ahora. Pero no puerto abandonarte. ¿Has visto alguna vez a una oruga tejiendo un capullo? Va envolviéndose en una trama de hilos, hasta que queda completamente aprisionada.

—Pero tú estás ahora fuera de la prisión —objetó Wheeler.

—Simplemente como una proyección penumbral —explicó el elemental—. Mi matriz continúa morando en tu cuerpo. Los elementales somos seres de una estructura muy compleja. Si pudieras verme tal como soy en realidad, lo comprenderías.

Las negras sombras de la noche caían rápidamente sobre la isla. El sol había desaparecido detrás de las líneas del horizonte. El elemental parecía temblar.

—Estoy agotado..., enfermo —dijo—. ¡Qué ganas tengo de que amanezca!

Wheeler miró al cono con súbita aprensión.

—¿Quieres decir que no puedes levantarme en el aire en la oscuridad? ¿No..., no podemos regresar volando?

El elemental dijo:

—¡Estúpido! ¿No has querido volar sobre el mar?

—Me proponía regresar —dijo Wheeler—. No sabía que ibas a fallarme.

—Bueno, pues te he fallado —dijo el elemental—. Estoy a punto de morir.

Wheeler palideció.

- ¿Quieres decir que puedes morir?

—Desde luego. Los elementales no somos inmortales. Cuando nuestras energías expiran, estallamos en llamas. Morimos en una explosión de gloria.

—¡Dios mío! —exclamó Wheeler.

El elemental se acercó más a él, rebotó contra él y ascendió en el aire. Voló en un rápido círculo alrededor de la pequeña isla y descendió en medio de una lluvia de chispas.

Wheeler gritó, horrorizado. Retrocedió, y estuvo a punto de caer al mar.

El elemental remolineó hacia él a través de las rocas.

—¡Cuidado, estúpido! Sólo estaba probando mi fuerza.

Wheeler aspiró una profunda bocanada de aire y la expulsó lentamente.

—¿Por qué tienes que asustarme de ese modo?

—Lo siento —se disculpó el elemental—. ¿Tanto te afectaría mi muerte?

—Si mueres me quedaré helado —murmuró Wheeler—. Me moriré de hambre y de sed. Nos encontramos en una de las pequeñas islas rocosas de la parte meridional del Cabo Charles. Por aquí no pasa nunca ningún barco.

—Comprendo —dijo el elemental fríamente—. Una reacción puramente egoísta.

Wheeler gruñó y sacó un cigarrillo.

—¿Por qué ha tenido que sucederme esto precisamente a mí? —murmuró.

Estaba a punto de encender el cigarrillo cuando el elemental se precipitó hacia él con terrible avidez. Arrancó el fósforo de sus dedos y lo hizo remolinear en el aire. La llama chisporroteó en todas direcciones. Irradió a través del elemental desde la base hasta la cumbre, bañándolo en una refulgencia sobrenatural.

—¡Ah! ¡Qué bueno es esto! —murmuró el espíritu, mientras el brillo se apagaba—. Ahora me siento mucho mejor.

Wheeler se quedó con la boca abierta.

—¿Quieres decir que puedes extraer energía de una llama?

—De la luz, estúpido. Mañana, cuando salga el sol, sorberé la energía suficiente y volveré a ser fuerte. El sol es la fuente de toda mi fuerza.

Wheeler suspiró, aliviado. Sacó otra cerilla y la encendió. Inmediatamente le fue arrancada de los dedos. Durante un cuarto de hora alimentó con fósforos al elemental.

Le quedaba una sola cerilla cuando dijo:

—¿Puedo fumar ahora?

—Adelante —dijo el elemental.

En cuanto el humo penetró en sus pulmones, Wheeler se sintió mucho mejor. Buscó una posición más cómoda en las rocas.

—Supongo que tendremos que quedarnos aquí hasta mañana —dijo, en tono resignado.

No vio la ola que se acercaba. Se levantó detrás de él, chocó contra la roca y le dejó empapado de pies a cabeza. El agua estaba helada, lo mismo que la anguila que aterrizó sobre su nuca y se deslizó por debajo del cuello de su camisa.

Wheeler empezó a maldecir en voz baja en la semioscuridad, tratando de agarrar el pequeño y resbaladizo cilindro.

El elemental dijo:

—He recobrado un poco las fuerzas, ya que puedo levantar una ola.

La noche transcurrió para Wheeler en un continuo sobresalto. El frío le penetraba hasta los huesos. Se quedaba adormilado para despertar casi inmediatamente. Al amanecer cayó en un profundo sueño. Cuando se despertó, un par de horas después, el aire era muy frío y la isla y el mar estaban cubiertos por una densa niebla.

¡Niebla! Remolineaba encima del agua y se pegaba a las rocas tenazmente. Wheeler oyó que alguien sollozaba debajo de él.

—¡Me estoy muriendo! ¡Oh! ¡Me estoy muriendo! ¡El sol me ha fallado!

El hidroavión plateado y gris sobrevolaba la bahía de Chesapeake. El piloto miraba hacia abajo, contemplando la alargada línea costera de una península que extendía sus ávidos brazos hacia el mar. Pasaba por encima de un grupo de pequeñas islas cuando vio la luz. Una repentina y cegadora claridad que iluminó todo el mar y ascendió hacia el cielo, encendiendo las nubes en arreboles. Una terrible claridad a la luz del día, en medio de una niebla que empezaba a dispersarse.

Las manos del piloto temblaron sobre los mandos. Se volvió hacia el segundo piloto:

—Tenemos que descender inmediatamente. Esa claridad ha sido una llamada de socorro. Tal vez un avión que se ha estrellado.

A su lado, el segundo piloto hizo un gesto de asentimiento.

—De acuerdo. Procedía de una de esas pequeñas islas, ¿verdad?

El avión descendió trazando un amplio círculo sobre la bahía. Descendió hábilmente, ya que sus pilotos eran expertos adiestrados en Mineola y sabían cómo acercarse al mar en una zona llena de islotes.

Los patines de aterrizaje se posaron suavemente sobre las inmóviles aguas, que retenían aún los últimos jirones de niebla.

—¿Estás seguro de que fue en aquella isla? —preguntó el primer piloto, señalando con un gesto el montón de rocas que emergía a cierta distancia.

—Completamente seguro —respondió el segundo piloto—. Como también lo estoy de que hay alguien en ella. ¿Vamos a llamarle?

—Espera un momento —dijo el otro—. Vamos a acercarnos un poco más.

El avión se encontraba a unos cincuenta pies de la pequeña isla cuando le vieron. Los dos pilotos no daban crédito a sus ojos. El segundo piloto llevaba gafas. Se las quitó, las frotó rápidamente con un pañuelo y volvió a ponérselas.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo crees que ha podido llegar ahí?

Pegado tenazmente a la roca había un hombre muy delgado, pobremente vestido, con un aplastado sombrero adherido a su cráneo. Sus zapatos y las perneras de sus pantalones estaban cubiertos de cristales salinos blancos como la nieve.

Trasladar a aquel hombre medio helado desde la isla al interior de la cabina de pasajeros fue una tarea que puso a prueba la habilidad de los dos pilotos adiestrados en Mineola. Una vez dentro de la cabina, el hombre dejó de ser un problema. Los pasajeros se encargaron de él.

En su aspecto había algo que despertó el instinto maternal de las pasajeras. Pero los hombres se mostraron también amables con él. Le ayudaron a ponerse ropas secas. Uno de los pasajeros abrió una maleta y le ofreció un jersey hecho a mano. Otro le regaló unos pantalones muy bien planchados.

Pero a pesar de todos aquellos cuidados y atenciones el hombre no parecía reaccionar. Continuaba temblando y mirando hacia el mar a través de una ventanilla, como si viera algo que le fascinara y le aterrorizara al mismo tiempo.

—Será mejor que se siente —dijo una mujer alta que llevaba un traje chaqueta y cuya severidad de modales quedaba suavizada por unos ojos amables—. Será mejor que se siente junto a la ventanilla del otro lado, donde da el sol. Ha sufrido usted mucho, pobrecito.

Wheeler se pasó una mano por la frente. Se estremeció.

—Gracias —murmuró—. Fue algo terrible sentirle morir. Como si lo arrancasen de mi interior.

Los pasajeros se miraron, desconcertados. Uno de los pilotos sacudió la cabeza tristemente y se llevó el dedo índice a la sien, haciéndolo girar.

Wheeler dijo súbitamente:

—Pero el resplandor me salvó, ¿verdad? El resplandor les llamó la atención. Murió en una explosión de gloria, ¿verdad?

—Sí —dijo uno de los pasajeros, llevándole la corriente—. Creo que sí.

—Doce horas bajo la niebla, sin que saliera el sol, y al final noté que se estaba muriendo.

Se irguió bruscamente en su asiento.

—¿Podrían..., podrían darme un vaso de leche? —inquirió.

—Desde luego —respondió el piloto.

La leche estaba fría y había unas cuantas burbujas en el borde del vaso. No era más que un vulgar vaso de leche, mas para Wheeler tenía un terrible significado, ya que iba a permitirle comprobar que estaba libre, que el elemental había dejado de poseerle.

Sin embargo, aquella liberación iría acompañada de una sensación de tristeza. Estaba a punto de sonar el fúnebre tañido de campanas por algo casi divino: el don de volar, el poder para mover y sacudir...

Wheeler levantó el vaso lentamente y apuró despacio su contenido.

—Bueno —dijo el piloto, con una amistosa sonrisa—, ¿se siente mejor ahora?

Wheeler no contestó. Se quedó mirando fijamente al piloto, con ojos consternados. Sus labios temblaban y en sus pupilas brillaba el horror.

—No le encuentro ningún sabor a la leche —murmuró al fin—. No tiene gusto a nada. Ni siquiera noto su frialdad sobre mi lengua...

Un hombre alto se levantó de un asiento contiguo al pasillo y se acercó al lugar donde se encontraba Wheeler.

—Es un caso de anestesia producida por una fuerte impresión —explicó pacientemente—. A veces se prolonga por espacio de varias horas.

Entonces se dio cuenta de lo trastornado que estaba Wheeler y le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—No es nada que deba alarmarle. Mañana a esta misma hora estará usted completamente nuevo. Capaz de mover montañas, amigo mío. Capaz de mover montañas.

Al oír aquellas últimas palabras, Wheeler palideció, gimió, dejó caer el vaso y se deslizó del asiento, desmayado.