I — AURORA A LA VISTA
Onfil soltó la carga de bombas. Era sólo para aliviar el aparato con el fin de tomar altura sobre el espinazo de la cordillera. Se trataba de simples explosivos rompehielos que siempre llevaban los aviones de aquel tipo, construidos especialmente para vuelos antárticos.
Y en el mismo instante cesó el roznar del motor, cuya confortadora potencia daba la sensación de que la pesada máquina descansaba en el suelo firme. Se hizo un silencio total. Parecía como si el aire se hubiera muerto de repente. Sin embargo, el avión, en vez de caer a tierra, se mantuvo en suspenso, inexplicablemente colgado en el vacío.
Marcos Onfil quiso informar de su asombro al observador. La llamada se formó nítidamente en su cerebro.
—Hernán... Hernán...
Pero no salió ninguna voz, ningún sonido. Quiso operar con los mandos. Sus miembros no le obedecieron. Todo paralizado: ni aun de miedo se le estremecía la más mínima partícula de su piel. La conciencia de Onfil flotaba en un punto indeterminado, diríamos fuera del espacio, y su cuerpo se había convertido en una entidad ajena e inerte. La luz que envolvía el aparato se había vuelto sólida. Y a popa del avión —esto no podía verlo Onfil, por supuesto— estaban las bombas, quietas, como una fotografía instantánea.
Este milagro —de algún modo será preciso designarlo por el momento— no era el único motivo de asombro que les deparaba aquel vuelo desde su salida de la base, un puesto avanzado de exploración en el continente antártico. Se les había encomendado que reconociesen la vertiente incógnita de una cordillera muy maciza. A vista de pájaro, el paisaje de las montañas era un encrespado mar de olas blancas que galopaban hasta el horizonte, sin otros accidentes, en su implacable candidez, que algunos raros y menudos arrecifes oscuros, picachos, dientes de serranía tan afilados y tan inhóspitos que ni siquiera retenían la nieve.
Pasada la línea de las cumbres, los montes se iban degradando y Onfil quedó admirado al descubrir, más allá, un país libre de hielo, en el que verdeaban árboles y praderías. Había oído hablar de comarcas del Ártico y aun del Antártico con un clima bastante suave; y hasta en alguno de sus vuelos había encontrado —si bien nunca en latitud tan avanzada— lagos azules y tierras con tan amable tempero que, entre las plantas florecidas, paseaban las abejas su laboriosidad sonora. Pero lo que ahora estaba viendo Onfil excedía toda otra causa de estupor: no era sólo la vegetación del valle, sino que entre esa vegetación asomaban los tejados de una ciudad. Onfil pensó vagamente en las poblaciones alpinas de Suiza y de Saboya que había visto, también desde un avión, cuando su viaje a Europa. En aquel momento, el sol —que se iba acostando por poniente, pues era cerca de la medianoche— hizo relumbrar el vidrio rojo de una claraboya. Onfil se restregó —se había restregado— los ojos para señalarle al observador aquel paisaje increíble. Hernán había asentido con un movimiento de cabeza pero sin dar muestras de asombro, lo que le produjo una sensación de incomodidad a Onfil. Afrontar con naturalidad, de modo impasible o tranquilo aquel hecho, se le antojaba casi una ofensa personal. En cuanto al mecánico, no se había enterado de nada porque iba durmiendo a popa.
Al entrar el avión en el cielo de la vertiente, se había hundido de pronto en un bache, como si hubiera reventado bajo sus alas una gigantesca pompa de aire. Después voló lisamente, en descenso, por encima de una masa de abetos que bajaban la montaña en filas militares.
Fue entonces cuando se detuvo el motor y todo quedó paralizado. Pero la paralización duró sólo un brevísimo instante, inimaginablemente breve, un instante en el que la sangre dejó de circular, los procesos vitales dejaron de realizarse en la secretísima y compleja intimidad de las células. Fue una quietud tan absoluta que ni siquiera la muerte se movió, el algo que hacer para morir no pudo hacerse. En rigor, no sabemos lo que le sucedió a Onfil, lo que les sucedió a los aviadores que iban con él: intentamos dar una versión de sus palabras, la formulación verbal de una experiencia al parecer imposible de narrar o describir. Onfil dice, cuando se aviene a evocar este recuerdo de su vida, que fue como si hubiera vivido en un mundo intemporal, lo que sería tanto como haber estado en una región donde puede habitar el espíritu, no el cuerpo. Pero este modo de decir quizá sea una elaboración muy posterior al suceso mismo y a lo que entonces sintió, y sospechamos que alguno de sus oyentes se lo ha sugerido mucho después. Suena demasiado a "idea", a concepto intelectual, a tentativa ulterior de racionalización, a hipótesis probablemente deducida de lo que le dijo más tarde a Onfil cierto señor Ross, ciudadano de Aurora. Pero dejemos esto.
Lo cierto es que el motor recuperó en seguida el aliento, y el aparato dio un salto hacia adelante. En ese mismo momento funcionó la radiotelefonía y Onfil recibió la orden de aterrizar en un aeródromo del que le dieron todos los señalamientos necesarios. En seguida los aviadores oyeron una serie de explosiones en cadena. Las bombas habían caído. Sin saber qué pensar de todo aquello, Onfil obedeció las instrucciones, y voló hacia la ciudad cuyas casitas se encimaban en riscos y colinas. Junto a la población pasaba un río, quieto y brillante, y más lejos se divisaba una cascada, también inmóvil, que parecía una cola de caballo hecha de vidrio. Muy lejos cerraba el horizonte una barrera de refulgentes montañas altísimas. El aire del valle era transparente, pero líquido, con luz de acuarium, y en la parte más baja se divisaba una especie de pozo redondo, un lago circular del que se levantaban vapores blancos.
A poco el aparato se posaba en el terreno, no lejos de la ciudad.
La operación de aterrizar en nada se diferenció de cualquier otro aterrizaje, salvo la visión, en planos inclinados y veloces, de la arquitectura, un tanto extraña. Era una sensación vaga de llegar a un país exótico, con algo de comarca alpina, pero las formas de las casas y palacios eran raras: construcciones circulares de vidrio o de otro material transparente pasaron bajo las alas.
Detenido el avión, apenas el observador abrió la portezuela apareció una cabeza rubia y sonriente, una cabeza de hombre joven:
—Señores —dijo la cabeza—, Guillermo Ross, a sus órdenes. Soy su cicerone... -Aquí soltó una risita de la que podía deducirse que ser cicerone era una ocupación absurda y risible, o bien que el señor Ross tenía demasiada importancia para dedicarse a tal oficio, y esto último pensaron en el acto los aviadores, por lo menos Onfil, pues los otros solían pensar lo menos posible. Luego, Guillermo Ross añadió—: Sean bien venidos a Aurora.
Los tres aviadores saludaron brevemente mientras saltaban a tierra. Guillermo Ross los condujo hasta un bar del aeródromo, luego de haber obtenido el asentimiento de los huéspedes a la idea de tomar un refrigerio.
Se sentaron a una mesa, en una rotonda vidriera. Y aquí la primera sorpresa de los aviadores desde su llegada.
Onfil miraba el hecho con los ojos atónitos. El mecánico Hefaist, casi con expresión de miedo. En cuanto a Hernán, estaba extrañado, sólo extrañado. Era el caso que una ristra de platos, una fuente, un jarro, cubiertos y otros adminículos iban en viaje hacia la mesa, por el aire. Cuando los aviadores repararon en el fenómeno, los objetos estaban ya en vuelo por el salón y no pudieron averiguar de dónde habían salido. Toda aquella tropa de cosas fue posándose con suavidad ante cada uno de ellos o en el centro de la mesa, incluso un florero. Tenían allí la comida y la bebida. Hernán no la tocó durante un momento, pero era tan apetitoso el bistec que pronto se resolvió a acometerlo. El mecánico contemplaba el plato con desconfianza, como un perro a quien le dan de comer algo demasiado caliente y Onfil miraba a Ross, que estaba sentado a la mesa, aunque para él no había ningún servicio.
—¿Por qué no come? —preguntó Ross dirigiéndose a Onfil.
El tono de la pregunta era sencillo, sin ironía. Luego, pareció comprender, y añadió:
—Perdonen que no les haya advertido. Espero que no les quite el apetito... Ya les explicaré. No tiene ninguna importancia. Ahora coman, por favor.
Los alimentos eran tan gustosos que los tres aviadores acogieron las posteriores y endiabladas idas y venidas de la vajilla como si estuvieran acostumbrados a comer con servicio volandero desde su más tierna infancia. Tenían mucha hambre.
Antes de que se levantasen de la mesa, Guillermo Ross les propuso:
—Si les parece, los llevaré a descansar a su alojamiento. Mañana les enseñaré la ciudad.
Salieron a la puerta del aeródromo. Ya había amanecido antes de aterrizar y ahora la mañana brillaba con la cara recién lavada, fresca. (En aquella latitud el sol entra y sale detrás de las montañas como un actor que se retira un momento del escenario para volver con otro traje: era verano.) El terreno, bastante elevado, permitía ver desde allí una parte de la ciudad, con sus casas encaramadas por alcores y riscos. Parecía un nacimiento mecánico en el que muchas cosas se movían con el automatismo de un aparato de relojería. Las calles —literalmente hablando— parecían subir y bajar por las colinas llevándose a los pocos transeúntes mañaneros. Los aviadores tenían la sensación de algo anormal y extraño, pero desde aquel lugar, a distancia, no acertaban a fijar la índole de la anomalía.
—¿Quieren que vayamos en automóvil o en moviestático? —preguntó Ross.
—En moviestático —contestó Onfil.
Hernán le echó a Onfil una mirada que quería decir "pedante" o algo parecido. Y era porque Hernán no sabía lo que fuese el "moviestático" y no le gustaba que otros alardearan de saber cosas que él ignorase. Pero Onfil tampoco tenía la menor idea de semejante vehículo, o lo que fuera.
—Vamos —dijo Ross.
Ross iba vestido con una especie de blusa ornamentada con aves y flores fantásticas, de colores, sobre fondo azul, pantalón corto y zapatos, todo hecho de un material liso y brillante que hacía reflejos a la luz.
Al decir "vamos", Ross invitaba a sus huéspedes a tomar asiento en unos bancos muy cómodos, con cojines neumáticos, forrados con tejido brillante como el de su traje, aunque probablemente —pensó Onfil, que lo miraba todo— de calidad inferior. Los asientos en cuestión tenían respaldo, parecido al de los bancos que hay en los trenes. Pero estaban al aire libre, puestos allí, delante del edificio del aeródromo, como a propósito para descansar viendo el paisaje.
Los tres aviadores se sentaron y Ross también, creyendo que se trataba de esperar el vehículo que habría de llevarlos a Aurora. Ross, siempre amable, en su oficio de cicerone, empezó a elogiar las bellezas naturales del país. Lo que entonces sucedió fue motivo de que se encontrasen —dejado el tema del paisaje— trabados en una conversación que nos parecerá un poco incongruente:
—Eso de que los vehículos deban andar por las carreteras es un prejuicio —decía Guillermo Ross, esta vez con una punta, apenas perceptible, pero cierta, de cólera. Era que respondía a una observación de Hernán hecha en tono un poco molesto quizá. Hernán tenía un carácter así, que él llamaba franqueza.
—¿Es que deben andar las carreteras por los vehículos? —replicó Hernán. Lo dijo con sarcasmo como si la forma de locomoción de Aurora tuviera algo de ofensivo para los visitantes extranjeros. A Hernán le fastidiaba que la gente "presumiese" como él decía. Por ejemplo, que le gustase cierta música o cierta poesía que a él le resultaba ininteligible. Ross pareció darse cuenta de este rasgo de carácter del aviador y replicó con indulgencia un poco irónica:
—¿Por qué no?
Y era que ante ellos, en serena procesión, pasaban montes, pasaban árboles, pasaban casitas, rientes moradas de arquitectura muy "moderna", según el comentario de Hernán.
—¿De modo que en este país caminan las carreteras...? —volvió a insistir Hernán, dispuesto a no conceder más atención a aquella particularidad de Aurora que la merecida por una extravagancia inferior y hasta culpable.
—Hay algo de eso —contestó Ross—. ¿Qué me dicen del panorama?
—Precioso.
La respuesta fue de Onfil. Pero era sólo una contestación automáticamente cortés, y aunque se correspondía exactamente con la verdad, no significaba que Onfil tuviera ojos, en aquel momento, para la contemplación de las bellezas naturales de Aurora.
En cuanto al mecánico, Hefaist, que estaba sentado junto a Ross, hacía esfuerzos para alejarse con disimulo del hombre de Aurora. Quizá viese en él a una especie de diablo o, en todo caso, de sujeto peligroso. De cualquier modo, no le gustaba. Hefaist estaba inquieto. Será preciso darle algo de razón a Hefaist porque Guillermo Ross, aunque a juzgar por su apariencia no tuviese más de veinte años, tenía una expresión en los ojos que recordaba el mirar de ciertos muchachos muy mozos pero demasiado experimentados. De otro modo: le faltaba la ingenuidad de su aparente juventud. Nadie le preguntó cuántos años tenía. Pero si se lo hubiesen preguntado y él hubiese respondido, habrían dado un salto fuera del banco.
El viaje en moviestático prosiguió —si puede llamarse viaje— hasta que se internaron en la misma ciudad. Las casas no se alineaban a nivel, formando calles, sino que escalaban los montes y se dispersaban por las laderas y subían a las cumbres, en disposición irregular, de un efecto muy bello en conjunto. Había edificios lujosos, verdaderos palacios, y otros más modestos, pero ninguno dejaba de ser rico. Empezaban a verse personas en gran número por las calles, incluso mujeres, muchas de ellas jóvenes. Aurora era una ciudad juvenil. Las mujeres eran de sorprendente belleza, y vestían, con elegancia, trajes de aquel material brillante y liso, en colores vivos, el busto ceñido, y unas falditas muy cortas o de mucho vuelo. Esto les daba cierto aspecto de bailarinas o de patinadoras de hielo. Los transeúntes iban por las calles sin mover los pies —las calles los transportaban— lo que prestaba a sus figuras un aire hierático, sobre todo cuando subían hacia las casas más encimadas: entonces parecían seres bienaventurados, en hilera, camino del cielo. El movimiento era silencioso. Y este silencio daba a la ciudad, con sus casas montañeras, un aspecto del país mágico, un país de cuento o de juguete.
Pasaron junto al lago que Onfil había visto desde la altura: allí estaba con sus vapores. Era un cráter antiguo y el agua nacía caliente en aquel nido volcánico.
Alrededor del lago humeante había un parque, y al otro lado estaba el alojamiento que les destinaban a los aviadores.
—Aquí es —dijo Ross.
Entraron. Ross les precedía dentro de la casa. Los aviadores seguían tras él un poco cohibidos. Ross entró sin necesidad de abrir la puerta. La puerta se abrió sola a un ademán del ciudadano de Aurora. Y así fue caminando delante de sus huéspedes mientras hacía leves y graciosos movimientos de manos, para encender luces —aunque era de día las habitaciones estaban a oscuras—, para levantar las persianas y mostrarles el paisaje o para bajarlas a fin de regular la entrada del sol. Aun cuando los huéspedes se acostumbrarían en seguida a este somero modo de ordenar los movimientos de los objetos, habría siempre, para los tres forasteros, un tema de admiración y hasta de goce estético en ver a un hombre o, mejor aún, a una mujer de Aurora, caminar por las casas con gran dignidad haciendo leves ademanes, apenas indicaciones con las manos, en tanto puertas, ventanas, muebles, objetos de toda suerte, obedecían con mágica docilidad. Parecían sacerdotes y sacerdotisas de un rito órfico, señores del mundo por la gracia musical de sus actitudes y de sus escorzos.
Ahora, todo esto era muy nuevo para los aviadores. Por eso iban detrás de Ross como un rebaño domesticado siguiendo a un joven mago. Los muebles —mesas, estantes, sillones, camas—, todo estaba hecho de aquel material liso como el mosaico y elástico como el marfil con que se hacían en Aurora las cosas que, en otros lugares, suelen fabricar con madera o hierro. Precisamente era el marfil la materia que más se parecía a aquella sustancia, tan común en Aurora.
Ross condujo a los huéspedes a sus alcobas. Contrastaba lo recatado, interior, silencioso, oscuro, de estas habitaciones de dormir, con la disposición exterior, como volcada en el paisaje, metida en la naturaleza, de las piezas sociales de los edificios. Las alcobas eran sencillas, casi despojadas de mobiliario, limpias, de tonos suaves —crema, azul pálido, verde pálido— y nada sorprendía mayormente en ellas, nada había extraño, a no ser la higiene y comodidad que se manifestaba de modo patente en el conjunto y en los detalles. Como notas artísticas había sólo algunos cuadros pequeños que parecían incrustados en el muro detrás de una especie de vidrios o pantallas transparentes. Los cuadros se iluminaban o apagaban a voluntad —un simple ademán— y Ross repitió esta operación para enseñarles a los huéspedes cómo se hacía. También era posible cambiar, sobre la misma pantalla, el tema de la pintura. Ross hizo desfilar por la pantalla diferentes motivos pictóricos: paisajes, figuras, composiciones de forma y color sin ninguna alusión figurativa.
—Pueden poner el cuadro que más les guste.
Hernán, que miraba complacido este juego, detuvo a Ross:
—Esto me gusta.
Era la representación realista de una muchacha muy linda con poca ropa.
—Por cierto —comentó Ross—, ahora lo que les conviene es dormir. En días sucesivos me figuro que estarán muy atareados. Las chicas de Aurora tienen muchos deseos de conocerlos.
Los aviadores rieron. Pero Ross no dio muestras de encontrarle ninguna gracia particular a su observación, perfectamente neutra.
—¿Duermen ustedes bien? —preguntó.
—Generalmente sí —contestó Onfil.
—Tienen suerte. En Aurora todo el mundo duerme mal. A no ser por el radhip...
—¿Qué es eso? —preguntó Hernán.
—Las radiaciones hipnos. ¿Qué tipo les conviene a ustedes? Vamos a ver: ¿alfa rosa, alfa verde...?
Los miraba dubitativamente. Como no obtuvo respuesta concluyó:
—Alfa cero... Es el tipo general. Va bien a todo el mundo.
Hizo uno de sus habituales conjuros delante de un cuadrante, y no sucedió nada de particular. Se despidió de sus huéspedes:
—Si necesitan algo no tienen más que pedirlo en alta voz. Mañana les llevaré a dar una vuelta por Aurora. Buenas noches.
Cuando se marchó Ross, Onfil, aunque poseído de un sueño avasallador, hizo un esfuerzo y fue a ver a Hernán en su habitación. Lo encontró en cama, ya un poco amodorrado.
—¿Qué te parece esto?
—Nunca dormí en una cama tan cómoda —contestó Hernán.
—Pero ¿qué te parece Aurora?
—¡Espléndido! Hemos tenido suerte.
—Es raro todo esto...
Hernán bostezó:
—Déjame dormir. No puedo hablar de sueño...
Y en el acto soltó un ronquido. Onfil se marchó a su habitación. También él tenía mucho sueño. Se durmió en seguida, profundamente.
Tal fue el primer día de Onfil y sus compañeros en la ciudad de Aurora.