El congreso de liquidación de la Comintern[443]

23 de agosto de 1935

El Séptimo Congreso de la Comintern, que en el momento de escribirse estas líneas aún no había concluido sus deliberaciones, pasará a la historia, tarde o temprano, como el congreso de liquidación de la Comintern. Aunque sus participantes no lo reconozcan, están abocados —con esa unanimidad obligatoria que ha sido la característica general de la Tercera Internacional en los últimos años— a la liquidación del programa, los principios y los métodos tácticos establecidos por Lenin y están preparando la abolición total de la Comintern como organización independiente.

La Tercera Internacional surgió directamente de la guerra imperialista. Es cierto que distintas tendencias luchaban en el seno de la II Internacional desde mucho tiempo antes; pero ni siquiera la de extrema izquierda, representada por Lenin, pensaba que sería necesario crear la unidad revolucionaria de la clase obrera mundial mediante una ruptura total con la socialdemocracia. La degeneración oportunista de los partidos obreros, estrechamente vinculada con el período de florecimiento del capitalismo de fines del siglo pasado y principios de éste, se reveló plenamente en el momento en que la guerra planteó a boca de jarro esta cuestión: ¿con o contra la burguesía nacional? En 1914 el proceso político efectuó un salto brusco; para emplear las palabras de Hegel, la acumulación de cambios cuantitativos adquirió repentinamente un carácter cualitativo[444].

El brusco viraje hacia el patriotismo por parte de las secciones de la Internacional resultó inesperado para todos, como lo demuestra claramente el ejemplo de Lenin. En años anteriores tuvo más de una ocasión para criticar a la socialdemocracia alemana; pero invariablemente la consideraba su partido. E inclusive cuando, estando en Suiza, recibió la ultima edición del Vorwaerts donde se anunciaba que el bloque socialdemócrata del Reichstag había votado en favor de los créditos de guerra de Guillermo Hohenzollern, declaró con confianza ante un círculo de amigos que el estado mayor alemán había falsificado dicha edición para demostrar la unidad ficticia del pueblo alemán y asustar al enemigo. Y cuando ya no quedó lugar para las ilusiones reconfortantes, las conclusiones que Lenin extrajo de la catástrofe fueron tanto más tajantes y categóricas. La internacional socialdemócrata estaba rota, sus secciones individuales se habían puesto al servicio de los estados mayores nacionales, era necesario construir una nueva internacional: ese fue el programa de Lenin a partir de los primeros días de la guerra. A partir de entonces, los dirigentes parlamentarios y sindicalistas de las organizaciones obreras fueron para él meros agentes del activismo imperialista en el seno de la clase obrera. Proclamó que la ruptura con los mismos era el primer requisito para el desarrollo posterior del trabajo revolucionario. La nueva internacional, purgada de todo oportunismo, debía convertirse en una organización para la guerra civil contra el imperialismo. Lenin repudió el nombre mismo de la socialdemocracia, llamándola una camisa sucia que debía ser remplazada por otra limpia.

Reflexionando sobre las bases teóricas del reformismo a la luz de la nueva experiencia, Lenin puso todo el énfasis sobre la teoría del estado. Los dirigentes de la Segunda Internacional veían en el estado democrático a una institución autónoma, suspendida por encima de las clases y, en consecuencia, capaz de servir a objetivos históricos distintos, inclusive contrapuestos. Para ellos el problema radicaba en llenar la democracia «pura», paso a paso y gradualmente, con un nuevo contenido económico. Jaurés, el representante más brillante del reformismo, decía: «Es necesario socializar a la República»[445]. La idealización de la democracia condujo inexorablemente a la idealización de los partidos democráticos de la burguesía. Se dijo que la colaboración con los mismos era un requisito necesario para el «progreso» sistemático.

Si en Alemania, con su vertiginoso desarrollo económico y su atrasado desarrollo político, los partidos democráticos se marchitaron antes de florecer, en la Francia conservadora, con sus clases intermedias más estables y con las tradiciones de la Gran Revolución, el Partido Radical siguió ocupando, en la vida política de la república, un puesto destacado, inclusive decisivo si se mira superficialmente. En Francia, la teoría de la democracia pura como terreno para el progreso ininterrumpido desembocó directamente en el bloque de los socialistas con los radicales. Esta cuestión fue, durante décadas, la piedra de toque para el movimiento obrero. Jaurés era partidario de una alianza de todos los «republicanos puros» contra la «reacción». Guesde, en cambio, era partidario de la lucha de clases contra todos los partidos de la burguesía, incluyendo al ala traidora[446]. En ocasiones, este antagonismo solía adquirir características muy agudas pero, en última instancia, sus consecuencias prácticas no trascendían los límites de la democracia burguesa. A pesar de todas sus formulaciones, teóricamente irreconciliables, en 1914 Guesde se pronunció por la defensa de la Tercera República contra el «militarismo prusiano», e inesperadamente para todos —quizás también para sí mismo— aceptó el cargo de ministro de defensa nacional. A los ojos de Lenin, su antiguo camarada de armas —en cierta medida su maestro— se convirtió en un traidor al internacionalismo, tan traidor como el infame Scheidemann.

En ese momento Lenin dirigió todo el fuego de su crítica teórica contra la teoría de la democracia pura. Sus innovaciones fueron las de un restaurador. Limpió la doctrina de Marx y Engels —el estado como instrumento de la opresión de clases— de todas las amalgamas y falsificaciones, devolviéndole su intransigente pureza teórica. Al mito de la democracia pura contrapuso la realidad de la democracia burguesa, edificada sobre los cimientos de la propiedad privada y trasformada por el desarrollo del proceso en instrumento del imperialismo. Según Lenin, la estructura de clase del estado, determinada por la estructura de clase de la sociedad, excluía la posibilidad de que el proletariado conquistara el poder dentro de los marcos de la democracia y empleando sus métodos. No se puede derrotar a un adversario armado hasta los dientes con los métodos impuestos por el propio adversario si, por añadidura, es también el árbitro supremo de la lucha. El avance del proletariado socialista conduce inexorablemente al derrumbe revolucionario o contrarrevolucionario de la democracia. Apenas el problema se desplaza de las cuestiones secundarias de la reforma parlamentaria a la cuestión de la propiedad capitalista, todos los partidos de la burguesía, inclusive los más «izquierdistas», se agrupan en torno al núcleo más poderoso de la clase dominante, es decir en torno al capital financiero. Desde este punto de vista, la perspectiva del progreso pacifico o de socialización democrática se revela como una utopía lisa y llana. Los preparativos de la revolución exigen una ruptura simultánea con los radicales burgueses y, como ya sabemos, con los reformistas democráticos de la propia clase obrera.

Sería absolutamente erróneo extraer de lo dicho anteriormente la conclusión de que Lenin ignoraba a la pequeña burguesía, en particular al campesinado, como factor político. Por el contrario, consideraba que la capacidad del partido obrero de arrastrar tras de sí a las masas pequeñoburguesas de la ciudad y del campo era un requisito necesario para la victoria de la revolución, no sólo en Rusia y en los países del Oriente colonial, sino también en buena medida en los países capitalistas metropolitanos altamente desarrollados. Sin embargo, dentro de las llamadas clases medías trazaba una demarcación estricta entre las capas superiores, económicamente privilegiadas, y los estratos inferiores explotados entre los activistas parlamentarios y los borregos electorales. Consideraba que para forjar la alianza combativa del proletariado y de la pequeña burguesía, era necesario en primer término purgar a las filas obreras de los reformistas y, en segundo término, liberar a la plebe de la ciudad y del campo de la influencia de la democracia burguesa. Para Lenin, la coalición parlamentaria de la socialdemocracia con los demócratas burgueses significaba una pérdida de tiempo y, por consiguiente, facilitaba la victoria de la dictadura más reaccionaria del capital financiero. Una alianza del proletariado con la pequeña burguesía requiere la conducción de un partido revolucionario, la que sólo se puede lograr mediante una lucha implacable contra los partidos históricos de las clases medias.

Ese es el meollo de las enseñanzas de Lenin sobre las condiciones para preparar la revolución proletaria. Con base en estos principios, plenamente verificados y confirmados por experiencia de la Revolución de Octubre, se fundó la Internacional Comunista. Esta breve reseña teórica ayudará al lector a determinar con justeza la posición histórica del último congreso comunista, el cual, en lo referente a todos los problemas claves de nuestra época, ha liquidado las enseñanzas de Lenin, realizando un brusco viraje de ciento ochenta grados hacia el oportunismo y el patriotismo.

En el marco de su doctrina sobre el imperialismo, Lenin consideraba que la búsqueda de la llamada parte culpable en un conflicto entre estados imperialistas era absurda. La diplomacia de cada país atribuye la responsabilidad de la guerra al otro bando, y los socialdemócratas de cada país apoyan obsecuentemente a los diplomáticos. Es por todos sabido que ni siquiera el detective más experimentado atrapa siempre al criminal. ¿Y qué sucede si los polvorines de Europa se incendian en forma simultánea y desde varios ángulos? El criterio legal de «culpabilidad» no nos lleva a ninguna parte. El verdadero culpable de las guerras es el imperialismo, es decir, la incompatibilidad de los intereses mundiales que él mismo engendra. La paz de Versalles es un eslabón en los preparativos para la guerra próxima, al igual que el programa de Hitler, cuya victoria fue facilitada por ese mismo tratado de Versalles.

Mientras tanto, quienes redactaron los discursos del Séptimo Congreso y quienes participaron en las discusiones subsiguientes, en total violación de las cartas de fundación de la Internacional Comunista, repiten en forma unánime que el peligro de guerra emana del fascismo alemán. La conclusión que han extraído de todo esto es que se necesita la sólida unidad de todas las fuerzas «democráticas» y «progresistas», de todos los «amigos de la paz» (esa expresión existe) para la defensa de la Unión Soviética por un lado y de la democracia occidental por el otro. Esta concepción superficial, por no decir banal, de las relaciones mundiales se remonta directamente a la doctrina oficial de la Entente de 1914-18, con la única diferencia de que donde antes de decía militarismo prusiano ahora se dice fascismo[447].

En verdad, la causa por la cual Alemania ha trocado su actitud de tímida adulación por la de una búsqueda agresiva de «igualdad», no reside en las cuerdas vocales de Hitler, que no poseen poder místico alguno, sino en el reanimamiento de las poderosas fuerzas productivas del país tras las conmociones de la guerra y el periodo de posguerra. Lo que Inglaterra y Francia defienden frente a Alemania no son los principios democráticos, sino el equilibrio artificial de poder establecido como resultado de la guerra. Italia participó en el campo victorioso de los «defensores de la democracia», lo cual no le impidió caer en el fascismo antes que nadie. Y volviendo al momento actual, es precisamente Italia, aliada de la democracia francesa —e indirectamente de la Unión Soviética— quien se apresta a iniciar el sangriento conflicto mediante su rapaz invasión de Etiopía. A la luz de estos hechos sencillos e incontrovertibles, el intento de presentar los antagonismos imperialistas de Europa como un choque entre los principios de la democracia y del fascismo es absolutamente ridículo. Debe agregarse a ello que en caso de guerra las tendencias fascistas en Francia, Checoslovaquia, Rumania, etcétera se desarrollarán en forma incontenible, pero que la victoria total del fascismo en Europa no mitigaría en un ápice los antagonismos que la desgarran.

Es verdad que, en los discursos de los delegados ante el congreso, los argumentos en defensa de las democracias de Europa central y de occidente frente a los ataques del nacionalsocialismo ocuparon un lugar secundario con respecto al argumento de la defensa de la Unión Soviética. Sin embargo, esta jerarquización de los argumentos puede trastocarse con facilidad, y lo será inexorablemente. El deber de defender la «democracia» y la «independencia nacional» frente al nacionalsocialismo mantendrá evidentemente toda su fuerza, con prescindencia de la participación o no de la Unión Soviética en la guerra. Por otra parte, la consigna de la defensa de la tierra de los soviets fue inscrita en la bandera de la Tercera Internacional el día de su nacimiento. El Séptimo Congreso permanece formalmente fiel a esta tradición. Pero ¡qué diferencia de perspectivas y de métodos!

Bajo Lenin, y en los primeros años después de su muerte, los principales adversarios en la arena mundial eran el social-patriotismo y su hermano de leche, el pacifismo democrático. Se aceptaba como verdad inconmovible que éstos eran los factores que adormecían las mentes de los trabajadores, dejándole las manos libres al imperialismo: Cierto es que en épocas anteriores la diplomacia soviética jamás se abstuvo de explotar las contradicciones del imperialismo (aunque nunca las presentó como contradicciones entre la «reacción» y la «democracia»); pero la dirección, en la época de Lenin, consideraba que la principal garantía para la existencia y desarrollo de la Unión Soviética radicaba en el desarrollo de la revolución europea y mundial. Era precisamente por ello que en esa época ni siquiera se hablaba de concertar alianzas prolongadas entre los soviets y alguno de los sectores imperialistas en pugna, y a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que en aquellos países capitalistas con los cuales la Unión Soviética hubiera establecido relaciones temporarias, el proletariado debiera sustituir la lucha revolucionaria contra la burguesía por la colaboración reformista y pacifista con los partidos burgueses de «izquierda» y con todos los «amigos de la paz» en general. De modo que en lo referente a la guerra, al pacifismo y a la «guerra civil» se ha producido un giro de casi ciento ochenta grados.

Desde luego que ninguno de los delegados al Séptimo Congreso repudió en forma directa la revolución proletaria, ni la dictadura del proletariado ni ninguna de esas cosas terribles. Todo lo contrario: los oradores oficiales juraron que en el fondo de su corazón nada había cambiado y que los cambios de táctica se aplican tan sólo a una etapa histórica determinada, en la que corresponde defender tanto a la Unión Soviética como a los retazos de la democracia occidental frente a Hitler. Sin embargo, no es aconsejable dar crédito a estos juramentos solemnes. Si los métodos de la lucha de clases revolucionaria resultan inútiles en circunstancias históricas difíciles, ello significa que su bancarrota es total, sobre todo teniendo en cuenta que la época que se avecina se caracterizará por las dificultades crecientes. ¡Cómo se mofaba Lenin de los social-patriotas cuando juraban que archivaban sus obligaciones internacionales tan sólo «mientras durara la guerra»!

El eje de todas las discusiones en el congreso fue la última experiencia en Francia, bajo la forma del llamado «Frente Popular», que era un bloque de tres partidos: Comunista, Socialista y Radical. La colaboración directa e indirecta con los radicales (el llamado cartel) siempre ha sido una parte constitutiva de la política del partido Socialista. Pero en contraposición a los socialdemócratas alemanes, la sección francesa de la Segunda Internacional, atada por las tradiciones revolucionarias de su proletariado, jamas pudo resolverse a colaborar con la izquierda burguesa hasta el punto de integrar con ella un gobierno de coalición. El cartel, limitándose a concertar acuerdos electorales y bloques parlamentarios, proclamó que su tarea consistía en «defender a la democracia» de la reacción interna y los peligros externos. Podría decirse que el Partido Comunista Francés se hizo en la lucha contra el cartel. Ante la necesidad de defenderse de los golpes de la izquierda, los socialistas justificaban su política con base en la necesidad de la unión con las clases medias, a lo que los comunistas respondían que, si bien la base de apoyo principal de los radicales era la pequeña burguesía, en todas las cuestiones importantes sacrificaban estos intereses en el altar de la aristocracia bancaria. La alianza con el partido de la paz de Versalles —decían— preparaba el terreno para una nueva guerra y una nueva traición por parte de los socialistas.

El derrocamiento del gabinete de Daladier por una insurrección de las bandas armadas de la reacción (6 de febrero de 1934) provocó una serie de cambios radicales en la distribución de las fuerzas políticas. Presionado por la agitación que reinaba entre las masas, el Partido Socialista se alejó apresuradamente de los desprestigiados radicales; inclusive expulsó de sus filas al bloque de parlamentarios de derecha, los llamados neosocialistas, para quienes la colaboración con la izquierda burguesa era el elemento esencial de la política socialista. Por otra parte, la inminencia del peligro fascista en Francia y el aumento del armamentismo alemán provocaron un proceso opuesto, y vertiginoso, en la Comintern. Los mismísimos dirigentes que hasta el 6 de febrero tachaban al radical de izquierda Daladier de fascista y al dirigente socialista León Blum de social-fascista, ante el asalto del fascismo auténtico perdieron toda confianza en sí mismos y en su bandera y —bajo las instrucciones directas de Moscú, claro está— resolvieron buscar la salvación en una alianza con los partidos democráticos, no sólo con los socialistas sino también con los radicales.

Las conversaciones, que prosiguieron durante varios meses, tuvieron un carácter puramente teatral, con un importante, aunque involuntario elemento, de comicidad. Los socialistas recelaban de las ardientes declaraciones de amistad comunista; los «social-fascistas» de ayer temían una trampa. Y cuando por fin vieron la magnitud del terror de sus recientes enconados adversarios y aceptaron un frente único, se abrió el segundo capítulo: la lucha por la alianza con los radicales. Los socialistas rehuían obstinadamente el bloque con el partido de los archiconservadores Herriot y Daladier: su larga experiencia les demostraba que resultaba políticamente estéril; pero finalmente la presión constante de los comunistas, los morosos neófitos del cartel, logró su cometido, los radicales, a quienes sus aliados de izquierda ni siquiera exigían una ruptura con la reacción extrema representada en el gabinete de coalición de Laval, aceptaron el cartel tripartito a regañadientes, como medio político para fortalecer su endeble posición en el parlamento y asegurar para Francia la ayuda del Ejército Rojo en caso de última necesidad. Apenas se creó el Frente Popular, los neosocialistas ocuparon el lugar que naturalmente les correspondía en el mismo, al lado del partido de Briand[448]. Así se demostró que su anterior expulsión debió a un simple malentendido.

Al presentar la experiencia francesa como el modelo de aplicación más efectiva de la nueva política realista, ni el orador Dimitrov[449], ni los delegados franceses se molestaron en analizar la verdadera naturaleza social y económica de ese agrupamiento temporal de fuerzas que lleva el nombre altisonante de «Frente Popular». Por el contrario, todos los oradores se negaron obstinadamente a analizar el programa y las perspectivas del nuevo cartel. No es sorprendente: la crisis del parlamentarismo francés es ante todo la crisis del radicalismo francés. Las masas pequeñoburguesas están perdiendo su confianza en los héroes de fraseología jacobina, quienes en realidad siempre resultan ser uno de los instrumentos del capital financiero[450]. El fascismo explota la desilusión política de la pequeña burguesía de la ciudad y el campo con el Partido Radical. Detrás de las bambalinas el capital financiero brinda su apoyo generoso a las bandas fascistas, preparándose así una nueva base de apoyo. El régimen imperante posee un carácter transitorio. El inestable gobierno nacional de Laval necesita aún el apoyo de los radicales.

El carácter hipócrita y absolutamente putrefacto de este partido se revela con mortal claridad en que, por un lado, sus dirigentes más representativos integran el gobierno nacional, que ha promulgado medidas draconianas de austeridad y, por el otro, integra el Frente Popular que está librando una ruidosa campaña contra el gobierno y sus decretos. Los socialistas y comunistas declaran que las medidas económicas de Laval constituyen un excelente regalo político para el fascismo; al mismo tiempo, evitan cuidadosamente toda mención sobre la responsabilidad de los radicales en la política del gobierno. Los cimientos del Frente Popular son la ambigüedad, el silencio, el fraude. No es de extrañar que la lucha contra el fascismo revista un carácter puramente decorativo. El desprestigio de los radicales entre las masas populares se ha extendido automáticamente a sus aliados. El «Frente Popular», ruidoso pero paralizado por sus contradicciones internas, se rasca impotente la cabeza. Al mismo tiempo, los fascistas amplían su base política y perfeccionan su organización militar. De esto nadie dice una sola palabra en el congreso, donde reina el monolitismo obligatorio prescripto de antemano.

El Séptimo Congreso fue convocado esencialmente para otorgar fuerza de ley y extender a todos los países, sin excepción, el viraje de ciento ochenta grados del Partido Comunista Francés. Dicho sea de paso, la gran paradoja de este congreso es que mientras establece la necesidad de «caracterizar en forma estrictamente realista las peculiaridades nacionales de cada país», establece de un plumazo que el «Frente Popular» es el modelo para todas las secciones. Dado que su valiente conducta en el famoso juicio por el incendio del Reichstag le valió a Dimitrov cierta autoridad moral —Dimitrov jamás tuvo ni tiene otro derecho a reclamar autoridad política— fue a él a quien se asignó la delicada misión de anunciar, en un discurso verborrágico pero vacuo, que la Comintern, en lucha contra el fascismo, se había embarcado en la senda de la coalición democrática y del patriotismo. A diferencia de los socialistas, quienes, como es sabido, jamás se decidieron a concertar una coalición gubernamental con los radicales, el Séptimo Congreso llevó el viraje hasta sus últimas consecuencias y planteó directamente el problema del nuevo curso como la construcción de un gobierno de Frente Popular.

Si Marcel Cachin, Thorez y otros dirigentes del Partido Comunista Francés no logran conformar, en un futuro inmediato, un gobierno común con el «radical-fascista» Daladier y el «social-fascista» Blum, la causa de ello debe buscarse en las trampas del proceso histórico y no en la mala voluntad de los líderes comunistas. Pero si a pesar de todos los factores objetivos (crisis, dificultades económicas, estallidos revolucionarios en Tolón, Brest, Le Havre, etcétera)[451], el gobierno de coalición del bloque de izquierda asume el poder, no es necesario ser profeta para vaticinar que no será sino un breve episodio y que al caer arrastrará consigo al «Frente Popular». Seremos muy afortunados si los retazos de la democracia francesa no quedan sepultados bajo sus ruinas.

La primera gran guerra imperialista estalló en momentos en que el capitalismo parecía estar en la cúspide de su poder y el parlamentarismo parecía un régimen eterno. El reformismo y el patriotismo de la Segunda Internacional se apoyaban en estos cimientos. ¿Guerra? Pero esta es la última guerra… Desde entonces, todas las ilusiones, tanto las primarias como las derivadas, se disiparon como el humo. El carácter implacable de nuestra época, que ha desnudado todas las contradicciones hasta la raíz, le otorga características sumamente ominosas —podríamos decir sumamente mezquinas— a la capitulación de la Comintern ante aquellas ideas e ídolos a los que declarara guerra santa en el momento de nacer.

En la actualidad, lo único que distingue a los comunistas de los socialdemócratas es la fraseología tradicional, y ésta no resulta difícil de olvidar. En este preciso instante los dirigentes comunistas empiezan a emplear, y con bastante éxito, un lenguaje de salón con sus aliados de la derecha; la vieja reserva de imprecaciones va dirigida únicamente contra los adversarios de izquierda. No sería de extrañar que se proclame al frente único como primer paso hacía la plena fusión organizativa de los partidos de las Internacionales Segunda y Tercera.

Los obstáculos en el camino de dicha fusión no radican tanto en las ideas como en los aparatos. En Inglaterra, Bélgica, Holanda y los países escandinavos las secciones de la Comintern son demasiado insignificantes como para interesar a los partidos reformistas en experiencias de frente único o en tentativas de fusión. Pero allí donde la distribución de fuerzas es más pareja, sobre todo en Francia, ambos bandos empiezan a plantear la cuestión de la fusión como un problema práctico. ¿Se resolverá en un futuro inmediato? Desde la concertación del pacto franco-soviético, las diferencias programáticas y tácticas se han reducido al mínimo; los socialdemócratas prometen defender a la Unión Soviética, a cambio de lo cual los comunistas prometen defender a la República Francesa. Con respecto a la guerra y a la defensa nacional —el problema fundamental de nuestra época— las bases para la unidad ya están sentadas. Pero queda el problema de las tradiciones de dos aparatos burocráticos cerrados y de los intereses materiales de buen número de personas vinculadas a dichos aparatos. El futuro revelará si la presión conjunta del fascismo y de la diplomacia moscovita será suficientemente fuerte como para superar este escollo secundario pero bastante importante en el camino de la unidad. Sea como fuere, el Séptimo Congreso ha proclamado abierta y tajantemente que es necesario buscar la unidad con la mismísima socialdemocracia, a la que Stalin hasta hace pocos años tachaba de gemelo del fascismo.

Si tomamos el desarrollo ideológico y político de la Comintern, dejando de lado el problema de su futuro como organización —el cuerpo sigue descomponiéndose mucho tiempo después de haber sido abandonado por su alma viva— podemos decir que la historia de la Tercera Internacional encuentra su conclusión última en el Séptimo Congreso. Hace veintiún años Lenin lanzó la consigna de ruptura con el reformismo y el patriotismo. A partir de entonces, todos los llamados dirigentes centristas, oportunistas e intermedios, han lanzado contra Lenin la acusación de sectarismo, más que ninguna otra. Uno puede coincidir o discrepar con Lenin, pero no puede negar que la Internacional Comunista se fundó precisamente sobre la base de la imposibilidad de conciliar las dos tendencias fundamentales del movimiento obrero. El Séptimo Congreso ha llegado a la conclusión de que el sectarismo fue el origen de todas las derrotas posteriores del proletariado. Así vemos que Stalin corrige el gran «error» histórico de Lenin, y en forma radical: Lenin creó la Internacional Comunista; Stalin la está liquidando.

Sin embargo, ya se puede decir que la unificación de las dos Internacionales, por completa que sea, de ninguna manera garantizará la unidad de la clase obrera. Los principios del social-patriotismo excluyen a priori la posibilidad de mantener la unidad internacional, sobre todo en una época en que se avecinan choques militares. Pero ni siquiera habrá unidad dentro de las fronteras nacionales. Al iniciarse la nueva etapa histórica se producirá inexorablemente una nueva escisión irreconciliable en las organizaciones obreras, un reagrupamiento de sus elementos en torno a dos ejes: el oportunista y el revolucionario. En la mayoría de los países ya se ha levantado la bandera de la Cuarta Internacional. Por el momento se trata, desde luego, de pequeños grupos de vanguardia. Pero cualquiera que conozca la historia del movimiento obrero comprenderá la importancia sintomática de este hecho. Sin embargo, este aspecto de la cuestión trasciende los límites de este artículo, cuyo objetivo es brindar una evaluación general del Séptimo Congreso. Repetimos: pasará a la historia como el congreso de liquidación.

Escritos , Tomo IV
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