Luxemburgo y la Cuarta Internacional[352]
Observaciones superficiales sobre un tema importante
24 de junio de 1935
Actualmente se están haciendo esfuerzos en Francia y en otras partes para construir un supuesto luxemburguismo, como defensa de los centristas de izquierda contra los bolcheviques-leninistas. Esta cuestión puede adquirir considerable importancia. Quizás en un futuro cercano se vuelva necesario dedicar un artículo más extenso al luxemburguismo real y al pretendido. Aquí sólo quiero referirme a los aspectos esenciales de la cuestión.
Más de una vez hemos asumido la defensa de Rosa Luxemburgo contra las tergiversaciones insolentes y estúpidas de Stalin y su burocracia. Seguiremos haciéndolo. No lo hacemos movidos por consideraciones sentimentales, sino por las exigencias de la crítica materialista histórica. Sin embargo, nuestra defensa de Rosa Luxemburgo no es incondicional. Los aspectos débiles de las enseñanzas de Rosa Luxemburgo han sido desnudados en la teoría y en la práctica. La gente del SAP y otros elementos afines (véanse, por ejemplo, el diletantismo intelectual de la «cultura proletaria» del Spartacus francés, el periódico de los estudiantes socialistas belgas y, a menudo también, el Action Socialiste belga, etcétera)[353], sólo hacen uso de los aspectos débiles y de las deficiencias que de ninguna manera son decisivos en Rosa; generalizan y exageran estas debilidades al máximo y sobre esa base construyen un sistema totalmente absurdo. La paradoja yace en que en su viraje más reciente, los stalinistas —sin reconocerlo, sin siquiera comprenderlo— también se aproximan, en teoría, a los aspectos negativos caricaturescos del luxemburguismo, por no mencionar a los centristas tradicionales y a los centristas de izquierda en el campo socialdemócrata.
Es innegable que Rosa Luxemburgo contrapuso apasionadamente la espontaneidad de las acciones de masas a la política conservadora «coronada por la victoria» de la socialdemocracia alemana, sobre todo después de la revolución de 1905[354]. Esta contraposición revestía un carácter absolutamente revolucionario y progresivo. Mucho antes que Lenin, Rosa Luxemburgo comprendió el carácter retardatario de los aparatos partidario y sindical osificados y comenzó a luchar contra los mismos. En la medida en que contó con la agudización inevitable de los conflictos de clase, siempre predijo con certeza la aparición elemental independiente de las masas contra la voluntad y la línea de conducta del oficialismo. En este amplio sentido histórico está comprobado que Rosa tenía razón. Porque la revolución de 1918 fue «espontánea», es decir, las masas la llevaron a cabo contra todas las previsiones y precauciones del oficialismo partidario[355]. Pero, por otra parte, toda la historia posterior de Alemania demostró ampliamente que la espontaneidad por si sola dista de ser suficiente para lograr el éxito; el régimen de Hitler es un argumento de peso contra la panacea de la espontaneidad.
La misma Rosa nunca se encerró en la mera teoría de la espontaneidad, como Parvus, por ejemplo, quien posteriormente trocó su fatalismo respecto de la revolución social por el más repugnante de los oportunismos[356]. En contraposición a Parvus, Rosa Luxemburgo se esforzó por educar de antemano al ala revolucionaria del proletariado y por reunirlo organizativamente tanto como fuera posible. En Polonia construyó una organización independiente muy rígida. Lo más que puede decirse es que en su evaluación histórico-filosófica del movimiento obrero, la selección preparatoria de la vanguardia era deficiente en Rosa, en comparación con las acciones de masas que podían esperarse; mientras que Lenin, sin consolarse con los milagros de futuras acciones, tomaba a los obreros avanzados y constante e incansablemente los soldaba en núcleos firmes, legales o ilegales, en las organizaciones de masas o en la clandestinidad, mediante un programa claramente definido.
La teoría de Rosa de la espontaneidad era una sana herramienta contra el aparato osificado del reformismo. Pero el hecho de que a menudo se la dirigiera contra la obra de Lenin de construcción de un aparato revolucionario revelaba —en realidad solamente en forma embrionaria— sus aspectos reaccionarios. En Rosa misma esto ocurrió sólo episódicamente. Era demasiado realista, en el sentido revolucionario, como para desarrollar los elementos de la teoría de la espontaneidad hasta convertirla en un sistema metafísico consumado. En la práctica, como ya se ha dicho, ella misma minaba esta teoría a cada paso. Después de la revolución de noviembre de 1918 se abocó a la ardua labor de reunir a la vanguardia proletaria. A pesar de su manuscrito sobre la Revolución Soviética[357], muy débil desde el punto de vista teórico, escrito en prisión y que ella nunca publicó, el accionar posterior de Rosa permite asegurar que, día a día, se acercaba a la nítida concepción teórica de Lenin sobre la dirección consciente y la espontaneidad. (Seguramente fue esta circunstancia la que le impidió hacer público su manuscrito contra la política bolchevique, manuscrito que luego sería objeto de vergonzosos abusos).
Tratemos nuevamente de aplicar a la época actual el conflicto entre las acciones de masas espontaneas y el trabajo organizativo deliberado. ¡Qué inmenso gasto de fuerza y desinterés han hecho las masas trabajadoras de todos los países civilizados y semicivilizados desde la guerra mundial! No hay nada en toda la historia previa de la humanidad que pueda comparársele. En esta medida, Rosa Luxemburgo tuvo toda la razón contra los filisteos, los cabos y los necios del obstinado conservadurismo burocrático, «coronado por la victoria». Pero es justamente el derroche de estas energías inconmensurables lo que constituye la base del gran revés del proletariado y el exitoso avance fascista. Puede decirse sin temor a exagerar: lo que determina la situación mundial en su conjunto es la crisis de la dirección proletaria. Hoy, el campo del movimiento obrero todavía está lleno de inmensos escombros de las viejas organizaciones en bancarrota. Luego de innumerables sacrificios y desilusiones, el grueso del proletariado europeo se ha retirado, al menos, al cascarón. La lección decisiva que ha extraído, consciente o semiconscientemente, de estas amargas experiencias, dice: grandes acciones requieren una gran dirección. Para asuntos corrientes, los obreros todavía les dan sus votos a las viejas organizaciones. Los votos… pero de ninguna manera su confianza ilimitada.
El otro aspecto es que, después del colapso miserable de la Tercera Internacional, resulta mucho más difícil hacerles depositar confianza en una nueva organización revolucionaria. Es ahí, justamente, donde reside la crisis de la dirección proletaria. En esta situación, cantar una monótona canción sobre acciones de masas para un futuro indeterminado, en contraposición a una selección deliberada de cuadros para una nueva internacional, significa realizar un trabajo totalmente reaccionario. Ese es, precisamente el papel del SAP en el «proceso histórico».
El buen muchacho Paul Froelich puede, desde luego, acudir a sus recuerdos marxistas con el fin de detener el torrente de la teoría del espontaneísmo bárbaro. Estas medidas proteccionistas puramente literarias difícilmente impedirán a los discípulos de un Miles (apreciado autor de la resolución sobre la paz y el no menos apreciado autor del articulo en la edición francesa del Boletín Juvenil), a los Oscar Wassermann y a los Boris Goldenberg, introducir los disparates espontaneístas más repugnantes en las propias filas del SAP[358]. La política práctica de Schwab[359] (la astucia de «no decir lo que es» y el eterno consuelo con las acciones de masas futuras y el «proceso histórico» espontáneo) no es sino una explotación táctica de un luxemburguismo totalmente distorsionado y vulgarizado. Y en la medida en que los Paul Froelich no atacan abiertamente esta teoría y práctica en su propio partido, sus artículos contra Miles adquieren el carácter de búsqueda de una coartada teórica. Este tipo de coartada sólo se vuelve necesaria cuando uno participa en un crimen premeditado.
La crisis de la dirección proletaria no se puede superar, desde luego, mediante una fórmula abstracta. Se trata de un proceso extremadamente prolongado. Pero no de un proceso puramente «histórico», es decir, de las premisas objetivas de la actividad consciente, sino de una cadena ininterrumpida de medidas ideológicas, políticas y organizativas con el propósito de unir a los mejores elementos, los más conscientes, del proletariado mundial bajo una bandera inmaculada, elementos cuyo número y confianza en sí mismos deben fortalecerse constantemente, cuya ligazón a sectores más amplios del proletariado debe desarrollarse y profundizarse; en una palabra, devolverle al proletariado, bajo condiciones nuevas y sumamente difíciles y onerosas, su dirección histórica. Los trasnochados confusionistas del espontaneísmo tienen tanto derecho a referirse a Rosa como los miserables burócratas de la Comintern a Lenin. Dejemos de lado las cuestiones secundarias, superadas por los acontecimientos, y con plena justificación podemos colocar nuestro trabajo por la Cuarta Internacional bajo el signo de las «tres L», no sólo bajo el signo de Lenin, sino también de Luxemburgo y Liebknecht[360].