Todavía faltan los platos más picantes[680]
Publicado en mayo de 1936
En el artículo del camarada Ciliga «La búsqueda de una salida» (Biulleten Opozitsi N° 49), se relatan las torturas que sufrió un marinero a manos de la GPU para obligarle a confesar que participo en una «conspiración imaginaria contra Stalin». Lo dejaron en paz cuando «se volvió loco». Este hecho merece que se le preste la mayor atención.
La serie de juicios políticos públicos en la URSS demuestra que muchos de los acusados están dispuestos a confesar su participación en crímenes que evidentemente no cometieron. Diríase que los acusados repiten en el tribunal algunas frases aprendidas de memoria: de esa manera reciben castigos leves, a veces irrisorios. Hacen sus «confesiones» a cambio de esta indulgencia. ¿Pero por qué necesitan las autoridades estas conspiraciones ficticias? En algunos casos, para implicar a un tercero que no tuvo nada que ver; en otros, para encubrir sus propios crímenes, la sangrienta e injustificada represión; o, por último, para crear un clima favorable para la dictadura bonapartista.
Ya hemos demostrado basándonos en documentos oficiales que Medved, Iagoda y Stalin tuvieron participación clara y directa en el asesinato de Kirov. Probablemente ninguno de ellos quería su muerte. Pero jugaron con su vida para crear una amalgama: un acto terrorista con la «participación» de Zinoviev y Trotsky.
Zinoviev presentó un testimonio evasivo, resultado de un acuerdo previo entre acusadores y acusados: bajo esta condición le prometieron a respetar su vida. Obligar a los acusados a presentar testimonios fantasiosos contra sí mismos que afecten de rebote a terceros es el sistema que emplea la GPU, es decir Stalin, desde hace tiempo.
Pero ¿cuál es la necesidad de montar un atentado contra Stalin en 1930? ¿Y por qué tuvieron que meter a un marinero en el asunto? Los únicos datos que poseemos son un par de líneas del artículo del camarada Ciliga. Sin embargo, arriesgaremos una hipótesis.
En 1929 el autor de estas líneas fue exiliado a Turquía. Poco después recibió en Constantinopla la visita de Blumkin, que la pagó con su vida[681]. En ese momento, el asesinato de Blumkin a manos de Stalin conmovió profundamente a muchos comunistas, tanto en la URSS como en el extranjero. En esa época se creó en el extranjero el centro bolchevique-leninista y aparecieron el Biulleten y otras publicaciones. En esas circunstancias Stalin necesitaba urgentemente un «atentado», sobre todo un atentado que cruzara la frontera y en el que estuviera involucrado Blumkin o, mejor dicho, su fantasma. Para eso un marinero le vendría de perillas, sobre todo un marinero que viajara entre un puerto soviético y Constantinopla. Quizás arrestaron al marinero por casualidad: por decir algo que no debía, por estar en posesión de literatura prohibida o simplemente por contrabando: no sabemos nada de él. Posiblemente lo amenazaron con una condena de varios años. Pero el ingenioso Iagoda le prometió su libertad y toda clase de prebendas a cambio de una confesión según la cual Blumkin, siguiendo órdenes de Trotsky, lo había envuelto en una conspiración contra Stalin. Si el asunto hubiera tenido éxito, podrían haber justificado el exilio de Trotsky y el fusilamiento de Blumkin de una sola vez. Pero entonces empezaron los problemas: el marinero «se volvió medio loco».
Nuestra hipótesis es tan sólo una hipótesis. Pero concuerda perfectamente con la moral y los métodos políticos de Stalin. «Este cocinero —dijo Lenin refiriéndose a Stalin— sólo preparará platos picantes». Pero ni siquiera Lenin podía prever en 1922, cuando pronunció estas palabras, la caldera del diablo que montaría Stalin sobre el Partido Bolchevique.
Estamos en 1936. Los métodos de Stalin son los mismos. Los peligros políticos que lo acechan son mayores. La experiencia de varios errores ha enseñado a Stalin y a Iagoda a perfeccionar sus técnicas. Por eso, no abrigamos ilusiones: ¡todavía faltan los platos más picantes!