39
CADA uno de los cuatro estanques que había en la orilla del río era tan grande como un lago. Su superficie brillaba con la luz. El viento esparcía las semillas del diente de león sobre el agua y las empujaba como si fueran pequeños barcos. De vez en cuando, una carpa asomaba la boca para atrapar una de ellas.
Las cornejas volaban sobre los campos detrás de las granjas. Hurgaban con su grueso pico entre la paja en busca de los granos olvidados. Las ovejas balaban.
Era el 16 de agosto de 1387. Junto a la muralla carbonizada resplandecía el castillo de madera clara y fresca. Los andamios rodeaban la puerta de entrada. En el pueblo, alrededor de la iglesia, se disponían mesas cubiertas con manteles blancos, y sirvientes de librea portaban manjares que alguno de los invitados no había saboreado en su vida. Se celebraba una boda. Sir John Cheyne era el novio. Sir John Cheyne apreciaba la buena comida. Había decidido casarse en Braybrooke para, como él decía, demostrarle a Courtenay que no había ganado ni un palmo de tierra. Todos estaban felices. Sólo Catherine, a la que había que agradecer la liberación de Hereford, y que había explicado el malentendido con los Lovetoft, estaba sentada en silencio en su sitio, sin probar el vino, la carne, el pan o los dulces.
Sobre la mesa, delante de ella, había un pavo asado. Los cocineros habían vuelto a colocarle todas las plumas, de forma que parecía estar vivo. Las plumas de la cola sobresalían por encima de los invitados. Junto a él humeaban bandejas con ostras hervidas en leche de almendras, pato en salsa de uvas aromatizado con ajo, cordero asado en salsa de cerezas amargas, pasteles de carne, anguilas, col guisada con canela y clavo y una bandeja de natillas de huevo opíparamente adornada con frutas.
Cheyne, que pelaba una granada con sus dedos afilados, se rió de pronto con tanta fuerza que el cabello negro le cayó sobre la cara. La joven novia se había puesto una gallina en el regazo y le daba pan de ajo.
—¡Mirad a esta mujer! —gritó.
Algunos invitados se rieron con él, quizá demasiado fuerte, y al hacerlo le observaban por el rabillo del ojo. Habían oído hablar de las riquezas de Cheyne, naturalmente, y buscaban ganarse su favor.
Catherine estaba sentada junto a Thomas, quien obsequiaba a su esposa con vino aromático y apenas le prestaba atención a ella. Él se inclinó sobre lady Anne, y le susurró algo al oído. Ella lanzó una mirada furtiva a Catherine, asintiendo. Thomas se dirigió a ella.
—Catherine, ¿puedo secuestrarte para dar un breve paseo?
Su semblante era serio.
Ella miró a Hawisia en su regazo. Pero lady Anne extendió enseguida los brazos hacia ella.
—Podéis dejarme a la niña.
Quiso pensar algo, decir algo, pero lo único que hizo fue mirar a sir Latimer y a lady Anne alternativamente.
El se puso de pie, alzó a Hawisia y se la entregó a su esposa. Luego se llevó a Catherine consigo.
—Háblame sobre ese mecanismo —dijo— con el que hiciste creer a Courtenay que le visitaba Lucifer. ¿Cómo funciona?
El corazón de Catherine se aceleró. Sintió frío. En pleno verano sentía frío. Cruzaron el puente en dirección al bosque de Rockingham. ¿Se apoyaba realmente su mano en el brazo de sir Latimer? ¿Paseaba a su lado como si fuera una joven de su misma condición?
—Consiste tan sólo en una luz, un tubo y una lente coloreada. Una especie de linterna.
Él movió la mano derecha por el aire como si estuviera leyendo un cartel.
—La linterna mágica. La laterna mágica.
Ella guardó silencio.
—Esa maravilla podría utilizarse fácilmente para todo tipo de maldades.
—De momento no la conoce nadie, excepto vos y yo. ¿Tenéis previsto usarla?
—Ha resultado muy caro reconstruir el castillo, y todavía no hemos terminado. Necesito dinero. —Se rió—. Tonterías. Hemos recibido grandes dones de Dios, no vamos a defraudarle con nuestra maldad. El doctor ya está en Nottingham traduciendo los últimos capítulos del Antiguo Testamento. Courtenay no se ocupará de nosotros de momento. Tenemos muchos motivos para estar agradecidos.
—Y lady Anne está casi totalmente recuperada.
—Sí — dijo él escuetamente.
Catherine sintió en su vientre un dolor que empezó a difundirse por brazos y piernas. ¿Por qué había dicho eso? ¿No podían olvidarse de lady Anne? Estaba allí con ellos, invisible.
—He hablado sobre ti con el doctor Hereford —dijo Thomas.
—¿Por qué?
—Amar significa no entregarse a una persona cualquiera, dijo él. Uno siempre encuentra una mujer mejor. Pero el amor no es un sentimiento, sino una decisión, opina Hereford. Me parece que yo nunca he tomado esa decisión con respecto a Anne.
—El doctor Hereford...
—Le he contado que me siento atraído por ti, Catherine. —Thomas se detuvo—. Me quitas el sueño, ¿sabes? Si estoy a tu lado, soy feliz, si pasa un día en que no te veo, me siento abatido. Es difícil luchar contra ello.
Ella tragó saliva.
—Lo sé.
—No debemos flaquear.
—Lo sé.
—El doctor Hereford tiene razón. Tengo que decidirme por Anne, aun cuando ahora te haya encontrado a ti. Estoy en deuda con ella. Cuando termine la celebración tendrás que marcharte.
Aunque quiso contestar, no pudo encontrar ninguna palabra adecuada por mucho que rebuscó en su mente.
—Consideremos este paseo como una despedida —continuó él.
Se hizo el silencio entre ellos. El camino crujía bajo sus pies. Un picapinos les acompañaba con su canto. Catherine pensó en Elias. En el cinturón del doctor Hereford había descubierto un estuche de lentes con su signo. Había sido como un encuentro con su esposo. Cuando le pidió al doctor que le mostrara sus lentes y él abrió muy amablemente el estuche, vio la montura de madera de boj que Elias había tallado antes de que abandonaran el castillo de Braybrooke. Hereford le aseguró que su esposo había sido un buen amigo al que apreciaba mucho.
También Elias les acompañaba de un modo invisible. Formaba parte de los acontecimientos, y también de ella. Catherine le había amado. Pero, sorprendentemente, el amor que sentía por Elias se había desvanecido y ahora se sentía tan cerca de Thomas Latimer como si se hubieran intercambiado los rostros, como si se hubiera metido en su cuerpo, anduviera con sus piernas, hablara por su boca.
—¿Amáis a lady Anne?
—No lo sé. —Él se volvió, hablaba mirando hacia el bosque—. Mi padre me aconsejó que me casara con ella cuando murió su primer esposo, John Beysin de Ashley. Mis amigos me animaron, alabaron su belleza y, además, poseía una gran fortuna. En aquel momento, Anne agitó mis sentimientos, sí, pero si miro hacia atrás me parece que me dejé llevar sólo por el orgullo de tener una mujer rica y hermosa. Mi interés desapareció enseguida.
—¿Y, a pesar de todo, os casasteis con ella?
—Todo estaba ya acordado. Era incuestionable que nos íbamos a casar.
—El día de la boda tuvo que ser muy triste para vos.
Él la miró.
—No he pensado mucho en ello. Quizá me daba miedo hacerlo.
Catherine necesitaba aire, se le estaba cerrando la garganta. ¿Por qué no podían estar Thomas y ella juntos, por qué no le concedía lady Anne la libertad?
En medio de todos esos sentimientos surgió espontáneamente una imagen horrorosa. Vio a Alan. Le oyó gritar: ¡Catherine! La espada lo atravesó. La carne se desgarró. Fue ensartado como un animal. Y ella tenía la culpa, había ido a Canterbury, le había puesto en peligro y le había arrastrado al siniestro final que estaba previsto para ella. ¿Dónde estaba ahora? ¿Cómo podía morir así una persona?
Está junto a Dios, se dijo a sí misma. Pero no podía sentirlo así, más bien se lo imaginaba como un cadáver, y le entristecía pensarlo.
—¿No te encuentras bien? —preguntó Latimer. Se había detenido y la miraba con preocupación.
—Estoy..., estoy bien. —Catherine siguió andando.
—De pronto te has quedado como si te hubieras convertido en hielo. ¿Qué ha pasado?
—Me he acordado de Alan.
—Entiendo.
—Es una tontería, quiero decir, está con Dios en el cielo, no sé por qué me preocupo. Tuvo una muerte horrible, pero lo ha conseguido, ya han acabado todas sus penurias.
Latimer guardó silencio.
—¿Está con Dios?
El caballero miró hacia el bosque de Rockingham sin decir nada.
—Vos no lo creéis —susurró Catherine.
—Catherine, no es una cuestión de creerlo o no. La Biblia no deja dudas al respecto. Habla de la muerte como un sueño, dice que los muertos no saben nada, no tienen esperanza, no sienten celos, no aman, no odian, son como personas que se han entregado al descanso nocturno. Alan duerme un sueño profundo. Es como si estuviera sin sentido. Pero un día el Señor le...
—¡Ay, no me habléis del Juicio Final! ¡Decís que Alan está frío, que se pudre! ¿Y sabéis qué? Me temo que tenéis razón. ¿Cómo puede aceptar Dios algo así? ¿Cómo puede haber deseado la muerte?
—La muerte, Catherine, es el triunfo de Satanás. Es el castigo por nuestra caída, por apartarnos de Dios. El maligno nos ha tentado, y le hemos seguido. ¿Crees que a Dios no le causa tristeza? ¿Crees que no sufre como nosotros por la destrucción de sus criaturas? Cristo lloró en el sepulcro de Lázaro aunque sabía que ese mismo día lo iba a despertar de nuevo a la vida. ¿Por qué piensas que lloró? Porque ese cadáver en descomposición —escriben que ya olía— le repugnaba, porque a él, al creador de la vida, le afligía ver cómo se desvanecía. El propio Jesús temía a la muerte, por eso sudó sangre en el huerto de Getsemaní.
—¡Entonces, si es todopoderoso, que acabe con la muerte!
—Eso sería nuestro final. ¿No lo entiendes? La muerte es el peor de todos los males, pero también es la salvación de la humanidad caída. Es el arma más poderosa de Satanás, y es el arma más poderosa de Dios. Dios se la ha arrebatado de las manos y ahora la dirige contra su enemigo. La muerte es nuestra vergüenza, pero también nuestra esperanza. Pues Cristo la ha aceptado y ha vencido con ella al enemigo.
—Decís cosas extrañas.
—¿No lo entiendes? Satanás se ha encargado de que la máquina de la muerte nos asole. Con ello quería obligar a Dios a que le perdonara, a él, el rebelde. Pues sabía que Dios no soportaría entregar a todas sus criaturas a la destrucción. Pero no contó con que el propio Dios se entregaría a la muerte con todos nosotros para detener la maquinaria. Es el grano de arena que no se puede moler. El molino de la muerte se ha atragantado con él. No puede aplastarlo, y así tampoco podrá destruirnos a nosotros por completo. Nos echamos a dormir, sí, y es un sueño espantoso. Nadie lo cree justo, todos lo temen, pues estamos hechos para la vida eterna, la destrucción nos resulta equivocada y nauseabunda. Pero es sólo un sueño por un tiempo.
La imagen del hermano asesinado se desvaneció como si se la hubiera llevado un espíritu maligno. Podría ser responsable de la temprana muerte de Alan, pero a todos les llegaba en algún momento. Y no lo percibió ya como un final. Era un sueño, decía Latimer, un largo y oscuro sueño. Con ello quiso quedarse en paz.
—Os doy las gracias —dijo.
Dieron la vuelta y regresaron a la boda.
Supo que ése era su último paseo. Él había dicho lo que tenía que decir: que debía marcharse después del banquete. Cada paso significaba una despedida. ¿Por qué iban en silencio? ¿Cómo podían desperdiciar el tiempo, el poco tiempo que les quedaba?
—¿Recordáis —balbuceó ella—, recordáis cómo en primavera me hablasteis... de los misterios de la luz? Hay algo que no entendí. Quizá podíais explicármelo de nuevo.
—¿Te hablé de Damianus, el hijo de Heliodoro de Larisa?
—No recuerdo. ¿Quién es?
—Un griego que vivió en una época posterior a Tolomeo. Creía todavía en los rayos visuales y afirmaba que la luz se mueve a una velocidad infinita. El sol llega a nosotros en el instante en que una nube se retira. Del mismo modo, opinaba Damianus, los rayos de nuestros ojos llegan sin retraso al cielo o a donde quiera que miremos.
—¿Cómo sabéis todo eso? ¿Quién puede llegar a conocer esos misterios?
—Lo he leído.
—¿Me enseñaríais a leer? —No había reflexionado antes de hacer la pregunta, y ahora, cuando aquellas palabras flotaban en el aire entre ellos, cuando Catherine debía disculparse, brotó en ella la esperanza de que Thomas Latimer podía cambiar de opinión, de que posiblemente renunciaría a hacerla marcharse lejos.
—Sí, con mucho gusto —dijo él.
No hablaron más acerca de cómo iba a cumplir él su promesa. No era necesario hacer más comentarios, pues, de pronto, Catherine supo que volverían a verse, que se trataba sólo de una separación temporal. El reencuentro iba a suponer para ella una gran desdicha, pero era una desdicha que anhelaba, igual que un herido grave desea la muerte.
Braybrooke parecía ser un lugar idílico, el tipo de sitio que el caminante elegiría en los Midlands para tomar una comida y pasar la noche, una aldea con amables habitantes. Tres águilas ratoneras volaban en círculos, con las alas extendidas, sobre la linde del bosque. Vigilaban pacíficamente, su vuelo era una imagen de paz, de intemporalidad. Un cuervo se balanceaba en las ramas de un olmo seco, sin hojas. El viento soplaba bajo sus plumas. Las ovejas pastaban, agarrando las hierbas entre su boca y arrancándolas con un movimiento de cabeza. Se podía oír el ruido que hacía la hierba al ser cortada. Un cordero buscaba la leche de su madre, que seguía avanzando por el prado, pastando. La persiguió, intentando meter la cabeza bajo las ubres. En los saúcos zumbaban las abejas.
Courtenay despidió a los hombres de Kent.
—No se trata de quebrar —dijo con voz apagada—, sino de doblar.
Esta vez los aniquilaría. Los Caballeros Cubiertos se sentían vencedores, habían encontrado al doctor Hereford en Londres y se lo habían llevado consigo. Había llegado el momento de que reconocieran su superioridad. Sólo él podía manejar los hilos a su antojo.
—¡La historia no ha llegado a su fin, amigos míos!
Se acercó a la jaula de la ardilla, empujó con la punta de los dedos una avellana a través de los barrotes metálicos. El joven animal se aproximó temeroso. Todavía no había adquirido confianza.
—La canción no ha terminado. La próxima estrofa la canto yo, y será una estrofa amarga.