III

Al siguiente día los empleados fueron —igual que siempre— llegando en sus neumocoches. En seguida comprendieron que algo anormal sucedía. Los neumocoches aterrizaban en la pista instalada de la azotea del edificio comercial. No tropezaban nunca con dificultades mayores, porque todo estaba electrónicamente resuelto, y no tropezaban con dificultades menores, porque Martín solía estar cerca para resolverlas, cuando no Haldous.

Deandrés bajó de su vehículo y se acercó con el ceño fruncido al grupo de empleados, que casi a una le dijeron:

—No están. Martín no está. Haldous tampoco. Y los ascensores no funcionan.

—Es falso —afirmó Deandrés, pensativo—. Tienen que encontrarse dentro. Pero debe haberle ocurrido algo al viejo. Haldous nos lo dirá.

Deandrés volvió a su neumocoche y por la emisora portátil comenzó a emitir un mensaje:

—Haldous, Haldous, Haldous...

No hubo que esperar la respuesta más de quince segundos.

—Haldous aquí, Haldous aquí, Haldous aquí.

Deandrés suspiró claramente satisfecho. Repitió varias veces una orden.

Todos los arremolinados en torno a la emisora estaban seguros que recibirían de inmediato la señal afirmativa. Pero Haldous envió monótonamente:

—Martín no está, Martín no está, Martín no está.

Ante la imprevista y desconcertante respuesta, nadie supo reaccionar al primer instante.

Alguien balbuceó, perplejo:

—Es absurdo. Todo está cerrado desde dentro. No se puede haber marchado a través de las paredes.

Deandrés envió otra orden:

—Haldous: Botón de Emergencia.

Esta vez el androide actuó con la normalidad esperada y al poco el ascensor estaba funcionando y el camino franco a todas las dependencias. Si Haldous hubiese fallado, automáticamente Haldous II habría salido de su «garaje» en el sótano y efectuado el trabajo.